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Capítulo 30

 


Ese sábado fue el último día de la niñez de Jonathan. Luego de una rápida recuperación de la gripe –se atiborró de medicinas; las que les indicó su madre más las que se auto recetó– decidió afrontar el reto con la dedicación y el profesionalismo de los protagonistas de las historias que tanto leía. Con sus binoculares y un bloc de notas, pasó dos días enteros en su puesto de vigilancia en los matorrales.

El viernes no tuvo clase porque hubo consejo de curso en su escuela; se instaló de seis a seis a observar y tomar nota de cada uno de los movimientos de los hombres; después de una rápida visita a casa para que su mamá no sospechase –tras ensuciarse un poco con barro para hacerle creer que había estado jugando fútbol– regresó para una nueva guardia hasta pasada la medianoche. Una rápida escalada al árbol y una mirada furtiva a través de la ventana corroboraron que su objetivo se encontraba en las mismas condiciones.

Al día siguiente repetiría el procedimiento, con la diferencia de que durante esa noche ejecutaría su plan. Los hombres seguían una rutina de la cual ya había tomado nota: el de la camioneta, de la cual apuntó marca, modelo y número de matrícula, pasaba el  día fuera y regresaba cerca de las cinco para no volver a salir.

El cascarrabias, a quien Jonathan reseñaba en sus apuntes como el “casca”, entraba al cobertizo tres veces al día, a horas más o menos regulares, con alimento para su rehén. Cerca de las once de la noche se apagaban las luces y no había más movimiento hasta el día siguiente. Su decisión estaba tomada,  cuando vio bajarse de la camioneta al hombre con varias cajas de pizza y botellas de lo que supuso era whisky –los binoculares no le permitían tanta precisión en el acercamiento–, se sintió más confiado de que esa sería la noche ideal para tomar partido. Seguramente terminarían borrachos, lo que aumentaba sus posibilidades.

El muchacho, en su inocencia, no tenía idea del peligro al que se enfrentaba. Tomó todas las precauciones que se le ocurrieron; se mostró extremadamente cariñoso cuando Patricia le sirvió pasticho, su comida favorita. La mujer, aunque consciente de que su hijo la quería mucho, se extrañó un poco. «Ojalá la adolescencia le dé por allí y no por la rebeldía» pensó. Lejos estaba de saber que la verdadera razón era que Jonathan estaba a punto de embarcarse en una gran aventura y sentía remordimiento de conciencia por hacerlo a sus espaldas. Después de despedirla con un beso cuando se dirigía al hospital, en el momento en que alcanzó la puerta, le llamó:

–Mamá. –La mujer se volvió y mirando a su hijo, dijo:

–Dime, corazón.

–Te quiero mucho. –La mujer le lanzó un beso.

–Yo también –dijo y cerró la puerta. El chico sacó de una gaveta una nota que había escrito, la cual colocó sobre la cama de su madre. Puso encima una rosa roja. La nota decía:


Mamá,

Antes que nada quiero que sepas cuanto te quiero. Lo que me dispongo a hacer va en contra de lo que me has inculcado, porque me voy a meter donde no me han llamado, pero por otro lado sigue tus valiosas enseñanzas: voy a ayudar a alguien que lo necesita. Espero me perdones. En la vieja casa al final de la calle Puerto Viejo, unos hombres tienen cautivo a un muchacho. Voy a tratar de ayudarle. Si lees esta nota, fue que algo salió mal; avisa a la policía. En mi cuarto encontrarás una libreta con información que puede serles útil,

Te quiere, Jon


Su idea era recoger la nota tan pronto regresase, pero en caso de que fuese descubierto, su madre sabría qué hacer. Vestido de negro emprendió el camino hacia su destino. Cuando cerró la puerta tras de sí, se había convertido en hombre.



Daniel estaba a punto de quedarse dormido cuando escuchó el familiar clic del candado al abrirse. Rió para sus adentros pensando que se había convertido en el perro de Pavlov: el sonido le hacía salivar. Acostumbrado a comer abundantemente, durante el tiempo que le habían tenido allí, había comido poco según sus estándares. Sus abdominales estaban más marcados, no porque hubiese estado ejercitándolos; su organismo estaba consumiendo la poca grasa corporal que tenía. Había pensado en lo que sería un buen eslogan para una campaña publicitaria: «Le secuestramos y le devolvemos en el hueso. Sin tediosas rutinas ni molestos aparatos». Qué de tonterías pensaba en su cautiverio.

