Otra…

«¡El tiempo!… ¡El tiempo!…», escucho ahora cerca de mí como si volviera a estar en el compartimento de aquel tren al lado de aquel hombre misterioso que desapareció con él, pues nunca lo vi apearse, ni siquiera en la última estación, que era la mía. Se quedó sentado en su asiento, mirando por la ventanilla.

«¡El tiempo!… ¡La flor del tiempo!…», escucho repetir a Paul Celan, al que tanto se parecía aquél (mientras, mi madre me mira desde la ventana de su residencia).

Es la memoria, que me traiciona. Como a mi pobre abuela antes de morir, la memoria me traiciona y me hace oír palabras que ya no suenan ni existen más, pues desaparecieron en la inmensidad del tiempo. A mi abuela la memoria le traía la voz de su hijo desaparecido (incluso le trajo a éste una vez: la esperaba en un camino cuando volvía de regar una noche el huerto, pero desapareció de nuevo en cuanto se abalanzó hacia él) y a mí me trae las de los fantasmas que también me ha dado la vida: la de mi padre nombrando las estaciones que se sucedían por el ferrocarril del norte; la de mi tía Carmen llevándome de la mano a ver las fiestas del Arenal; la de mi hermano llamándome «gallina» cuando aún estaba vivo y podía hacerlo; la de mi madre cuando todavía me hablaba… Pero también me trae las de otras personas. Las de Carolina y Tanja riéndose entre las olas de Cala d’Hort y de Cala Conta, las dos completamente desnudas. La de Daniel delante del Montesol. Las de Otto y Nadia en su barca o en la terraza del bar del cruce de Buscastell, donde pasaban las horas muertas. Las de Francesc y sus compañeros comentando la pesca del día y los acontecimientos de una isla en la que nada sucedía de nuevo…

No es la primera vez que la memoria me las devuelve. Pero nunca como ahora, con esta nitidez y cercanía con la que las escucho desde hace unos minutos, desde que las estrellas también se quedaron quietas. Parece como si las escuchara entonces, cuando sus dueños las decían de verdad. E igual me ocurre con sus imágenes. Aunque el tiempo transcurrido ya es muy largo, los veo ahora como cuando estaban vivos o cuando compartían conmigo la realidad y no su reflujo. Debe de ser mi imaginación, que ha convertido la noche en una pantalla en la que se reflejan mis pensamientos y mis recuerdos, que son los restos de la película de mi vida, que vuelve a pasar de nuevo por mi memoria: mi abuelo con el caballo esperándome en el cruce para llevarme a casa subido en él, mi padre yendo a trabajar, mi madre y mi hermano Ángel desayunando en la mesa de la cocina la mañana en que éste tuvo el accidente, las aulas del instituto, el frío del internado, las chimeneas echando humo día y noche sobre la ciudad lluviosa en la que transcurrieron mi infancia y mi adolescencia, la luz de Ibiza y de sus caminos, las universidades en las que los fui olvidando, los amigos que perdí y las mujeres a las que amé y que abandoné por otras o que me abandonaron ellas, los libros que no escribí, los que comencé y dejé, los que conseguí acabar pero jamás logré que me publicaran… Y Marie, siempre Marie repitiéndome aquella frase que pronunció en la penumbra de un hotel de Nápoles en el que las contraventanas nos separaban del mundo y en el que nuestro hijo comenzó a nacer: «Me gustaría que se parara el tiempo». Un deseo que yo repito ahora en voz alta dirigiéndome a la estrella de mi tío, que es la única de todas en que creo, porque es la única que me ha acompañado siempre.