¿POR QUÉ SE VUELVE A LA FILOSOFÍA?
EN febrero de 1930 comencé un curso en la Universidad de Madrid titulado: «¿Qué es filosofía?» El cierre de la Universidad por causas políticas y mi dimisión consiguiente me obligaron a continuarlo en la profanidad de un teatro. Como tal vez algunos lectores argentinos pudieran interesarse en los temas de aquel curso, hago el ensayó de publicar en La Nación sus primeras lecciones. En ellas reproduzco algunas cosas de mis conferencias en Amigos del Arte y en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires.
I
EL DRAMA DE LAS GENERACIONES
En un período de treinta años, la actitud del filósofo ante su propia labor ha cambiado. No me refiero ahora a que el contenido doctrinal de la filosofía sea hoy distinto del de hace un cuarto de siglo, sino a que antes de elaborar y poseer este contenido, al iniciar su trabajo, se siente el filósofo con un temple o predisposición muy diferentes de los que el pensador de las generaciones próximas encontraba en sí. Los sesenta postreros años del siglo XIX han sido una de las etapas menos favorables a la filosofía. Fue una edad antifilosófica. Si la filosofía fuese algo de que radicalmente cupiese prescindir, no es dudoso que durante esos años habría desaparecido por completo. Como no es posible raer de la mente humana, despierta a la cultura, su dimensión filosofante, lo que se hizo fue reducirla a un mínimum. Ahora bien: el temple o predisposición con que hoy inicia su trabajo el filósofo consiste precisamente en un claro afán de salir nuevamente a una filosofía de alta mar, plenaria, completa; en suma, a un máximum de filosofía.
Y es natural que ante cambio parejo se nos ocurra preguntar: ¿cómo se produjo aquella reacción y encogimiento del ánimo filosófico, y qué ha acontecido después para que de nuevo se dilate, cobre fe en sí mismo y hasta vuelva a tomar la ofensiva? La aclaración suficiente de uno y otro hecho sólo se hallaría definiendo la estructura del hombre europeo en uno u otro tiempo. Toda explicación que para entender los cambios visibles que aparecen en la superficie histórica no descienda hasta hallar los cambios latentes, misteriosos, que se producen en las entrañas del alma humana, es a su vez superficial. Podrá, como la que vamos a intentar del cambio aludido, bastar para los efectos limitados de nuestro tema; pero a sabiendas de que es insuficiente, de que quita al hecho histórico su dimensión de profundidad y convierte el proceso de la historia en un plano de sólo dos dimensiones.
Pero inquirir en serio por qué acontecen esas variaciones en el modo de pensar filosófico, o político, o artístico, equivale a hacerse una pregunta de tamaño excesivo; equivale a plantearse la cuestión de por qué cambian los tiempos, por qué no sentimos ni pensamos hoy como hace cien años, por qué la humanidad no vive estacionada en un idéntico, invariado, repertorio, sino que, por el contrario, anda siempre inquieta, infiel a sí misma, huyendo hoy de su ayer, modificando a toda hora lo mismo el formato de su sombrero que el régimen de su corazón. En suma, por qué hay historia. No es necesario anunciar que vamos a sesgar respetuosos tan peraltada cuestión pasando de largo. Pero me importa decir que los historiadores han dejado hasta ahora intacta la causa más radical de los cambios históricos. El que uno o varios hombres inventen una idea nueva o un sentimiento nuevo no hace variar el cariz de la historia, el tono de los tiempos, como no cambia el color del Atlántico porque un pintor de marinas limpie en él su pincel cargado de bermellón. Pero si de pronto una masa ingente de hombres adopta aquella idea y vibra con aquel sentimiento, entonces el área de la historia, la faz de los tiempos, se tiñe de nuevo colorido. Ahora bien: las masas ingentes de hombres no adoptan una idea, no vibran con un peculiar sentimiento, simplemente porque se les predique. Es preciso que esa idea y ese sentimiento se hallen en ellos preformados, nativos, prestos. Sin esa predisposición radical, espontánea de la masa, todo predicador sería predicador en desiertos.
De aquí que los cambios históricos suponen el nacimiento de un tipo de hombre distinto en más o en menos del que ya había: es decir, suponen un cambio de generaciones. Desde hace años, yo predico a los historiadores que el concepto de generación es el más importante en historia, y debe haber llegado al mundo una nueva generación de historiadores, porque veo que esta idea ha prendido, sobre todo en Alemania[17].
Para que algo importante cambie en el mundo es preciso que cambie el tipo de hombre —se entiende— y el de la mujer; es preciso que aparezcan muchedumbres de criaturas con una sensibilidad vital distinta de la antigua y homogénea entre sí. Eso es la generación: una variedad humana en el sentido rigoroso que al concepto de «variedad» dan los naturalistas. Los miembros de ella vienen al mundo dotados de ciertos caracteres típicos, disposiciones, preferencias, que les prestan una fisonomía común, diferenciándolos de la generación anterior. (Véase El tema de nuestro tiempo.)
