SOBRE EL VUELO DE LAS AVES ANILLADAS

I

DADAS las circunstancias, es tal vez lo más oportuno escribir algo sobre el vuelo de las aves anilladas. Desde hace algún tiempo, los periódicos dedican una sección a dar noticias sobre las aves capturadas que volaban con el anillo de la ciencia en la pata de la naturaleza. Hacen muy bien ésos periódicos en facilitar de este modo un estudio tan interesante como el del vuelo migratorio de los pájaros.

Desde siempre, el doble vuelo anual de ciertas especies aladas ha hecho meditar y ha hecho soñar. Aquel vuelo ha engendrado a menudo estos otros dos. Cuando Homero necesita la gran metáfora romántica, deja escapar de sus hexámetros las grullas emigrantes en jeroglífico vuelo angular. Y su gótico hermano menor, Dante, compara las bandadas de amantes arrastrados sobre el vacío por el viento infernal a las grullas «que van cantando su endecha». Esta volada que hace el pájaro cuando va o viene de gran travesía no se parece nada, ni aun fisiognómicamente, a su otro revolar. Además acontece en las sazones que ponen los horizontes más conmovedores: primavera, otoño. En tales jomadas la luz está templada, ni poca ni excesiva, y bajo su influjo los cielos se hacen más profundos y combados. Entonces vemos pasar altaneras las bandadas emigrantes; van rectilíneas, con urgencia, como obsesionadas por un lugar de ultranza, y todo ello proporciona a su vuelo una unción de misterio y solemnidad. Esto no es desdeñar los demás aleteos. Todo vuelo es encantador y significa siempre un poco de delicia, de evasión y de triunfo. Se comprende muy bien que el mayor placer de Leonardo, enigmático, fuera bajar al mercado de las aves en Florencia, comprarlas todas y soltarlas de las jaulas. Vuelo. Libertad.

De los pájaros, son unos estables; otros, emigrantes. Estos nos interesan más, y para estudiar sus desplazamientos se ha ideado anillarlos. Antes no había manera de identificar los individuos volátiles, y las ideas sobre sus emigraciones eran confusas y mitológicas. Aristóteles creía que en invierno muchas de las aves duermen, como las tortugas, y por eso no se las encuentra en el paisaje. La primera noticia discreta aparece, como es natural, en el libro de un cazador. Toda ciencia es de origen deportivo, y, según es notorio, la zoología comenzó en la afición a tener una ménagerie. «El coleccionista, el amateur, es antes que el naturalista, el hombre de ciencia», dice Scheler. El emperador Federico II, gran cetrero, escribe en el XIII su tratado De arte venandi cum avibus, y en él comunica las primeras observaciones atinadas. En el siglo XVIII llega el sabio e instala su grave artefacto metódico ante este puro elemento del paisaje que es la gracia volátil de los pájaros. Es el gran Linneo: 1750, Dissertatio academica migrationes avium sistens. Linneo escribe estos latines con la misma pluma con que el pájaro emigra y, desde Suecia, donde vive el naturalista, se traslada a El Cairo y entreteje sus minaretes. Desde que este libro aparece a la fecha, la literatura sobre el tema ha crecido pavorosamente. Yo conozco sólo una docena de publicaciones que manejan el asunto. No soy, pues, un especialista. En lo que voy a decir sigo ante todo la obra mayor, titulada «Los secretos de la emigración de las aves. Su solución mediante los experimentos de la aviación y del anillamiento», por Federico von Lucanus[1].

Lo de la solución es, claro está, una manera de decir. El autor tiene una idea muy vaga de lo que es verdaderamente una solución; no menos vaga que su idea de experimento. Ni los anillos ni la aviación permiten experimentar sobre los vuelos de las aves del buen Dios; tan sólo nos proporcionan observaciones.

El anillamiento tiene ya una historia casi centenaria. En 1722 un teólogo alemán propuso señalar a las cigüeñas con un anillo metálico; pero nadie le hizo caso. Otro alemán, en 1740, estudió el vuelo de las golondrinas poniéndoles un hilito en la pata.

