IV

El señor Llanos —nombre de nuestro comunicante— no quiso hablar por teléfono. Me había dado una cita para hoy. La cosa prometía bastante. Nos deberíamos encontrar en el cine Savoy a las cinco de la tarde, hora a la que empezaba la sesión. Yo debería llevar un ejemplar de mi revista doblado debajo del brazo con el título visible. Él sería quien establecería el contacto.

A las cuatro y media llamé a Luengo para excusarme por no haberlo hecho la noche anterior. Estaba furioso conmigo y me llamó incompetente, informal y otras lindezas. No me importó. Me sentía como nunca. Una cita de ese estilo era algo que superaba con mucho mis méritos.

Abandoné el cuarto de baño con las solapas de la gabardina subidas y la mirada torva. Con un gesto brusco desenfundé la automática (una Parker) y cubrí el ancho del pasillo. Tuve que eliminar a dos de ellos antes de poder salir por la puerta de la escalera que cerré bruscamente. Estaba soplando el cañón aún humeante de mi arma, cuando la vecina del C me dio los buenos días. Era una mujer de sesenta años muy bien conservada. Lucía una arreglada peluca rubia y una educada expresión que pretendía ignorar mi heroica actitud.

—Hola rubia —le dije, al tiempo que me introducía rápidamente en el ascensor y daba al botón de bajada con premura. La risa me hizo doblarme frente al espejo. A este paso tendría que mudarme de domicilio, pero ¿quién puede dejar de lado una oportunidad semejante?

Llegué a la puerta del cine con diez minutos de adelanto. La impaciencia me consumía. Di una vuelta a la manzana y compré la revista. Con ella debajo del brazo me instalé en un lugar bien visible bajo el centro de la marquesina. A mi lado había un gigante de casi dos metros que estaba también en actitud de espera. Me separé de él para que Llanos me viera fácilmente. Pronto le descubrí: estaba en una esquina, abajo de los escalones, mirando con disimulo a todos lados. Puse la revista de modo que la pudiera ver fácilmente y me desplacé dos escalones más abajo. Le hice un par de señas discretas, pero me ignoró. Me dediqué a analizarle mientras se dignaba a hacerme caso. «Es el típico ejecutivo de inmobiliaria», me dije. Treinta y pocos años, corbata gruesa y atuendo deportivo con algunos rasgos horteras, como un escudito colocado en el centro de la corbata. El peinado hacia atrás y un ligero rizo jerezano rehuyendo el encuentro con el cuello de la camisa. Una de sus manos reposaba en el bolsillo de la americana con el pulgar fuera, al mismo estilo de Unzúa, puesto de moda hacía años por Castiella. Apunté el dato para ver si le servía a nuestro brillante redactor político para explicar las sutiles diferencias en el seno de los funcionarios franquistas.

Estaba harto ya de esperar a que se dignara mirarme, cuando el tipo alto se acercó y me preguntó en voz alta, mientras movía las cejas:

—¿Sabe usted si quedan entradas?

—No. Pregunte usted en taquilla —le contesté mirando a mi ejecutivo.

Bruscamente me tomó del brazo y bajando la voz dijo:

—Soy Llanos —y elevando la voz de nuevo—. Tendremos que irnos a otro cine entonces.

Me arrastró del brazo con mirada despectiva. Le había fallado, estaba claro. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años. Llevaba gruesas gafas de concha que escondían en parte sus pobladas cejas. Su boca se torcía en un mudo gesto de reproche. Vestía gabardina, una de esas que llevan siempre los periodistas y los policías en las películas alemanas, llenas de cintas, botones y hebillas plateadas. El bajo de la gabardina, que era lo que me pillaba más cerca, estaba descosido, lo que le daba un aire desaliñado.

Me dejé llevar resignado hasta un R-12 aparcado encima de la acera unos metros más arriba. Subimos deprisa al coche sin mirar atrás. Arrancó rápidamente y comenzamos a dar vueltas mientras ojeaba en silencio el retrovisor.

Minutos después pareció tranquilizarse sobre la posibilidad de que alguien nos siguiera. Con suaves movimientos de volante dirigió el coche hacia la Gran Vía; bajamos Alcalá y giramos a la izquierda en Cibeles tomando el lateral. El coche entró en la calle de Recoletos, y de pronto un garaje subterráneo nos engulló. Abandonamos el vehículo sin romper el silencio en ningún momento. Subimos a un ascensor que salía desde el aparcamiento y que resultó tener salida directa al piso de Llanos (al menos yo pensé que lo era).