Pero esta idea inocula súbita energía y dramatismo al hecho tan elemental como inexplorado de que en todo presente coexisten tres generaciones: los jóvenes, los hombres maduros, los viejos. Porque esto significa que toda actualidad histórica, todo «hoy» envuelve en rigor tres tiempos distintos, tres «hoy» diferentes; o dicho de otra manera: que el presente es rico de tres grandes dimensiones vitales, las cuales conviven alojadas en él quieran o no, trabadas unas con otras y, por fuerza, al ser diferentes, en esencial hostilidad. «Hoy» es para unos veinte años; para otros, cuarenta; para otros, sesenta; y eso que siendo tres modos de vida tan distintos tengan que ser el mismo «hoy» declara sobradamente el dinámico dramatismo, el conflicto y colisión que constituye el fondo de la materia histórica, de toda convivencia actual. Y a la luz de esta advertencia se ve el equívoco oculto en la aparente claridad de una fecha: 1929 parece un tiempo único; pero en 1929 viven un muchacho, un hombre maduro y un viejo, y esa cifra se triplica en tres significados diferentes y a la vez abarca los tres; es la unidad de un tiempo histórico de tres edades distintas. Todos somos contemporáneos, vivimos en el mismo tiempo y atmósfera, pero contribuimos a formarlos en tiempo diferente. Sólo se coincide con los coetáneos. Los contemporáneos no son coetáneos; urge distinguir en historia entre coetaneidad y contemporaneidad[18]. Alojados en un mismo tiempo externo y cronológico, conviven tres tiempos vitales distintos. Esto es lo que suelo llamar el anacronismo esencial de la historia. Merced a ese desequilibrio interior se mueve, cambia, rueda, fluye. Si todos los contemporáneos fuésemos coetáneos, la historia se detendría anquilosada, petrefacta, en un gesto definitivo, sin posibilidad de innovación radical ninguna. Alguna vez he representado a la generación como «una caravana dentro de la cual va el hombre prisionero, pero a la vez secretamente voluntario y satisfecho. Va en ella fiel a los poetas de su edad, a las ideas políticas de su tiempo, al tipo de mujer triunfante en su mocedad y hasta al modo de andar usado a los veinticinco años. De cuando en cuando se ve pasar otra caravana con su raro perfil extranjero: es la otra generación. Tal vez en un día festival la orgía mezcla a ambas, pero a la hora de vivir la existencia normal, la caótica fusión se disgrega en los dos grupos verdaderamente orgánicos. Cada individuo reconoce misteriosamente a los demás de su colectividad, como las hormigas de cada hormiguero se distinguen por una peculiar odoración». «El descubrimiento de que estamos fatalmente adscritos a un cierto grupo de edad y a un estilo de vida es una de las experiencias melancólicas que antes o después todo hombre sensible llega a hacer. Una generación es una moda, integral de existencia que se fija indeleble sobre el individuo. En ciertos pueblos salvajes se reconoce a los miembros de cada grupo coetáneo por su tatuaje. La moda de dibujo epidérmico que estaba en uso cuando eran adolescentes ha quedado incrustada en su ser irremediablemente[19]». «Esta fatalidad, como todas, tiene algunos poros por donde ciertos individuos genialmente dotados saben evadirse. Hay quien conserva hasta la senectud un poder de plasticidad inexhausto, una juventud perdurable, que le permite renacer y reformarse dos y aun tres veces durante la vida. Hombres así suelen tener el carácter de precursores, y la nueva generación presiente en ellos un hermano mayor de advenimiento prematuro. Pero estos casos pertenecen al orden de las excepciones, que en el biológico más que en ningún otro reino confirman la regla.»
Pero yo quería simplemente decir que la articulación de tres generaciones en todo presente produce el cambio de los tiempos. La generación de los hijos es siempre un poco diferente a la de los padres: representa como un nuevo nivel desde el cual se siente la existencia. Sólo que, de ordinario, la diferencia entre los hijos y los padres es muy pequeña; de suerte que predomina el núcleo común de coincidencias, y entonces los hijos se ven a sí mismos como continuadores y perfeccionadores del tipo de la vida que llevaban sus padres. Mas a veces la distancia es enorme: la nueva generación no encuentra apenas comunidad con la precedente. Entonces se habla de crisis histórica. Nuestro tiempo es de esta clase y lo es en superlativo. Aunque el cambio venía preparándose subterráneamente, ha brotado con tal brusquedad y prontitud, que en pocos años ha transformado la faz de la vida.
Conviene que hayamos tomado este primer contacto con el tema de las generaciones. Mas lo dicho sólo es, en efecto, un primer contacto, un aspecto externo de este hecho tremendo y radical con el cual vamos a tropezar en forma mucho más vigorosa y decisiva cuando nos llegue la hora de palpar eso que tan galantemente y sin temblor, por no saber bien lo que decimos, llamamos «nuestra vida».
Pero ahora se trata de indicar los motivos más inmediatos que produjeron la retracción y angostamiento del ánimo filosófico en los sesenta años últimos del siglo XIX y los que, inversamente, han fomentado su actual expansión y robustecimiento.
La Nación, de Buenos Aires, 31 de agosto de 1930.
II
IMPERIALISMO DE LA FÍSICA
Toda ciencia o conocimiento tiene un tema —lo que esa ciencia conoce o trata de conocer— y, además, tiene un modo de saber lo que sabe. Así la matemática posee una tema —números y extensión— distinto del tema propio a la biología, que son los fenómenos orgánicos. Pero, además, la matemática se diferencia de la biología en su modo de conocimiento, en su clase de saber. Para el matemático, saber, conocer, es poder deducir una proposición mediante razonamientos fundados en evidencias indubitables. En cambio, la biología se contenta con generalizaciones aproximadas de hechos imprecisos que nos ofrecen los sentidos. Como modos de conocimiento poseen pues, ambas ciencias un rango muy distinto; el matemático es ejemplar; el biológico es sumamente tosco. Tiene, en cambio, la matemática el inconveniente de que los objetos para quienes valen sus teorías no son reales, sino, como Descartes y Leibniz decían, «imaginarios». Pero he aquí que en el siglo XVI comienza una disciplina intelectual —la nuova setenta, de Galileo—, que por un lado posee todo el rigor deductivo de la matemática y por otro nos habla de objetos reales, de los astros y, en general, de los cuerpos. Por vez primera acontecía esto en los fastos del pensamiento; por vez primera existía un conocimiento que, obtenido mediante precisas deducciones, era a la par confirmado por la observación sensible de los hechos; es decir, que toleraba un doble criterio de certeza; el puro razonamiento por el que creemos llegar a ciertas conclusiones y la simple percepción, que confirma esas conclusiones de pura teoría. La unión inseparable de ambos criterios constituye el modo de conocimiento, llamado experimental, que caracteriza a la física. No es extraño que, desde luego, ciencia dotada de tan venturosa condición comenzase a destacarse sobre las demás y a atraerse el entusiasmo de los mejores. Aun desde un punto de vista exclusivamente teórico, aun como mera teoría o estricto conocimiento, no tiene duda que es la física una maravilla intelectual. Sin embargo, no se ocultaba a nadie, desde luego, que la coincidencia entre las conclusiones deductivas de la física racional y las observaciones sensibles del experimento no eran ya exactas, sino sólo aproximadas. Verdad es que esta aproximación era tan grande, que no impedía la marcha práctica de la ciencia.