El hombre trajo pizza y una lata de refresco, que se le antojaron como el más rico de los manjares. Su forma de caminar sugería que había estado bebiendo, lo que confirmó su aliento cuando se acercó para quitarle la mordaza. Era parco y respondía a sus preguntas con monosílabos, pero esa noche se mostraba menos enfurruñado, lo que atribuyó a los efectos del alcohol. Preguntó que hasta cuándo lo tendrían encerrado allí.

–No sé, sólo cumplo órdenes. –Daniel consumió el alimento, y tras inmovilizarlo, el hombre se fue haciendo eses al caminar.



Jonathan, desde su puesto, vio entrar al “casca” a las ocho y quince y salir un cuarto de hora más tarde. Sonrió al ver que le costaba introducir la llave en el candado; su teoría parecía ser correcta, había estado ingiriendo licor.

El cielo despejado y la luna llena confabulaban a su favor. A las diez y cuarenta se apagaron las luces y supuso que el festejo habría llegado a su fin. Sin embargo, esperaría, tal y como había planeado, hasta la una, para asegurarse de que los hombres se encontrasen en un sueño profundo. Los minutos se sucedían con lentitud: a medida que se acercaba la hora cero sintió un poco de miedo, pero ya no había vuelta atrás. A la una en punto se persignó y se encomendó al Ángel de la Guarda. Dejó los binoculares en su escondite, y cruzó el patio a la luz de la luna en medio de la silenciosa noche. Trepó el árbol y se asomó tímidamente. Daniel se encontraba recostado sobre la mesa con la cabeza ladeada a su izquierda, por lo que no veía la ventana. Encendió la linterna, alumbrando la mesa; esperaba que no estuviese dormido. No temía que le delatase; sabía que se encontraba amordazado, pero quería tantear el terreno, no fuese que hiciese algún ruido que diera la voz de alarma. Cuando Daniel vio el haz de luz que se cernía sobre la mesa y alumbraba el piso más allá, donde el resplandor de la luna no llegaba, pensó que se trataba de otra alucinación, aunque la fiebre había desaparecido. Volteó hacia donde provenía la luz y se sobresaltó al ver en la ventana un círculo luminoso que le encandilaba. Jonathan, que había logrado dirigir la atención del muchacho hacia él, apagó la linterna. Daniel pudo ver la silueta, aunque no distinguía sus rasgos por encontrarse a contraluz; definitivamente se trataba de una persona.

Estaba confundido; no se podía tratar de uno de los secuestradores, no tenía sentido, «¿Pero quién más podría ser?» pensó. Al ver que no había intentado hacer nada para delatarlo, Jonathan introdujo su torso a través de la ventana. Las esperanzas del joven cautivo se desvanecieron al ver que se trataba de un niño. Tal vez quería entrar a robar algo y al verlo se asustaría. Sin embargo, le hizo señas con su mano derecha para que se acercase, invitándole a entrar, lo mejor que su atadura le permitía. El muchacho le contestó, también por señas, que esperase;  el corazón de Daniel comenzó a acelerarse al ver que no tenía intenciones de huir: parecía que después de todo, sus plegarias habían tenido efecto.

Colocó sus manos en el marco de la ventana; apoyando el peso de su cuerpo en ellas, se levantó como si estuviese haciendo una escuadra gimnástica. Introdujo primero la pierna derecha y luego la izquierda, de forma que quedó sentado en la ventana con éstas colgando hacia el cobertizo. Apoyando ambas manos en la repisa, se dejó caer hasta que quedó suspendido; sus brazos flexionados soportaban todo su peso. Con un rápido movimiento de manos, giró su cuerpo de manera de quedar mirando hacia la pared, y relajando los brazos, descendió hasta que su cuerpo formó una vertical, agarrado a la repisa sólo por los dedos de las manos. Sus pies se encontraban a escaso metro y medio del piso, calculó Daniel. Se dejó caer, con la mala suerte de que su tobillo se dobló al tocar el suelo, lo que le hizo perder el equilibro. Su reacción natural fue tratar de estabilizarse haciendo uso de los brazos, pero tropezó el armario metálico, de donde un martillo cayó sobre su base, por lo que un fuerte ruido rasgó el silencio de la noche.

