PARA UNA PSICOLOGÍA DEL HOMBRE INTERESANTE
CONOCIMIENTO DEL HOMBRE
I
NADA hay tan halagüeño para un varón como oír que las mujeres dicen de él que es un hombre interesante. Pero ¿cuándo es un hombre interesante según la mujer? La cuestión es de las más sutiles que se pueden plantear, pero a la vez, una de las más difíciles. Para salir a su encuentro con algún rigor sería menester desarrollar toda una nueva disciplina, aún no intentada y que desde hace años me ocupa y preocupa. Suelo darle el nombre de Conocimiento del hombre o antropología filosófica. Esta disciplina nos enseñará que las almas tienen formas diferentes, lo mismo que los cuerpos. Con más o menos claridad, según la perspicacia de cada uno, percibimos todos en el trato social esa diversa configuración íntima de las personas, pero nos cuesta mucho trabajo transformar nuestra evidente percepción en conceptos claros, en pleno conocimiento. Sentimos a los demás, pero no los sabemos.
Sin embargo, el lenguaje usual ha acumulado un tesoro de finos atisbos que se conserva en cápsulas verbales de sugestiva alusión. Se habla, en efecto, de almas ásperas y de almas suaves, de almas agrias y dulces, profundas y superficiales, fuertes y débiles, pesadas y livianas. Se habla de hombres magnánimos y pusilánimes, reconociendo así tamaño a las almas como a los cuerpos. Se dice de alguien que es un hombre de acción o bien que es un contemplativo, que es un «cerebral» o un sentimental, etc., etc. Nadie se ha ocupado de realizar metódicamente el sentido preciso de tan varias denominaciones, tras de las cuales presumimos la diversidad maravillosa de la fauna humana. Ahora bien: todas esas expresiones no hacen más que aludir a diferencias de configuración de la persona interna e inducen a construir una anatomía psicológica. Se comprende que el alma del niño ha de tener por fuerza distinta estructura que la del anciano, y que un ambicioso posee diferente figura anímica que un soñador. Este estudio, hecho con un poco de sistema, nos llevaría a tina urgente caracterología de nuevo estilo, merced a la cual podríamos describir, con insospechada delicadeza, las variedades de la intimidad humana. Entre ellas aparecería el hombre interesante según la mujer.
El intento de entrar a fondo en su análisis me produciría pavor, porque al punto nos encontraríamos rodeados de una selva donde todo es problema. Pues lo primero y más externo que del hombre interesante cabe decir es esto: el hombre interesante es el hombre de quien las mujeres se enamoran. Pero ya esto nos pierde, lanzándonos en medio de los mayores peligros. Caemos en plena selva de amor. Y es el caso que no hay en toda la topografía humana paisaje menos explorado que el de los amores. Puede decirse que está todo por decir: mejor, que está todo por pensar.
Un repertorio de ideas toscas se halla instalado en las cabezas e impide que se vean con mediana claridad los hechos. Todo está confundido y tergiversado. Razones múltiples hay para que sea así. En primer lugar, los amores son, por esencia, vida arcana. Un amor no se puede contar: al comunicarlo se desdibuja o volatiliza. Cada cual tiene que atenerse a su experiencia personal, casi siempre escasa, y no es fácil acumular la de los prójimos. ¿Qué hubiera sido de la física si cada físico poseyese únicamente sus personales observaciones? Pero, en segundo lugar, acaece que los hombres más capaces de pensar sobre el amor son los que menos lo han vivido, y los que lo han vivido suelen ser incapaces de meditar sobre él, de analizar con sutileza su plumaje tornasolado y siempre equívoco. Por último, un ensayo sobre el amor es obra sobremanera desagradecida. Si un médico habla sobre la digestión, las gentes escuchan con modestia y curiosidad. Pero si un psicólogo habla del amor, todos le oyen con desdén; mejor dicho, no le oyen, no llegan a enterarse de lo que enuncia, porque todos se creen doctores en la materia. En pocas cosas aparece tan de manifiesto la estupidez habitual de las gentes. ¡Como si el amor no fuera, a la postre, un tema teórico del mismo linaje que los demás y, por tanto, hermético para quien no se acerque a él con agudos instrumentos intelectuales! Pasa lo mismo que con Don Juan. Todo el mundo cree tener la auténtica doctrina sobre él —sobre Don Juan, el problema más recóndito, más abstruso, más agudo de nuestro tiempo. Y es que, con pocas excepciones, los hombres pueden dividirse en tres clases: los que creen ser Don Juanes, los que creen haberlo sido y los que creen haberlo podido ser, pero no quisieron. Estos últimos son los que propenden, con benemérita intención, a atacar a Don Juan y tal vez a decretar su cesantía.