Es seguro, no obstante, que estos dos caracteres del conocimiento físico —su práctica exactitud y su confirmación por los hechos sensibles (no olvidemos la patética circunstancia de que los astros parezcan someterse a las leyes que los astrónomos les dictan y que con rara fidelidad acuden a la cita que éstos les dan a tal hora en tal punto del firmamento)— esos dos caracteres, digo, no hubieran bastado para llevar al extremo triunfo que luego logró la ciencia física. Una tercera peculiaridad vino a exaltar desaforada este modo de conocer. Resultó que las verdades físicas, sobre sus calidades teóricas tenían la condición de ser aprovechables para las conveniencias vitales del hombre. Partiendo de ellas, podía éste intervenir en la Naturaleza y acomodarla en beneficio propio. Este tercer carácter —su utilidad práctica para el dominio sobre la materia— no es ya una perfección o virtud de la física como teoría y conocimiento. En Grecia esta fertilidad utilitaria no hubiera alcanzado influjo decisivo sobre los ánimos, pero en Europa coincidió con el predominio de un tipo de hombre —el llamado burgués— que no sentía vocación contemplativa, sino práctica. El burgués quiere alojarse cómodamente en el mundo, y para ello intervenir en él modificándolo a su placer. Por eso la edad burguesa se honra ante todo por el triunfo del industrialismo, y en general de las técnicas útiles de la vida, como son la medicina, la economía, la administración. La física cobró un prestigio sin par porque de ella emanaban la máquina y la medicina. Las masas medias se interesaron en ella no por curiosidad, sino por interés material. En tal atmósfera se produjo lo que pudiéramos llamar «imperialismo de la física».
Para nosotros, nacidos y educados en una edad que participa de este modo de sentir, nos parece cosa muy natural, la más natural y discreta, que se otorgue el primado entre los modos de conocimiento, a aquel que, sea como sea en cuanto teoría, nos proporcione el dominio práctico sobre la materia. Pero aunque nacidos y educados en aquella edad, algún ciclo nuevo empieza en nosotros, puesto que ya no nos contentamos con ese primer pronto que nos hace ver tan natural la utilización práctica como norma de la verdad. Al contrario, empezamos a caer en la cuenta de que ese empeño en dominar la materia y hacerla cómoda, de que ese entusiasmo por el confort es, si se hace de él un principio, tan discutible como cualquier otro. Y puestos en alerta por esa sospecha, comenzamos a ver que el confort es simplemente una predilección subjetiva —dicho grosso modo, un capricho— que la humanidad occidental tiene desde hace doscientos años, pero que no revela por sí solo superioridad ninguna de carácter. Hay quien prefiere lo confortable a todo; hay quien no le da mayor importancia. Mientras Platón meditaba los pensamientos que han hecho posible la física moderna y con ella el confort, llevaba, como todos los griegos, una vida muy áspera, y en punto a trebejos, vehículos, calefacción y ajuar doméstico, verdaderamente bárbara. En la misma fecha, los chinos, que jamás han pensado un pensamiento científico, que jamás han hilado una teoría, hilaban telas deliciosas y fabricaban objetos usaderos y construían artefactos de exquisito confort. Mientras en Atenas la Academia Platónica inventaba la pura matemática, en Pekín se inventa el pañuelo de bolsillo.
Conste, pues, que el afán de confortabilidad, última ratio de preferencia para la física, no es índice de superioridad. Lo han sentido unos tiempos, y otros no. Todo el que sabe mirar el nuestro con mirada un poco perforante cree prever que, no obstante las presentes apariencias, va a entusiasmarse mediocremente con el imperativo de comodidad. Va a usar de ésta, a atenderla, a conservar la lograda y procurar acrecerla; pero justamente, sin entusiasmo, y no por ella misma, sino para poder vacar a ejercicios incómodos.
Puesto que el afán de confort no es sin más señal de progreso, sino que aparece en la historia repartido como el azar sobre épocas de muy diferente altitud, sería un tema curioso para el curioso averiguar en qué coinciden éstas; o dicho de otro modo: qué condición humana suele llevar a esta devoción por lo cómodo. Ignoro cuál sería el resultado de esa pesquisa. Sólo, al paso, subrayo esta coincidencia: los dos lugares históricos de mayor atención al confort han sido esta última bicenturia europea y la civilización china. ¿Qué hay de común entre esas dos urbes humanas tan diferentes, tan disparejas? Que yo sepa, sólo esto: en esa época reinó el «buen burgués», el tipo de hombre que representa la voluntad de la prosa, y, por otra parte, el chino es notoriamente el filisteo nato; sea dicho esto al desgaire, sin insistencia ni formalidad ningunas[20].
Ello es que el filósofo de la burguesía, Augusto Comte, expresará el sentimiento del conocimiento con su conocida fórmula: Science d’oú prévoyance; prévoyance d’oú action. Es decir, el sentido del saber es el prever, y el sentido del prever es hacer posible la acción. De donde resulta que la acción —se entiende ventajosa— es quien define la verdad del conocimiento. Y en efecto: ya a fines del siglo pasado, un gran físico, Boltzmann, dijo: «Ni la lógica, ni la filosofía, ni la metafísica, deciden en última instancia de si algo es verdadero o falso, sino que únicamente lo decide la acción. Por este motivo no considero las conquistas de la técnica como simples precipitados secundarios de la ciencia natural, sino como pruebas lógicas de ésta. Si no nos hubiésemos propuesto esas conquistas prácticas, no sabríamos cómo debemos razonar. No hay más razonamientos correctos que los que tienen resultados prácticos[21]». En su Discurso sobre el espíritu positivo, el mismo Comte había ya sugerido que la técnica regimenta a la ciencia, y no al revés.
Según este modo de pensar, no es, pues, la utilidad un precipitado imprevisto y como propina de la verdad, sino al revés: la verdad es el precipitado intelectual de la utilidad práctica. Poco tiempo después, en los albores pueriles de nuestro siglo, se hizo de este pensamiento una filosofía: el pragmatismo. Con el simpático cinismo propio de los yanquis, propio de todo pueblo nuevo —un pueblo nuevo, a poco bien que le vaya, es un enfant terrible—, el pragmatismo norteamericano se ha atrevido a proclamar esta tesis: «No hay más verdad que el buen éxito en el trato con las cosas». Y con esta tesis tan audaz como ingenua, tan ingenuamente audaz, ha hecho su ingreso en la historia milenaria de la filosofía el lóbulo norte del continente americano[22].
