Otra…

—¿Has visto ésa?

—No.

—¡¿No la has visto?!

Pedro me mira decepcionado. Me mira como recriminándome no haber visto la estrella que acaba de avistar él.

Pedro parece una sombra más entre las de los pinos. Son pinos nuevos, recién plantados, al revés que los olivos que aún pueden verse entre ellos. Si no fuera una obviedad, pensaría que unos y otros nos representan a mí y a Pedro.

Pedro aún es joven, está empezando a vivir. Yo, en cambio, ya estoy de vuelta, comenzando a bajar por la pendiente. Me he dado cuenta hace tiempo, pero esta noche me lo confirma.

Esta noche, el mundo gira de manera diferente a la habitual. Me refiero a la forma en la que lo hacía cuando era joven y, después, mientras vivía, primero aquí, en esta isla, y luego en otros lugares. Entonces, el mundo era una ruleta que daba vueltas sin detenerse, pero, desde hace ya años, aquella noria se ha convertido en una gran rueda que sólo gira si se la empuja. Y para empujarla hacen faltan fuerzas, esas fuerzas que a mí empiezan ya a faltarme. ¿Lo verá Pedro también así?

No. Pedro lo ve como yo hasta ahora, como lo veía cuando tenía su edad. Si se lo preguntara, me lo diría, aunque, evidentemente, no voy a hacerlo. No seré yo quien le decepcione y menos en esta noche tan especial.

Lo es por varios motivos. Para él porque está en Ibiza, de la que yo tanto le he contado, y porque está despierto a esta hora. Para mí porque estoy con él, que es algo que no puedo hacer tanto como yo quisiera. Por eso, para los dos esta noche es tan hermosa, pese a que para mí tenga un punto de melancolía. La que le dan mis recuerdos de otras y la que le proporciona la constatación de que pasará como todas ellas.

Pero Pedro no lo sabe y por eso mira al cielo con la fascinación de quien cree que el tiempo es eterno, como yo lo creí también. Y como lo seguiría creyendo si la edad no empezara ya a asustarme, algo que nunca creí que me ocurriría.

Durante muchos años, pensé que eso sólo les pasaba a otros, que el temor a envejecer sólo les afectaba a quienes me precedían en el escalafón del tiempo. A mis padres, por ejemplo, o a mis abuelos, antes que ellos. Pero cuando éstos desaparecieron, cuando se convirtieron en estrellas que brillaban en el cielo por las noches, cada vez con menor intensidad, comencé a sentir esa desazón que produce saberse ya en la primera fila. Algo que siempre intento disimular, pero que me invade a veces, sobre todo en momentos como éste.

Es lógico que me ocurra. En esta isla y en esta noche el tiempo pesa más de lo que acostumbra, es más palpable que en otros sitios. Como los olivos viejos, eclipsados por los pinos, pero fuertes como los acantilados, los recuerdos de mi época en Ibiza brotan en la oscuridad demostrándome que los años que han pasado desde entonces son ya muchos, que el mundo ha cambiado tanto como la propia isla y como mi vida, que, como las ilusiones de aquella época, mi juventud se desvaneció en el momento mismo en el que me fui de aquí. Algo que yo ya sabía, pero que no esperaba ver con tanta crudeza.

Así que miro al cielo e intento olvidarme de ello. Pero no puedo. No logro apartar de mi recuerdo el eco de aquellos años ni los rostros de la gente que los compartió conmigo. Jóvenes como yo que creían que el tiempo era como el mar, inagotable y siempre volviendo. Cuando todo está en su lugar, cuando las buganvillas y las adelfas florecen todos los días y el sol alumbra sin excepción, cuando el amor y el sexo coinciden, ¿quién puede temer al tiempo? ¿Quién se puede sentir amenazado por su paso? Por eso nadie, que yo recuerde, hablaba de él en aquella época.

Y, sin embargo, desde hace años, no oigo otra cosa a mi alrededor. Continuamente la gente me habla del tiempo, ya sea en serio o de forma irónica; demostrando, en todo caso, su preocupación por él. Por eso, entre otras razones, he vuelto esta noche aquí: para recuperar un tiempo en el que el miedo aún no existía.

Pero la vida no tiene vuelta. Como la juventud o el viento, la vida pasa y nunca retorna por más que nos neguemos a aceptarlo, como les sucede a muchos. La vida es un iceberg que resplandece ante nuestros ojos y que se desvanece al punto como cualquiera de esas estrellas que cruzan el firmamento iluminándolo en su camino para desaparecer a continuación. Y así cada minuto y cada día hasta completar el ciclo. Y así cada minuto y cada año de las vidas de todas las personas. ¿Por qué desear, entonces, que los minutos y los años vuelvan cuando sabemos que no lo harán jamás? ¿Para qué sirve la melancolía?

Nos pasamos la mitad de la vida perdiendo el tiempo y la otra mitad queriendo recuperarlo, me dijo un día mi padre cuando ya a él le quedaba poco. Era en la época en la que ya estaba ingresado en el hospital, aniquilado por la quimioterapia. Yo había vuelto junto a él urgido por la situación y me pasaba los días acompañándolo para ayudar a mi madre, que se quedaba a dormir con él por las noches, y a mi tía, que lo hacía por el día. Desde que me fui de casa, mi padre y yo nos habíamos distanciado mucho (mi padre nunca aceptó la vida que había elegido), pero su enfermedad volvía a juntarnos, aunque fuera ya muy tarde para él. Y para mí. Siempre uno se arrepiente de no haber dedicado más tiempo a hablar con los que más quiere y a tratar de entender sus sentimientos, pero eso siempre sucede cuando ya es tarde. Así me ocurrió a mí y le sucederá seguramente a mi hijo. Es una de las leyes de la vida, de esta vida que vivimos sin entenderla hasta que ya ha pasado.

