VI

Hacía frío en la habitación. En todas las ciudades mediterráneas hace frío en invierno dentro de los edificios. Quizás el esplendor de nueve meses les hace menospreciar el poco tiempo que han de sufrir los rigores de la humedad cuando se mezclan con temperaturas bajas. Me asomé tras las cortinas. Tiritaba de frío mientras fuera un sol espléndido invitaba a pasear la calle Larios y el puerto. Me vestí rápidamente y bajé a la cafetería. No me apetecía desayunar en la habitación.

Lo desangelado de la decoración no me pudo impedir disfrutar de un desayuno de hotel. Jugo de naranja, café, tostadas, un croissant (el camarero insistía en llamarlo curasán), mermelada y mantequilla, componían un espléndido cuadro que podía devolver el optimismo a cualquiera, incluso si no necesitaba recuperarlo.

Subí de nuevo a la habitación. La sede de Serfico estaba en la misma calle Larios, muy cerca del hotel. Tomé la guía y llamé por teléfono a la centralita. La arrastrada voz de la telefonista me informó que comunicaría en seguida. Al poco tiempo estaba ya hablando con la primera trinchera de las muchas que protegían a los grandes ejecutivos de la empresa de la curiosidad ajena.

—Aquí no tenemos ningún jefe de prensa —me dijo la voz feme¬nina que regentaba la trinchera.

—Póngame entonces con alguien responsable de la sociedad —le contesté con tono imperioso.

La indignación de su voz no podía dejar de notarse:

—Aquí somos todos responsables.

Había que cambiar de táctica:

—Ya lo imagino, señorita. Mire usted, yo soy periodista y querría hablar con quien esté encargado de informar sobre la empresa.

—Eso es otra cosa. Debería usted haber empezado por ahí. Le paso con don José Luque, jefe de relaciones públicas.

La voz de Luque era jovial. Mientras hablábamos pensé que ese detalle significaría por lo menos una cuarta parte de su sueldo. Le expliqué que el motivo de mi visita era conocer el funcionamiento de una empresa como Serfico precisamente en momentos de crisis turística. A mi juicio —le dije— estas empresas podían ejemplificar perfectamente la marcha del sector. Cuando supo que yo trabajaba en Novedades, un leve deje de intranquilidad ocupó por un momento su voz. Quedamos ciados a las doce en su despacho. Me sobraba tiempo.

Dediqué el intervalo a la compra de calcetines y a pasear un poco gozando del sol invernal. Hacía mucho que no disfrutaba del espectáculo de los ficus mostrando su ser de árboles, las calles estrechas llenas de rumores de pasos y las tempranas manifestaciones de las fritangas que envolvían madrugadoras el casco viejo.

A las doce en punto, una secretaria-monumento me rogaba que esperara unos minutos mientras el señor Luque acababa de despachar a unos clientes. Me senté justo enfrente de su mesa. No lo hice a propósito, pero ya que las cosas estaban así no dejé de lado la posibilidad de atisbar sus piernas. Esto la puso algo nerviosa, porque comenzó a cruzarlas y descruzarlas sin ton ni son. Por fin decidió que era mejor buscar algo en el archivo, lo que me permitió valorar positivamente su cuerpo. Pensé en lo que Pilar me diría si me viera comportándome de esa manera, y me decidí a ojear un folleto turístico.

Cuando levanté la vista, el campo de batalla había cambiado sensiblemente. Se había vuelto a sentar a la mesa y me miraba. Sus ojos me recorrían el cuerpo entero, parándose de cuando en cuando en lugares como la boca o la bragueta. Mis piernas comenzaron a cruzarse y descruzarse sin tino. La sangre se me agolpó en la cara y me sentí el hombre más miserable de la tierra. Los evidentes signos de desmoralización que ofrecía mi ejército no produjeron en el enemigo ninguna actitud de clemencia. Prosiguió mirándome mientras yo me levantaba. Le pregunté por el servicio con voz trémula. Me lo indicó encantadora y salí con las piernas temblando.