Jonathan se quedó de piedra. Había percibido el sonido como si de una explosión se tratase. Al cabo de un momento oyó pasos; Daniel se sintió frustrado. «Tanto nadar para morir en la orilla», pensó. Jonathan había palidecido y seguía inerme; parecía que sus músculos no le respondían. Calculó mentalmente las posibilidades de escalar la pared y huir, pero se dio cuenta de que no existía la más mínima oportunidad; los hombres le dispararían antes de que alcanzase la repisa. Daniel pensaba a toda velocidad, e hizo señas al muchacho para que se escondiera detrás del mueble. Ya se escuchaba el clic del candado al abrirse. Moviéndose como un gato se introdujo en el pequeño espacio que había entre la pared y el armario, desplazándose lo más que pudo hacia su derecha hasta que escuchó abrirse la puerta, momento en el que se quedó inmóvil. Homero encendió la luz; tenía un aspecto terrible con el pelo enmarañado y su protuberante panza resaltando por la falta de camisa. Claramente se acababa de despertar.

–¿Qué ha sido ese ruido? –preguntó a Daniel, con voz pastosa que delataba que había bebido más de la cuenta, acercándose con pasos tambaleantes. Daniel se dijo a sí mismo que tenía que hacer la interpretación de su vida si quería salir de allí. La mordaza le impedía hablar, e hizo señas hacia el suelo.

–Una rata rondaba por aquí. Como les tengo miedo, pateé esa pelota para espantarla –dijo, señalando la pelota de béisbol que había quedado olvidada a un lado de la estancia–. Rebotó contra la reja, eso debe haber sido lo que escuchó –dijo cuando el hombre le arrancó el adhesivo. Éste se rascó la cabeza, y su aletargada mente no le dio para preguntarse acerca de la geometría de la trayectoria que le describió. Se limitó a verla y decir:

–¡Diablos! Quédate tranquilo y déjame dormir. Si tengo que regresar te las vas a ver conmigo. –Daniel se cuidó de nunca dirigir la mirada hacia el armario; podría haber delatado al niño. Mientras tanto, Jonathan sudaba frío y el ritmo de su corazón se había ralentizado a tal punto, que temía que el hombre pudiera escuchar sus latidos. Cuando pensaba que había superado el inconveniente, y el hombre se dirigía hacia la puerta –luego de volver a colocarle el adhesivo– se devolvió y fue directamente hacia el armario. Daniel contuvo la respiración; se encontraba a menos de dos metros del mueble, y seguía avanzando hacia éste. «¿Qué podría haberlo delatado?» pensó. Dudaba que hubiese visto el martillo. El niño sintió los pasos del hombre acercarse mientras el sudor le empapaba el rostro. Si le descubría, trataría de propinarle una patada en los testículos para después huir, como hacían los buenos en la tele. Pero dudaba que la parálisis que sentía se lo permitiese.

El armario estaba al alcance de la mano del hombre, cuando dio un traspié y se dirigió a la batea. Bajándose el mono que llevaba, orinó en la batea –o trató, ya que la mayor parte del líquido ambarino fue a dar al piso y a la pared–. El corazón de Daniel fue recobrando su ritmo normal, mientras el hombre se daba la vuelta y se dirigía a la puerta. Le dedicó un último gesto de amenaza antes de apagar la luz y salir. Pasaban los minutos sin que el chico saliese de su escondite. No podía haberse desmayado, porque habría hecho ruido al caer, pensó.

Jonathan, quien había estado a punto de vomitar del susto, no se atrevía a moverse por miedo a hacer otro ruido que hiciera al hombre regresar. Se había salvado por poco. Un pensamiento fugaz cruzó su mente. «¿Qué pasaría si el muchacho le había delatado y el “casca” le hubiese montado una trampa cerrando la puerta para que no pudiese escapar?». Lo rechazó de inmediato al ver lo absurdo que era. Dando cada paso con el máximo sigilo, fue desplazándose pegado a la pared, evitando el ruidoso mueble. Finalmente emergió como una sombra, asomando la cabeza cautelosamente; Daniel le hizo señas para que saliera. Se acercó, y en un susurro preguntó:

–¿Qué haces aquí? ¿Por qué te tienen prisionero? –Daniel le indicó por señas la mordaza, que el chico le quitó de un jalón, como había visto a su madre quitar el adhesivo a los enfermos.

–Me tienen secuestrado. ¿Tienes un celular? –respondió Daniel susurrando también. Era poco probable que les escuchasen, pero no se quería arriesgar.

