V
LO QUE LA UNIVERSIDAD TIENE QUE SER «ADEMÁS»
El «principio de la economía», que es a la par la voluntad de tomar las cosas según son, y no utópicamente, nos ha llevado a delimitar la misión primaria de la Universidad en esta forma:
1.° Se entenderá por Universidad stricto sensu la institución en que se enseña al estudiante medio a ser un hombre culto y un buen profesional.
2.º La Universidad no tolerará en sus usos farsa ninguna; es decir, que sólo pretenderá del estudiante lo que prácticamente puede exigírsele.
3.º Se evitará, en consecuencia, que el estudiante medio pierda parte de su tiempo en fingir que va a ser un científico. A este fin se eliminará del torso o mínimun de estructura universitaria la investigación científica propiamente tal.
4.º Las disciplinas de cultura y los estudios profesionales serán ofrecidos en forma pedagógicamente racionalizada —sintética, sistemática y completa—, no en la forma que la ciencia abandonada a sí misma preferiría: problemas especiales, «trozos» de ciencia, ensayos de investigación.
5.º No decidirá en la elección del profesorado el rango que como investigador posee el candidato, sino su talento sintético y sus dotes de profesor.
6.º Reducido el aprendizaje de esta suerte al mínimum en cantidad y calidad, la Universidad será inexorable en sus exigencias frente al estudiante.
Este ascetismo en las pretensiones, esta lealtad un poco ruda con que se reconocen los límites de lo asequible, permitirá, yo creo, lograr lo fundamental en la vida universitaria, que es colocarla en su verdad, en su limitación, en su interna y radical sinceridad. La nueva vida, como arriba he dicho, tiene que reformarse tomando como punto de partida rigoroso la simple aceptación del destino: el del individuo o el de la institución. Todo lo demás que queramos por añadidura hacer de nosotros o de las cosas —Estado, instituciones particulares—, sólo prenderá y fructificará si lo sembramos sobre la tierra de esa previa aceptación de nuestro destino, de nuestro mínimum. Europa está enferma porque pretende desde luego ser diez el que no se ha esforzado antes en ser siquiera uno, o dos, o tres. El destino es la única gleba donde la vida humana y todas sus aspiraciones pueden echar raíces. Lo demás es vida falsificada, vida al aire, sin autenticidad vital, sin autoctonía o indigenato.
Ahora podemos abrirnos sin reservas y sin cautelas a todo lo que debe ser «además» la Universidad.
En efecto: la Universidad, que por lo pronto es sólo lo dicho, no puede ser eso sólo. Ahora llega el instante justo para que reconozcamos en toda su amplitud y esencialidad el papel de la ciencia en la fisiología del cuerpo universitario, un cuerpo que es precisamente un espíritu.
En primer lugar, hemos visto que cultura y profesión no son ciencia, pero que se nutren principalmente de ella, Sin ciencia, es imposible el destino del hombre europeo. Significa éste en el gigantesco panorama de la historia el ser resuelto a vivir desde su intelecto, y la ciencia no es sino un intelecto en forma. ¿Es, por ventura, un azar que sólo Europa haya —entre tantos y tantos pueblos— poseído Universidades? La Universidad es el intelecto —y, por lo tanto, la ciencia— como institución, y esto —que del intelecto se haga una institución— ha sido la voluntad específica de Europa frente a otras razas, tierras y tiempos; significa la resolución misteriosa que el hombre europeo adoptó de vivir de su inteligencia y desde ella. Otros habrían preferido vivir desde otras facultades y potencias (recuérdense las maravillosas concreciones en que Hegel resume la historia universal, como un alquimista reduce las toneladas de carbón en unos diamantes. ¡Persía, o la luz! —se entiende la religión mágica. ¡Grecia, o la gracia! ¡India, o el sueño! ¡Roma, o el mando!)[154].
Europa es la inteligencia. ¡Facultad maravillosa, sí; maravillosa porque es la única que percibe su propia limitación, y de este modo prueba hasta qué punto la inteligencia es, en efecto, inteligente! Esta potencia, que es a un tiempo freno de sí misma, se realiza en la ciencia.
Si la cultura y las profesiones quedaran aisladas en la Universidad, sin contacto con la incesante fermentación de la ciencia, de la investigación, se anquilosarían muy pronto en sarmentoso escolasticismo. Es preciso que en torno a la Universidad mínima establezcan sus campamentos las ciencias —laboratorios, seminarios, centros de discusión. Ellas han de constituir el humus donde la enseñanza superior tenga hincadas sus raíces voraces. Ha de estar, pues, abierta a los laboratorios de todo género, y a la vez reobrar sobre ellos. Todos los estudiantes superiores al tipo medio irán y vendrán en esos campamentos a la Universidad, y viceversa. Allí se darán cursos desde un punto de vista exclusivamente científico sobre todo lo humano y lo divino. De los profesores, unos, más ampliamente dotados de capacidad, serán a la vez investigadores, y los otros, los que sólo sean «maestros», vivirán excitados y vigilados por la ciencia, siempre en ácido fermento. Lo que no es admisible es que se confunda el centro de la Universidad con esa zona circular de las investigaciones que debe rodearla. Son ambas cosas —Universidad y laboratorio— dos órganos distintos y correlativos en una fisiología completa. Sólo que el carácter institucional compete propiamente a la Universidad. La ciencia es una actividad demasiado sublime y exquisita para que se pueda hacer de ella una institución. La ciencia es incoercible e irreglamentable. Por eso se dañan mutuamente la enseñanza superior y la investigación cuando se pretende fundirlas, en vez de dejar la una a la vera de la otra, en canje de influjos muy intenso, pero muy libre; constante, pero espontáneo.