El espejo reflejó mi derrota además de dos grifos dorados. Consumí unos minutos en lavarme las manos y esperar a que la sangre se volviera a colocar donde le correspondía. Su actuación había tenido el efecto de ponerme nervioso, pero también el de hacerme pensar que era la mujer más atractiva que había conocido en mucho tiempo. No estaría mal conseguir que se interesase por mí. Descarté estos pensamientos porque deduje que estaba demasiado buena para hacerme caso. Recordé a Eduardo San José. Su tema favorito eran las mujeres, y afirmaba siempre que las más fáciles de conseguir eran las más guapas, porque se encontraban solas («como nadie se atreve...»). Trabaja en Madrid como abogado y tenía todos los bares de la ciudad regados de tarjetas suyas. Afirmaba que recibía un cinco por ciento de respuestas positivas a sus solicitudes.

Contemplé nuevamente mi cara en el espejo. Podía volver con dignidad. Pero el sistema de Eduardo lo emplearía en otra ocasión. Al regresar a la antesala del despacho de Luque, vi la puerta abierta sostenida por el vencedor del combate. Tuvo el buen gusto de no recordarme la batalla, y me facilitó el paso con un gracioso gesto de sus largas manos y un «por favor» en los labios.

Nos saludamos con el afecto que denotan siempre las personas que no se conocen, pero no saben si el otro va a darles una cuchillada o a hacerles un favor. Había tenido la precaución de ir con corbata y traje, lo que me facilitaría un poco el camino, porque mis bajos instintos quedarían encubiertos por un tiempo.

La próxima vez —comenzó Luque— no se le ocurra a usted venir sin avisarnos. Tendremos mucho gusto en invitarle a uno de nuestros hoteles. Hoy mismo se cambiará usted al Quisquilla, uno de los más agradables de la costa. Allí estará bien atendido. ¿Le importa que nos tuteemos? No, claro. Bueno, pues lo primero que vamos a hacer es llevarte a ver nuestras instalaciones malagueñas. Torremolinos, Fuengirola, Marbella... He encargado ya una paella en el puerto. Supongo que no te importará que vengan algunos ejecutivos de la empresa que están interesados en conocerte. Podemos invitar también a algunas chicas, ¿eh?...

Hasta la hora de comer, Luque habló sin parar. Me describió físicamente el emporio Serfico, me habló de las ventajas de recibir un 12 por 100 de rentabilidad anual frente a otros negocios catastróficos y a la irremediable caída de la Bolsa. Hablaba tanto que pude dedicarme a pensar en otras cosas mientras le observaba. Era ya un cincuentón. Bien conservado, con la tez morena y un impecable traje beige. En sus sienes se advertían abundantes mechones canosos de los que hacen a las mujeres decir que alguien es muy interesante. Su tono de voz y su correcta expresión estaban lejos de parecerse a los de los horteras normalmente encargados de estos cometidos. A la mitad de la perorata encontró un momento para pedir dos Chivas 12. Maribel (así la llamó) nos los sirvió. A la una y media pasadas, cautivo y desarmado, me entregué para facilitar a Luque la consecución de sus últimos objetivos.

Maribel nos llevó en su coche hasta un puerto que no era el puerto, sino una instalación para embarcaciones deportivas, obra magna de uno de los especuladores más notorios de la zona. La comida estuvo llena de secretarias con dentadura marfileña y acento andaluz, y ejecutivos que celebraban estruendosamente los golpes de Luque, al que trataban con una respetuosa camaradería. Yo preferí las cigalas.

Acabados los cafés y las abundantes copas, Luque hizo un hábil regate a todos los presentes y me arrastró (yo ya estaba algo bebido) para enseñarme los maravillosos yates anclados en el puerto. Me hizo una descripción muy somera de lo que veíamos, hasta que llegó a la conclusión de que había que abordar el tema:

—Bueno Gálvez. Ahora dime qué es lo que quieres de nosotros —dijo, mientras encendía por enésima vez su Montecristo.

