El coño cataléptico

El escaso suministro de cadáveres nos obliga a los estudiosos de la anatomía a frecuentar los cementerios, en una labor de latrocinio y profanación. En compañía de Teodosio, un enterrador que desmiente la tradición de enterradores facundos y algo soeces iniciada por Shakespeare, recorro los túmulos de tierra húmeda y recién removida, los nichos angostos, los mausoleos fastuosos de mármol, epitafios y crisantemos, en busca de un cadáver para mis experimentos. Teodosio, venciendo su laconismo, me asegura que, todavía hoy, y a pesar de los avances de la medicina forense, se sigue enterrando vivos a los catalépticos, como ocurría en tiempos de Edgar Allan Poe. Los catalépticos me informa Teodosio, cuando despiertan en el ataúd, arañan el forro de raso, se astillan las uñas y se mellan los dientes raspando la madera, y patalean hasta que les llega la muerte por asfixia. Teodosio, mientras me relataba estas fantasmagorías, excavaba la tierra humeante de pecados y almas del purgatorio, y desenterraba a una muchacha de belleza mustia que parecía reírse de las cosquillas que le hacían la pala y el azadón. La muchacha lucía unas pulseras de sangre coagulada en las muñecas (quizá se había cortado las venas por equivocación), y tenía un pubis frondoso, extenso como una epidemia o una mancha de alquitrán, un pubis que contrastaba con la palidez casi traslúcida de su piel. La transportamos envuelta en una sábana blanca que se hacía fosforescente a la luz de la luna, y, a la salida del cementerio, le pagué a Teodosio el estipendio convenido y me permití ciertas bromas no del todo ingeniosas a propósito de coños catalépticos que despiertan en mitad de la noche, algo anquilosados después de una permanencia prolongada en posición decúbito supino. Teodosio, el enterrador, no celebró mis gracias (ya he dicho que es hombre de pocas palabras) y se limitó a beber un trago de coñac, como si quisiera encharcar su organismo y su conciencia.

De vuelta a la clínica, instalé el cadáver robado sobre una camilla del quirófano. La muchacha tenía un desnudo sereno, impropio de su edad, que no excluía, sin embargo, cierta coquetería despeinada. También su coño estaba despeinado, como resultado, quizá, del trasiego desde la morgue al cementerio. Empecé la disección inspeccionando ese coño inhóspito y ramificado de pelos, ese coño que parecía como impostado en el cuerpo de la difunta. Le acerqué un espejo, para alcanzar con su reflejo los repliegues inaccesibles a la vista y percibí entonces cómo la superficie bruñida se empañaba con una respiración imposible, un jadeo que procedía del útero, si es que el útero puede sustituir a los pulmones. Pasé toda la noche en vela, como aquellos personajes de Edgar Allan Poe, esperando que el coño de la muchacha abandonase su estado de catalepsia y recobrara su humedad de flujos y menstruaciones. La luz del quirófano envolvía a la difunta con una delgadez de esqueleto, pero su coño seguía empañando el espejo, empañándolo y desempañándolo, según expulsara o inspirara aire. El coño cataléptico funcionaba como un fuelle, ajeno al rigor mortis de su dueña, y, al expeler el aire, pronunciaba algún ronquido, o resoplaba con sus labios menores. La realidad sobrepasaba con creces las fantasmagorías de Teodosio.

Yo me pregunto ahora, tres meses después: ¿despertará algún día este coño cataléptico?