Giró la llave dos veces, abrió la puerta, y me hizo pasar con una firme presión de su manaza izquierda sobre mi espalda. Tomó mi gabardina y se quitó la suya, arrojándolas sobre una jamuga de cuero situada en el vestíbulo. Aquello parecía un museo. Un olor rancio lo invadía todo. Los muebles de pesada madera oscura estaban salpicados de objetos y flanqueados por cuadros que representaban escenas de caza.

El resto de la casa tenía el mismo aspecto. Mi fábula de espías dotados de modernas y sofisticadas armas mortíferas empezaba a convertirse en una sórdida historia en la que el estilete y la trampa que se abría mediante un tirón de la cortina eran los protagonistas. Según marchábamos por el pasillo, algunos familiares de Llanos nos observaban atentamente desde las paredes (sus cejas delataban el parentesco de forma inequívoca). Por fin, llegamos a una amplia sala con pesadas cortinas que impedían que pasara un tímido sol decembrino. Era su despacho. No necesité abusar de mis dotes de detective para descubrirlo, porque en la puerta un cartel destinado a alguna sirvienta indicaba: «No limpiar el polvo del despacho.»

Llanos se sentó detrás de la mesa de trabajo y se apoyó con los codos sobre el portafirmas, indicándome a mí la silla que se encontraba frente a la suya. Se quitó las gafas, lo que liberó un mechón de erizados pelos en el entrecejo, y se frotó los ojos y la parte superior de la nariz con los dedos.

Por fin, se decidió a hablar:

—Se preguntará usted por qué he tomado tantas precauciones para llegar hasta aquí —intenté abrir la boca, pero me acalló con un gesto—. Pues bien, no quiero que nos vean juntos porque eso podría perjudicarnos a los dos, ¿lo entiende?

Asentí a su pregunta, aunque empecé a dudar de que el hombre se encontrara en sus cabales. Uno ya era mayorcito para creer en juegos de ladrones y policías. Mientras aumentaba mi inquietud por su mirada fija y sus movimientos de cejas, pensé que, en cuanto pudiera librarme de él, iría a decirle a Luengo que no me enviara a hablar con más lunáticos. De todas maneras, recompuse mi mejor cara de atención, ensayada con éxito en múltiples entrevistas y en cinco años de Universidad. Se mostró satisfecho cuando avancé mi cuerpo y entorné los ojos, lo que le animó a proseguir:

—Como ya habrá adivinado usted, mi nombre no es Llanos. Pero no podía permitir que cualquier indiscreción le llevara a cometer un acto irreparable por simple ignorancia. Una vez que conozca toda la historia, es seguro que no dirá a nadie quién soy ni por qué le cuento todo esto.

Aunque no había imaginado que el nombre era falso, no podía decepcionarle y mis ojos intentaron imitar los de Enrique Iznájar a la hora de componer una expresión de inteligencia. No me debió salir muy bien, porque me miró fijamente y preguntó si me sucedía algo. Me replegué rápidamente a la mirada de atención y le animé a proseguir con un gesto tranquilizador.

—Mi nombre es Víctor Requejo. Soy vocal del consejo de administración de Serfico, y de alguna de las sociedades que la rodean. Mi hermano, el general Requejo, es uno de los vicepresidentes de la firma, aunque no es más que un adorno, como todos los demás. El que maneja el cotarro es siempre García Mata. Como ya le habrán dicho en su revista, es muy probable que en los próximos meses la empresa se vaya al traste por incapacidad para hacer frente a sus responsabilidades financieras. ¿Sabe usted más o menos cómo funcionan estas empresas?

Al asentir yo, continuó:

—Bien, pues para darle una idea de lo que puede ocurrir en este caso, le diré que, para continuar aguantando, Serfico necesitará en un plazo corto conseguir más de quinientos millones para hacer frente a sus responsabilidades.

—Pero ¿y los créditos bancarios, es que ya no funcionan? —le interrumpí.

—En este caso es difícil. Los bancos siempre piden garantías para mover su dinero. El problema de Serfico es que no tiene patrimonio que la haga parecer mínimamente solvente. Serfico no es propietaria de apenas nada, es una simple administradora de numerosas propiedades. Aunque tenga algunas posesiones físicas, fundamentalmente a través de las compras de sus filiales, la mala coyuntura de la construcción y el bajón de la demanda convierten estos activos algo difícilmente realizable. El grado máximo de endeudamiento está a punto de alcanzarse ya. Y si el Banco Castellano de Finanzas no presta más dinero, los demás bancos sabrán que ellos tampoco deben hacerlo. Con este banco es con el que García Mata siempre se entendió, y las normas de Hacienda, cada vez más estrictas, hacen que sus dueños no se la quieran jugar por nadie.

—¿No podría hacer una suspensión de pagos? —pregunté—. Esa sería una salida bastante fácil para cualquier sociedad anónima.

