ΜALLARMÉ
EL 11 de septiembre de 1923, amigos españoles de Mallarmé se reunían en el Jardín Botánico de Madrid para conmemorar con un silencio de cinco minutos el XXV aniversario de su muerte. Los reunidos fueron: José Ortega y Gasset, Eugenio d’Ors, Enrique Díez-Canedo, José Moreno Villa, José María Chacón, Antonio Marichalar, José Bergamín, Mauricio Bacarisse y Alfonso Reyes.
El silencio in memoriam es una ceremonia de estos tiempos; no sobra conocer el contenido interior de este mundo ritual. Por eso, el secretario de la Revista de Occidente preguntó a los reunidos:
—¿Qué ha pensado usted en los cinco minutos dedicados a Mallarmé?
La respuesta de José Ortega y Gasset fue la siguiente:
—Nuestro secretario de la Revista pide a los que callamos por Mallarmé que inutilicemos aquel silencio comunicando en estas páginas lo que entonces pensamos. Si no fuera mucha pedantería, yo le hubiera preguntado: Secretario Vela, no sé lo que me pide usted. ¿Qué piensa usted que es pensar? ¿A esta imagen de la torre de Pisa que por azar brinca ahora sobre el área de mi conciencia llamaría usted pensamiento? ¿O más bien al flujo asociativo en que pasan empujándose como ovejas por la cañada las representaciones? Pero en este caso no sería pensamiento lo único que más certeramente debiera llamarse así: el proceso mental ordenado y conforme a plan en que perseguimos deliberadamente un problema y evitamos las meras asociaciones. En la asociación va el alma a la deriva, inerte y deslizante, como abandonada al alisio casual de la psique. En la intelección, por el contrario, ejercemos verdaderas actividades: comparamos, analizamos, atribuimos, colegimos, inferimos, abstraemos, clasificamos, etc., etc. Durante muchos siglos se ha creído que pensar y asociación de ideas eran una misma cosa. Mas ahora sabemos que la pura asociación de ideas no se da más que en ciertos dementes: es el fenómeno llamado «fuga de ideas». No sé, pues, bien lo que usted me pide. En la duda, y a fin de no dejar fuera lo que acaso usted prefiere, me limitaré a reproducir mediante una retrospección cuanto ocurrió en mi escenario mental durante parte de aquellos tácitos minutos: reproducir los cinco exigiría muchas páginas. Así tendrá mi comunicación el carácter de los «protocolos» usados en la «psicología experimental del pensamiento».
«Es mucho silencio el de cinco minutos. Terror de atravesarlo a nado mudo. Distraerse y hablar fuera un naufragio… Los mástiles que se inclinan hacia los naufragios» (Mallarmé)… Es como atravesar una plaza grande y vacía bajo el sol: agorafobia… La idea de este silencio es de Alfonso Reyes… A ningún español se nos hubiera ocurrido esto. A los españoles nos avergüenza toda solemnidad, nos ruboriza. ¿Por qué? Pueblo viejo. Tenemos en el alma centurias de solemnidades; éstas han perdido ya la frescura de su Sentido y nos hemos acostumbrado a pensar que son falsas y desvirtuadas. Alfonso Reyes es americano. Alfonso… Reyes… Alfonso, nombre de reyes…, es americano. Pueblo joven… La juventud es, dondequiera que se la halle, en un hombre, en un pueblo, un sistema de muelles tensos que funcionan bien y se disparan con toda energía… El joven lo siente todo heroicamente, mitológicamente, con plenitud y sin reservas… Los pueblos niños viven en perpetuo estreno, como los niños. Lo estrenan todo… Recuerdo sintético de mi teoría sobre el modo de vestir de los hombres argentinos… En esta teoría interviene como término de comparación el famoso jubón de raso amaranto que usaba Leonardo de Vinci… Imagen visual muy vivaz de este indumento… ¿Debo pensar en Mallarmé? ¿Defraudo a estos amigos pensando en todo menos en él? Probablemente sólo los pueblo jóvenes —Alfonso Reyes (mejicano) y Chacón (cubano)— piensan ahora en Mallarmé… Los demás… Sospecho que, como yo, piensan que están azorados… ¿Por qué nos azora callar juntos? Recuerdo sintético de la teoría del azoramiento[183]. ¿A qué altura estaremos de esta navegación por un mar de silencio?