XVI

Hay pocos lugares más incómodos que la antesala de un despacho de abogados laboralistas en época de convenios. El del Piraña no era una excepción. El humo de los cigarrillos provocaba el llanto de forma instantánea. Los clientes, recién salidos de sus trabajos, exhalaban un ácido olor a sudor que se acentuaba por la enorme cantidad de cuerpos que se arracimaban en los escasos sillones puestos a su disposición. La escena contrastaba con el silencio que presidía la amplia estancia, infrecuente en reuniones tan numerosas.

Tuve suerte. A las siete menos cuarto el Piraña me dio paso a su cubículo entre parcas muestras de afecto. Tenía el aspecto más adecuado para el ejercicio de su profesión: altura mediana, casi igualada por su prominente barriga («no soy gordo, sino bajo de tórax», era otra de las muestras de su ingenio particular). Pero su cuerpo pasaba desapercibido a causa de su cabeza. Llevaba grandes barbas que se desparramaban alrededor de la cara, y la frente le nacía un poco antes de llegar a la coronilla («no soy calvo, peino raya ancha»). Hubiera tenido un aire profético si no fuera por las gafas, que le daban otro más acorde con la figura de un profesor de sociología afincado en Ibiza. Su voz estaba fuera de los cánones humanos. Parecía más bien la de un león ronco que intentara imitar el ladrido de un perro. Cuando se ceñía la toga y comenzaba a rebatir los argumentos de la parte contraria (los abogados de empresa), los magistrados palidecían y en la sala se producían momentos de pánico. Si Samuel Bronston le hubiera conocido habría hecho una película sobre el juicio final, juicio que, por otra parte, el Piraña no hubiera dudado en aceptar por muy mal que lo tuviera el cliente de turno.

—Así que has dejado que te echaran —me dijo—. Espero que no hayas firmado nada, porque si lo has hecho te largas ahora mismo por esa puerta y no te vuelvo a hablar.

Le hice un panorama de la situación, urgido por las frecuentes miradas que echaba a su reloj de pulsera, tranquilizando sus sospechas sobre mi inutilidad a la hora de negociar con la empresa. Tomó algunas notas mientras yo hablaba. Cuando acabé, me dijo:

—Necesito saber si quieres que te echen o no. Lo mejor es que yo hable con el abogado de la empresa e intente negociar. Tú me dirás si negocio la readmisión o dinero.

—Dinero. No quiero volver con esa cuadrilla.

—Vamos a intentar una cosa: llamar ahora mismo. Creo que el Ortiz ése era un compañero mío del Pilar. A ver qué me dice.

—Pero tú has estado en todas las mafias, Eduardo —exclamé—. Yo ya sabía lo de que habías sido demócrata-cristiano, del Felipe y que ahora estás en donde estás —esto último lo dije con tono discreto—, pero lo de haber estado en el Pilar supera todas las posibilidades imaginables.

—Ya estamos con las persecuciones —rugió moviéndose en la silla—. Tú me contarás qué delito es haber estudiado en el Pilar. A lo mejor tu colegio era más caro y más pijo, pero a ti no te mira nadie. Si no quieres, no llamo a Ortiz.

No era el momento más adecuado para reírse, pero no lo pude evitar. Estaba auténticamente indignado con mis observaciones. Contribuí a serenar los ánimos dándole carnaza:

—No te enfades, hombre, que yo fui de Acción Católica, y ya me ves ahora. La única diferencia es que tú serás ministro. Yo me alegro mucho —esquivé la reglamentación de trabajo en químicas, edición en rústica—, porque cuando tú seas ministro, si es que no has vuelto a cambiar de partido, tendremos la reconciliación —las dos siguientes reglamentaciones no las pude identificar— o, incluso, la democracia política y social.

Paré mi disertación porque se había levantado a buscar municiones. Le tranquilicé con un gesto de rendición y le pedí que llamara a Ortiz si hacía el favor. Un tipo que por su rostro curtido debía pertenecer a la construcción, se asomó y preguntó directamente:

—Eduardo, que si pasa algo... —me dirigió de paso una mirada cargada de advertencias.

—No, gracias, Julián. Todo va bien, es un compañero de viaje —re¬puso con gesto malvado el Piraña.