—No señor —contestó irritado Requejo, al tiempo que volvía a mover sus cejas—. No puede hacer eso, porque inmediatamente iría a la cárcel por quiebra fraudulenta. Muchos de los pisos que se han vendido a la gente aún no están pagados. La situación de muchas escrituras es francamente irregular. Serfico no puede resistir la más mínima investigación judicial. Por ello, García Mata está intentando por todos los medios conseguir apoyo para salvar la situación. ¿Una copa?

Sin esperar mi respuesta, abrió un pequeño armarito situado en la estantería que cubría sus espaldas. Tomó dos copas a las que sopló el polvo, y las rellenó con una generosa porción de Napoleón. Me alcanzó la mía al tiempo que tomaba asiento de nuevo. Hizo girar entre las palmas de sus manos la copa y se dejó hipnotizar por el bamboleo del líquido en su interior. Chascó los labios y se los mojó con un poco de coñac. Sorbió un pequeño buche y lo hizo recorrer el interior de la boca. Los ojos amagaron un incipiente lagrimeo de rechazo al ardiente líquido. Los entrecerró y volcó la copa hacia su garganta. Se largó de un trago más de la mitad del contenido.

Yo había permanecido en silencio, observando curioso el desarrollo del rito. Hice menos ceremonias a mi copa y le di también un buen trago. Me pareció una cuestión de elemental cortesía. Cuando lo hube hecho, Requejo suspiró levemente y me volvió a mirar con sus ojos impertinentes. Se decidió a hablar de nuevo:

—¿Por dónde íbamos? Ah, sí, hablábamos de las necesidades de dinero de García Mata. Pues bien, en teoría la situación parece insalvable, pero este hombre es zorro viejo y ha tejido una complicada tela de araña en la que han caído varias moscas, entre ellas mi hermano y algunos otros prohombres del ejército y la política. García Mata ha demostrado ser más listo de lo que suponían sus amigos y enemigos. Ha amenazado con convertir el asunto en un nuevo Matesa si le dejan caer al pozo.

—Pero ¿cómo iba a hacer algo semejante? —le interrumpí—. Se¬gún parece, no ha habido ningún tipo de concesión especial a Serfico desde organismos oficiales. Difícilmente podría acusar al gobierno de colaborar en un fraude. A no ser que haya datos nuevos...

Dio un nuevo trago a su copa y llenó las dos, aunque la mía no había experimentado cambio de nivel. Percibí que no apreciaba en exceso mis cualidades profesionales, porque volvió a suspirar y a torcer la boca, como un maestro cuya paciencia está a punto de agotarse con el alumno torpe. Intenté recuperar terreno bebiendo al tiempo que él una cantidad apreciable de coñac.

Si me deja seguir, a lo mejor lo entiende —dijo con voz de infinita resignación.

Asentí compungido y caí en la trampa de acompañarle en un nuevo trago. Rellenó las copas de inmediato, y se volvió hacia un marco de fotos que ocupaba el extremo de la mesa más cercano a mi mano izquierda. Lo tomó en sus manos y suspiró. Volvió a analizar mi rostro y habló con tono envejecido:

—Usted no debe tener hijos todavía. Aún es joven. Estos son los míos —la fotografía que me mostraba era de dos jóvenes de unos dieciocho años abrazados y sonrientes—. Yo soy de los que opinan que los hijos son necesarios en la vida. Le dan a uno una responsabilidad que antes no tenía, hacen que la vida adquiera un sentido de trascendencia real, porque son la prolongación de muchas cosas. A usted imagino que le dará lo mismo saber que dentro de ciento veinte años ya no habrá petróleo en el mundo. Si lo analiza, se dará cuenta de que es porque no tiene hijos —el marco estaba vuelto nuevamente hacia él, que lo miraba con delectación—. Además, aunque los hijos dan muchos disgustos, también dan muchas satisfacciones.

—Bueno, yo no puedo opinar por mí —le contesté—, pero tengo hermanos con hijos y sé lo que sienten. Usted lo ha expresado con mucha precisión.

