La domadora de leones

Amanda, la domadora de leones, instala su barraca en las verbenas, entre casetas de tiro al blanco y el olor de los churros bien churruscaditos. Amanda tiene el pecho alto y hermoso, los muslos musculados, los ojos condensados de legañas, que son como lágrimas de sueño. Nació en Verín, provincia de Orense, pero con su uniforme de domadora corsé de cuero y látigo para mantener a raya a los leones parece por lo menos de Finisterre. Cuando se mete en la jaula con sus animales, el público, borracho de algodón de azúcar y música de organillo, prorrumpe en una exclamación admirativa.

Los leones se desperezan al verla aparecer, se desmelenan y empiezan a pasearse por su jaula, soltando detrás de sí un solemne reguero de mierda.

Amanda increpa a los leones, los fustiga, los hace subirse a un taburete y lamer de la mano, con esa gran lengua sucia que se desenrolla como una alfombra. El león más fiero, ése que espanta las moscas con el rabo, se tiende sobre su pecho y parece que va a aplastarla (con el consiguiente espanto o regocijo del público), pero no, finalmente obedece las órdenes que Amanda le susurra en gallego, se yergue, dócil como un gato lactante, y se retira a un rincón de la jaula, a seguir defecando. Amanda es pelirroja como los leones, rugiente como los leones, y más fiera aún. En su camerino, junto a otros adminículos de sospechosa procedencia sadoanal, guarda una panoplia con alfanjes, espadas, pistolas, escopetas, látigos y palmatorias.

A medida que hubo confianza entre nosotros, Amanda me fue relatando los episodios más señalados de su vida, vinculados siempre a los leones, a los que ella misma había cazado durante un safari en Kenia. Mi presencia en el camerino era mal vista por aquellos bichejos: desde su jaula, embadurnados de mierda y de celos, me increpaban con rugidos y me lanzaban unos escupitajos calientes, amasados con lodo, que me dejaban el traje hecho un pingajo. Amanda, entonces, se ponía seria, y entraba en la jaula a repartir leña. Los leones aceptaban los latigazos con resignación, con cierto inescrutable deleite, y se relamían. Amanda, con aquel corsé de cuero, complicado de cremalleras y herretes, parecía una institutriz en paños menores.

Dame a mí también con el látigo le decía yo, después de que hubiese acabado con los leones. Soy una fiera, y es preciso que tú me domes.

Amanda me miraba de arriba abajo, desmintiendo con un gesto de incredulidad mi supuesta fiereza. Me castigaba un poco, tampoco demasiado, lo justo para levantarme unas ronchas en la espalda que, más tarde, en el fragor del fornicio, me curaba con saliva. Los leones, al fondo, protestaban, sintiéndose preteridos. Yo, después de casi media hora de brega, lograba desabrocharle el corsé a Amanda, y me encontraba con su pubis pelirrojo, iluminado como un fanal, melenudo como un león en miniatura. El coño de Amanda era un felino portátil que parecía querer salirse de la jaula de sus labios. Al inclinarme para estamparle un beso en su hendidura, tuve que echarme para atrás, porque despedía un olor acre, nauseabundo, como un rugido con halitosis. Supe que, antes que mi lengua, otras lenguas habían lamido el coño de Amanda. Quizá las lenguas grandes y sucias de los leones, esas lenguas que parecen alfombras de quita y pon. Sólo de pensado me mareaba.