Cuando el piquete de la construcción abandonó el despacho, marqué el teléfono de Novedades y le entregué el auricular a Eduardo. Preguntó por Ortiz, pero no estaba en la revista. Con gesto de superioridad buscó en su agenda y marcó un número sin decirme a quien pertenecía.

—Quería hablar con el señor Ortiz Echezarreta —dijo al invisible personaje que había cogido el teléfono—. De parte de Eduardo San José. —Se dirigió a mí tapando la bocina con la mano—. Lo de Echezarreta hay que procurar pronunciarlo de modo que suene bien la ch, porque, como es de derechas...

Es un espectáculo digno de ser observado con detenimiento lo bien que se entienden entre sí. Da lo mismo el partido en que militen, o que se estén dando de tiros unos contra otros. Hay algo que les identifica y les hace sentirse hermanados, aunque no se soporten. Ortiz se debió poner al teléfono, porque Eduardo comenzó a hablar al aparato:

—Miguel, viejo pirata —daba vergüenza oír esas cosas—, que tengo aquí a una víctima del capitalismo y al parecer tú has sido su brazo armado en esta ocasión. Sí, de la revista, se llama Gálvez. No te hagas el loco porque le tengo aquí delante y me ha dicho que tú le diste la puntilla. Bueno, déjate de rollos y vamos a lo que hay que ir. Que no me importa lo que ha pasado, no te esfuerces. Mañana nos vemos para comer. Bueno, pero ve preparando la chequera, porque no tenéis salvación en un juicio. ¿Qué? Pero si tú no sabes nada de derecho laboral. Anda, hasta mañana.

Colgó con una cierta tristeza. No todos los días habla uno con un trozo de su infancia, aunque sea el trozo más detestable.

—Menos mal que no quieres la readmisión, chico —me dijo tras hacer una pausa melancólica—. No te la concederían aunque eso les costara la cárcel. Te has conseguido unos cuantos amigos más. Mañana comeremos juntos. No creo que haya problemas con nada. Echaré las cuentas de lo que te corresponde, contando dos meses de indemnización por año, y lo multiplicaré por tres para que ellos lo multipliquen sólo por dos. ¿Te parece?

Asentí. Eché unas cuentas rápidas: eso podía proporcionarme medio millón de pesetas. Con esa cantidad podría buscar empleo muy tranquilamente. Pero quedaba algo por resolver:

—Te voy a pedir otro favor, Eduardo. Se trata de que me busques algún contacto con gente de Serfico. Durante algún tiempo tú has tenido que ver con el ramo. Es muy difícil que encuentren algo que me sirva, pero tampoco te costará mucho intentarlo. Después del follón que han montado, no pienso dejar la investigación. Voy a terminar el reportaje, y ya encontraré alguien a quien vendérselo.

—No sé si servirá de algo, pero mañana intentaré sonsacar a Ortiz. Yo, en tu lugar, lo dejaría por una temporada. No me has contado en detalle lo de Málaga, pero si hay un muerto y tú no tienes el apoyo de nadie, ni siquiera de la revista, puedes ser una víctima muy fácil. Si está metido algún pez gordo y entras de forma aislada en el lío, puedes estar seguro de que las vas a pasar muy mal, Julio. Espérate a mañana que yo hable con este imbécil de Ortiz. Después te llamaré por teléfono y entonces te ayudaré en lo que pueda. Creo que hay en Serfico un par de camaradas. Lo que pasa es que, como siempre, no se enterarán de nada aparte de los coeficientes y los trienios. Es muy difícil que un empleado de estos tinglados pueda llegar a sa¬ber cosas sustanciales sobre su funcionamiento. Y ahora, vete a tomar por donde más te guste, que tengo mucho trabajo.

Había estado demasiado tiempo dentro. Cuando salí, muchos pares de ojos fatigados me echaron miradas insolidarias. Me encogí dentro del abrigo y me fui de la casa procurando no rozar a nadie y emitiendo sonidos de cortesía apenas audibles.

Fui andando hasta la glorieta de Bilbao. Tenía hambre, así que doblé a Fuencarral y entré en una tasca donde tenían calamares y cerveza. Pedí un bocadillo al camarero, quien respondió con un grito a la cocina:

—Bocata calamata marchando.