La primera noticia, acaso, de un pájaro señalado que sufre captura, aparece, como no podía menos, en pleno romanticismo: 1825. Se trata de un gavilán anillado en Prusia y cazado en Damasco. La emigración alada enlaza casi siempre en parejas sorprendidas temperaturas contrapuestas. En 1835, el doctor Koch anuncia en una revista ornitológica que ha señalado tres cigüeñas poniéndoles sendos escuditos de plomo en el cuello. No se ha sabido nada de estas tres zancudas. Y hubiera sido emocionante encontrarlas en Abisinia, en Tombuctú o en Jerusalén. Porque en el escudo había inscrito el doctor Koch estas palabras: «Heiligenfeld en Prusia Oriental, el 3 de agosto de 1835. I Macab. 12, Vers. 17, 18». Lo emocionante no hubieran sido las cigüeñas, sino el misterio que aportaban con esa cita bíblica. ¿No hubiera sido un momento grato volver de la cacería con las tres cigüeñas al hombro y abrir la Biblia para averiguar lo que decían esos versículos? (El lector puede satisfacer la curiosidad buscando en su Biblia el lugar. Pero sospecho que en muy pocas casas españolas existe una Biblia. Los españoles son muy «religiosos», según oye uno decir todos los días; pero si sólo ellos existiesen, Jehová se habría fatigado en vano inspirando su libro).

El tercer caso de ave con señal que fue cobrada se refiere a España. Una cigüeña con una plaquita de latón sale de Rusia en 20 de agosto de 1888 y es cogida en la provincia de Gerona el 24 del mismo mes.

El anillamiento propiamente tal data de 1903. Fue iniciado por el observatorio de Aves Rositten, de la Sociedad Ornitológica Alemana. Los demás países han seguido el ejemplo, y puede —con vaga aproximación— calcularse que hoy habrá un millón de aves anilladas en el planeta. El número es, pues, muy reducido. Se trata de un uso incipiente. Los anilladores han tenido que habérselas con ese poder extraño, aunque estimable, con que tropieza siempre el europeo actual cuando toca a un bicho: la Sociedad Protectora de Animales. Hace tiempo deseo escribir unas páginas sobre la moral de la Sociedad Protectora de Animales. A mí me parece muy bien esta Sociedad y esta protección; pero sólo serán fecundas cuando sus principios resplandezcan con claridad. No basta decir que es inmoral maltratar a los animales; es preciso definir un poco lo que se entiende por maltrato. Si la Sociedad concretase sus ideas sobre el asunto, veríamos que no estábamos nadie o casi nadie de acuerdo con ella. Hay aquí un difícil problema de ética, tan difícil como todo el resto de la ética. El tema interesa muy especialmente a los españoles, por causa de los toros. ¿Es tan claro, tan evidente como algunos presumen, que no se puede —moralmente hablando— hacer daño ni al toro ni al caballo? ¿Es de mejor ética que el toro bravo —una de las formas más antiguas, en rigor arcaica, extemporánea, de los bóvidos— desaparezca como especie y que individualmente muera en su prado sin que muestre su gloriosa bravura? Es un error creer que la capacidad de sentir resonar en nosotros el dolor sufrido por un animal sirve de medida para nuestro trato moral con él. Aplíquese el mismo principio al trato de los hombres y se verá su falsedad. La evitación del sufrimiento es una norma ética; pero nada más que una, y sólo adquiere dignidad de mandamiento cuando se articula con las demás.

Resulta desproporcionado rozar tan alta cuestión con motivo de si se pone o no a una avecica un anillo de aluminio que pesa 0,05 gramos (para las aves mayores —grulla, águila, avutarda— es de 0,5 gramos); pero la exorbitancia en la mezcla de ambos temas refleja simplemente la impertinencia de la Sociedad Protectora de Animales, al protestar contra esas centésimas de gramo de desmán. La verdad es que el anillo ni grava al pájaro, ni le daña, ni le preocupa. Al poco rato se ha habituado a su sortija. Ello es que el anillamiento, a pesar de su reducida expansión, comienza ya a aclarar el complicado tema de las emigraciones orníticas.

Como es sabido, la emigración o migración consiste en un viaje de otoño y otro de primavera. Las aves viajeras viven, pues, medio año en un paraje y medio en otro. No entran en consideración las traslaciones dentro de una comarca. Se trata sólo del desplazamiento desde un territorio a otro lejano separado de aquél por un tercer espacio donde el animal no reside nunca. De esas dos mitades anuales, la del verano tiene un carácter taxativo: es la época de la cría. Vienen estas aves a hacer en el Norte su crianza, y en otoño, cuando se aproximan los fríos, se movilizan hacia el Sur. Tienen una patria, que es la tierra de sus hijos, como Nietzsche, futurista, quería que fuese siempre la patria; y además tienen otra patria donde simplemente vacan a su nutrición y placer. Hacia febrero comienza el retorno a Europa. ¿Cómo se explica este uso de la gente alada? La verdad es que no se explica, sino que se intenta explicarlo.

