V

Tenía la lengua estropajosa. El estómago respondía con movimientos de tiovivo a cualquier intento de incorporarme en la cama. El sudor me cubría el rostro, aunque podía percibir un olor a recién lavado en la ropa de cama y el pijama.

Mi cuerpo sabía perfectamente que necesitaba un vaso de agua. Sólo que se negaba a ir por él. Hice varios intentos. Me imaginaba un chorro de agua fría corriendo por la garganta y llegando al estómago. Una ducha tomada a continuación me pondría la cabeza en regla. Y entonces sería ya capaz de prepararme un café. Miré el reloj. Debía estar parado porque marcaba las siete menos cuarto y yo era incapaz de despertarme por mis propios medios a esas horas aptas sólo para segadores.

Me concentré e hice ejercicios respiratorios. Poco después, un nuevo intento. Los dedos del pie derecho exploraron con cautela el espacio hasta encontrar la solidez helada del suelo de baldosa (tenía que comprar una moqueta un día de éstos). El otro pie siguió los pasos de su compañero acompañado de un leve movimiento del cuerpo. El estómago, pegado al terreno, parecía estar dispuesto a transigir con un cuidadoso tratamiento. Unos minutos más tarde los dos pies se encontraban en el suelo, captando cada mota de polvo y los restos de azúcar del desayuno del domingo. Las piernas, en una situación realmente incómoda, intentaban no transmitir al torso la tensión a la que les obligaba la distancia entre la cama y el suelo (tenía que tirar esa mierda de cama llena de preciosos adornos de bronce y excesivamente alta para resacas). Fue una decisión trascendental: con ayuda de los brazos culminé la maniobra. Dos arcadas consecutivas dieron paso a un metro cúbico de gas. Alcancé las zapatillas sin alterar su orden trastocado y me dirigí al cuarto de baño. Al llegar me apoyé en el quicio de la puerta y, encendiendo la luz, le dije al espejo: «Últimamente me ves muy a menudo arrastrándome, pero no pienses mal de mí. No voy a volver a las andadas.»

El agua del grifo corrió en libertad por mi garganta, causándome una maravillosa sensación. Al estómago le gustó menos, pero se calmó en pocos segundos. Aún no sabía si la vida seguía valiendo la pena, así que decidí comprobarlo metiéndome en la ducha. No tuve fuerzas ni para chillar cuando las aguas del Ártico se me vinieron encima. La respiración se me cortó y salí casi de cabeza en busca de la toalla más próxima, cuyo color delataba que había sido la más próxima durante demasiados días. Me hice el firme propósito de encender el calentador en lo sucesivo antes de ducharme.

Las piernas me sostenían mejor. Fui a la cocina y encontré leche y café instantáneo. Eché medio bote de café en una taza, calenté la leche y logré sobrevivir a la tiritona pese a las quejas de mis papilas gustativas. Estaba mucho mejor. Volví a la cama y tomé el teléfono. Marqué el 093 y una voz de plástico me dijo que eran las siete y veintisiete minutos con veinte segundos. Rendí un homenaje sincero a la tecnología que me iba a permitir estar en la cama un buen rato suplementario. Cerré los ojos y no pude dormir. El estómago no quería que lo hiciera. Recordé a Ana, su rostro borroso y su expresión resignada mientras me limpiaba en silencio. Era una expresión conocida, mezcla de frialdad emocional e interés intelectual. La última vez que había visto esa expresión fue también la última vez que nos despertamos juntos.

Era un domingo. Como de costumbre, nos habíamos quedado vagueando hasta muy tarde. Cuando decidí abrir los ojos, Ana me estaba mirando de aquella manera. Me froté los ojos con una mano y compuse lo que me pareció una expresión cordial. Lo menos que podía hacer uno en esas condiciones era tener algo de educación. Ella no pensaba igual. Prosiguió por unos segundos mirándome y me dijo sin más preámbulos:

—He estado pensando un rato. La verdad es que no eres ingenioso. Eres un neurótico y un imbécil.

