XXI
Cabezas era como una hermanita fea de Unzúa. La cuna no perdona. Me esperaba de pie, con las piernas abiertas y un gesto cordial. La mano izquierda metida en el bolsillo de la americana con un dedo fuera, y la derecha extendida. Hasta ahí todo iba bien para que alcanzara su propósito de impresionar por su apostura. Lo malo estaba en su traje marrón de mezclilla, la corbata color lagarto, con nudo grueso, el enorme anillo de oro en su dedo gordezuelo, los zapatos de punta afilada y —esto lo comprobé más tarde— los calcetines cortos de color verde.
No le dije nada sobre todo esto. Tampoco estaba de humor, después de saber que Requejo había muerto, para pedirle la dirección de su sastre (ya una vez me la había dado). Intercambiamos frases corteses y palmadas en la espalda. Me dijo (todos los directores lo dicen) que la revista seguía subiendo de ventas, que pronto alcanzarían a Novedades, que el equipo de redacción se completaba poco a poco con savia joven, y (cubriéndose las espaldas) que de momento no tenían muchos huecos en la plantilla de fijos. Al fin y al cabo, tampoco esto era demasiado grave. La profesión de periodista era una profesión de gente bohemia y aventurera —siguió—, y eso de la seguridad social no servía más que para crear profesionales con negativas conciencias de oficinista y arruinar a las empresas.
Ya me dolía el cuello de asentir. Pasé a explicar mi llegada a sus brazos:
—No te preocupes —le dije, y él me hacía gestos indicando que no se preocupaba en absoluto—, que no vengo a pedirte empleo. Al menos, no todavía. Se trata de algo más importante para los dos. Estuve investigando sobre Serfico, y tengo unos datos absolutamente explosivos al respecto. Quiero proponerte su publicación en tu revista.
El muy víbora permaneció callado relamiéndose los labios. Me hizo gestos de que continuara. Su cara parecía la del listillo que encuentra un chollo en el Rastro y no quiere aparentar un interés excesivo por si acaso el precio sube. Me adelanté a sus argucias:
—Te preguntarás —dijo que sí con la cabeza— por qué te traigo esto a ti en lugar de publicarlo en mi revista. La respuesta es muy fácil: no tengo ninguna revista. Me han echado de Novedades —tuve que aplacar su gesto desolado—, precisamente porque he querido continuar con la investigación de los chanchullos que hay detrás de Serfico. Como vosotros no tenéis casi publicidad —aquí me debía haber callado—, está claro que no tenéis mucho que perder con la publicación del trabajo. Por el contrario, podéis ganar en lectores y en enemigos, lo que no será malo.
La siguiente media hora la pasé detallando los aspectos fundamentales del caso, las razones que parecían llevar a Unzúa a no publicar el tema, y las posibles implicaciones políticas del mismo. Cabezas pa-recía realmente interesado. Inquirió con insistencia por los detalles más nimios, y me escuchó con atención. Al cabo del tercer grado, convinimos en que me daría la respuesta por la noche.
—La situación política no es la más adecuada para publicar un tema como éste —dijo con tono apesadumbrado—. Pienso, de todas maneras, que el caso bien vale la pena, aunque sea preciso correr algunos riesgos. Meditar un poco no me vendrá mal. Si no fuera por el juicio de mañana...
—¿Qué juicio? —inquirí extrañado.
Me miró perplejo. Moviendo la cabeza se dignó informarme:
—Estás bastante obsesionado con lo de Serfico. Mañana se celebra el juicio contra los de Comisiones. ¿No has oído nada sobre ello, o es que estás ido?
—Sí, claro —balbuceé—. Cómo no voy a saberlo. Es que estoy un poco cansado de la agitación de estos días.
....................................................................................................................................la mirada de asombro de Cabezas. En cierto modo tenía razón Unzúa. Serfico me había obsesionado hasta el punto de olvidar todo lo que me rodeaba. Me consoló un poco pensar que quizás estaba vivo aún debido precisamente a que me había concentrado de esa manera en el tema. Y eso no era negativo. Así que levanté la cabeza y salí mirando cautamente a ambos lados de la calle antes de introducirme en el coche. Ya era casi la hora de comer. Maribel volvería probablemente a su casa a esas horas. Era arriesgado, pero no podía consentir que le sucediera lo mismo que a Requejo, así que decidí acudir a buscarla.
