CAPÍTULO 10.

 

 

 

La llegada de la primavera de 1931 parecía que se estaba haciendo de rogar. Dentro de la iglesia hacía más frío que fuera y la humedad se metía en los huesos como una daga inclemente. Todo permanecía en silencio mientras el párroco hacía los preparativos para la comunión de los fieles, el chocar de las bandejas y copas de plata provocaba un estrépito que retumbaba en cada rincón del templo. Los vecinos, mayoritariamente mujeres, se dispusieron uno detrás de otro, en una fila ordenada en el pasillo central que quedaba entre los bancos, para recibir la comunión. Mientras los vecinos comulgaban, el resto de los asistentes a la misa se relajaban y charlaban, con voz queda, acerca de los últimos acontecimientos que habían zarandeado el país de arriba abajo.

– ¡Blasfemia, esto es una profanación! ¿Hasta dónde van a llegar estos bolcheviques? ¡Atentar contra la iglesia es atentar contra el mismo Dios!

Los gritos del cura retumbaban entre las cuatro paredes de la iglesia y sorprendió a los fieles, que no alcanzan a entender el motivo de tanta ira por parte de un hombre de Dios. El cura dejó de dar la comunión para sorpresa de los fieles que aún no habían recibido el sacramento y, sin dar explicaciones de ningún tipo, subió al altar y comenzó a arengar a los allí reunidos en contra del nuevo orden establecido.

En un principio el sacerdote no mostró interés alguno, la falta de luz no le permitió distinguir las caras de los fieles, cuando comprobó que cada uno de los vecinos que llegaba, lleno de humildad, a recibir la comunión, traía la frente manchada de rojo estalló en cólera e interrumpió el sacramento.

Nicolás Espinosa, sentado en su banco, en la primera fila, se llevó instintivamente la mano a su frente, acercó los dedos a la luz de un candelabro y comprobó que estaban teñidos de rojo. Sonrió. Entendió que algún chiquillo había mezclado “borrás” en la pileta de agua bendita. Estaba convencido de que todo había sido una travesura de niños, por más que el cura aprovechara la ocasión para atacar a la República recién instaurada. El “borrás”, obtenido de la caparrosa que se formaba de forma natural a las orillas del río Tinto, se había estado utilizando para teñir pieles durante siglos, habría bastado una pequeña cantidad en la pila de agua bendita para que todo aquel que se santiguara, se manchara la cara. La travesura quedó amparada por la oscuridad reinante en la iglesia, nadie se dio cuenta de nada hasta que el cura, a la luz de las velas, comprobó las cruces rojizas que los fieles lucían en sus frentes.

La misa quedó interrumpida para consternación de los vecinos, un ataque de ansiedad hizo que el cura se desmayase. Lo que había empezado como una travesura a punto estuvo de convertirse en un drama. Cuando se corrió la voz de que la salud del párroco no corría peligro alguno, la chiquillada fue motivo de risas en las tascas y tabernas de cada villa de la comarca.

Los últimos años de la dictadura habían resultado especialmente convulsos, hacía mucho tiempo que los lugareños no tenían motivos para sonreír. A la crisis económica internacional se sumaron unos años climatológicamente adversos que habían provocado serios daños en la agricultura. Toneladas de piritas se acumulaban en las minas formando verdaderas montañas. La Riotinto Company Limited estimó que en las minas sobraban miles de jornales pero el nuevo gobierno tampoco permitiría que se despidieran. No obstante, no le quedó más opción que reducir el número de días trabajados por semana. Se redujeron los días laborales a cinco días por semana, que en los momentos más críticos pasaron a cuatro, e incluso a tres. El hambre llegaba a la comarca minera donde el reducido salario que recibían los obreros apenas sí que llegaba para cubrir las necesidades básicas de las miles de familias que dependían directa o indirectamente de aquellas explotaciones.

Nicolás Espinosa sabía, gracias a la estrecha relación que seguía manteniendo con la familia Sánchez Dalp, que el propio Alfonso XIII, en un último intento por mostrar cierta voluntad regeneradora, había decidido convocar elecciones municipales. A nadie se le pasó entonces por la cabeza que el resultado de aquellas elecciones del doce de abril, provocaría, dos días después, el exilio del monarca. Los partidos republicanos se hicieron con el triunfo en las principales ciudades y una ola de entusiasmo recorrió el país de un extremo a otro. Huelva, que tradicionalmente había sido monárquica, no se libró de ella, la noticia de la victoria republicana recorrió como la pólvora cada rincón de la provincia. El sindicalismo persistente en la cuenca, aunque acallado durante los años de Primo de Rivera, había propiciado la victoria de la coalición de socialistas y republicanos. Poco o nada habían podido hacer los poderosos terratenientes y caciques de la región, acostumbrados a manipular las elecciones desde comienzos de siglo, ante el empuje de los partidos de izquierda y el apoyo mayoritario de los obreros, que veían en los principios republicanos la oportunidad de que sus condiciones de vida mejoraran.

En Valencina del Odiel, la población se había incrementado en los últimos quince años y muchos de los foráneos desconocían todo lo que Espinosa había hecho por aquella villa, perdida en el último rincón del país. Los líderes sindicales que accedieron a la alcaldía tan sólo vieron en el marqués a un terrateniente afín a la monarquía y que, además, defendía los intereses de la compañía inglesa sin preocuparse por la situación que sufrían los obreros. En otros pueblos de la provincia, donde los caciques aun tenían cierto poder sobre sus vecinos, los partidos conservadores habían salido victoriosos. Aunque de poco sirvió tal victoria, en pocos días llegaron órdenes expresas del Gobernador Civil, en la que se desmantelaban los gobiernos locales y se dictaban gobiernos nuevos.

Una de las primeras medidas que se tomaron en Valencina, y también en muchas otras villas y ciudades, fue la de cambiar el nombre de algunas calles. La “Plaza del Marqués de Valencina”, pasó a denominarse Plaza de Martínez Barrios, en honor al dirigente radical andaluz. En cualquier caso no fueron las medidas de este tipo las que provocaron la ira del párroco durante la misa, la República pretendía crear un estado aconfesional, quería prohibir que fueran las órdenes religiosas las responsables de la educación, quería regular el matrimonio civil y el derecho al divorcio. Asuntos sobre los que la iglesia había mantenido su hegemonía durante siglos. Así pues, el párroco tenía motivos más que suficientes para que la llegada de la República al poder le preocupase. Tampoco le faltaban motivos de preocupación a Espinosa que, además de haber dejado constancias de su inclinación por la monarquía y sus tendencias conservadoras, se había convertido en el blanco de la ira de los líderes sindicales al aceptar trabajar como abogado en la defensa de la Riotinto Company Limited. En las minas, el director general también se mostraba nervioso e inquieto con la llegada de los republicanos al poder. Los últimos años de la dictadura habían resultado desastrosos, Espinosa no había conseguido evitar que la Compañía tuviera que desembolsar una cantidad importante de libras, sobraba mano de obra, el mercado internacional de piritas no se recuperaba y, pese a que el Gobernador Civil garantizaba la propiedad privada, no les pasaba por alto la fuerza que volverían a tener los sindicatos. ¿Qué depararía el futuro inmediato a aquellas minas que tanto habían sufrido en lo que se llevaba de siglo? Nadie alcanzaba entonces a imaginarlo.