No se confunda la escasa estimación que el pragmatismo merece en cuanto filosofía y tesis general con un desdén preconcebido, arbitrario y beato hacia el hecho del practicismo humano en beneficio de la pura contemplación. Aquí intentamos retorcer el pescuezo a toda beatería, inclusive a la beatería científica y cultural que se extasía ante el puro conocimiento sin hacerse dramática cuestión de él. Esto nos separa radicalmente de los pensadores antiguos —dé Platón como de Aristóteles— y ha de constituir uno de los temas más graves de nuestra meditación. Al descender al problema decisivo, que es la definición de «nuestra vida», trataremos de hacer una valiente anatomía de esa perenne dualidad que desdobla a la vida en vita contemplativa y vita activa, en acción y contemplación, en Marta y María.
Ahora se pretende únicamente insinuar que el triunfo imperial de la física no se debe tanto a la calidad en cuanto conocimiento como a un hecho social. La sociedad se ha interesado en la física por su fecunda utilidad, y ese interés social ha hipertrofiado durante un siglo la fe que en sí mismo tiene el físico. Le ha acontecido en general lo que en especie acontece al médico. Nadie considerará a la medicina como un modelo de ciencia; sin embargo, el culto que en las casas de los valetudinarios se dedica al médico (como en otros tiempos al mago) le proporciona una seguridad en su oficio y persona, una audacia impertinente tan graciosa como poco fundada en razón, porque el médico usa, maneja los resultados de algunas ciencias, pero no suele ser, ni poco ni mucho, hombre de ciencia, alma teórica.
La buena fortuna, el favor del ambiente social, suele exorbitarnos, nos hace petulantes y agresivos. Esto ha acontecido al físico, y por eso la vida intelectual de Europa ha padecido durante casi cien años lo que pudiera llamarse el «terrorismo de los laboratorios».
La Nación, de Buenos Aires, 21 de septiembre de 1930.
ΙII
LA «CIENCIA» ES MERO SIMBOLISMO
En lo anterior era mi propósito enunciar las causas inmediatas —aun a sabiendas de que constituyen una insuficiente explicación— de por qué hace un siglo se contrajo y angostó el ánimo de los filósofos y por qué, en cambio, hoy vuelve a dilatarse. Pero sólo pude hablar del primer punto. La filosofía —dije— quedó aplastada, humillada por el imperialismo de la física y empavorecida por el terrorismo intelectual de los laboratorios. Las ciencias naturales dominaban el ambiente, y el ambiente es uno de los ingredientes de nuestra personalidad, como la presión atmosférica es uno de los factores que componen nuestra forma física. Si no se nos apretase y limitase, tocaríamos con el occipucio en las estrellas, como Horacio quería; es decir, seríamos informes, indefinidos e impersonales. Cada uno de nosotros es por mitad lo que él es y lo que es el ambiente en que vive. Cuando éste coincide con nuestra peculiaridad y la favorece, nuestra persona se realiza por entero, se siente por el contorno corroborada e incitada a la expansión de su resorte íntimo. Cuando el ambiente nos es hostil, como está también dentro de nosotros, nos obliga a una perpetua disociación y forcejeo, nos deprime y dificulta que nuestra personalidad se desarrolle y plenamente fructifique. Esto aconteció a los filósofos bajo la atmósfera impuesta por la tiranía de los Soviets experimentales. No es necesario decir que ninguna de estas palabras mías, que a veces llevan de sobra acusado su perfil, significa censura ni moral ni intelectual para aquellos hombres de ciencia ni para aquellos filósofos. Fueron como tenían que ser, y ha sido sobremanera fértil que fuera así. No pocas calidades de la nueva filosofía son debidas a aquella etapa de forzada humildad, como el alma hebrea se hizo mucho más sutil e interesante después de la esclavitud de Babilonia. Ya veremos, en concreto, cómo después de haber sufrido con sonrojo los filósofos que los hombres de ciencia los desdeñasen, echándoles en cara que la filosofía no es una ciencia, hoy nos complace, al menos a mí, ese denuesto, y recogiéndolo en el aire lo devolvemos, diciendo: «La filosofía no es una ciencia porque es mucho más».
Pero ahora conviene preguntarse por qué se ha producido este nuevo entusiasmo de los filósofos por su filosofía, esta confianza en el sentido de su labor y este aire resuelto que nos lleva a ser filósofos sin medrosidad ni timidez, audazmente, jovialmente.
Dos grandes hechos, a mi juicio, han favorecido esta mutación.
Hemos visto que la filosofía había quedado reducida o poco menos a la teoría del conocimiento. Así se titulaban la mayor parte de los libros filosóficos publicados entre 1860 y 1920. Y notaba yo el hecho demasiado sorprendente de que en esos libros así titulados no se encontrase jamás planteada en serio esta cuestión: ¿Qué es conocimiento? Como esto es un poco y aun un mucho monstruoso, sorprendemos aquí uno de esos casos de ceguera determinada que produce en el hombre la presión de un ambiente, imponiéndole como evidentes e indiscutibles ciertos supuestos que son precisamente lo que más convendría discutir. Estas cegueras varían de una época a otra; pero nunca faltan y nosotros tenemos la nuestra. La razón de esto nos ocupará otro día, cuando veamos que el vivir se hace siempre «desde» o «sobre» ciertos supuestos, que son como el suelo en que para vivir nos apoyamos o de que participamos. Y esto, en todos los órdenes: en ciencia, como en moral o política, como en arte. Toda idea es pensada y todo cuadro es pintado desde ciertas suposiciones o convenciones tan básicas, tan de clavo pasado para el que pensó la idea o pintó el cuadro, que ni siquiera repara en ellas, por lo mismo no las introduce en su idea ni en su cuadro, no las hallamos allí puestas, sino precisamente su-puestas y como dejadas a la espalda. Por eso, a veces, no entendemos una idea o un cuadro: nos falta la palabra del enigma, la clave de la secreta convención. Y como, repito, cada época —voy a precisar más: cada generación— parte de supuestos más o menos distintos, quiere decirse que el sistema de las verdades y el de los valores estéticos, morales, políticos, religiosos, tiene inexorablemente una dimensión histórica, son relativos a una cierta cronología vital humana, valen para ciertos hombres nada más. La verdad es histórica. Cómo, no obstante, puede y tiene que pretender la verdad ser sobrehistórica, sin relatividades, absoluta, es la gran cuestión. Muchos de mis lectores saben ya que para mí el resolver dentro de lo posible esa cuestión constituye «el tema de nuestro tiempo».