Existen, pues, razones sobradas para que las cuestiones de que todo el mundo presume entender —amor y política— sean las que menos han progresado. Sólo por no escuchar las trivialidades que la gente inferior se apresura a emitir apenas se toca alguna de ellas, han preferido callar los que mejor hubieran hablado.
Conviene, pues, hacer constar que ni los Don Juanes ni los enamorados saben cosa mayor sobre Don Juan ni sobre el amor, y viceversa; sólo hablará con precisión de ambas materias quien viva a distancia de ellas, pero atento y curioso, como el astrónomo hace con el sol. Conocer las cosas no es serlas, ni serlas conocerlas. Para ver algo hay que alejarse de ello, y la separación lo convierte de realidad vivida en objeto de conocimiento. Otra cosa nos llevaría a pensar que el zoólogo, para estudiar las avestruces, tiene que volverse avestruz. Que es lo que se vuelve Don Juan cuando habla de sí mismo.
Por mi parte, sé decir que no he conseguido llegar a claridad suficiente sobre estos grandes asuntos, a pesar de haber pensado mucho sobre ellos. Afortunadamente, no hay para qué hablar ahora de Don Juan. Tal vez fuera forzoso decir que Don Juan es siempre un hombre interesante, contra lo que sus enemigos quieren hacemos creer. Pero es evidente que no todo hombre interesante es un Don Juan, con lo cual basta para que eliminemos de estas notas su perfil peligroso. En cuanto al amor, será menos fácil evitar su intromisión en nuestro tema. Me veré, pues, forzado a formular con aparente dogmatismo, sin desarrollo ni prueba, algunos de mis pensamientos sobre el amor que discrepan sobremanera de las ideas recibidas. Conviene que el lector los tome sólo como una aclaración imprescindible de lo que diga sobre el «hombre interesante» y no insista, por hoy, mucho en decidir si son o no razonables.
II
Y como antes sugería, lo primero que de éste cabe decir es que es el hombre de quien las mujeres se enamoran. Pero al punto se objetará que todos los hombres normales consiguen el amor de alguna mujer y, en consecuencia, todos serán interesantes. A lo que yo necesitaría responder perentoriamente estas dos cosas. La primera: que del hombre interesante se enamora no una mujer, sino muchas. ¿Cuántas? No importa la estadística, porque lo decisivo es esta segunda cosa: del hombre no interesante no se enamora ninguna mujer. El «todo» y el «nada», el «muchas» y el «ninguna» han de entenderse más bien como exageraciones de simplificación que no optan a exactitud. La exactitud en todo problema de vida sería lo más inexacto, y las calificaciones cuantitativas se contraen a expresar situaciones típicas, normalidades, predominancias.
Esta creencia de que el amor es operación mostrenca y banal es una de las que más estorban la inteligencia de los fenómenos eróticos, y se ha formado al amparo de un innumerable equívoco. Con el solo nombre de amor denominamos los hechos psicológicos más diversos, y así acaece luego que nuestros conceptos y generalizaciones no casan nunca con la realidad. Lo que es cierto para el amor en un sentido del vocablo, no lo es para otro, y nuestra observación, acaso certera en el círculo de erotismo donde la obtuvimos, resulta falsa al extenderse sobre los demás.