Unos lo entienden de este modo: los animales actuales se forman en la época terciaria, durante la cual todo el globo gozó de suave temperatura, inclusive en las zonas árticas. Las aves emigrantes fueron entonces de condición estable en nuestras tierras, donde habían sido modeladas. Al sobrevenir los períodos de glacialización tuvieron poco a poco que correrse hacia los trópicos durante los inviernos, buscando temperatura y alimento. Al volver la estación favorable volvían a su solar. Esta es la explicación geológica. Tiene en su abono la advertencia de que las aves primigenias no pudieron ser emigrantes porque sus alas, poco formadas, verdaderos bocetos de alas, no les permitían la gran altura aérea.

Sin embargo, no es verosímil que muchas de las actuales especies emigrantes fueran nunca autóctonas de las tierras al Norte. Por eso Dixon[2] propuso otra hipótesis. Esas aves son nativas de los trópicos. Durante la época glacial se vieron apretadas en torno al Ecuador, produciéndose una sobrepoblación que les obligaba a buscar hacia el Norte lugares francos donde criar. Donde iba cediendo la glacialización, la cría se fue haciendo más arriba.

Buena fuera cualquiera de estas dos ideas si valiese para todas las especies. Pero todo indica que una parte de las emigrantes procede del Norte, y otra del Sur, con lo que se desbaratan ambas explicaciones. Por eso Deichlers propuso una intermedia: habría, según él, especies que crían hacia el Norte para huir de la excesiva población; pero hay otras que se desplazan en otoño simplemente porque son frioleras. Habría, según él, aves «veraneantes» e «invernantes»; es decir, las que vienen sólo para criar, a fines de primavera, y apenas cumplen tal menester escapan de nuevo al Sur, mientras las otras llegan muy al despuntar la primavera y parten en las postrimerías del otoñó.

Kurt Graser, en su libro La emigración de las aves (1904), pone las cosas boca abajo e intenta así una acrobática explicación. Con el desarrollo de la volatilidad surge en los pájaros, según él, un instinto frenético de vagabundeo, de viaje, de fuga, un como nomadismo o gitanería espontáneos. Las aves anduvieron un tiempo por todas partes sin solar ni rumbo fijos. De esta omnímoda errabundez, por selección natural, fueron fijándose ciertas rutas dominantes para la emigración, cierta normal periodicidad, e incluso en algunas especies la estabilización. Esta teoría, que no hace sino trasponer ad pedem litterae al fenómeno migratorio el esquema escolástico del razonamiento darwiniano, supone, como éste, una situación originaria de caos inicial, de universal movilización en la gente alada que parece por completo gratuita.

De todas suertes, no hay espectáculo más sugestivo que esta tenacidad del hombre al golpear con su ingenio la córnea dureza de un enigma cósmico. La abundancia de sutilezas que este mínimo problema del vuelo periódico ha provocado bastaría para demostrar que es la inteligencia el lujo mayor del universo, su gracia más pura, su deporte más ágil y auténtico. Porque aún quedarían por enumerar otros muchos intentos de explicación. Así, los que atribuyen la emigración al descenso otoñal de la temperatura, a la reducción de la luz diurna, al cambio de estructura que en el aire produce este acortamiento de la insolación, al aumento de la presión barométrica. Esta última idea parece interesante, por ser el pájaro, en efecto, un registrador barométrico más delicado que los demás animales. No sólo sus pulmones y su circulación sanguínea son influidos, como en nosotros acaece, por el peso del viento y sus variaciones, sino que dentro de él hay sacos de aire, y sus mismos huesos son neumáticos.

Pero es menester abandonar la pregunta ¿por qué emigran los pájaros?, a fin de sesgar algunas otras no menos interesantes, como éstas: ¿Qué dirección y rutas lleva el vuelo? ¿Cómo se orienta el animal en su travesía? ¿A qué altura llega? ¿Qué velocidad alcanza?

El Sol, 13 de agosto de 1929.