El supuesto indiscutible o indiscutido que el pensador de hace ochenta años llevaba en la masa de la sangre era que no hay más conocimiento del mundo sensu stricto que la ciencia física; que no hay más verdad sobre lo real que la «verdad física». Entrevimos vagamente el otro día que acaso existen otros tipos de «verdad», y que la «verdad física», aun mirada desde fuera, tiene, ciertamente, dos admirables cualidades: su exactitud y el ir regida por un doble criterio de certidumbre: la deducción racional y la confirmación por los sentidos.
Pero estas cualidades, con ser magníficas, no bastan para asegurar que no hay más perfecto conocimiento del mundo, más alto «tipo de verdad» que la ciencia física y la verdad física. Para afirmar esto fuera menester desarrollar en toda su amplitud la pregunta: ¿Qué sería lo que llamaríamos conocimiento ejemplar, prototipo de verdad, si llenásemos con precisión el sentido que en sí lleva la palabra conocer? Sólo cuando sepamos qué es, en su significación plenaria, conocimiento, podemos ver si los que el hombre posee llenan o no esa significación o se aproximan a ella meramente. Mientras no se haga esto, no puede hablarse en serio de teoría del conocimiento, y, en efecto, con haber pretendido la filosofía de los últimos tiempos no ser sino eso, resulta que no ha sido ni eso.
Pero, entretanto, la física crecía, y en los últimos cincuenta años llegaba a una amplitud y perfección tales, a un grado de precisión y a una esfera de observaciones tan gigantescas, que fue preciso reformar sus principios. Sea esto dicho para quien vulgarmente cree que la modificación de un sistema doctrinal indica poca firmeza de una ciencia. La verdad es lo contrario. Porque los principios de Galileo y Newton eran válidos, fue posible el portentoso desarrollo de la física, y este desarrollo llegó a un límite que hacía forzoso ampliar —purificándolos— aquellos principios. Esto ha traído la «crisis de principios» —la Grundlagenkrise— que hoy padece la física y que es una venturosa enfermedad de crecimiento. No sé por qué solemos entender la palabra «crisis» con un significado triste. Crisis no es sino cambio intenso y hondo; puede ser cambio a peor, pero también cambio a mejor, como acontece con la crisis actual de la física. No hay mejor síntoma de la madurez en una ciencia que la crisis de principios. Ella supone que la ciencia se halla tan segura de sí misma que se da el lujo de someter rudamente a revisión sus principios; es decir, que les exige mayor vigor y firmeza. El vigor intelectual de un hombre, como de una ciencia, se mide por la dosis de escepticismo, de duda, que es capaz de digerir, de asimilar. La teoría robusta se nutre de duda y no es la confianza ingenua que no ha experimentado vacilaciones; no es la confianza inocente, sino más bien la seguridad en medio de la tormenta, la confianza en la desconfianza. Ciertamente que es aquélla, la confianza, la que queda triunfando en ésta y sobre ella, quien mide el vigor intelectual. En cambio, la duda no sojuzgada, la desconfianza no digerida es… «neurastenia».
Los principios físicos son el suelo de esta ciencia. Sobre ellos camina el investigador. Pero cuando hay que reformarlos, no se pueden reformar desde dentro de la física, sino que hay que salirse de ésta. Para reformar el suelo es preciso, evidentemente, apoyarse en el subsuelo. De aquí que los físicos se viesen obligados a filosofar sobre su ciencia, y en este orden el hecho más característico del momento actual es la preocupación filosófica de los físicos. Desde Poincaré, Mach y Duhem hasta Einstein y Weyl, con sus discípulos y seguidores, se ha ido constituyendo una teoría del conocimiento físico debida a los físicos mismos. Claro es que han recibido todos ellos grandes influencias del pasado filosófico; pero lo curioso del caso es que, mientras la filosofía misma exageraba su culto a la física como tipo de conocimiento, la teoría de los físicos concluía descubriendo que la física es una forma inferior de conocimiento; a saber: que es un conocimiento simbólico.
El director del «Kursaal», que cuenta las perchas del guardarropa, averigua así el número de tapados y sobretodos que colgaron de las perchas, y merced a ello, conoce aproximadamente el número de personas que asistieron a la fiesta. Sin embargo, ni ha visto las prendas de vestir ni el público.
Si se compara el contenido de la física con lo que es el mundo corpóreo, no se hallaría apenas similitud. Son como dos idiomas diferentes que permiten únicamente la traducción. La física no es más que correspondencia simbólica.
¿Por qué sabemos que es eso la física? Porque son muchas las correspondencias igualmente posibles; como es posible en las formas más diversas la ordenación de cosas.
En cierta ocasión solemne resumía Einstein la situación de la física, en cuanto modo de conocimiento, con estas palabras (1918, discurso a Planck en sus sesenta años): «La evolución de nuestra ciencia ha mostrado que entre las construcciones teoréticas imaginables, siempre hay una en cada caso que demuestra decididamente su superioridad sobre las demás. Nadie que se haya penetrado bien del asunto negará que el mundo de nuestras percepciones determina prácticamente sin equívocos qué sistema teórico hay que elegir. Sin embargo, no hay ningún camino lógico que conduzca a los principios de la teoría».
Es decir, que muchas teorías son igualmente adecuadas, hablando con rigor, y que la superioridad de una se funda en motivos prácticos. Los hechos la recomiendan, pero no la imponen.
Sólo en ciertos puntos toca el cuerpo doctrinal de la física con el real de la Naturaleza: son los experimentos.
Y el experimento es una manipulación nuestra mediante la cual intervenimos en la Naturaleza, obligándola a responder. No es, pues, la Naturaleza, sin más y según ella es, lo que el experimento nos revela, sino sólo su reacción determinada frente a nuestra determinada intervención. Por consiguiente, y esto me importa dejarlo subrayado en expresión formal, la llamada realidad física es una realidad dependiente y no absoluta, una cuasi realidad, porque es condicional y relativa al hombre. En definitiva, llama realidad el físico a lo que pasa si él ejecuta una manipulación. Sólo en función de ésta existe esa realidad.
