VII
Los meses pasados desde la marcha de Ana me habían acostumbrado a largas tardes de depresión solitaria. La contemplación resignada del inacabable paso de los segundos se parecía mucho a la sensación que produce el cuadro de la Última Cena situado sobre la silla del padre en el comedor: uno se acostumbra a su presencia, simplemente.
Maribel había roto esa rutina. Su presencia era exactamente la que se reclama a gritos cuando la soledad nos frecuenta, pero no nos ha invadido definitivamente. A ratos oía su voz sin entender nada de lo que decía, concentrado en sus ojos. Pero el hechizo tenía que romperse por algún lado:
El señor Luque no debe saber que estoy aquí con usted, perdón, contigo. Podría costarme el empleo. No es que me importe demasiado, pero cada día está más difícil lo del trabajo y allí no se está mal del todo, si se acostumbra una al olor a ejecutivo.
Manoteé para indicar mi falta de voluntad de hablar con Luque al respecto, y me dispuse a hacer volver todo a su estado anterior.
No me dejó:
—Supongo que vienes a investigar lo del hijo de García Mata. Los periodistas os enteráis de todo. No sé cómo lo hacéis. Debe ser una profesión fascinante.
Era evidente que el día podía no acabar tan mal. Primero, me quitaba la depresión. Después, me ofrecía la posibilidad de salir del embrollo en el que me había metido. Iba a poder averiguar algo útil.
En lugar de utilizar los trucos profesionales que tanto le gustaban a Luengo y Enrique Iznájar decidí, tras una corta vacilación, utilizar la vía directa:
—¿A qué te refieres con lo del hijo de García Mata? —pregunté.
Se limpió de tomate los labios mientras me miraba con sonrisa maliciosa. Hurgó en su bolso y extrajo un papel doblado cuidadosamente. Echaba la peste característica del papel fotocopiado, capaz de arruinar hasta aquella cena.
—Conmigo no juegues así —dijo aún sonriente—. Si he venido aquí esta noche es que estoy de tu parte. Todo el mundo sospecha que García junior se fue con algo más que sus mudas en el bolsillo. El periodista que vino hace poco también lo imaginaba. Tú has llegado después, así que no te hagas ahora el enteradillo.
Tomé con mucha delicadeza el papel de sus manos. Era una carta dirigida a Luque. La firma, perfectamente legible, era de García Mata, y destacaban en ella los puntos de las íes, convertidos en ridículas burbujas. Mi instinto periodístico me indicó en seguida que allí algo olía mal además de la fotocopia. Me sentía orgulloso de mi capacidad para detectar pruebas falsas. Maribel se encargó de acabar nuevamente con mis sentimientos corporativos:
—Te extrañará que una carta en la que García Mata le comunica a Luque que su hijo ha robado puede rondar por ahí tan simplemente. La explicación es sencilla, tan simple de explicar como el miedo que tiene Luque a caer un día en desgracia. Tiene un auténtico archivo de fotocopias en su casa. No es fácil llegar a él. Esa que tienes en las manos es una copia atascada dentro de la máquina. Luque no sabe que yo puedo haberla leído y mucho menos que la tengo en mi poder.
—¿Por qué me das esto, si puede costarte el empleo? —inquirí.
Sus reflejos eran muy buenos. Contestó rápidamente:
—Porque no te has dejado comprar por Luque. Sé que te habría pagado bien en el caso de que tú le hubieras regateado. Ya lo hizo con el otro. Era una forma de vengarme de la mierda que me rodea. Allí todo huele a limpio, e insisto en que se está bien, a gusto, pero no me gusta, simplemente. Espero que cuando lo escribas no menciones a Mata-Hari como la fuente de tus informaciones. Me caes muy bien.
A mis años y me seguía sucediendo. Intenté decir que ella a mí también, me sonrojé, comencé a subir los dedos hasta los labios y a ondear la servilleta. Era evidente mi turbación, lo que hizo que Maribel disfrutara un espectáculo extra por el mismo precio.
Aproveché su risa para guardarme la carta en el bolsillo. En cuanto pudiera llamaría a Luengo. Desvié la conversación y el intento del camarero por ponernos dulces y cafés. Nos levantamos de la mesa para tomar una copa en otro lugar más adecuado.