La amplitud de la calle tenía la ventaja de permitir una buena observación de la misma. Di una vuelta a la manzana antes de decidirme a aparcar. No había rastros de ninguna camioneta. Me fijé en los coches parados en las cercanías. En ninguno de ellos había sentado nadie que se pareciera a los componentes de la banda del Charro. Me tranquilicé con ello y subí al piso. Llamé al timbre y nadie contestó. Esperé un rato antes de repetir la llamada. Había alguien dentro, porque sentí como crujía una tabla del parquet. Una oleada de sudor me cubrió el cuerpo. El corazón estuvo a punto de escapárseme por la boca. Quise salir corriendo escaleras abajo, pero las piernas no me obedecieron. Aspiré una bocanada de aire y comencé a darme la vuelta para huir de la trampa; pero entonces me pareció oír un gemido, seguido de más crujidos de la madera del suelo y de un nuevo gemido. Era demasiado sofisticado para ser una trampa. Volví a la puerta con el pañuelo dentro de la mano, preparado a golpear a cualquier presencia hostil, y apoyé el oído en la madera. Detrás se percibía una presencia dolorida, algo que se arrastraba dificultosamente hacia la puerta. Esperé con la respiración casi cortada y sintiendo que oleadas de sangre me llegaban al cerebro oscureciéndolo.
Lo que había al otro lado de la puerta comenzó a trepar por ella. Se oyó un crujir de madera, un horrendo sonido de uñas, y un incesante gorgoteo. Al fin, el ruido del metal. La puerta se abrió unos centímetros y se quedó así. Una nueva sensación de miedo me asaltó. Por si las moscas tomé una última precaución y proporcioné una potente patada a la puerta. Lo que había detrás cayó al suelo con estruendo. Entré de un salto y vi lo que quedaba del tuno.
Cuando se tiene tiempo y se es constante, se puede realizar un buen trabajo. El Charro y sus amigos habían gozado de ambas cosas. Ulises era un amasijo sanguinolento difícilmente reconocible. La iden-tificación era posible en parte porque le quedaba algo de pelo, y en parte porque las cintas del uniforme las tenía ahora cosidas a la piel. Venciendo el horror, me acerqué para socorrerle. Su mano derecha señaló en dirección al dormitorio mientras de su boca salía un sonido inidentificable mezclado con una bocanada de sangre. Seguí con la vista lo que su mano señalaba y me incorporé. Fui hacia la habitación.
Lo de Ulises había sido un juego de niños. A la chica le habían dedicado sus mejores recursos. Estaba tumbada en la cama boca arriba. Las manos atadas a la cabecera. Había algunas colillas en el suelo, pero no habían ocasionado quemaduras porque las habían apagado antes sobre el cuerpo de Nana. No supe si la habían violado directamente. En cualquier caso, lo habían hecho con un cucharón de cocina que habían dejado allí para que nadie se llamara a equívocos. Me incliné sobre ella. No respiraba. Eso me alivió algo. Con una sábana tapé el espectáculo. Un grito espantado me hizo saltar. Salí corriendo hacia la entrada con un cuchillo en la mano. Era Maribel. Con los brazos abiertos como una posesa manteniendo los ojos cerrados y diciendo una inacabable serie de noes.
La tomé por los hombros, y estuvo a punto de caer desmayada. Abrió los ojos y me reconoció. Se derrumbó sobre mí llorando. No sé cómo conseguí no hacer lo mismo. Quizá no vi que su hombro fuera lo suficientemente seguro. Cerré la puerta de un puntapié y conduje a Maribel al salón. La dejé en un sillón y volví a por Ulises. Estaba en las últimas. Le dije que llamaría a una ambulancia. Haciendo un último esfuerzo abrió la boca y dijo:
—Nana...
Era un buen tío. Se murió intentando ayudarla. Pensé que ya no hacía falta ambulancia. Fui a llamar a la policía. Descolgué el teléfono y marqué el 091. Sonó varias veces y no lo cogieron. Colgué el auricular. Me volví hacia Maribel y le dije que me ayudara a recoger sus cosas. Metimos todo en un momento en dos bolsas de viaje, y salimos hacia la calle. Me sentía culpable. Era evidente que me habían seguido. Maribel me dejaba hacer sin preguntar nada. Seguramente temía que le contara qué había sido de su amiga. Entramos en el coche y arranqué de inmediato. Al llegar a una cabina telefónica me detuve y llamé a la policía. Les di rápidamente la dirección y salí al escape.
Sabía que no me lo iba a agradecer, pero de todas maneras me dirigí a casa de Eduardo San José. Debía ser un espectáculo vernos. Respeté pocas señales de tráfico. Maribel, a mi lado, parecía muerta. Una vez que terminó de llorar se quedó con la boca abierta mirando al vacío.
