Otra…

—¡Mírala!… ¿La ves allí?… Aquella que luce tanto…

Las palabras de mi padre se confunden con las mías y con todas las palabras que ahora suenan en la noche. Son las palabras de los desaparecidos, que cada vez se escuchan más cerca.

Entre todas, destaca una voz. No la he oído nunca, pero sé a quién pertenece, del mismo modo en que sé cómo era su rostro. Lo vi mil veces cuando era niño y lo volví a ver después en la cara de mi hijo, cuyo nombre comparte con él. Antes lo compartió con mi hermano Ángel, pero mi madre no permitió que compartiera también el nombre, pues pensaba que traería mala suerte. Mi padre siempre se arrepintió de ello.

Mientras la escucho, miro su estrella. Es la más vieja de todas, pero luce tanto como las otras. Incluso más desde hace ya un rato, desde que todas se han quedado inmóviles. Se diría que se han dormido también, como mi hijo y como la naturaleza entera.

Pero yo sé que no es verdad. Yo sé que el tiempo es lo único que no se detiene nunca y las estrellas le pertenecen como los árboles a la tierra y como el viento a la inmensidad del mar. Por eso sé que no están dormidas. Y por eso estoy seguro de que en cualquier momento volverán a volar de nuevo, como hacían hasta hace muy poco. Aunque, entre tanto, sigan inmóviles ajenas a esas voces que se escuchan en la noche y cuyo número ha ido en aumento hasta el punto de que ahora ya no se distinguen unas de otras. Como las propias estrellas, son tantas y tan distintas que es imposible saber a quién pertenecen ni lo que dicen.

Si no estuviera despierto, pensaría que lo estoy soñando. Pensaría que esas voces que se oyen en la noche son el eco de otras voces que escuché antes de dormirme, que se repiten ahora en mi sueño. Me suele ocurrir a veces, sobre todo por el día, cuando me quedo semidormido sin darme cuenta y en mi mente se confunden los sonidos de la casa y de la calle con los que la duermevela inventa o rescata de mi memoria, sumiéndome en un estado de irrealidad. Ahora lo estoy también, pero se trata de una irrealidad distinta. Es la irrealidad del tiempo, de ese tiempo que va y viene en mi memoria trayendo y llevando imágenes y llenando de sonidos y de voces el silencio de esta noche que se ha quedado parada como los barcos en la lejanía y como los bares y discotecas de Ibiza y de San Antonio, cuyo ruido desapareció hace mucho. Como la noche en la que llegué a esta isla (y como aquella otra en la que mi padre se me apareció de pronto entre las estrellas cuya lluvia contemplaba junto al mar en compañía de mis amigos de entonces), la realidad se ha difuminado y, en su lugar, ha surgido otra en la que el tiempo corre sin ningún control. Como en aquella noria de feria en la que Pedro descubrió el peligro y que se quedó girando en mi mente desde ese día, pese a que creía que la había olvidado.

Lo he creído hasta esta noche, hasta que las estrellas comenzaron a volar sobre mis ojos y los recuerdos a hacer lo mismo en mi corazón, ese barco a la deriva en el que viajo desde que llegué a esta isla y aún más desde que me marché de ella. Por eso me ha sorprendido volver a verla de nuevo, ahora en el cielo, entre las estrellas, girando como aquella tarde y llevando en sus asientos a personas que conozco, pero que están ya muertas desde hace mucho tiempo: mis abuelos, mi padre, mi hermano Ángel, mi tío el que desapareció en la guerra, Ibón, aquel amigo del barrio al que le explotó la bomba que él mismo iba a colocar cuando yo ya vivía en Ibiza… Son los dueños de las voces que escuchaba hace un instante, los propietarios de esas imágenes que ahora se transparentan en las estrellas como si fueran calcomanías, al igual que aquella noche en Cala Salada en la que se me aparecieron por primera vez.

—¡Mira, papá! ¡Mira lo que está pasando!

No es mi hijo el que lo dice. Soy yo el que grita en el tiempo mientras contemplo con emoción esos rostros. En torno a ellos, el cielo ha comenzado a temblar de nuevo y a llenarse de relámpagos de luz.