Me retiré a un extremo de la barra con una caña de cerveza en la mano, donde los próximos pedidos del camarero no me dejaran los tímpanos destrozados. Probé a llamar por teléfono. Afortunadamente tenía una ficha. Maribel lo cogió. Tomé su dirección y quedé en pasar a buscarla antes de las diez para cenar y tomar una copa. Mientras el bocadillo marchaba me dediqué a observar la calle. Este tramo de Fuencarral siempre estaba reventado de gente. Seis cines de estreno en poco más de doscientos metros no eran para menos. Me sobresalté. Entre la riada de gente que pasaba delante del bar mirando envidiosa los bocadillos, me pareció reconocer una cara. Esa barba y esa nariz no se prodigaban mucho, y menos aún juntas. Pero tampoco estaba seguro de haber reconocido al Charro. Salí a la puerta de un salto. No pude verle. Seguramente era un producto de mi imaginación. Había bebido mucho coñac por la tarde, y luego me había dejado los ojos en el despacho de San José. Me acodé de nuevo en la barra con el estómago algo levantado y una sensación de intranquilidad que me llegaba hasta las piernas.

Tomé con parsimonia el bocadillo y la cerveza. Pagué y no pude esperar más. Me dirigí a buen paso hacia la entrada del metro, A esas horas era inútil soñar con un taxi. Había una cola muy larga. Me coloqué civilizadamente detrás de una señora con abrigo de pieles. Mantenía la mirada fija en las dos entradas que confluían en las taquillas. No me había equivocado. Era el Charro, e iba con dos tipos nuevos con el mismo aire miserable que caracterizaba a todo lo que le rodeaba. Me refugié detrás del abrigo de pieles. La señora apretó el bolso al ver mis movimientos. Sonreí para tranquilizarla sin perder de vista a los tres tipos, que me buscaban entre la gente levantando las cabezas. Por fin uno me localizó. Señaló mi posición a sus dos acompañantes y los tres vinieron hacia mí. No tuve otra opción. Aparté a la señora, que gritó, y salté por encima de las puertas de entrada apoyándome en los hombros de los dos empleados que picaban los bi¬lletes. Mis tres perseguidores intentaron imitar el ejemplo, pero con desventajas. Tropezaron con un montón de gente antes de poder dar el salto. Para entonces los empleados estaban ya preparados. El Cha¬rro y el más fornido de sus dos cómplices lograron vencer su resistencia, pero el tercero fue atrapado por los empleados, ayudados por varios ciudadanos llenos de conciencia cívica. Salí como un desesperado intentando mantener la ventaja que les había cogido. Fui hacia el andén de la dirección a Portazgo. El tren estaba parado. Corrí y entré en el vagón de cabeza. El semáforo se puso verde, pero el tipo de las puertas se estaba entreteniendo con el conductor. Los segundos se hacían siglos. Le di un golpecito en el hombro y le señalé el disco. Nunca me han mostrado tanto desprecio con una mirada. Se subió y después de pitar le dio al cierre. Comencé a suspirar, pero en vano: abrió galantemente las puertas de nuevo cuando vio que mis dos amigos corrían para tomar el tren. Entraron dos vagones más atrás.

Me escondí detrás de un grupo de personas, sin ver qué hacían los dos matones. Pensé en llamar en mi ayuda a los empleados del tren, pero significaban una protección escasa, además de haberme ganado ya su enemistad. Bajarme en la siguiente parada era una locura, porque nunca había nadie y sería imposible perderlos de vista. No tendría más remedio que aguantar hasta la estación de José Antonio para intentar darles el quiebro. Mientras tanto, tenía que evitar que me vieran.

En Tribunal, me coloqué al lado del ayudante del conductor para observar en el espejo la acción del Charro y el otro. Salieron del vagón, uno por la puerta delantera y otro por la última. Iban a registrar los siguientes coches. El pánico me invadió. Estuve a punto de bajarme. El ayudante resolvió mis dudas dándome un codazo en el estómago al meterse para cerrar las puertas. Acompañó su sucio golpe con un «perdón» más cabreante que el propio golpe.