No había quedado muy convincente. No porque yo no tuviera hermanos y eso se notara, sino porque pensé que había escogido palabras excesivamente próximas a las que él quería. Afortunadamente me ignoró, aunque no a mi copa. La situación podía ponerse peligrosa si seguía sirviendo a ese ritmo. Yo había empezado ya a flotar. Recordé una imbecilidad que decía Tomás para aguantar mejor el alcohol: había que tomarse una cucharada de aceite que, al quedar por encima de los otros líquidos en el estómago, impedía la subida de los vapores alcohólicos. Un novato lo había probado en cierta ocasión y estuvo dos días de baja con vómitos. Tuve que interrumpir mis pensamientos porque Requejo recomenzó su narración:

—Volviendo a lo nuestro. No hace falta que se acuse al gobierno de nada. Este hombre es más listo que eso. Tuvo la vista suficiente en su momento para ofrecer a algunos militares puestos de responsabilidad a cambio de obtener dinero fácil. Mi hermano es uno de los que aceptaron. Yo soy otro, pero yo no pinto nada, a mí me metió mi hermano. Pero, además de los militares, el escándalo podría afectar a algún puesto de más alta responsabilidad y a ciertas familias. Tire usted todo lo alto que quiera, que García Mata tendrá siempre una relación que mostrar.

—Entonces no hay mucho que hacer —repuse—. Supongo que logrará su objetivo. Si el gobierno permite que se apoye a este hombre, la quiebra no se producirá, y será imposible denunciar nada porque cerrarían la revista.

Volvió a suspirar y a llenar las copas.

—Nuevamente se ha adelantado usted, joven. Hay un factor que puede impedir toda esta maniobra. La forma en que se va a apoyar a García Mata no va a ser muy ortodoxa. Si a eso le suma usted que hay una fracción del gobierno que no es partidaria de admitir estos juegos, podrá ver que hay rendijas por donde entrar. La fuerza de García Mata, que son sus vínculos con las altas esferas y los hombres del Movimiento, puede ser su propia debilidad, porque ésta puede ser la ocasión que algunos esperan para dar el golpe de gracia a los azules.

La última palabra la pronunció con evidente desprecio. Hizo una nueva pausa (cada vez las pausas eran más frecuentes) para beber y rellenar las copas. Hubiera sido imperdonable por mi parte no seguir su ritmo, así que cedí nuevamente a su capricho.

—La clave del asunto para usted es la siguiente: García Mata va a obtener de forma simultánea para una de sus empresas asociadas la concesión de una importante cantidad de viviendas de protección oficial y un crédito del Banco Agrícola y Mediterráneo, en una nueva línea de crédito a la construcción que se le autorizaría a abrir al banco. La operación tiene dos riesgos: el primero, que se hace a espaldas del Banco de España, contando con que no haya una fiscalización del coeficiente de caja. El segundo, que el dinero a repartir es demasiado como para que no se produzcan enfrentamientos por el botín, que harían que todo saliera a flote.

—¿Y cómo va a arreglárselas García Mata para construir las viviendas, sin dinero con que pagar?

Meneó la cabeza despacio. Su alumno no era especialmente aventajado. Ambos flotábamos cada vez más por efecto del coñac. La botella estaba casi vacía, lo que me hizo concebir esperanzas. Como me vio mirarla, me tranquilizó con un gesto y señaló el bar indicando que había más. Me hundí en el sillón lleno de desesperanza. Arrastrando las sílabas, con los ojos ya casi cerrados, volvió a la carga.

—Muy simple, hijo —su voz salía irritada—, las viviendas no se van a construir. Antes de que me pregunte más cosas, le diré que la concesión para las viviendas se hará justo en un lugar en el que existe una obra paralizada por falta de dinero, iniciada por la misma empresa constructora. ¿Va usted entendiendo algo?

Le dije que sí, aunque pienso que ninguno de los dos éramos capaces ya de entender nada. A lo sumo, de registrar frases cuyo sentido se clarificaría al día siguiente.

Recuerdo vagamente el resto. Requejo me contó su vida. Cómo le habían expulsado del ejército por hacer trampas a un superior jugando a las cartas, a pesar de que el superior se las había hecho antes a él. Cómo estaba harto de que su hermano le menospreciara, y cómo me contaba todo aquello a condición de que los Requejo salieran bien librados cuando el escándalo se produjese. Por último, me había lanzado una advertencia: nadie debería saber nada de esto hasta el momento oportuno, cuando se fuera a publicar el artículo. Los altos responsables de Serfico no habían vacilado otras veces en usar los oficios de matones profesionales. Requejo no me proporcionaría ninguna base documental. Yo tendría que conseguir todos los datos. De esta manera, nadie podría relacionarle conmigo y con el soplo. El, además, negaría conocerme en adelante.

Hasta mucho después no calibraría suficientemente la gravedad de las advertencias de Requejo. Salí de su casa dando tumbos y con miedo de inclinarme, no fuese que el coñac se desbordara por la boca. No sé aún cómo llegué a mi casa. Había alguien allí. No me importó, pasé de largo y me dejé caer en la cama. De forma borrosa recuerdo las manos de Ana limpiándome la cara, cambiando la ropa de cama y desnudándome. Y su expresión eficiente y curiosa. Por último, una toalla húmeda sobre la frente. Nada más.