CAPÍTULO 15.
El nombramiento de tres ministros de la CEDA para que formaran parte del gobierno central fue el detonante de la insurrección en muchas ciudades. Socialistas y anarquistas se levantaron en armas contra el gobierno. Especialmente virulenta fue la reacción en el norte del país. Mineros asturianos asaltaron los cuarteles de la guardia civil y se hicieron con el control de diferentes ciudades, llegaron a tomar Oviedo y el gobierno, alarmado por el avance de los mineros, tuvo que enviar tropas del ejército para controlar la sublevación. En Riotinto los mineros comenzaron la huelga el cinco de octubre, contaban con armas y explosivos, lo que justificaba la preocupación delos ingleses y otros patronos y caciques. El director de las minas había mostrado su preocupación ante el mismo Gobernador Civil y éste, había enviado más de cuatrocientos hombres, entre guardias de asalto y guardias civiles. La respuesta dada por el Gobernador Civil quizás pareciera desproporcionada, aunque dado los antecedentes de las huelgas anteriores y, conocedor de la unión que había entre los obreros, el Gobernador quería controlar la situación cuanto antes. Los anarquistas fueron expulsados y la rebelión fue rápidamente sofocada, no obstante, algunos de los líderes más radicales se refugiaron en las villas vecinas, respaldados por los gobernantes socialistas. En Nerva y Salvochea la resistencia duró poco más de cuatro días. El último reducto insurrecto fue Valencina del Odiel, en el fondo del valle, los obreros controlaban los dos puentes que daban acceso a la villa.
Ramón Antúnez se mostraba preocupado, el levantamiento no había tenido todo el éxito que los socialistas pensaron en un principio y el gobierno republicano había enviado tropas militares contra los insurrectos mineros asturianos. En Valencina poca resistencia podrían ofrecer, tan sólo sería cuestión de tiempo que la insurrección fuera sofocada. En la reunión que tenía lugar en el ayuntamiento, trataba de defender su postura frente a la tozudez que mostraban los radicales más extremistas.
–…no podremos hacer frente a las fuerzas del orden por mucho tiempo, si la guardia de asalto no se decide a tomar el pueblo, no es por otro motivo que por no poner en peligro a la población civil, es nuestra responsabilidad garantizar la seguridad de nuestros vecinos, de nada serviría hacerles frente…
–En Riotinto han hecho más de seiscientos prisioneros, los líderes sindicales han sido encarcelados, algunos murieron en Nerva y en Salvochea, no podemos permitir que su sangre haya sido derramada en vano… –argumentaba Cristóbal Urquijo, que estaba decidido a llegar a las armas.
– ¡Pero el levantamiento está condenado al fracaso!, en Asturias va a tener lugar una verdadera carnicería, Antúnez tiene razón, no podemos poner en peligro a nuestras mujeres y a nuestros hijos, no es necesario que se derrame más sangre por una causa perdida… –intervino esta vez Tobías Rufino, que se había convertido en uno de los líderes sindicales que más protagonismo había tenido en los últimos tiempos.
– ¿Causa perdida? Son muchas las familias que se van a quedar en la calle por participar en la revolución. No podemos abrirles las puertas de la villa a esos facciosos –protestaba Urquijo.
–La decisión está tomada Cristóbal, no queremos más sangre inocente derramada en estas tierras… –concluyó Ignacio Albareda, tratando de zanjar la discusión.
Urquijo, vio cómo Antúnez le daba la espalda, satisfecho con las palabras de Albareda. Comprendió que no conseguiría nada entre aquellas cuatro paredes. Ni el alcalde, ni los concejales darían su brazo a torcer. Se sintió irritado, impotente, lleno de ira y de rabia. Aprovechando un momento en el que los asistentes a la reunión se mostraban distendidos, Urquijo se acercó al “León” y susurró unas palabras en su oído:
–Te equivocas “maestrito”, esto no ha hecho más que empezar…te espero en lo alto del cerro Perejil dentro de una hora.
Antúnez se extrañó con las palabras del anarquista. Lo conocía demasiado bien para quedarse tranquilo, y le preocupaba el hecho de que quisiera tomarse la justicia por su mano. El acuerdo de rendición había sido tomado por amplia mayoría, temía que el anarquista, en su odio y en su locura, provocara un derramamiento de sangre, a todas luces, innecesario.
Cuando llegó a lo alto del cerro Perejil, Urquijo estaba de espaldas, contemplando el vasto paisaje que desde allí abarcaba su mirada. Tras una acalorada discusión en la que Antúnez trató en vano, de convencer al anarquista, Cristóbal le preguntó:
– ¿Y no será que quieres poner a salvo la vida del marqués? ¿Acaso su vida vale más que la de esta pobre gente que se muere de hambre?
–El marqués no tiene nada que ver con esto, hace tiempo que no sé nada de él, en cualquier caso no tengo que protegerlo de nada, o...¿tal vez sí?
– ¡Es un monárquico, hace tres años ya te pusiste de su parte! Y aunque ahora dices que no quieres derramar sangre entonces no eras de la misma opinión…
Antúnez contempló en sus ojos la sed de venganza que no lo había abandonado desde entonces.