Me apoyé sobre la pared intentando recuperar el aliento. Me iba a hacer falta un par de minutos. Por fin, llegamos a José Antonio. Salí del vagón, junto con un montón de gente, por la segunda puerta. Vi como los otros dos salían de los suyos respectivos. Cuando la riada de salida cesó, comenzó la de entrada. Me oculté sólo a medias para que me pudiera ver el Charro. Lo consiguió en el último momento. Se metió en mi mismo vagón, pero por la última puerta, al tiempo que avisaba a su compañero con un gesto de la mano. El pito de cierre volvía a sonar. Me bajé bruscamente. Estaban atentos e hicieron lo mismo. Las puertas ya se estaban corriendo, y completé la maniobra a la perfección entrando de nuevo en el vagón. Sostuve la puerta arriesgándome a suscitar la ira de los demás viajeros para poder comprobar el éxito de la maniobra. Había salido perfectamente. Los dos tipos estaban fuera del tren y ya se había puesto en marcha con todas las puertas cerradas. Recé porque no hubiera ningún adolescente de esos que pasan las tardes sujetando puertas mientras mascan pepitas de girasol. Me estaba felicitando por la perfección de mi táctica cuando ellos saltaron a una de las plataformas que hay entre los vagones. Lo único que había ganado era un poco de espacio. Estaban casi al final del tren.

Tenía que inventar algo rápidamente. No iban a tardar más de dos estaciones en agarrarme, una vez descubierto el modo de burlar mis posibles astucias con las puertas, poco adecuadas para el tipo de trenes existentes en el metro de Madrid. Me reí de las películas con sus maravillosos trucos. Sólo servían para despistar a policías con pocas ganas de mancharse el uniforme, no para tíos que se ganaban la vida en cada salto y no sumaban trienios.

En cualquier caso algo era evidente: tenía que abandonar el tren si quería salvarme. La siguiente estación era Sol. Podía muy bien salir directamente a base de piernas hasta la Dirección General de Seguri-dad. Allí habría suficientes policías como para que los tipos se olvidaran de mí por un tiempo. ¿Y luego? Esperarían a que saliera, simplemente. Además, ¿qué le iba a decir a la policía? No me iban a acompañar a casa. Y si lo hacían iba a ser peor. Pensé que no tenían aún mi dirección. Me habían seguido desde la revista, porque si no habría sido más fácil agarrarme a la salida de casa por la mañana. Por ejemplo, en el autobús. No podía permitir que localizaran mi domicilio. Me alegré de que no estuviera a mi nombre, igual que el teléfono. La clandestinitis que me había dominado durante unos cuantos años tenía alguna ventaja.

Decidí cambiar de línea. A pie corría demasiados riesgos en distancias largas. Además, si bajaba en Sol sería muy fácil para ellos darme una puñalada entre el tumulto de gente sin que nadie lo advirtiera. Me situé al lado de un grupo de monjas y juré en silencio contra la maldita costumbre que tienen las religiosas de ser muy bajitas. Las puertas del tren se abrieron. Las monjas salieron y yo lo hice detrás de ellas. Me puse a andar interponiendo su presencia entre los matones y yo. Mantuve las piernas dobladas para no destacar mi cabeza. Las monjas me miraron con indignación, pero su sentido innato de la discreción les impidió hacer nada contra mi presencia. Levantaron altivas sus caras y anduvieron dignas hacia la puerta que señalaba correspondencia con Cuatro Caminos y Ventas. Para la más jovencita de las monjas, la situación se hacía insufrible. Le hice gestos de que mantuviera silencio y rogué con las manos que no me descubriera. Me asomé un poco por encima de mis involuntarias protectoras. Los dos tipos andaban como locos mirando por las ventanillas del tren tratando de localizarme.

Todo marchaba a la perfección hasta que un oficinista que salía harto de hacer horas extras tronó a mi lado:

—Supongo que no estará usted molestando a las hermanas. Si no se va, le voy a romper la crisma.

Tomé nota de su cara por si alguna vez me lo encontraba colgando de un precipicio. Me incorporé y salí corriendo. Los riñones me lo agradecieron. El Charro y su amigo, también. Eran ágiles. Afortunadamente perdieron unos segundos deshaciendo el grupo que formaban las monjas y el oficinista. Este pagó el primer plazo de mi venganza comiéndose un par de escalones por un empujón de mis perseguidores.