Ahora bien: la filosofía busca, precisamente, como realidad lo que es con independencia de nuestras acciones, lo que no depende de ellas; antes bien, éstas dependen de la realidad plenaria aquella.
La Nación, de Buenos Aires, 28 de septiembre de 1930.
IV
LAS CIENCIAS EN REBELDIA
Ha sido vergonzoso que después de tanta teoría del conocimiento fabricada por los filósofos tuvieran que encargarse los físicos mismos de dar la última precisión al carácter de su conocimiento y revelarnos que, lejos de representar la ejemplaridad y prototipo del conocer, es en rigor una especie inferior de teoría, distante del objeto que intenta penetrar.
Resulta, pues, que estas ciencias —sobre todo la física— avanzan haciendo de lo que era su limitación el principio creador de sus conceptos. Por tanto, para mejorar, no, intentan utópicas saltar fuera de su sombra, superar su fatal y nativo término, sino, al revés, aceptan éste alegremente, y apoyándose en él, instalándose sin nostalgias dentro de él, consiguen llegar a la propia plenitud. La actitud opuesta a ésta era la dominante en el último siglo: entonces cada cual aspiraba a ser ilimitado, a ser lo que eran los demás y él no era. Es el siglo en que una música —la de Wagner— no se contenta con ser música, sino sustituto de la filosofía y hasta de la religión; es el siglo en que la física quiere ser metafísica y la filosofía quiere ser física, y la poesía, pintura y melodía, y la política no se contenta con serlo, sino que aspira a ser credo religioso y, lo que es más desaforado, a hacer felices a los hombres.
¿No hay en la nueva actitud de las ciencias, que prefieren recluirse cada cual en su recinto y órbita, como el indicio de una nueva sensibilidad humana que ensaya resolver el problema de la vida por un método inverso, aceptando cada ser y cada oficio su propio destino, hincándose en él, y en lugar de extraviarse ilusoriamente, llenar bien y sólidamente hasta los bordes su auténtico e intransferible perfil? Quede aquí de paso apuntado esto, que otro día tropezaremos frente a frente.
Ello es que esta reciente capitis diminutio de la física como teoría ha actuado sobre el estado espiritual de los filósofos, liberándolos para su vocación. Superada la idolatría del experimento, recluido el conocimiento físico en su modesta órbita, queda la vía franca para otros modos de conocer y viva la sensibilidad para los problemas verdaderamente filosóficos.
Ahora creemos que fue una superstición la que nos mantuvo rendidos ante la llamada «verdad científica»; se entiende la clase de verdad propia de la física y disciplinas congéneres.
Pero otro hecho muy importante ha contribuido a la liberación.
Recuérdese que el anteriormente descrito podía formularse así: cada ciencia acepta su limitación y hace de ella su método positivo. El hecho que ahora voy rápidamente a diseñar es un paso más adelante en el mismo sentido: cada ciencia se hace independiente de las demás, es decir, no acepta su jurisdicción.
También aquí nos ofrece la nueva física el ejemplo más claro y conocido. Para Galileo, la misión de la física consistía en descubrir las leyes especiales que rigen sobre los cuerpos, «además de las leyes generales geométricas». De que estas últimas imperaban en los fenómenos corpóreos no se le ocurrió dudar ni un momento. Por ello, no se ocupó en disponer experiencias que demostrasen la docilidad de la naturaleza a los teoremas euclidianos. Aceptaba de antemano, como cosa por sí misma evidente e ineludible, la jurisdicción superior de la geometría sobre la física —o diciendo lo mismo en otra forma—, creía que las leyes geométricas eran leyes físicas ex abundantia o en grado eminente. Para mí el punto de más enérgica genialidad en la labor de Einstein está en la decisión con que se liberta de este tradicional prejuicio: cuando observa que los fenómenos no se comportan según la ley de Euclides y se encuentra con el conflicto entre la jurisdicción geométrica y la exclusivamente física, no vacila en declarar ésta soberana. Comparando su solución con la de Lorentz, se advierten dos tipos mentales opuestos. Para explicar el experimento de Michelson, Lorentz resuelve, siguiendo la tradición, que la física se adapte a la geometría. El cuerpo tiene que contraerse para que el espacio geométrico siga intacto y vigente. Einstein, al revés, decide que la geometría y el espacio se adapten a la física y al fenómeno corpóreo.
Actitudes paralelas hallamos en las otras ciencias con frecuencia tal que me sorprende también no haber visto en ninguna parte advertido este carácter tan general y acusado en el pensamiento reciente.
La reflexología de Pavlov y la teoría del sentido lumínico de Hering son dos ensayos, clásicos a estas horas, de construir una fisiología independiente de la física y de la psicología. En ellos se toma el fenómeno biológico como tal en lo que tiene de ajeno a la condición común de hecho físico o psicológico y se le trata por métodos de investigación exclusivos a la fisiología.
Pero donde más agudamente, casi escandalosamente, aparece este nuevo temperamento científico, es en la matemática. Su supeditación a la lógica había llegado en las últimas generaciones hasta hacerse casi identidad. Pero he aquí que el holandés Brouwer descubre que el axioma lógico llamado del «tercer excluso» no vale para las entidades matemáticas y que es preciso hacer una matemática «sin lógica», fiel sólo a sí misma, indócil a axiomas forasteros.