El origen del equívoco no es dudoso. Los actos sociales y privados en que vienen a manifestarse las más diferentes atracciones entre hombre y mujer forman, en sus líneas esquemáticas, un escaso repertorio. El hombre a quien le gusta la forma corporal de una mujer, el que por vanidad se interesa en su persona, el que llega a perder la cabeza, víctima del efecto mecánico que una mujer puede producir con una táctica certera de atracción y desdén, el que simplemente se adhiere a una mujer por ternura, lealtad, simpatía, «cariño», el que cae en un estado pasional, en fin, el que ama de verdad enamorado, se comportan de manera poco más o menos idéntica. Quien desde lejos observa sus actos no se fija en ese poco más o menos, y atendiendo sólo a la gruesa anatomía de la conducta, juzga que ésta no es diferente y, por tanto, tampoco el sentimiento que la inspira. Mas bastaría que tomase la lupa y desde cerca las estudiase para advertir que las acciones se parecen sólo en sus grandes líneas, pero ofrecen diversísimas indentaciones. Es un enorme error interpretar un amor por sus actos y palabras: ni unos ni otras suelen proceder de él, sino que constituyen un repertorio de grandes gestos, ritos, fórmulas, creados por la sociedad, que el sentimiento halla ante sí como un aparato presto e impuesto cuyo resorte se ve obligado a disparar. Sólo el pequeño gesto original, sólo el acento y el sentido más hondo de la conducta nos permiten diferenciar los amores diferentes.
Yo hablo ahora sólo del pleno amor de enamoramiento, que es radicalmente distinto del fervor sensual, del amour-vanité, del embalamiento mecánico, del «cariño», de la «pasión». He aquí una variada fauna amorosa que fuera sugestivo filiar en su multiforme contextura.
El amor de enamoramiento —que es, a mi juicio, el prototipo y cima de todos los erotismos— se caracteriza por contener a la vez estos dos ingredientes: el sentirse «encantado» por otro ser que nos produce «ilusión» íntegra y el sentirse absorbido por él hasta la raíz de nuestra persona, como si nos hubiera arrancado de nuestro propio fondo vital y viviésemos trasplantados a él, con nuestras raíces vitales en él. No es sino decir de otra manera esto último agregar que el enamorado se siente entregado totalmente al que ama; donde no importa que la entrega corporal o espiritual se haya cumplido o no. Es más: cabe que la voluntad del enamorado logre impedir su propia entrega a quien ama en virtud de consideraciones reflexivas —decoro social, moral, dificultades de cualquier orden. Lo esencial es que se sienta entregado al otro, cualquiera que sea la decisión de su voluntad.
Y no hay en esto contradicción: porque la entrega radical no la hace él, sino que se efectúa en profundidades de la persona mucho más radicales que el plano de su voluntad. No es un querer entregarse: es un entregarse sin querer. Y dondequiera que la voluntad nos lleva, vamos irremediablemente entregados al ser amado, inclusive cuando nos lleva al otro extremo del mundo para apartarnos de él[174].
Este caso extremo de disociación, de antagonismo entre la voluntad y el amor, sirve para subrayar la peculiaridad de este último y conviene, además, contar con él porque es una complicación posible. Posible, pero ciertamente poco probable. Es muy difícil que en uh alma auténticamente enamorada surjan con vigor consideraciones que exciten su voluntad para defenderse del amado. Hasta el punto que, en la práctica, ver que en la persona amada la voluntad funciona, que «se hace reflexiones», que halla motivos «muy respetables» para no amar o amar menos, suele ser el síntoma más inequívoco de que, en efecto, no ama. Aquel alma se siente vagamente atraída por la otra, pero no ha sido arrancada de sí misma —es decir, no ama.
Es, pues, esencial en el amor de que hablamos la combinación de los dos elementos susodichos: el encantamiento y la entrega. Su combinación no es mera coexistencia, no consiste en darse juntos, lo uno al lado de lo otro, sino que lo uno nace y se nutre de lo otro. Es la entrega por encantamiento.
La madre se entrega al hijo, el amigo al amigo, pero no en virtud de la «ilusión», del «encanto». La madre lo hace por un instinto radical casi ajeno a su espiritualidad. El amigo se entrega por clara decisión de su voluntad. En él es lealtad —por tanto, una virtud que a fuerza de tal posee una raíz reflexiva. Diríamos que el amigo se toma en su propia mano y se dona al otro. En el amor lo típico es que se nos escapa el alma de nuestra mano y queda como sorbida por la otra. Esta succión que la personalidad ajena ejerce sobre nuestra vida mantiene a ésta en levitación, la descuaja de su enraigamiento en sí misma y la trasplanta al ser amado, donde las raíces primitivas parece que vuelven a prender como en nueva tierra. Merced a esto vive el enamorado no desde sí mismo, sino desde el otro, como el hijo antes de nacer vive corporalmente de la madre, en cuyas entrañas está plantado y sumido.
