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Capítulo 1
Mal síntoma
Febrero 21, 2011
Como todos los días (a excepción de los sábados, cuando dormía una hora más), Peter Mark-Hodges se levantó a las siete de la mañana, somnoliento. Había escrito hasta tarde.
Luego de encender la cafetera, se dirigió a la habitación de Jake, su único hijo, nacido con el milenio.
—A levantarse— dijo.
Jake se desperezó lentamente.
—Déjame dormir un rato más.
—¿Todos los días lo mismo? —replicó mientras le alborotaba el liso cabello dorado, que mantenía su forma, aún recién levantado—. Prepárate, que luego nos agarra el tráfico.
Vivían en Banbury Oaks, en Pasadena, California y para llegar a la escuela, tenían que enfrentar el tráfico de la Interestatal 210. Las clases no comenzaban hasta las 9, pero después de las ocho, el tráfico en la autopista era infernal.
Mientras Jake se daba un baño, su padre se sirvió una taza de café, preparó waffles con mermelada de frambuesa para el desayuno; un sándwich, que junto a una manzana y una barra de proteína, colocó en una vianda para que el niño se llevara a la escuela. Ya se ducharía cuando regresara de dejarlo en la Ribet Academy, en San Fernando Road, la escuela privada donde cursaba quinto grado.
El muchacho entró, su cabello todavía mojado, vistiendo bermudas a cuadros hasta la rodilla —que difícilmente se mantenían en su cadera— combinadas con una franela negra con la leyenda “Don’t mess with me[1]” y Converse turquesa.
—Necesito unos árboles para la maqueta de Ciencias.
—Los buscamos en la tarde —dijo Peter—. No hables con la boca llena.
—Disculpa, no quería olvidarme.
Su rutina, después de dejar a su hijo en la escuela, consistía en trotar cuarenta y cinco minutos, ducharse y escribir hasta la hora del almuerzo. Luego una siesta ligera antes de pasar a recogerle; sin embargo, hoy en particular, había quedado con Mike Romero en jugar un partido de golf.
Mr. Boots, el gato siamés de Jake, entró a la cocina, su larga y peluda cola marrón erguida, después de una larga noche de parranda felina por los techos del vecindario, y luego de recostarse contra las piernas de ambos, se sentó en el medio de la estancia, orgulloso, emitiendo un largo maullido que significaba que estaba hambriento.
—Se volvió a comer todo —dijo Jake, rellenando el plato de comida y sirviéndole agua.
—Comer y dormir —comentó Peter riendo—. Sólo le falta rezar para convertirse en la versión felina de Julia Roberts. Porque de amar pueden dar fe las gatas del vecindario.
Después de dejar a Jake en la escuela, a las ocho y treinta, Peter emprendió el camino de regreso. La jaqueca al fin había desaparecido, cortesía de las altas dosis de ibuprofeno automedicadas. Durante las dos últimas semanas había sufrido intensos dolores de cabeza y un poco de fiebre, aderezados con vómitos ocasionales. Suponía que habría agarrado alguna virosis, pero los síntomas no cedían, por momentos le parecía tener visión doble. Su salud era muy buena, y no estaba dispuesto a ir al médico a menos que las molestias fuesen muy graves, límite al que aún no creía haber llegado.
Estudió Literatura Inglesa en la UCLA[2], con concentración en escritura creativa, siguiendo los pasos de su padre, en su opinión un gran escritor que el mundo no supo apreciar. En contacto con la literatura desde niño, a los doce años su progenitor le dejaba leer los textos que escribía, a los cuales el joven hacía observaciones que, por lo general, le sorprendían. Cuando éste murió, consumido por un cáncer pulmonar —fumaba como un carretero— Peter contaba apenas con 15 años; en ese momento se propuso reivindicarlo, logrando lo que su padre no había logrado: ser publicado por una editorial mayor. Con esa motivación como guía, se entregó a su carrera con ahínco. Allí conoció a Mike, hijo de inmigrantes mexicanos con el cual trabó una gran amistad que se consolidaría con los años.
Aunque ambos recibieron su título al mismo tiempo, Romero nunca ejerció su carrera; se dedicó al negocio de su padre, una agencia inmobiliaria muy exitosa en el sur de Los Ángeles, Chelix Realtors (nombre derivado de un anagrama del segundo apellido de su padre), que se había ido expandiendo y contaba con una sucursal en San Francisco, la cual Mike administraba, por lo que ahora no se veían con tanta frecuencia. Su amigo iba a pasar unos días en Los Ángeles, por lo que habían quedado en jugar unos hoyos de golf esa mañana —deporte al que ambos eran aficionados— en el Wilshire Country Club.