No puede sorprendernos —una vez que hemos atisbado esta tendencia del nuevo pensamiento— la aparición reciente de una teología que se rebela contra la jurisdicción filosófica. Porque hasta la fecha fue la teología un afán de adaptar la verdad revelada a la razón filosófica, un intento de hacer para ésta admisible la sinrazón del misterio. Mas la nueva «teología dialéctica» rompe radicalmente con tan añejo uso y declara al saber de Dios independiente y «totalmente» soberano. Invierte así la actitud del teólogo, cuya faena específica consistía en tomar desde el hombre y sus normas científicas la verdad revelada; por tanto, habla sobre Dios desde el hombre. Esto daba una teología antropocéntrica. Pero Barth y sus colegas vuelven del revés el trámite y elaboran una teología teocéntríca. El hombre, por definición, no puede saber nada sobre Dios partiendo de sí mismo y de su intra-humana mente. Es mero receptor del saber que Dios tiene de sí mismo y que envía en porciúnculas al hombre mediante la revelación. El teólogo no tiene otro menester que purificar su oreja donde Dios le insufla su propia verdad, verdad divina inconmensurable con toda verdad humana y, por lo mismo, independiente. En esta forma se desentiende la teología de la jurisdicción filosófica. La modificación es tanto más notable cuanto que se ha producido en medio del protestantismo donde la humanización de la teología, su entrega a la filosofía, había avanzado mucho más que en el campo católico.
Domina hoy, pues, las ciencias una propensión diametralmente opuesta a la de hace treinta o cuarenta años. Entonces una u otra ciencia intentaba imperar sobre las demás, extender sobre ellas su método doméstico, y las demás toleraban humildemente esta invasión. Ahora cada ciencia no sólo acepta su nativa manquedad, sino que repele toda pretensión de ser legislada por otra.
(Nótense fenómenos paralelos en el arte y en la política actuales).
Estos son los caracteres más importantes del estilo intelectual que en estos últimos años se manifiestan. Yo creo que ellos pueden llevar a una gran época de la intelección humana. Con sólo una salvedad. No es posible que las ciencias se queden en esa posición de intratable independencia. Sin perder la que ahora han conquistado, es menester que logren articularse unas en otras —lo cual no es supeditarse. Y esto, precisamente, esto sólo pueden hacerlo si toman de nuevo tierra firme en la filosofía. Síntoma claro de que caminan hacia esta nueva sistematización, es la frecuencia creciente con que el científico particular se siente forzado a calar —por la urgencia misma de sus problemas— en aguas filosóficas.
Pero mi asunto ahora no me deja desviarme a consideraciones sobre el porvenir de la ciencia, y lo que he insinuado sobre su presente vino sólo para mostrar las condiciones intelectuales atmosféricas que han predispuesto el retorno a una filosofía mayor corrigiendo el encogimiento de los últimos cien años. El filósofo encuentra en la combinación del aire público nuevo coraje para hacerse también independiente y fiel a la limitación de su destino.
Pero hay otro motivo más fuerte que los apuntados para que sea posible un renacimiento filosófico. La tendencia a aceptar cada ciencia su propia limitación y a proclamarse independiente son sólo condiciones negativas, bastantes para quitar los estorbos que durante un siglo han paralizado la vocación filosófica, pero no nutren ni menos provocan enérgicamente a ésta.
¿Por qué vuelve, pues, el hombre a la filosofía? ¿Por qué vuelve a ser normal la vocación hacia ella? Evidentemente se vuelve a una cosa por la misma razón esencial que llevó a ella la primera vez. Si no, es que el retorno carece de sinceridad, es una falsa vuelta, un fingir que se vuelve.
Esto nos obliga a plantearnos la cuestión de por qué al hombre se le ocurre en absoluto hacer filosofía.
La Nación, de Buenos Aires, 2 de noviembre de 1930.
V
¿Por qué al hombre —ayer, hoy u otro día— se le ocurre filosofar? Conviene traer con claridad a la mente esa cosa que solemos llamar filosofía para poder luego responder al «por qué» de su ejercicio.
Lo primero que ocurriría fuera definir la filosofía como conocimiento del universo. Pero esta definición, sin ser errónea, puede dejarnos escapar precisamente todo lo que hay de específico, el peculiar dramatismo y el tono de heroicidad intelectual en que la filosofía, y sólo la filosofía vive. Parece, en efecto, esa definición un contraposto a la que podríamos dar de la física diciendo que es el conocimiento de la materia. Pero es el caso que el filósofo no se coloca ante su objeto —el universo— como el físico ante el suyo, que es la materia. El físico comienza por definir el perfil de ésta, y sólo después comienza su labor e intenta conocer su estructura íntima. Lo mismo el matemático define el número y la extensión, es decir, que todas las ciencias particulares empiezan por acotar un trozo de universo, por limitar su problema, que al ser limitado deja en parte de ser problema. Dicho en otra forma: el físico y el matemático conocen de antemano la extensión y atributos esenciales de su objeto; por tanto, comienzan, no con un problema, sino con algo que dan o toman por sabido. Pero el universo, en cuya pesquisa parte audaz el filósofo como un argonauta, no se sabe lo que es. Universo es el vocablo enorme y monolítico que como una vasta y vaga gesticulación oculta más bien que enuncia este concepto rigoroso: todo cuanto hay. Eso es, por lo pronto, el universo. Eso, nótenlo bien, nada más que eso, porque cuando pensamos el concepto «todo cuanto hay», no sabemos qué sea eso que hay; lo único que pensamos es un concepto negativo; a saber: la negación de lo que sólo sea parte, trozo, fragmento. «El filósofo, pues, a diferencia de todo otro científico, se embarca para lo desconocido como tal». Lo más o menos conocido es partícula, porción, esquirla de universo. El filósofo se sitúa ante su objeto en actitud distinta de todo otro conocedor; el filósofo ignora cuál es su objeto, y de él sabe sólo: primero, que no es ninguno de los demás objetos; segundo, que es un objeto integral, que es el auténtico todo, el que no deja nada fuera y, por lo mismo, el único que se basta. Pero precisamente ninguno de los objetos conocidos o sospechados posee esta condición. Por tanto, el universo es lo que radicalmente no sabemos, lo que en su contenido positivo absolutamente ignoramos.
En otro giro podíamos decir: a las demás ciencias les es dado su objeto; pero el objeto de la filosofía como tal es precisamente lo que no puede ser dado, porque es todo, y porque no es dado tendrá que ser en un sentido muy esencial «el buscado», el perennemente buscado. Nada hay de extraño en que la ciencia misma cuyo objeto hay que empezar por buscar, es decir, que hasta como objeto y asunto es ya problemática, tenga una vida menos tranquila que las otras y no goce a primera vista de lo que Kant llamaba der siebere Gang. Este paso seguro, tranquilo y burgués no lo tendrá nunca la filosofía, que es puro heroísmo teorético. Ella consistirá en ser también, como su objeto, la ciencia universal y absoluta que se busca. Así la llama el primer maestro de nuestra disciplina —Aristóteles: filosofía, la ciencia que se busca.
