El coño de la tenista
Había perdido el primer set por un contundente 6-2, y, en el segundo, aunque el saque le correspondía, ya se había descolgado de su rival, que caminaba sin vacilaciones hacia el triunfo. En los descansos entre juego y juego, nuestra tenista se quejaba de una dolencia cuyo nombre no llegaba a pronunciar, de un escozor lacerante que no la dejaba correr por la pista y devolver convenientemente las bolas. Entre el público comenzaron a cruzarse conjeturas, hipótesis, disparates diversos sobre el mal que entorpecía su juego. Sólo yo, que he seguido su carrera a través de las pistas de cuatro continentes (porque en África nuestra tenista nunca disputa torneos, temerosa de la raza negra, a la que considera, creo que erróneamente, más lúbrica que las demás), sabía cuál era la razón de su escaso rendimiento.
Bajo la faldita plisada, bajo las bragas sudorosas y ceñidas a las nalgas, nuestra tenista padecía un herpes de coño, que es el herpes más molesto de cuantos existen. Si me calzaba los prismáticos en los descansos entre juego y juego, podía vislumbrar, en la cara interna de sus muslos, una zona de piel escareada, preludio de una insufrible picazón. Nuestra tenista, antes de que el juez de silla ordenara la reanudación del partido, apuraba el tiempo para abanicarse el coño, para darse friegas y masajes, para humedecerlo con paños mojados, todo ello por encima de las bragas, porque los reglamentos del tenis internacional prohíben la exhibición de partes pudendas. El coño de nuestra tenista, que yo sólo conocía por referencias, arrastraba estos picores desde principios de temporada, y todos los esfuerzos de su equipo de masajistas y médicos habían sido en vano: nuestra tenista se había probado bragas fabricadas con los materiales más dispares (desde la licra al algodón, discurriendo por la seda y la estameña), se había untado con pomadas y linimentos, incluso se había hecho depilar el pubis, en prevención de posibles infecciones capilares, sin resultado positivo. Ahora, en el partido final de este importante torneo, nuestra tenista estaba padeciendo un auténtico calvario: sus saques se estrellaban en la red, sus restos excedían las dimensiones de la pista, sus voleas y reveses resultaban inofensivos, y sus passingshots, esa arma antaño arrolladora, de tan tímidos y femeninos, apenas si inquietaban a la adversaria. Cuando concluyó el partido, después de la entrega de trofeos y del protocolo establecido, nuestra tenista se internó en el corredor de vestuarios con una expresión abatida, al borde del sollozo. Algunos periodistas atribuyeron este desconsuelo a la derrota, pero sólo yo sé su verdadera causa.
Probablemente, mientras escribo estas líneas, nuestra tenista ya se habrá despojado de las bragas, se habrá metido en la ducha, y con un gesto de alivio y liberación, se estará frotando el coño con una esponja, en medio de una cascada de agua, rascándose el coño con efusivo empeño, en una lucha soterrada con esos picores tan pertinaces. A pesar de este impedimento, nuestra tenista sigue siendo la número uno.