Otra…
Se ha dormido.
Mientras yo contemplaba Barcelona desde el cielo, Pedro se ha rendido al fin y se ha quedado dormido con los ojos semiabiertos, como cuando era pequeño. Su respiración pausada delata, no obstante, que está dormido completamente.
Debería llevarlo al coche. Debería trasladarlo hasta el asiento de atrás de éste y permitirle que duerma allí mientras yo sigo mirando las estrellas. O mejor: si fuera un padre más responsable, le llevaría al hotel para que descanse.
Pero se está muy a gusto aquí. Con la magnífica noche que hace (lo único que se mueve son las estrellas y la temperatura sigue sin descender), apetece permanecer aquí, lejos de un mundo cuyos neones iluminados y coloridos están muy cerca, aunque ahora no los veo gracias a estas colinas que me rodean. Como si hubiese desaparecido ya, el mundo es sólo un rumor que se confunde con el del mar y con el de ese firmamento tembloroso que contemplo sobre mí mientras mi hijo duerme a mi lado ajeno a mis pensamientos y con los ojos llenos de estrellas y de ilusiones. Las estrellas e ilusiones que han caído sobre él mientras contemplaba el cielo y que desaparecerán cuando se despierte.
Así que le dejo que siga así. Tan sólo le tapo un poco con mi jersey, más por instinto de protección que porque de verdad lo pueda necesitar (la noche es muy calurosa), y me quedo sentado junto a él sin hacer ruido, para no interrumpir su sueño. El humo de mi cigarro sube hacia el cielo como si fuera su representación.
Cuántas veces, recuerdo ahora mientras lo miro, velé su sueño aquellos primeros días de su existencia, cuando me parecía un milagro que respirara y temía que pudiera dejar de hacerlo en cualquier momento, y, luego, cuando estaba enfermo. Siempre me parecía tan frágil que, aunque sabía que nada podía ocurrirle, la inquietud me llevaba a mirarlo cada poco. Él no lo sabe, pero he pasado muchas horas mirándolo mientras dormía.
¡Cómo ha cambiado!, pienso observando de nuevo el cielo, cuya luminosidad ha ido en aumento. Parece que era hace un año cuando le enseñaba a andar y pocos más cuando lo llevaba en brazos. Pero han pasado ya doce. Doce años desde que llegó a esta vida surgiendo de las tinieblas en las que vivía hasta entonces y a las que volverá algún día como todos los hombres y mujeres de este mundo. Y como las estrellas. Y como esta misma isla que parece estar aquí desde el origen mismo del universo, pero que también surgió en un momento concreto, igual que desaparecerá otro. Es el destino de todo lo que se mueve y vive sobre la tierra, sea cual sea su naturaleza.
Lo único que no desaparecerá es el tiempo. Como me decía mi padre aquella noche en la era (aquella era que desapareció también: mi padre la vendió, junto con las demás propiedades de los abuelos, al morir éstos, y el comprador la sembró de trigo), el tiempo es lo único que permanece y que nos sobrevivirá cuando ya no estemos. Ni nuestros hijos, ni nuestros sueños, ni nuestras creaciones reales o imaginarias: nada sobrevivirá a la muerte, tan sólo el tiempo del que se alimenta ésta. Como las generaciones de las hojas, las de los hombres también seguirán pasando y su breve luz vital se disolverá en la noche perpetua, esa que no se acaba jamás, hasta que la última haya desaparecido del mundo. Y entonces sólo quedará el silencio.
La larga noche del tiempo. La eterna noche del hombre que yo vislumbré en Uppsala y que vuelvo a vislumbrar de nuevo escuchando este silencio repentino y viendo esta nieve mágica que cae desde las alturas, ahora que todo ya se ha dormido. El mar, la tierra, mi hijo, hasta las propias estrellas, que antes temblaban y se movían como centellas de un lugar a otro, se han quedado quietas de pronto, como si se hubiesen petrificado en la eternidad. Pero es una ilusión falsa. Por debajo del silencio, más allá de las estrellas y de estas negras colinas que me rodean como si estuvieran muertas, el tiempo sigue pasando y arrastrando en su camino los recuerdos y las vidas de los hombres y de las mujeres que los gestaron y que los acompañan en su peregrinación, de sus hijos y sus nietos y de los hijos y de los nietos de éstos, de los que desafían al mar y de los que permanecen siempre en la tierra firme, de los que desaparecerán para siempre un día y de los que vivirán eternamente en el firmamento convertidos en estrellas cada vez más misteriosas, como la de mi tío Pedro, el que desapareció en la guerra. Y, mientras tanto, mi hijo duerme tranquilo, ajeno a esta eternidad que se ha instalado ya sobre el mundo y sobre su reflejo en la inmensidad del cielo.
¿Cuánto durará su sueño? ¿Cuánto la paz que ahora siente y que el tiempo le robará algún día?