Ya en casa, se dio un baño, se vistió, montó su bolso con los implementos de juego en su deportivo, y tomó la autopista hacia el club, donde se encontraría con Mike a las diez y treinta.
Cuando estaba estacionando en Wilshire, llegó Mike. No se veían hacía más de dos meses, aunque se mantenían en contacto a través de las redes sociales.
—A alguien le está yendo bien. ¿Nuevo? —dijo Peter señalando el Porsche Carrera último modelo del que se acababa de bajar su amigo, extendiéndole su mano.
—Sabes que en mi negocio la apariencia lo es todo. Toma, te traje esto de México —dijo Mike, entregándole una calcomanía para el carro— espero te sirva de musa. Era una silueta femenina recostada sobre una media luna.
Los dos hombres se abrazaron.
—Debiste haber sido escritor. Tendrías barba de varios días y manejarías un compacto de hace cuatro años —bromeó Peter.
—Te veo afeitado y en un deportivo.
—Nunca he sido el típico escritor.
—Ya lo creo. ¿Cómo está Jake?
—Enorme. ¿La familia?
—Muy bien, Patricia en lo suyo y las niñas hermosas.
El cielo despejado y el sol brillante enmarcaban al exclusivo club privado, construido en el área histórica de Hancock Park, fundado en 1919. Sus impecables jardines y la lujosa casa club creaban una atmósfera inigualable. Se dirigieron al primer hoyo a bordo de un carrito.
Antes de que Mike se mudara al norte, jugaban una vez a la semana desde hacía varios años, y como ambos eran muy competitivos, disfrutaban mucho sus partidos.
—Espero descobrarme la última —dijo Mike.
—No estoy en la mejor de las condiciones.
—¿Te ocurre algo?
—No me he sentido bien, creo que pesqué algún virus.
—Sin excusas, hoy vengo por todo —dijo Mike riendo.
—Igual daré lo mejor de mí —replicó Peter.
Luego de los primeros cinco hoyos, la puntuación en la tarjeta de anotación se encontraba igualada. Mike se había adelantado por un golpe en el tercer hoyo, pero Peter se recuperó en el cuarto con un birdie[3] para igualar las acciones.
—¿Qué tal va el negocio en el norte? —preguntó Peter.
—El sector inmobiliario aún no termina de superar la crisis que inició en 2008 —contestó Mike—. Un poco lento, pero he logrado cerrar algunas ventas. Nunca es lo mismo que aquí, donde manejaba Beverly Hills, pero el viejo lo está haciendo bien.
Cuando alcanzaron el undécimo hoyo, a las doce y quince, el cual era par[4] cinco, Peter se había adelantado por un golpe y había llegado con ventaja al green[5]. Tomó de su bolso el pitching wedge[6] y se colocó en posición para ejecutar el golpe, cuando sintió un pequeño mareo.
—Espera un momento —dijo mientras tomaba de su bolso la botella de agua y daba un sorbo.
—No vengas con presión psicológica —bromeó Mike.
Peter volvió a tomar el palo y se concentró en el tiro. Al tratar de comenzar el movimiento, notó que sus manos no respondían. Respiró hondo y se dispuso nuevamente. En ese instante, levantó la cabeza para mirar a su compañero y sintió como el mundo se desvanecía a su alrededor.
Al ver la cara lívida de su amigo, Mike se acercó justo a tiempo para agarrarlo cuando se desplomaba. Le colocó en la grama y comenzó a tratar de reanimarlo, pensando que el sol le había afectado y se encontraba deshidratado. Transcurrido un tiempo sin que Peter diera señales de reanimarse, Mike comenzó a preocuparse. Volteó hacia todos lados, pero no había nadie en las cercanías. Le echó un poco de agua en la cara, mientras le daba suaves palmadas, pero seguía sin reaccionar. Tomó su teléfono celular y marcó el 911 pidiendo ayuda. La operadora le informó que de inmediato despacharían una ambulancia.
En el momento en que los dos paramédicos se acercaban, Peter —quien continuaba tendido en la grama— con la mano de su amigo detrás de la nuca, comenzó a recobrar la conciencia.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estoy? —preguntó, con la visión nublada.