—Información sobre la coyuntura turística —le respondí—. En mi revista hemos pensado...

No me dejó terminar. Con un gesto irónico me interrumpió y me lanzó un golpe bajo:

—Me refiero a qué es lo que buscas de verdad. Si estás detrás de algo sucio es difícil que lo encuentres, te lo advierto. Y si lo que queréis en tu revista es jodernos porque sí, hay dos opciones: que lo hagáis sin necesidad de buscar donde no hay nada raro, o que me digas cuánto después de haber preguntado a tus jefes. ¿Me explico?

El tipo no había perdido la calma mientras hablaba. Tenía un alto poder de convicción. Por mi parte, no me sentía a la altura de las circunstancias. De momento, me pareció que debía abandonar la pose de periodista-haciendo-un-reportaje-inocente y buscar algo más convincente. Le empecé a dar vueltas a la cabeza. Me funcionaba cada vez peor. No encontraba ninguna razón convincente. A veces los verdugos se compadecen de sus víctimas. Luque mismo me ayudó a salir del atolladero:

—Lo mejor es que te lo pienses. Volvamos al restaurante. Luego te llevaremos a tu nuevo hotel y mañana nos vemos a la misma hora. ¿De acuerdo?

Asentí confundido y emprendí el regreso dócilmente.

Todos los ejecutivos estaban enfrascados en una animada charla ignorando a sus acompañantes, que no tenían más remedio que hacer círculo aparte. Maribel parecía ocupar una posición neutral. Me arrojó una fugaz mirada cuando me vio entrar con Luque. Era una mirada despectiva y festiva.

Luque no me dio tiempo a sentarme. Dirigiéndose a su secretaria, le dio precisas instrucciones para que me acompañara en su coche hasta mi hotel y me ayudara a hacer la mudanza hasta el Quisquilla.

Completé el rito de la despedida con apretones, golpes en la espalda y delicadas frases a las señoritas presentes. Luque me estrechó la mano y me despidió con un gesto acostumbrado a mandar. Cuando me volví, Maribel me esperaba con gesto irónico en la puerta de salida. Fui sin prisas a su encuentro.

No cruzamos una sola palabra hasta llegar al hotel. Me bajé del coche sin decir nada. Ella abrió su puerta para decirme que me esperaría abajo. Iracundo, giré 180 grados en su dirección:

—Se puede usted ir cuando quiera y donde quiera —grité—. No pienso ir a su hotel de mierda. No sé qué es lo que estará pensando, pero a mí no se me compra, por la simple razón de que no estoy en venta. Dígale a su jefe que si quiere esperarme lo haga sentado, porque no pienso aparecer mañana por su despacho. Y dígale también que lo que quiera hacer lo haré y lo que quiera saber lo averiguaré.

Terminada la explosión había crecido unos diez centímetros. Como siempre, el arrebato me había llegado una media hora tarde, pero en cualquier caso ya había dejado las cosas claras al menos con una persona. Maribel se había quedado pálida y con expresión de incredulidad en los ojos. Ya no sería capaz de volverme a mirar la bragueta. Hinchado como un pavo, me volví y subí hacia la habitación. Por el rabillo del ojo pude comprobar que no se había movido de donde estaba y que sus ojos seguían sin creérselo. Le estaba bien empleado.

Ya en la habitación los humos se me fueron bajando poco a poco. No me eché en la cama por miedo a marearme. Otra vez había bebido demasiado. Además, tenía cosas que hacer. Pedí a la telefonista que me pusiera con Madrid.

Luengo me dio su opinión con palabras recién sacadas del congelador. Mi reacción de dignidad se añadiría a mi curriculum profesional como una muestra más de inutilidad e incapacidad para tratar a la gente. Con palabras que denotaban el cariño que sentía por mí en aquellos momentos, me felicitó por mi honestidad profesional y me sugirió que buscara un empleo de picapedrero o de diplomático en mi próxima reencarnación. Al día siguiente debería estar en Madrid para reincorporarme al trabajo. Dijo que tendría algo especial para mí. Al oírle decir eso pensé que el encargado de laboral se había puesto enfermo. Colgó sin despedirse.