… Mallarmé habla de silencio… ¿Dónde?… Describiendo a la bailarina Loie Fuller, dice: «es un silencio palpitado de crespones de China»… Y comparando la danza y la pantomima, sugiere que «están ambas celosas de sus silencios respectivos»… Debe hablar en algunos otros sitios más sobre el silencio, pero no los recuerdo… En qué sentido la poesía de Mallarmé es una especie de silencio elocuente… Consiste en callar los nombres directos de las cosas, haciendo que su pesquisa sea un delicioso enigma… La poesía es esto y nada más que esto, y cuando es otra cosa, no es poesía ni nada. El nombre directo denomina una realidad, y la poesía es, ante todo, una valerosa fuga, una ardua evitación de realidades… El ciclista de circo que corre entre botellas evitando tocarlas. En las épocas de cultura totemista y mágica, el individuo tenía dos nombres: uno usado socialmente, otro secreto —el verdadero—, sólo conocido de la madre y el padre… Mallarmé es un lingüista de este lenguaje compuesto sólo de denominaciones arcanas y mágicas. Lo mismo fue Dante. Recuerdo de versos dantescos en que se elude el nombre propio de las cosas y se las hace nacer de nuevo, se las presenta en status nascens merced a una denominación original… En vez de Mediterráneo, dirá:
La maggior valle in che l’acqua si spanda…
En vez de Beatriz,
Que’l sol che pria d’amor mi scaldó il petto…
En vez de decir que está a la izquierda de Virgilio, dirá que se halla
Da quella parte onde il cor ha la gente.
España no se llama España, sino
Quella parte onde surge ad aprire
Zeffiro dolce le novelle fronde
Di che si vede Europa rivestire[184].
Dante se da cuenta de este procedimiento, y una vez que en el Purgatorio se resiste a nombrar su ribera nativa y decir «el Arno», hace que una sombra antipoética se irrite y pregunte:
Perchè nascosse
Questi il vocabol di quella riviera,
Pur com’uom fa dell’orribili cose?
He aquí toda la poética: hay que esconder los vocablos porque así se ocultan, se evitan las cosas, que, como tales, son siempre horribles… Una vez que Mallarmé se encuentra ante el horrendo trance de tener que decir «yo, Mallarmé», como en una acta notarial, prefiere evitarse a si mismo, y dice: «El señor a quien mis amigos tienen la costumbre de llamar por mi nombre»… Vaga impresión de fatiga virtuosa, como de haber cumplido con un deber; en este caso, el deber de pensar en Mallarmé… ¿Habrá pasado ya el tiempo?… Cañedo, nuestro cronometrador, mueve una mano. ¿Irá a sacar el reloj?… Un transeúnte se acerca. ¿Pasará entre nosotros? ¿Qué debemos hacer? ¿Advertirle que se detenga para no atravesar nuestro silencio y romperlo como un cristal?… Vaga angustia… Y una feroz gana de hablar, de decir que Mallarmé fue un fracasado, un pájaro sin alas, un poeta genial sin dotes ningunas de poeta, escaso, torpe, balbuciente… ¿La poesía?… Hace tiempo estoy convencido de que la poesía se ha agotado… Cuanto hoy se hace es mero hipo de arte agónico… De pronto se abre en mí un vacío mental: no hallo nada dentro de mí; ninguna idea, ninguna imagen…, salvo esta percepción de vacío espiritual… Pasan entonces a primer término las sensaciones intracorporales y externas: el latido de la sangre en las venas, el zapato de Moreno Villa que está sentado a mi vera y el tronco arrugado de una sófora japonesa que se alza enfrente de mí…
Calculo que todo esto ocurrió dentro de mí durante el trascurso de dos minutos. En leerlo se tarda mucho más. ¿Por qué? Esto nos llevaría a interesantes elucubraciones psicológicas sobre el pensar informulado y el formulado, sobre las abreviaturas mentales, sobre ese extraño fenómeno en que tenemos la clara impresión de «saber» una teoría compleja, toda entera, sin tener actualmente en la conciencia desarrollados sus miembros —lo que se ha llamado «saber potencial», etc., etc…
Revista de Occidente, noviembre 1923.