El coño de las niñas

Sabemos que es contrario a las normas de urbanidad y a las buenas costumbres, y, sin embargo, ¡qué tentación la de mirar a una niña que mea al lado de una tapia! Hay una canción que no perece en ese chorro amarillo que le brota de dentro, como un hilo de bramante, como un estambre de oro en perpetuo diálogo con la tierra. El coño de las niñas es un coño pituso, pizpireto, demasiado rosa como para albergar pecado, un coño liso que, por un momento, nos devuelve al paraíso de la infancia. El coño glabro de las niñas que mean en las tapias, en una celebración casi siempre solidaria (qué frecuente es ver mear a las niñas en pandilla), es un monumento jubiloso erigido en honor de su inocencia y su malicia, porque esas niñas que nos muestran su huchita y nos arrojan al pie de la tapia la calderilla de su pis son inocentes y maliciosas a partes iguales, inocentes por enseñarnos su coño y maliciosas porque saben que lo enseñan con impunidad, sin atisbo de peligro, pues las cortapisas del civismo y la religión nos impiden acercamos más a su hendidura rosa, ni siquiera para limpiarla con esas briznas de hierba que crecen junto a la tapia. El coño de las niñas, descarado y meoncete, nos inunda en la distancia de los años con el sabor primitivo de su pis, con el calor grato de esas últimas gotas que aún gotean cuando se suben las bragas y se alejan en ruidoso conciliábulo, susurrando entre sí:

Y yo las veo marcharse súbitamente entristecido, con presagios de próstata y cálculos renales.

Sobre la tapia hay un rosario de salpicaduras que forman dibujos caprichosos, un mapa de lunares que no acierto a descifrar. La tapia huele a pis rancio, porque las niñas son seres de costumbres atávicas y mean siempre en el mismo sitio. A lo mejor, esta noche, en casa, su mamá las reñirá por hacer pipí en la calle y no limpiarse después la hendidura sin pelos, olorosa de malicia, perfumada de inocencia, como una gran llaga que nos hubiese gustado besar.