Furioso, tiré el teléfono contra la cama y di dos puñetazos contra la pared. Los nudillos me dolieron una barbaridad. Colgué el teléfono. Cogí de nuevo la chaqueta que había dejado antes caer al suelo y salí de la habitación.

Anduve durante horas por la ciudad. No supe que habían sido muchas hasta que la noche me hubo envuelto y el estómago me pidió algo con qué llenarse. Mi ánimo estaba ya aplacado, aunque no tenía ganas de ir a cenar a ningún sitio especialmente exquisito. Me dirigí hacia el hotel.

En la conserjería me dijeron que había llamado dos veces un tal señor Luque dejando el recado de que le llamara con urgencia. Pedí que si volvían a preguntar por mí dijeran que había salido y me fui al restaurante-bar. Seguía tan feo como a la hora de desayunar. Me senté a una de las mesas y comencé a repasar la carta de platos combinados. Una presencia a mi lado me llamó la atención. Iba a decirle al camarero que tuviera un poco de paciencia, pero una voz conocida me dijo:

¿Puedo sentarme un momento con usted? Quisiera disculparme.

Era Maribel. En sus ojos no había ninguna expresión irónica. Se había borrado también el asombro de su rostro. No esperó a que yo contestara y se sentó. Supongo que mi cara le había dicho ya que lo hiciera, aunque había estado muy cerca de despedirla.

—¿Qué quiere? —le dije con tono grosero, aunque pude com¬probar que esta vez no crecía los diez centímetros.

—Lo que le he dicho. Disculparme. No es raro ver venir a compañeros suyos aquí. Lo normal es que traguen lo que el señor Luque les ofrece. Hace pocos días, un periodista también de Madrid llegó con muchos datos en la cartera, una grande de cuero. Cuando se fue, los datos estaban encima de la mesa de don José y la cartera de su... perdón, del periodista, iba cargada con otras cosas. Usted no va a contestar a las llamadas del señor Luque, ¿verdad?

Negué con la cabeza, y permanecí en silencio mientras esperaba que todos los pedazos de mi rudeza se cayeran al suelo. Con gesto desconsolado empezó a levantarse («Bueno, si quiere me voy ya»). La contuve con un brazo y hablé:

No se preocupe, usted no tiene la culpa. Además, soy yo quien debería pedirle disculpas por haberla pagado con usted y por haberla mirado así esta mañana.

Perdonar a alguien siempre es un placer y pedir disculpas a veces también. Ella no me dejó experimentarlo. Cuando acabé mi frase sobre las miradas, se echó a reír y los ojos se le llenaron de agüilla. Mi ventaja había desaparecido. Maribel seguía riendo. Había que recuperar terreno como fuera. Lo mejor era asumir la situación y esperar:

—Está bien —le dije—, es usted quien me tiene que pedir disculpas a mí por haberme mirado de esa manera. Si me da su palabra de no volver a hacerlo, la invito a cenar en otro lugar.

Aceptó sin poder articular palabra porque la risa le seguía subiendo incontenible. Mi humor mejoró radicalmente y sus ojos echaban de nuevo chispas irónicas. Ahora no me importaba.

Subimos al coche, y pocos minutos después estábamos en Torremolinos. Entramos en un restaurante italiano. Como es normal, se llamaba Gino. También es normal que al hacer nuestra entrada allí ya nos tuteáramos. Por el camino habíamos comentado cosas tales como por qué llevaba yo bigote («para que no me llamen de tú en la frutería», había respondido en plena euforia) o la extraña combinación de astros que nos había llevado a ambos a ser Virgo. No era apasionante, pero me sentía realmente bien.