Conste, pues: la Universidad es distinta, pero inseparable de la ciencia. Yo diría: la Universidad es, además, ciencia.
Pero no un además cualquiera y a modo de simple añadido y externa yuxtaposición, sino que —ahora podemos, sin temor a confusión, pregonarlo— la Universidad tiene que ser antes que Universidad, ciencia. Una atmósfera cargada de entusiasmos y esfuerzos científicos es el supuesto radical para la existencia de la Universidad. Precisamente porque ésta no es, por sí misma, ciencia —creación omnímoda del saber rigoroso— tiene que vivir de ella, Sin este supuesto, cuanto va dicho en este ensayo carecería de sentido. La ciencia es la dignidad de la Universidad, más aún —porque, al fin y al cabo, hay quien vive sin dignidad—, es el alma de la Universidad, el principio mismo que le nutre de vida e impide que sea sólo un vil mecanismo. Todo esto va dicho en la afirmación de que la Universidad es, además, ciencia.
Pero es, además, otra cosa[155]. No sólo necesita contacto permanente con la ciencia, so pena de anquilosarse. Necesita también contacto con la existencia pública, con la realidad histórica, con el presente, que es siempre un integrum y sólo se puede tomar en totalidad y sin amputaciones ad usum delpbinis. La Universidad tiene que estar también abierta a la plena actualidad; más aún: tiene que estar en medio de ella, sumergida en ella.
Y no digo esto sólo porque la excitación animadora del aire libre histórico convenga a la Universidad, sino también, viceversa, porque la vida pública necesita urgentemente la intervención en ella de la Universidad como tal.
Sobre este punto habría que hablar largo. Pero, abreviando ahora, baste con la sugestión de que hoy no existe en la vida pública más «poder espiritual» que la Prensa. La vida pública, que es la verdaderamente histórica, necesita siempre ser regida, quiérase o no. Ella, por sí, es anónima y ciega, sin dirección autónoma. Ahora bien: a estas fechas han desaparecido los antiguos «poderes espirituales»: la Iglesia, porque ha abandonado el presente, y la vida pública es siempre actualísima; el Estado, porque, triunfante la democracia, no dirige ya a ésta, sino al revés, es gobernado por la opinión pública. En tal situación, la vida pública se ha entregado a la única fuerza espiritual que por oficio se ocupa de la actualidad: la Prensa.
Yo no quisiera molestar en dosis apreciable a los periodistas. Entre otros motivos, porque tal vez yo no sea otra cosa que un periodista. Pero es ilusorio cerrarse a la evidencia con que se presenta la jerarquía de las realidades espirituales. En ella ocupa el periodismo el rango inferior. Y acaece que la conciencia pública no recibe hoy otra presión ni otro mando que los que le llegan de esa espiritualidad ínfima rezumada por las columnas del periódico. Tan ínfima es a menudo, que casi no llega a ser espiritualidad; que en cierto modo es antiespiritualidad. Por dejación de otros poderes, ha quedado encargado de alimentar y dirigir el alma pública el periodista, que es no sólo una de las clases menos cultas de la sociedad presente, sino que, por causas, espero, transitorias, admite en su gremio a pseudointelectuales chafados, llenos de resentimiento y de odio hacia el verdadero espíritu. Ya su profesión los lleva a entender por realidad del tiempo lo que momentáneamente mete ruido, sea lo que sea, sin perspectiva ni arquitectura. La vida real es de cierto pura actualidad; pero la visión periodística deforma esta verdad reduciendo lo actual a lo instantáneo y lo instantáneo a lo resonante. De aquí que en la conciencia pública aparezca hoy el mundo bajo una imagen rigorosamente invertida. Cuanto más importancia sustantiva y perdurante tenga una cosa o persona, menos hablarán de ella los periódicos, y en cambio, destacarán en sus páginas lo que agota su esencia con ser un «suceso» y dar lugar a una noticia. Habrían de no obrar sobre los periódicos los intereses, muchas veces inconfesables, de sus empresas; habría de mantenerse el dinero castamente alejado de influir en la doctrina de los diarios, y bastaría a la Prensa abandonarse a su propia misión para pintar el mundo del revés. No poco del vuelco grotesco que hoy padecen las cosas —Europa camina desde hace tiempo con la cabeza para abajo y los pies pirueteando en lo alto— se debe a ese imperio indiviso de la Prensa, único «poder espiritual».
Es, pues, cuestión de vida o muerte para Europa rectificar tan ridícula situación. Para ello tiene la Universidad que intervenir en la actualidad como tal Universidad, tratando los grandes temas del día desde su punto de vista propio —cultural, profesional o científico[156]. De este modo no será una institución sólo para estudiantes, un recinto ad usum delphinis, sino que, metida en medio de la vida, de sus urgencias, de sus pasiones, ha de imponerse como un «poder espiritual» superior frente a la Prensa, representando la serenidad frente al frenesí, la seria agudeza frente a la frivolidad y la franca estupidez.
Entonces volverá a ser la Universidad lo que fue en su hora mejor: un principio promotor de la historia europea.