Pero si preguntamos de dónde viene ese apetito de universo, de integridad del mundo, que es raíz de la filosofía, Aristóteles nos deja en, la estacada. Para él la cuestión es muy simple, y comienza su «metafísica» diciendo: «Los hombres sienten por naturaleza el afán de conocer.» Conocer es no contentarse con las cosas según ellas se nos presentan, sino buscar tras ellas su «ser». ¡Extraña condición la de este «ser» de las cosas! No se hace patente en ellas sino, al contrario, pulsa oculto siempre debajo de ellas, «más allá» de ellas. A Aristóteles le parece «natural» que nos preguntemos por el «más allá», cuando lo natural sería que, consistiendo primariamente nuestra vida en hallarnos rodeados de cosas, nos contentásemos con éstas. De su «ser» no tenemos por lo pronto la menor noticia. Nos son dadas puramente las cosas, no su ser. Ni siquiera hay en ellas indicio positivo de que tengan un ser a su espalda. Evidentemente, el «más allá» de las cosas no está en manera ninguna dentro de ellas.
Se dice que el hombre siente nativamente curiosidad. Y esto es lo que piensa Aristóteles cuando a la pregunta: «¿por qué el hombre se esfuerza en conocer?», responde cómo un médico de Molière: porque le es natural. «Señal —prosigue— de que le es natural este afán su prurito por percibir», sobre todo, por mirar. Aquí Aristóteles se acuerda de Platón, que situaba a los hombres de ciencia y a los filósofos en la especie de los filotheamones, de los «amigos de mirar», de los que van a espectáculos. Pero mirar es lo contrario que conocer: mirar es recorrer con los ojos lo que está ahí —y conocer es buscar lo que no está ahí: el ser de las cosas. Es precisamente un no contentarse con lo que se puede ver, antes bien, un negar lo que se ve como insuficiente y un postular lo invisible —el «más allá» esencial.
. Aristóteles con esta indicación y con otras muchas que abundan en sus libros, nos revela cuál es su idea del origen del conocimiento. Según él, consistiría ésta simplemente en el uso o ejercicio de una facultad que el hombre tiene, como mirar sería no más que usar de la visión. Tenemos sentidos, tenemos memoria que conserva los datos de aquéllos; tenemos experiencia en que esa memoria se selecciona y decanta. Todos ellos son mecanismos natos del organismo humano, que el hombre, quiera o no, ejercita. Pero nada de eso es conocimiento. Ni aunque añadamos las otras «facultades» más estrictamente llamadas intelectuales, como abstraer, comparar, colegir, etc… La inteligencia, o conjunto de todos esos poderes, es también un mecanismo con que el hombre se encuentra dotado y que evidentemente sirve, más o menos, para conocer. Pero el conocer mismo no es una facultad, dote o mecanismo; es, por lo contrario, una tarea que el hombre se impone. Y una tarea que acaso es imposible. ¡Hasta tal punto no es un instinto el conocimiento!
Al conocer usamos dé nuestras facultades, pero no por un simple afán de ejercitarlas, sino para subvenir a una necesidad o menester que sentimos, la cual necesidad no tiene por sí misma nada que ver con ellas y para la que tal vez estas facultades intelectuales nuestras no son adecuadas o, por lo menos, suficientes. Conste, pues, que conocer no es, sin más, ejercitar las facultades intelectuales, pues no está dicho que el hombre logre conocer; lo único que es un hecho es que se esfuerza penosamente en conocer, que se pregunta por el trasmundo del ser y se extenúa en llegar a él.
Siempre se ha desvirtuado la verdadera cuestión sobre el origen del conocimiento suplantándola con la investigación de sus mecanismos. No basta tener un aparato para usarlo. Nuestras casas están llenas de aparatos fuera de uso, que no manejamos porque no nos interesa ya lo que ellos proporcionan. Juan es un hombre con enorme talento para la matemática, pero como sólo le interesa la literatura, no se ocupa de hacer matemática. Pero además, como he indicado, no es ni mucho menos seguro que las dotes intelectuales del hombre le permitan conocer. Si por «naturaleza» del hombre entendemos como Aristóteles el conjunto de sus aparatos corpóreos y mentales y su funcionamiento, habremos de reconocer que el conocimiento no le es «natural». Al contrario, cuando usa de todos esos mecanismos, se encuentra con que no logra plenamente eso que él se propone bajo el vocablo «conocer». Su propósito, su afán cognoscitivo trasciende sus dotes, sus medios para lograrlo. Echa mano de cuantos utensilios posee —sin conseguir nunca plena satisfacción con ninguno de ellos ni con su conjunto. La realidad es, pues, que el hombre siente un extraño afán por conocer y que le fallan sus dotes, lo que Aristóteles llama su «naturaleza».
Esto obliga, sin remisión ni escape, a reconocer que la verdadera naturaleza del hombre es más amplia y que consiste en tener dotes, pero también en tener fallas. El hombre se compone de lo que tiene «y de lo que le falta». Si usa de sus dotes intelectuales en largo y desesperado esfuerzo, no es simplemente porque las tiene, sino, al revés, porque se encuentra menesteroso de algo que le falta, y a fin de conseguirlo moviliza, claro está, los medios que posee. El error radicalísimo de todas las teorías del conocimiento ha sido no advertir la inicial incongruencia que existe entre la necesidad que el hombre tiene de conocer y las «facultades» con que cuenta para ello. Sólo Platón entrevió que la raíz del conocer, diríamos, su sustancia misma, está precisamente en la insuficiencia de las dotes humanas, que está en el hecho terrible de que el hombre «no sabe». Ni el Dios ni la bestia tienen esta condición. Dios sabe todo, y por eso no conoce; La bestia no sabe nada, y por eso tampoco conoce. Pero el hombre es la insuficiencia viviente, el hombre necesita saber, percibe desesperadamente que ignora. Esto es lo que conviene analizar. ¿Por qué al hombre le duele su ignorancia, como podía dolerle un miembro que nunca hubiese tenido?
La Nación, de Buenos Aires, 16 de noviembre de 1930.