–Aquello no tiene nada que ver con lo que nos toca vivir ahora, entonces estábamos embriagados de libertad, la República nos abría una nueva época, queríamos acabar con los símbolos de un pasado que nos había conducido a la miseria… Lo de Pablo fue un accidente, yo no quise matar a tu hermano, en cualquier caso lo que pretendíais era una verdadera atrocidad, ¿qué pretendíais, quemarlo vivo?
– ¿Acaso la vida del marqués tenía más valor que la de mi hermano? Para ti seguro que sí, de hecho bien que aprovechaste el tiempo… Aún estaba su cuerpo caliente cuando tú decidiste cortejar a su viuda…
– ¿Acaso Pablo se preocupó de hacerla feliz un solo día? ¡De no haber muerto tu hermano se hubiera divorciado de él pocos meses después!
– ¡Era su esposa, no se habrían divorciado si tú no te hubieras entrometido! En cualquier caso, con Pablo muerto todo era más fácil, ¿no es así? Lo que todavía no comprendo es por qué tú preferías ver a mi hermano muerto antes que al marqués… Espinosa siempre estuvo de parte de la Compañía, nunca apoyo nuestra causa, es un monárquico declarado y, de hecho, no me extrañaría nada que hubiera tenido algo que ver con lo de Sanjurjo. ¡Si alguien merecía morir ese día, no era mi hermano!
–La República no puede justificar la barbarie, ¡nadie puede quitarle la vida a nadie en nombre de la libertad! La decisión está tomada Urquijo, no tiene sentido alguno seguir oponiendo resistencia, no queremos que se derrame más sangre…
–Te equivocas “León”, mis hombres no se rendirán, una vez que hemos llegado hasta aquí no nos queda más opción que seguir adelante ¿Qué futuro queremos dejarle a nuestros hijos? La historia no la escriben los cobardes, lucharemos hasta el final. ¿Acaso piensas que los colegas de tu querido marqués se mostrarán benévolos con nosotros? Yo no lo creo. Una vez llegados a este punto no nos queda más opción que morir por nuestra causa si es necesario. Además, siento decirte que, independientemente de lo que se hubiera acordado en el ayuntamiento, nuestro plan estaba trazado. Mientras tú y yo estamos charlando aquí en lo alto de este monte, mis hombres han encerrado a tu querido marqués y a los concejales en la cárcel del ayuntamiento, también han apresado a todo aquel que se opusiera a nuestra causa. Tienes una mujer muy bonita, uno de mis hombres ya le echó un ojo nada más verla…
Ramón no contestó, se abalanzó como una fiera sobre Urquijo y ambos hombres cayeron al suelo enzarzados en una pelea, rodando uno sobre el otro. Antúnez golpeaba, lleno de rabia la cabeza del líder anarquista, de repente sintió un dolor intenso en el pecho. Urquijo le había hundido una daga y la hacía girar en su corazón, desgarrándole la vida y el alma. Con las pocas fuerzas que le quedaban, empujó a Antúnez para quitárselo de encima. El “León” cayó de espaldas, con la mirada llena de asombro y sorpresa. Cuando Urquijo se puso en pie sintió cómo le dolía cada músculo de su cuerpo, tenía la cara llena de sangre, aun así pudo dibujar una sonrisa y volvió a agacharse sobre el leonés. Antes de que Antúnez perdiera el último aliento, aún tuvo tiempo de susurrarle unas palabras con la intención de martirizarlo, allá donde fuera su alma:
–Yo pienso lo mismo que “Seisdedos”, tu mujer es bien bonita, quizás mi hermano no fuera lo suficiente hombre para ella, ahora, entre todos, le haremos ver lo que es un hombre de verdad…
Unos disparos, abajo en la villa, interrumpieron el cruel regocijo del anarquista. Sorprendido miró al moribundo tratando de encontrar alguna respuesta, desconcertado notó que una leve sonrisa se dibujaba en su rostro, trató de hablar pero la boca se le llenó de sangre. Ramón murió tranquilo, consciente de que nada de lo que aquel loco le decía se haría realidad.
Urquijo se asomó a un saliente del cerro, desde allí contempló cómo varias docenas de guardias cruzaban el puente, aún escuchaba algún tiroteo abajo, sabía que nada podrían hacer sus hombres si la guardia de asalto entraba en la villa.
Cuando bajó a la villa fue rápidamente detenido, no opuso resistencia, fue conducido hasta la plaza del ayuntamiento, donde pudo reconocer los rostros abatidos de sus compañeros de lucha. Tres cuerpos yacían en el suelo de la plaza, junto a la estatua de las ciervas. Al lado del alcalde, Paula Gómez clavaba sus ojos oscuros en los ojos del anarquista. Sabía que se había quedado viuda y sus ojos estaban llenos de un odio infinito.
La revolución había fracasado, en la cuenca minera el número de víctimas había sido relativamente escaso, apenas una docena de hombres entre Nerva, Salvochea y Valencina, nada que ver con las miles de vidas que había costado la revuelta en Asturias después de más de quince días de lucha encarnizada.