Las dos horas siguientes transcurrieron como un sueño. Al tercer whisky teníamos las manos cogidas y sudorosas (nunca aprendería a abandonar esa costumbre de agarrar cualquier mano que se me pusiera a tiro), y ya había contado la estúpida broma del polo norte y Escocia. A Maribel le hizo gracia, pero es que llevaba también bas¬tante alcohol en el cuerpo.
En el siguiente lugar tomamos un par de copas más. Ganamos diez años de vida (yo; ella no tenía que hacerlo), bailamos el fox lento mientras la orquesta tocaba una rumba. Cada vez que el tipo de los bongos gritaba uh con el estómago, Maribel intentaba adecuar nuestros giros al ritmo ambiental. Mi superior fuerza física se lo impedía, y a ella parecía no importarle demasiado. Harta de pisotones, se ofreció a llevarme al hotel. Acepté inmediatamente con el pensamiento puesto en nubes de algodón.
Al llegar a la puerta me besó. Permanecí expectante y se decidió a preguntarme:
—¿Quieres que suba?
Pedí las llaves al conserje. Advertí que miraba por encima de mi hombro con escasa discreción hacia Maribel. Me volví hacia ella mientras buscaba la llave de mi habitación. Elevando la voz un punto por encima de lo necesario, batí un nuevo récord en mi carrera:
—Pues sí. Arriba tengo esos datos. Mañana me dirá usted qué le parecen.
La catástrofe podía haber sido peor. Maribel soltó una carcajada y el conserje me entregó mis llaves envueltas en un recado de Luque mientras movía la cabeza de un lado a otro en un gesto de mudo reproche. Tiré de Maribel hacia el ascensor y subimos a la habitación. Tuvo que atinar ella con la llave.
Cuando pasamos me dejó solo en el cuarto. Se dirigió hacia el baño. No sabía qué hacer, así que opté por una solución ecléctica: me dejé los calzoncillos puestos y me sumergí en las sábanas. Apagué la luz prudentemente.
Poco después sonó la puerta del baño. Maribel salió y se acercó hacia mí tanteando entre las sombras. Tropezó con la cama y se apoyó en mi pierna izquierda:
—Siempre se tiene que ir la luz en esta época.
Comprendí rápido. Di al interruptor y me quedé mirando. Ella no llevaba calzoncillos y tenía un cuerpo espléndido. Empecé a maniobrar con las piernas para quitarme mi última prenda sin que ella lo advirtiera. No me dio tiempo. Abrió las sábanas y me abrazó. Quiso introducir una pierna entre las mías, así que se dio cuenta de lo que estaba intentando. Sus ojos brillaron divertidos. Me ayudó con habilidad y se tumbó boca arriba buscando que la admirara. Lo hice. Era muy excitante.
Nuevamente asomó a sus ojos la expresión maliciosa. Extendió sus brazos hacia mí y dijo:
—¿Sabes que araño?
Tuvo unos efectos inmediatos. Cerré los ojos intentando negar lo que ya era irremediable. Me arrojé en sus brazos besándola furiosamente y acariciando su cuerpo con movimientos impacientes. Me respondió con expertas manos, hasta que advirtió lo que había sucedido. Me miró a los ojos y sonrió llena de ternura. No dijo nada. Se levantó y encendió un cigarrillo: el primero que yo la había visto fumar. Se volvió a tumbar a mi lado y me dio un beso en la frente.
—Esto es lo que se llama un buen gatillazo —dije con tono desenfadado.
Me respondió con un gruñido y una mirada curiosa. Yo estaba ya lanzado:
—No creas, no tiene importancia. Esto nos pasa a todos alguna vez. Puede haber sido el alcohol, quizás es que no estuviera suficientemente descansado... En fin, que yo no le doy ninguna importancia. No es la primera vez que esto pasa. Aunque yo normalmente no soy así... Bueno, espero que podamos estar más veces juntos... como nos vamos a ver más días... Yo no soy demasiado machista. Para mí el que sucedan estas cosas es algo natural. ¿No crees?
Arrojó volutas de humo hacia el techo. Le salían como si hubiera ensayado durante muchas horas. Me volvió a mirar con una mezcla de diversión y ternura. Apagó el pitillo con un gesto seguro y se dirigió hacia el cuarto de baño.
Unos minutos después volvió y se avino a contestarme:
—No seas tonto y para de darle vueltas a la cabeza. Me sigues cayendo muy bien.
Me besó de nuevo en la frente y se marchó cerrando la puerta con suavidad. No me dio tiempo a quitar la sonrisa estúpida que se me había quedado pegada a la boca. Me dormí en pocos minutos.