—Te desmayaste y no lograba reanimarte.
Peter alzó la cabeza y vio a cuatro hombres borrosos que se le acercaban. Los dos socorristas tomaron control de la situación y preguntaron que había sucedido, mientras chequeaban sus signos vitales. Lo colocaron en una camilla. Peter, quien había recuperado el control de sus facultades, dijo:
—Jake… ¿Qué hora es? Tengo que recogerlo.
—No se preocupe, va a estar bien, necesitamos realizarle un reconocimiento —mientras comenzaban a desplazar la camilla a través del césped.
—Estoy bien, no es necesario —dijo Peter.
—No te preocupes por Jake, le voy a llamar —dijo Mike.
Eran las 12:30. Las clases no terminaban hasta las dos, por lo que su celular estaba apagado. Los hombres del 911 insistieron en llevarlo al hospital para un chequeo de rutina, lo cual Peter aceptó a regañadientes. Los cuatro subieron a la ambulancia.
Luego de sortear el tráfico de la hora pico, la ambulancia llegó al centro médico. Lo colocaron en un cubículo de observación en la sala de emergencias hasta que un médico chequease su estado. Ya era la 1:30, continuaba preocupado por su hijo. Una enfermera le aseguró que el doctor vendría en unos instantes, pero ya no había forma de que llegara a tiempo para recoger a Jake. El celular continuaba apagado, y aunque dejó un mensaje de voz, llamó a la escuela para que le informaran que se había presentado un inconveniente y estaba retrasado.
Después de quince minutos de espera, llegó el galeno, quien se presentó como el doctor Hyde; Peter se sorprendió por su juventud, calculó que frisaría los treinta.
—Disculpe por la tardanza, señor Mark-Hodges, pero hoy tenemos un día muy agitado —se excusó el doctor mientras consultaba la tablilla que una enfermera había colocado junto a la camilla—. ¿Podría describirme un poco mejor los síntomas?
—No hay mucho que agregar, he estado sufriendo dolores de cabeza fuertes y algo de vómitos. He visto doble en algunas oportunidades, la última vez al recuperarme del desmayo.
—¿Se había desmayado antes de hoy?
—Nunca en mi vida —respondió Peter.
—Lo voy a referir a un neurólogo y me gustaría dejarlo en observación hasta mañana.
—Me temo que eso es imposible, doctor. Tengo que recoger a mi hijo en la escuela y nadie puede hacerlo por mí.
—Yo pod… —intervino Mike, pero Peter le interrumpió:
—Ni hablar, me siento bien, ya veré al neurólogo pronto.
—No le recomendaría que manejase hasta ver como evoluciona —dijo el doctor mirando a Romero. Había perdido el argumento contra Peter.
—No se preocupe, doctor, mi amigo me llevará —dijo Peter, guiñando un ojo a Mike.
El doctor terminó de llenar los papeles y se retiró a seguir cumpliendo con sus obligaciones.
Peter no tuvo forma de convencer a Mike de que se encontraba bien y de que podía ir solo a recoger a Jake, por lo que ambos se dirigieron a la escuela. Le advirtió a su amigo que el niño era muy sensible y que no le diría nada acerca del episodio.
Llegaron pasadas las tres. Al ver a su hijo sentado en la acera del estacionamiento con la cabeza gacha, a Peter se le partió el corazón.
—¿Qué ocurrió papá? Estaba preocupado —dijo el niño, abrazando a su padre.
—Mi carro se dañó y el tío Mike me auxilió.
—¿Cómo estás, campeón? —preguntó Romero, alborotando el cabello de Jake.
—Bien, disculpa por no saludarte antes, estaba asustado.
—No te preocupes —contestó Mike con una sonrisa.
—¿Podemos parar en el centro comercial a comprar unas cosas en la librería? —preguntó Peter a su amigo.
—Por supuesto.
[1]No te metas conmigo
[2]Universidad de California, Los Ángeles
[3]Ocurre cuando se completa un hoyo con un golpe menos que el esperado.
[4]El par de un hoyo es el número de golpes en el cual se supone que debe ser completado.
[5]Lugar de la cancha donde el césped es más corto, dentro de la cual se encuentra el hoyo.
[6]Palo de mayor inclinación que permite ejecutar golpes cortos y precisos