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Capítulo 37
Con la ayuda de su contacto en la embajada, Ernesto logró tener acceso a los registros de Carlos Eduardo Cardola. Había obtenido una visa de estudios en el consulado americano para realizar un curso de inglés en la ciudad de Nueva York el 5 de mayo de 2007, siendo renovada un año más tarde. La ficha indicaba que había seguido estudios en el EIFS[1] hasta finales de 2009. Luego había salido del país de regreso a Venezuela, donde según los sistemas migratorios había proseguido viaje a España. Había vuelto a ingresar a los Estados Unidos el 25 de febrero del año actual; según el sistema, se encontraba de turismo, y estaba alojado en una dirección que aparecía reflejada en la pantalla del computador. Nunca cometió infracción de tránsito ni fue detenido en aquel país.
Aterrizaron en el aeropuerto Kennedy a la una y cuarenta y cinco de la tarde, hora local, bajo un cielo despejado. La temperatura era agradable, señalando el inicio de la primavera. Ernesto Silva y Sonia Acevedo habían sido enviados, en una acción coordinada entre Bernstein y Duarte, para tratar de dar con el paradero de Cardola.
Se alojaron en un hotel cercano a Central Park que Ernesto había utilizado en visitas previas a la ciudad. El director no estaba convencido de enviar un detective fuera del país a investigar un caso que, a vista de todos, seguía cerrado; Bernstein le convenció, ya que Ernesto había sugerido que la detective podía ser de mucha ayuda y el bufete se ofreció a pagar los gastos; al final se decidió que Sonia viajaría en misión no oficial.
Comenzaron con una visita a la dirección que Cardola había suministrado al momento de su última inmigración a los Estados Unidos, la cual resultó ser la vivienda de una pareja de la tercera edad que jamás había oído hablar del hombre. Probaron suerte en el instituto donde había estudiado inglés, con la esperanza de que no se tratase de otro engaño. La secretaria, una mujer a quien Ernesto rápidamente cortejó, resultó ser una inmigrante guatemalteca que tenía quince años viviendo en los Estados Unidos. Tejió una historia en la cual la madre de Cardola se encontraba agonizando y quería despedirse de su hijo, y una tía del muchacho quien había perdido su pista, por lo que, le había pedido que tratase de localizarlo. Dijo que también tenía tiempo sin hablar con el hombre y la última vez que lo había hecho, Cardola estudiaba en ese instituto. Sonia pasó a ser la prima de Ernesto, para no interrumpir el flirteo, que comenzaba a dar resultados. Le mostraron una foto, y la secretaria recordó al muchacho.
Tras buscar en los archivos, dijo que Carlos había culminado sus estudios casi dos años atrás y que no había dejado ninguna dirección de contacto. Ernesto le pidió que hiciese memoria a ver si alguien con quien Cardola hubiese hecho amistad pudiera ayudar a encontrarlo; a su madre le quedaba poco tiempo y sería una pena que no pudiera despedirse de su hijo predilecto. La mujer, contraviniendo las reglas, les proporcionó el número de dos personas que tal vez pudieran tener idea de su paradero. Le prometió que la llamaría para salir y le dio el número de su celular para que le avisase si recordaba otra cosa. Ninguno de los dos teléfonos llevó a nada: uno estaba fuera de servicio, en el otro, contestó un hombre que se había mudado a la costa oeste y había perdido el contacto con Cardola hacía más de dos años.
Sonia nunca había estado en la ciudad de Nueva York; Orlando era lo más al norte que había llegado en los Estados Unidos, estaba maravillada con los rascacielos y la intensa actividad de Manhattan con sus apurados transeúntes. Fueron a visitar a un investigador privado de apellido Thomas, que utilizaba el bufete asociado con Silva & Bernstein, localizado en Nueva Jersey. Le dieron los datos de Carlos Cardola y prometió ponerse inmediatamente a tratar de localizarle. Se fueron a Times Square; durante el almuerzo, repicó el celular de Ernesto. Tapando la bocina dijo a Sonia que se trataba de la secretaria del instituto.
–No hemos tenido suerte con los dos que nos diste –dijo mientras apuntaba un número de teléfono…muy bien, seguro te llamo en lo que me desocupe… Gracias, igual para ti. –No estaba muy seguro si lo había utilizado como una excusa para llamarle o si genuinamente había recordado a otra persona que podría saber algo de Cardola, pero ciertamente les proporcionó un nuevo contacto.
Llamaron al número que indicó la mujer; esta vez fue Sonia la encargada de contar la historia de la madre moribunda. La detective quedó en visitarle tan pronto terminase el almuerzo. El hombre, un mexicano llamado Andrés, recordaba perfectamente a Cardola.
–Es una pena lo de la madre de Carlos –dijo el hombre, quien trabajaba como gerente de un pequeño restaurante.
–Sí, me temo que no haya tiempo de localizarle. ¿Desde cuándo no tienes contacto con él? –preguntó Acevedo.
–Órale, hace rato. Estuve de vuelta a mi país y apenas vengo regresando –pensé que Carlos se había ido a Venezuela.