Supongo que mi boca abierta debió darle nuevos argumentos para mantener su opinión sobre mi imbecilidad. Saltó de la cama para ir hacia el cuarto de baño. Yo seguí con la boca abierta intentando orientarme sobre la galaxia en la que me encontraba. Por primera vez en mucho tiempo no me produjo ningún efecto el movimiento de sus pechos saltarines cuando se incorporaba, ni la alternancia de sus nalgas en subir y bajar al compás de sus pasos.

Cuando volvió aún desnuda y chorreando agua por los suelos («Ana, corazón, ¿te importaría secarte para salir de la ducha?») yo era otro hombre: había conseguido cerrar la boca. Lo que no pude hacer fue volver a abrirla. Se vistió sin importarle un comino que la estuviera mirando un neurótico. Se permitió incluso el lujo de escoger entre dos sujetadores diferentes mientras sus pechos apuntaban hacia arriba pidiendo un poco de calor. Recordé que casi todos los domingos por la mañana yo solía gastarle la misma broma («sábado sabadete, dame la camisa limpia»), dando pruebas de un ingenio poco común. Era lo que Eduardo San José llamaba el «humor con redoble». Quizás hasta se lo había copiado a él.

Cuando terminó de vestirse ya había hecho yo un primer recuento de la catástrofe. A corto plazo, nadie me iba a traer el desayuno, y si quería el periódico tendría que bajar por él. Era indignante. Este domingo le tocaba a ella. Para mostrar alguna resistencia y otro poco de sangre fría pensé en decírselo. Iba a abrir los labios y una lágrima estuvo a punto de desbordar mi ojo derecho. Aquello no tenía sentido. Cierto que las cosas no marchaban nada bien, pero la decisión parecía algo brusca. Seguí callado y quieto. Ella guardó en una bolsa de plástico algo de ropa interior. Lo pensó mejor y se volvió hacia mí:

—Luego vendré por mis cosas. Si quieres estar aquí, no me molestas. Pero, por favor, no me hagas escenas ni me interrogues. Podemos dejar las explicaciones para otro día. Por si esto te tranquiliza, no hay ningún otro tío. Hasta luego.

Sus pasos se perdieron en el pasillo. Sonó un chirrido («A ver si engrasas de una vez la puerta») seguido de un portazo. Todo parecía ya decidido. Tendría que bajar por el periódico. Ya no se me desbordaba el ojo derecho, así que pude levantarme y dar unos cuantos paseos en torno a la mesa del salón. Tendría que ir a un restaurante a comer, y no sabía si había algún jersey planchado. Y, si llamaba su madre, ¿qué le iba a decir? Los días que siguieron no fueron muy divertidos.

Un día quedamos citados en una cafetería céntrica. Me besó en la mejilla la primera vez. La segunda conseguí rozar la comisura de sus labios. Dejó que jugueteara un rato con su mano derecha, hasta que a ambos nos comenzaron a sudar. No fue muy caritativa: las razones que le habían llevado a tomar una decisión tan drástica («que pese a que tú digas otra cosa ya se veía venir, Julio») no eran muy diferentes de las que me había explicado el día en que me dejó. Suavizó lo de imbécil, así que quedamos tan amigos. Conservaría una llave de mi casa para poder ir recogiendo sus cosas. Procuraría no molestarme yendo a horas inadecuadas.

El estómago volvió a reclamar mi atención. Dejé el recuerdo de Ana y dediqué un rato a beber más agua. Me di una nueva ducha, esta vez con agua caliente, y me dispuse a salir para la revista. Tenía que organizar el viaje y comunicar a Luengo los primeros resultados de mi investigación. Necesitaba, además, conseguir una buena cantidad de dinero. Estaba listo el cajero si esperaba de mí que adelantara más veces el pago de los taxis o los billetes de tren.