Entramos en casa de Eduardo, aunque sin las maletas. El portero debía estar hecho a todo porque no hizo ademán de extrañeza al vernos. Eduardo se guardó su odio al ver la cara de Maribel. Había mirado antes por la mirilla de la puerta. Un extraño silencio ocupaba su casa, con una desacostumbrada cantidad de humo. Nos hizo pasar a su dormitorio. Estaba todo revuelto, pero no era cosa de andarse con melindres. No habíamos dicho ni una sola palabra ninguno de los tres. Tumbamos a Maribel en la cama. La escena era irreal. Eduardo le quitó los zapatos con cuidado exquisito, como si quisiera no despertarla. Ella nos dejó hacer con los ojos muy abiertos. Por fin, nos miramos.
—Eduardo, esto es muy grave. Han matado a tres esta mañana, y ahora me buscan a mí. Maribel está en medio y corre un gran peligro.
—Espera un momento —dijo, volviéndose hacia la puerta y desapareciendo tras ella.
Poco después, comenzó un rumor de pasos alternado con golpes espaciados de la puerta de la calle. Cada dos o tres minutos se repitió la ceremonia, hasta cinco veces. Eduardo volvió con aire sereno. Era admirable su capacidad para permanecer tranquilo después de la que le habíamos montado. Tapó a Maribel con la colcha y me hizo un gesto para que le siguiera.
—Es el peor sitio que podías escoger para refugiarte —me dijo al llegar a la cocina—, ¿Por qué no llamas a la policía? Entiéndeme, no me molestas, pero lo peor que se puede hacer en este mundo es mezclar los problemas. Hoy pueden venir a buscarme. Si os encuentran aquí, vais a pasarlo mal. Además, no entiendo por qué te ocultas, si es obvio que no tienes nada que ver con esas muertes. Antes los encontrarán ellos que tú.
—Si voy a la policía, me tendrán agarrado un buen rato. Quiero aprovechar el tiempo. Voy a ver a Iznájar y le voy a sacar todo lo que sabe. Te quería pedir que me ayudaras a hacerlo, si puedes. Luego, trataría de ir a la policía con algún dato que relacione a García Mata con todo esto. Si no se acaba con García Mata es imposible acabar con la cuadrilla. Tienen un trabajo que realizar. Mientras no lo hayan hecho, tendrán autonomía absoluta. Hay que aplastar la cabeza para poder acabar con el cuerpo de la serpiente —no tuve ánimos para aplaudir mi propia metáfora, así que terminé el discurso.
—Está bien —dijo Eduardo—. Te voy a echar un cable. Pero es un riesgo excesivo. Sólo falta que estos cabrones puedan ligar mi filiación política con una serie inacabable de asesinatos. Dime qué quieres que haga.
Discutimos un rato sobre la mejor manera de agarrar a Iznájar. La solución parecía obvia, pero nos costó llegar a ella. Enrique llevaba en su periódico la información sobre el juicio. Eduardo le citaría para una rueda con aire misterioso. A las seis de la tarde debería acudir a su despacho. El ambiente estaba tan cargado en Madrid que no se atrevería a correr la cita por teléfono.
Eduardo hizo la llamada. El otro pareció picar el anzuelo. Yo sentía como las uñas se me hundían en las palmas de las manos ansiosamente por golpear a Iznájar y a todo el que oliera a Serfico.
Maribel seguía con los ojos abiertos, pero su respiración se había tranquilizado. Eduardo se puso a prepararnos algo de comer. Yo me quedé con ella en el dormitorio. Me senté a su lado y nos abrazamos.
—Julio, no me dejes. Tengo miedo —hizo una pausa y me miró con los ojos arrasados de lágrimas—. ¿Nana también...? —le hice un gesto afirmativo—. Yo la quería mucho, Julio.
El tiempo que transcurrió hasta la hora de marchar hacia el despacho de Eduardo lo pasamos entre lágrimas y migas de pan de molde. Eduardo lo pasó deshaciendo citas por teléfono mediante misteriosas fórmulas repletas de sentido para cualquiera que estuviera escuchando la conversación.
Minutos antes de las seis nos instalamos en el despacho, a la espera de Iznájar. Maribel había consentido en quedarse sola, con la consigna de no abrir la puerta a nadie y un par de pastillas de Valium 10 en el cuerpo. Pensé que mi última oportunidad era Iznájar. Si fallaba esta vez, García Mata se saldría con la suya y yo podría perder algo más que el tema del año.