–¿Se te ocurre algún lugar adonde podamos buscarle?
El hombre se quedó pensando, hasta que dijo:
–¡Órale, pos claro! Si está aquí, encontrará al güey en el estadio de los Yanquis. No pierde casi ninguno de sus partidos.
–¿Y cuándo es el próximo juego? –preguntó Sonia.
–Está de suerte. Hoy y mañana juegan aquí.
–¿Pero cómo le puedo conseguir entre tanta gente?
–Búscalo por los lados de la tercera base.
Un taxi los llevó al Bronx, donde se encuentra localizado el nuevo Yankee Stadium. No más entrar, se respira la historia del béisbol. Sonia nunca había asistido a un juego de pelota, pero el ambiente que se vivía dentro del estadio, le causó una grata impresión. Llegaron una hora antes del juego; tras pagar veinte dólares por cabeza, comenzaron a recorrer la tribuna central, en busca de Cardola. Se concentraron, como sugirió el mexicano, en la tercera base. A medida que el público comenzó a colmar las tribunas se hacía más difícil tratar de ubicarlo entre la multitud. Alrededor del quinto inning, Ernesto vio a un hombre que se parecía a Christian. Se acercaron con cuidado, pero resultó ser una falsa alarma.
Los Yanquis ganaban a los Indios; en el séptimo, Ernesto fue a comprar perros calientes para que Sonia disfrutara la experiencia completa de un juego al estilo americano. Mientras hacía la fila, recibió una llamada de su jefe, quien indicó que McNamara había conseguido algo que podría serles útil. Cuando el último bateador de Cleveland se ponchó, decretando el final del partido, aceptaron que no habían tenido suerte: Cardola no parecía estar en el estadio. De igual manera, volverían al día siguiente. Llamaron a McNamara, que aún se encontraba trabajando, aunque eran pasadas las diez. El hombre les dio su dirección y partieron rumbo a la famosa Wall Street.
Localizada en el 110 de Wall Street, enclave de un imponente rascacielos de aluminio y espejos, la oficina estaba diseñada para deslumbrar. La impresionante Manhattan, con sus luces y taxis amarillos serpenteando entre el tráfico, que lucían como hormigas vistas desde el piso setenta y dos, era intimidante. Silva pensó en cuantos millones de dólares habrían cambiado de manos en aquella oficina.
Presentó a la detective a McNamara, y éste, atareado, fue directo al grano. Intrigado por los movimientos que detectó mientras se encontraba en Caracas, se propuso investigar un poco más a GenLabs, cuyo precio continuaba en declive mientras algún interesado continuaba reforzando la apuesta de que su precio explotaría hacia arriba. En eso consistía su trabajo, indagar compañías a fondo; y en ésta encontró un reto: le extrañaba que alguien se le hubiese adelantado de forma tan flagrante.
La compañía había sido fundada en 1985 por un científico llamado Robert Kline. Inicialmente dedicada a experimentar con pesticidas alterados genéticamente para que no hicieran daño a quienes consumiesen los productos fumigados con ellos, fue creciendo al obtener avances en el área. Kline, quien también era profesor universitario, murió en el 2000; Robert Jr., su hijo, quien había seguido sus pasos, quedó al mando de la empresa. El padre, un año antes de morir, había contratado a uno de sus alumnos más brillantes, Nicholas McGregor, quien trabajaba en modificaciones genéticas a bacterias para que absorbiesen el petróleo cuando ocurría un derrame en el mar. Un año después de la muerte del fundador de la empresa, McGregor cede las patentes que había registrado a su nombre a GenLabs, mediante un contrato en el cual se hacía con el cinco por ciento de las acciones de la compañía, valorada en cuatro millones de dólares, por lo que estaba recibiendo un valor de doscientos mil por sus creaciones.
Llegado a ese punto de la investigación, McNamara comenzó a sospechar que había algo extraño. El valor del aporte de McGregor valía millones de dólares, tal vez cientos de millones. Al cabo de seis meses, mientras la compañía se preparaba para hacerse pública, luego de que Kline Jr. levantase un par de millardos de varias petroleras para capitalizar la empresa, el joven McGregor es conseguido muerto en el río Hudson. Los Kline entregan a la madre del científico doscientos mil dólares para recomprar sus acciones, sobre las cuales, por ley, tenían prioridad. Se sospecha de asesinato, pero la policía no logra resolver el caso; el expediente se cierra culpando al hampa común de la muerte del científico. Al cabo de un año, GenLabs se hace pública y comienza a cotizar en bolsa a sesenta y cuatro dólares la acción, lo que daba un valor a la empresa de unos cuatro millardos de dólares.
McNamara había detectado similitud entre McGregor y Petersen. Aunque el método era diferente, se podría pensar que GenLabs estaba a punto de repetir la historia: hacerse con una patente multimillonaria de forma fraudulenta. Silva y Acevedo estuvieron de acuerdo con la opinión de McNamara. Era necesario realizar una investigación más a fondo a ver si se podía sacar algo en claro de aquella situación.
[1] English Institute for Foreign Students