Corrí como un desesperado. La providencia se había aliado conmigo. El tren estaba a punto de salir en dirección a Cuatro Caminos cuando llegué al andén. La providencia también estaba aliada con el Charro y el otro. Llegaron a tiempo para entrar en un vagón detrás del mío. Esta vez no podría engañarles con viejos trucos. Tenía que pensar algo y rápido. Más aún cuando no podía contar con que la suerte me siguiera acompañando. Por piernas no les ganaría, y los dos posibles caminos de línea que quedaban, Opera y San Bernardo, no eran muy propicias para escapar. Opera por la longitud de sus pasillos. San Bernardo, porque no la conocía bien. En Noviciado había correspondencia con el Suburbano, pero optar por esa salida era casi tanto como condenarme a muerte. Si cogía el Suburbano no haría más que darles ventajas por la soledad en que nos encontraríamos. Por el momento, sólo podría ir cambiando de vagón para evitar que me cogieran.

Dos estaciones después, en Santo Domingo, me encontraba en el primer vagón, apoyado en la esquina contraria a la del abrepuertas. Un grupo de soldados me rodeaba, gastando bromas y dándose ánimos unos a otros para abordar a una jovencita. El Charro y su compinche se encontraban apoyados al lado de la puerta de salida esperando la mejor oportunidad para ajustarme las cuentas. No tenía escapatoria. Para abandonar el vagón debería pasar por delante de ellos, y eso sería el fin para mí. Esta vez no les podría coger desprevenidos.

Al Charro le chispeaban los ojos mientras me observaba. Seguramente estaba gozando por anticipado el momento en que me hundiría la navaja en la carne. De cuando en cuando cruzaban sus miradas y una sonrisa apenas perceptible dilataba sus labios. Luego, volvían de nuevo sus ojos hacia mí sin perder uno solo de mis movimientos. En San Bernardo el vagón quedó lleno a rebosar, lo que sólo me favorecería a mí. Mi única oportunidad estaba en que el vagón llegara repleto a la estación de Cuatro Caminos La línea se prestaba muy bien a mis propósitos. En Quevedo subió mucha más gente. La longitud de la línea hasta mi destino era tan prolongada que subía mucha gente aunque sólo quedara una estación. Probablemente se trata del trayecto más largo de Madrid entre dos estaciones. A mí se me hizo una eternidad. Cuando llegamos, el tren se detuvo para dejar pasar al que emprendía la salida en dirección contraria.

Comencé a sudar. En pocos segundos se decidiría todo. El tren penetró lentamente en la estación. Noté como tensaban los músculos los dos tipos, esperándome. Me imaginaba sus manos acudiendo prestas por sus armas. Faltaban sólo unos metros para que el tren se detuviera. Por fin llegó al final. Cada uno de ellos se puso a un lado de la puerta. No hicieron caso del cambio de lugar del abrepuertas. Cuando llegó a mi lado y abrió la puerta de la derecha, salí como una exhalación. Oí al Charro gritar de rabia. Escapé como alma que lleva al diablo. Esta vez la ventaja era grande. El vagón iba abarrotado y tenían por delante a mucha gente subiendo las escaleras. Me había salido bien. Cuatro Caminos es una de las pocas estaciones donde el metro acaba abriendo las puertas por la derecha y ellos, en buena lógica, no lo podían saber viniendo de fuera.

Había ganado la partida, pero no dejé de correr hasta haber doblado Raimundo Fernández Villaverde. Tomé un taxi y le dije al conductor con gestos que siguiera hacia adelante. Tardé unos minutos en poder indicarle la dirección de Maribel. Las piernas me temblaban de forma incontenible. Sudaba copiosamente. Cuando el taxi se detuvo en la calle Costa Rica, le pagué con moneda suelta que tuve que recoger del suelo un par de veces, porque las manos me temblaban. Le di dinero de más, pero no esperé el cambio. Debía ser veterano en la profesión, porque no se inmutó ni me hizo ningún comentario sobre mi estado. Abrí la puerta y logré con dificultades que las piernas me sostuvieran. Seguramente había gastado dos años de reserva de adrenalina. Entré en el portal de Maribel. Me senté en las escaleras y respiré profundamente unas cuantas veces. Estaba muy asustado. Como nunca lo había estado.