Pero, cuando mi padre me dijo aquello, yo vivía ajeno aún a estos pensamientos. A los veintinueve años, de los que la mitad los había vivido sin ser consciente de ello, creía aún en el infinito y que la vida era una ficción. Fue el declinar de la suya, tan inesperado y brusco, el que me hizo replantearme esa idea. Recordaba a mi padre fuerte como una montaña y verlo ahora tan destruido me situaba ante la verdad más dura. Por eso, cuando me dijo aquellas palabras, comprendí que, más que de él, estaba hablando de mí, aunque hice como que no me daba cuenta.

La verdad es que mi padre nunca había sido muy expresivo. Perteneciente a una generación crecida en la adversidad, la que vivió su infancia bajo las bombas, la que sufrió el hambre y las privaciones de la posguerra y experimentó después el desarraigo de la emigración (en su caso, primero en el extranjero y luego en su propia patria), mi padre era una persona que exteriorizaba poco sus sentimientos. Solamente cuando íbamos al pueblo parecía relajarse y entonces hablaba más, tanto con los vecinos como con su familia. Se ve que allí se sentía feliz, aunque, para su desgracia, tuviera que vivir lejos.

Pero aquellos días últimos, cuando, cercado ya por la enfermedad, veía que la existencia se le escapaba sin remisión a una edad en la que otros todavía siguen en plenitud, me abrió su corazón más de lo que lo había hecho hasta entonces. Y lo hizo sin reproches, sin recordarme mi alejamiento de aquellos años ni echarme en cara, como otras veces, ciertas actitudes mías. Al contrario, parecía como si las comprendiera, cuando, curiosamente, ahora era yo el que me arrepentía de ellas.

Hablamos mucho en aquellos días. O mejor, habló él y yo escuché, cosa que no había hecho hasta ese momento. Durante toda mi vida, a excepción de mis primeros años, cuando mi padre era para mí el hombre que lo sabía todo, apenas le había escuchado, pero ahora volvía a hacerlo como entonces, cuando me llevaba con él a pescar o al fútbol o me enseñaba desde la era de los abuelos, en su pueblo, aquella noche, los nombres de las estrellas que deslumbraban mis ojos como ésta los de mi hijo. Postrado y enflaquecido, mi padre ya no era ni la sombra del que fuera, pero su voz sonaba rotunda, como si se sobrepusiera a la ruina física. En el silencio de la habitación, solamente interrumpido por el goteo monótono de la medicación y por el ruido, afuera, de la ciudad, que continuaba su vida ajena a nosotros dos (siempre la enfermedad produce esa sensación: la de aislar a los que la sufren de un mundo que queda lejos), las palabras de mi padre retumbaban como piedras arrojadas a un estanque abandonado ya por toda la gente. Porque ni siquiera parecía decírmelas a mí. Parecía hablar para él mismo, si bien yo estaba presente y escuchaba lo que decía y él sabía que era así. Tan sólo en algunos momentos, cuando la enfermedad o la duermevela le sumían en un estado de confusión, hablaba realmente para él, sin dirigirse a nadie en concreto. Fue una de esas ocasiones cuando dijo aquella frase que me conmocionó hasta el punto de que la recuerdo aún:

—Nos pasamos la mitad de la vida perdiendo el tiempo y la otra mitad queriendo recuperarlo.

La dijo y se quedó en silencio. Yo también, lógicamente, pues ¿qué podía añadir a aquello? Ni él esperaba una respuesta mía, ni yo la hubiera tenido de haber sido de otro modo. Así que me levanté y me acerqué a la ventana de la habitación, detrás de la que anochecía como anochece siempre en Bilbao: con un color indeciso, mitad bruma mitad humo de las fábricas, y una mezcla de sonidos, pertenecientes unos al día y otros al anochecer; unos sonidos que se fundían con el del gotero que unía a mi padre a la vida, a la poca que le quedaba ya.

Mi padre se murió a los pocos días en el anonimato en el que vivió siempre. Su entierro fue tan común como el de cualquier persona: una misa en la parroquia, unas coronas de flores («Recuerdo de tu esposa y de tus hijos», decía una, ignorando la evidencia de que uno ya no podía recordar a nadie), un cortejo mortuorio que pasó por nuestra calle camino del cementerio, que estaba al final del barrio, y un responso pronunciado a toda prisa por el cura, que tenía otro entierro a continuación; pero yo ya sabía que mi padre no había sido un hombre más, que en su introversión guardaba un alma llena de dudas y un espíritu capaz de pensamientos tan trascendentes como este que ahora recuerdo. Ahora que yo también comienzo a pensar lo mismo: que el tiempo nunca retorna y que ésa es la razón de la melancolía del hombre.

—¿Tienes frío? —le digo a Pedro, más que porque lo sospeche, por interrumpir el flujo de mi memoria.

—No —me contesta él.

—¿Y sueño?

—Tampoco.

Son las mismas preguntas que me hacían mis abuelos en el huerto de la casa hace ya un millón de años, las mismas que se repiten seguramente en este momento en muchos lugares y que se repetirán todos los veranos mientras el mundo siga girando y haya padres con sus hijos contemplando las estrellas como ahora Pedro y yo. Las mismas cosas que éste le preguntará posiblemente a su hijo dentro de unos cuantos años. Es la rueda de la vida, que gira y gira sin detenerse, pero que nunca vuelve hacia atrás por más que lo deseemos.