–Sí, pero no aquí. En mi casa.

–Ok. ¿Puedes buscarlo? No… mejor ve y llama tú. Te voy a dar el número de mi padre. ¿Podrás recordarlo? –Jonathan sacó de su bolsillo un lápiz y una libreta  pequeña, de las que se utilizan para anotar teléfonos, orgulloso de su previsión.

–Dime el número. –Daniel se lo dictó.

–¿Y el nombre?

–Arthur Petersen.

–¿Qué le digo?

–Que Daniel está en… ¿Dónde estamos?

–Puerto Cabello.

–Explícale la situación, el sabrá que hacer.

–No me quiero meter en un lío.

–Tranquilo, y… gracias. Gracias por tu ayuda. –Le tendió su mano derecha, acercándola lo más que le permitía la esposa.

–No hay de qué. Jonathan Parra. Mucho gusto –dijo dándole su mano, con una sonrisa en la cara. Se sentía un héroe de película. 

–Daniel Petersen. Ve con mucho cuidado. ¿Vives lejos?

–A quince minutos de aquí. –Daniel asintió.

No podía creer que su suerte hubiese dado un giro tan radical.

–Vuelve a ponerme eso –dijo, señalando el adhesivo. Cuidado al salir, no hagas ruido. Jonathan levantó su pulgar y volvió a ponerle la mordaza. Guardó la libreta, dirigiéndose a la pared. Apoyándose en un tubo que sobresalía, de un brinco felino se encaramó rápidamente hasta la ventana y se perdió en la noche.



Jonathan salió sigilosamente. Recogió los binoculares y echó a correr lo más rápido que le permitían sus piernas. Por el camino ensayó mil veces lo que iba a decir y hasta el tono de voz que iba a emplear. Llegó a su casa con el corazón desbocado, pero no de susto sino por el esfuerzo. Bebió un vaso de agua y esperó a que su ritmo cardíaco bajase. Consultó el reloj: dos y cuarenta y siete.

Tomó el celular para marcar el número que le había dado Daniel. Al segundo repique, la voz de un hombre, que no parecía dormido, contestó el teléfono. Los equipos de detección habían comenzado a funcionar en casa del señor Petersen, quien se encontraba frente al técnico, con la esperanza de que fuesen los secuestradores, aunque esperaban la llamada a través de la línea que estos le habían suministrado.

–Petersen.

–Eh.. Jonathan Parra– el hombre pensó que se trataba de una broma al escuchar la voz de un niño–. Llamo de parte de su hijo Daniel. Está secuestrado y me pidió que le avisara –todo lo que había ensayado se fue al traste. No le fluían las palabras.

El técnico le hacía señas para que lo mantuviese en la línea.

–¿Daniel? ¿Dónde está? –disparó el hombre rápidamente.

–¿Tiene un papel para que apunte la dirección? –El hombre le pidió que por favor esperase, que no fuera a colgar. Jonathan dijo:

–Estee.. es que me estoy quedando sin saldo. –Petersen miró al técnico, quien le mostró tres dedos, el número de segundos que faltaban al programa para lograr la identificación, y dijo:

–Disculpa, hijo. Cuelga que yo te llamo.

–Ok –contestó Jonathan aliviado. El técnico dijo que la llamada se había originado en Puerto Cabello;el software estaba realizando la triangulación para determinar las coordenadas exactas. Petersen llamó, atendiendo Jonathan al primer repique:

–Aló.

–Por favor dime la dirección, hijo. –El muchacho le dictó la dirección y le dio un punto de referencia. A pedido del hombre, le describió rápidamente como había localizado a Daniel.

Al señor Petersen se le aguaron los ojos y se le quebró la voz. Dijo al muchacho que se quedase donde estaba, y que se mantuviese al lado del teléfono. Pronto le volvería a llamar. Jonathan se sentó en la sala, con la luz apagada y el teléfono en su regazo. Se encontraba sumamente cansado, pero el estado de excitación en que se encontraba le mantenía alerta.