Pasé varios minutos intentando recordar dónde había aparcado el coche. No lo había ido a buscar al centro. Posiblemente la grúa ya habría dado cuenta del cacharro, lo que agudizaría mi catastrófica situación financiera.

Me llevó poco tiempo contar a Luengo los pormenores (no todos) de mi entrevista con Requejo, cuya identidad él desconocía, y después planeamos detenidamente el viaje. Mi papel consistiría en hacer un reportaje normal sobre Serfico. Aunque esto despertara sospechas entre la gerencia de la empresa, no tendrían más remedio que facilitarme el trabajo. Una negativa a darme información equivaldría a poner sobre aviso a cualquiera, y ellos lo sabían. Sobre el terreno, y en contacto diario con Luengo, yo debería ir completando datos. De forma paralela, un redactor de la revista (Merche, probablemente) haría todas las gestiones para comprar un apartamento, lo cual daría una base documental preciosa al reportaje. Luengo y Gonzaga intentarían completar la información sobre las finanzas tocando todos los resortes posibles en Madrid. Por último, González, el de sucesos, investigaría el pasado de García Mata, que se rumoreaba no era demasiado limpio.

El despliegue era ciertamente espectacular, como le gustaba a José Félix de Unzúa. Siempre que se organizaba un tema de esta manera exclamaba: «Como los americanos, que son los que saben hacer las cosas.»

Sólo unas palabras más de recomendación de prudencia por parte de Luengo, y pude dirigirme a solventar el último obstáculo, el cajero. Le debían haber llamado por el teléfono interior, porque estuvo muy amable y no puso pegas. Me dio treinta mil en efectivo y aseguró que ya estaba reservada la habitación del Excélsior en Málaga. Me entregó los billetes de avión y una tarjeta para conseguir más dinero si era preciso en nuestra sede de Málaga.

Antes de abandonar la revista me acerqué un momento por la sala de redacción. Hice una seña amistosa a todo el mundo que fue casi totalmente ignorada. Di un golpecito cariñoso a Tomás en la espalda. Me respondió con un gruñido. Pilar se afanaba sobre las hojas de confección ignorando de manera ostensible mi presencia. Intenté llamar su atención por medio de dos tosecillas. Una nube de humo procedente de su cigarro me hizo toser de verdad, al tiempo que ella permanecía imperturbable. Lo cierto es que no me lo pensé dos veces. Oprimí con buena puntería el cierre de su sujetador, que se soltó inmediatamente. Ahora sí me hizo caso: rasgó el papel y me acertó con el tipómetro en la entrepierna. No dijo ni palabra. Se levantó de la silla y se dirigió hacia el cuarto de baño.

Permanecí unos minutos disimulando, ligeramente encogido y con las piernas juntas mirando un inexistente texto sobre la mesa de Pilar. Cuando volvió, pudo observar los resultados de su esgrima y me obsequió con una sonrisa seductora. Decidí que el ambiente no era propicio para invitar a café a nadie. Intentando negar su victoria, le dije a Pilar con voz natural que la llamaría por teléfono. Agité la mano en señal de despedida general, lo que obtuvo un par de gruñidos de respuesta, y me fui lleno de satisfacción. Cada vez tenía más amigos.

Cuatro horas más tarde me encontraba en el aeropuerto de Málaga. Una hora después, en el hotel Excélsior, y un poco más tarde me dedicaba a distribuir cuatro camisas y tres pares de calzoncillos (otra vez había olvidado los calcetines en la lavadora) entre los seis cajones para ropa existentes en la habitación. El cajero me la había jugado mandándome a un hotel de segunda categoría. Era limpio, pero no se podía evitar un cierto sentimiento de desamparo entre unos muebles dignos de figurar en un piso piloto de Leganés. La cama olía a humedad, y por la ventana se podía contemplar el tremendo espectáculo de la lluvia en el Sur. Un torrente de agua me daba la bienvenida a la Costa del Sol. No sé por qué, un hecho tan simple me hizo pensar que ésa era la historia de mi vida.