El técnico confirmó que la dirección suministrada coincidía con la identificación realizada por los programas; Petersen no tenía duda de que así fuera. Llamó a Bernstein. Necesitaba hablar con Duarte, pero no podía hacerlo directamente. Sabía que los secuestradores le habían advertido que no contactase a la policía, como una forma de despistarlo de sus verdaderas intenciones, pero sin embargo podrían tenerlo vigilado y no quería echar al traste la posibilidad de recuperar a Daniel. El abogado, quien continuaba trabajando, llamó a Duarte por otra línea. El director dormía, pero tan pronto lo puso al tanto de los acontecimientos se activó. Quedaron en encontrarse en el bufete. Petersen salió de la casa en la maleta de su vehículo conducido por el técnico, se encontraba paranoico y no quería correr riesgos. Bernstein opinó que una intervención frontal de la policía sería contraproducente; Daniel era tan sólo una pieza de un gran rompecabezas que estaba dispuesto a descifrar.

Quería que los delincuentes siguieran creyendo que tenían la sartén agarrada por el mango. Se le había ocurrido un plan: propuso que un grupo encubierto de la policía rescatase al muchacho, e hicieran creer a los secuestradores que les habían birlado la presa. De esta forma, Christian tendría nuevos argumentos de negociación, además de que podrían llegar más arriba en la organización, tratando de dilucidar quién estaba detrás. Duarte estuvo de acuerdo y armó un equipo de seis hombres altamente entrenados en operaciones de asalto. Rápidamente consiguió un helicóptero que les trasladaría a Puerto Cabello. Telefonearon a Jonathan; el director le hizo algunas preguntas acerca de la geografía de la zona que el muchacho respondió con una precisión que sorprendió a los tres hombres. Petersen insistió en acompañar a la comisión, pero Duarte se negó tajantemente. No podía incluir a un civil en el procedimiento. Ultimaron los detalles, mientras el grupo de ataque se alistaba para la misión.



A las cuatro y cincuenta y seis de la madrugada del domingo, un Bell 206 del CICPC se posaba en un terreno baldío justo detrás de la casa de Jonathan. Duarte quería realizar la operación antes de que amaneciese. Un vehículo de la policía regional que había solicitado como apoyo llegó a la casa del muchacho, quien les indicó un camino que les llevaría discretamente –el mismo que él usaba– hasta la entrada de la propiedad.

Mientras los seis comandos partían hacia el cobertizo, vestidos totalmente de negro y armados con la mejor tecnología disponible, Duarte llamó a Patricia, explicándole la situación. La mujer no podía dar crédito a sus oídos, Jonathan se tuvo que poner al teléfono para confirmarle la información. El director le dijo que se viniera a la casa; por medidas de seguridad ella y el muchacho debían ser protegidos; serían trasladados a Caracas. La mujer, muy alterada pero orgullosa de su hijo, prometió estar allá en veinte minutos.



Inspeccionaron la vivienda; usando un detector de calor infrarrojo determinaron la posición exacta de Daniel y de los dos hombres que se encontraban dentro de la casa. La construcción no tenía ningún tipo de seguridad, forzaron la puerta principal sin hacer ruido. Divididos en dos grupos se acercaron a las  habitaciones donde los secuestradores dormían la mona, y a la seña del líder, ingresaron al mismo tiempo en éstas. Los plagiarios, sorprendidos en medio del sueño ni siquiera tuvieron tiempo de oponer resistencia. Mientras dos hombres recorrían la vivienda en busca de evidencia –la cual no encontraron, sólo tomaron tres teléfonos celulares– los otros cuatro entraban en el cobertizo, utilizando la llave de los secuestradores.

Cuando Daniel vio entrar a los comandos experimentó un déjà vu. Claro que la entrada no fue tan espectacular como había sido en su sueño, ni tampoco hubo disparos, pero esta vez sí era real. Mientras le quitaban las esposas, el líder avisaba por radio a Duarte y solicitaba el vehículo para el transporte de los civiles. Daniel se sentía radiante de felicidad. Tomó su ropa, vistiéndose tan rápido como pudo. Le parecía una sensación extraña poderse mover libremente. Le pusieron en el asiento delantero, mientras que en la parte trasera se acomodaban dos de los comandos con los dos hombres, esposados. Cuando llegaron a la casa de Jonathan, el muchacho corrió hacia la patrulla; Daniel no pudo menos que abrazarlo y estamparle un beso en la mejilla. Jonathan enrojeció. Patricia, todavía con su uniforme, había recogido algo de ropa y hablaba con Duarte. Daniel conversaba con el niño, quien estaba muy excitado por los acontecimientos de esa larga noche; nunca había volado, su estreno iba a ser nada más y nada menos, que en un Bell de la policía.

ADN Fatal
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