Pues bien: esta absorción del amante por el amado no es sino el efecto del encantamiento. Otro ser nos encanta y este encanto lo sentimos en forma de tirón continuo y suavemente elástico que da de nuestra persona. La palabra «encanto», tan trivializada, es, no obstante, la que mejor expresa la clase de actuación que sobre el que ama ejerce lo amado. Conviene, pues, restaurar su uso resucitando el sentido mágico que en su origen tuvo.
En la atracción sexual no hay propiamente atracción. El cuerpo sugestivo excita un apetito, un deseo de él. Pero en el deseo no vamos a lo deseado, sino al revés: nuestra alma tira de lo deseado hacia sí. Por eso se dice muy certeramente que el objeto despierta un deseo, como indicando que en el desear él no interviene, que su papel concluyó al hacer brotar el deseo y que en éste lo hacemos todo nosotros. El fenómeno psicológico del deseo y el de «ser encantado» tienen signo inverso. En aquél tiendo a absorber el objeto; en éste soy yo el absorbido. De aquí que en el apetito no haya entrega de mi ser, sino, al contrario, captura del objeto[175].
Tampoco hay entrega verdadera en la «pasión». En los últimos tiempos se ha otorgado a esta forma inferior del amor un rango y un favor resueltamente indebidos. Hay quien piensa que se ama más y mejor en la medida que se esté cerca del suicidio o del asesinato, de Werther o de Otelo, y se insinúa que toda otra forma de amor es ficticia y «cerebral». Yo creo, inversamente, que urge devolver al vocablo «pasión» su antiguo sentido peyorativo. Pegarse un tiro o matar no garantiza lo más nimio la calidad ni siquiera la cantidad de un sentimiento. La «pasión» es un estado patológico que implica la defectuosidad de un alma. La persona fácil al mecanismo de la obsesión o de estructura muy simple y ruda, convertirá en «pasión», es decir, en manía, todo germen de sentimiento que en ella caiga[176]. Desmontemos del apasionamiento el aderezo romántico con que se le ha ornamentado. Dejemos de creer que el hombre está enamorado en la proporción que se haya vuelto estúpido o pronto a hacer disparates.
Lejos de esto, fuera bueno establecer como tema general para la psicología del amor este aforismo: siendo el amor el acto más delicado y total de un alma, en él se reflejarán la condición e índole de ésta. Es preciso no atribuir al amor los caracteres que a él llegan de la persona que lo siente. Si ésta es poco perspicaz, ¿cómo va a ser zahorí el amor? Si es poco profunda, ¿cómo será hondo su amor? Según se es, así se ama. Por esta razón podemos hallar en el amor el síntoma más decisivo de lo que una persona es. Todos los demás actos y apariencias pueden engañarnos sobre su verdadera índole: sus amores nos descubrirán el secreto de su ser, tan cuidadosamente recatado. Y, sobre todo, la elección de amado. En nada como en nuestra preferencia erótica se declara nuestro más íntimo carácter.
Con frecuencia oímos decir que las mujeres inteligentes se enamoran de hombres tontos, y viceversa: de mujeres necias los hombres agudos. Yo confieso que, aun habiéndolo oído muchas veces, no lo he creído nunca, y en todos los casos donde pude acercarme y usar la lupa psicológica, he encontrado que aquellas mujeres y aquellos hombres no eran, en verdad, inteligentes, o, viceversa, no eran tontos los elegidos.
No es, pues, la pasión culminación del afán amoroso, sino al contrario, su degeneración en almas inferiores. En ella no hay —quiero decir, no tiene que haber— ni encanto ni entrega. Los psiquiatras saben que el obsesionado lucha contra su obsesión, que no la acepta en sí, y, sin embargo, ella le domina. Así cabe una enorme pasión sin contenido apreciable de amor.
Esto indica al lector que mi interpretación del fenómeno amoroso va en sentido opuesto a la falsa mitología que hace de él una fuerza elemental y primitiva que se engendra en los senos oscuros de la animalidad humana y se apodera brutalmente de la persona, sin dejar intervención apreciable a las porciones superiores y más delicadas del alma.
Sin discutir ahora la conexión que pueda tener con ciertos instintos cósmicos yacentes en nuestro ser, creo que el amor es todo lo contrario de un poder elemental. Casi, casi —aun a sabiendas de la parte de error que va en ello— yo diría que el amor, más que un poder elemental, parece un género literario. Fórmula que —naturalmente— indignará a más de un lector, antes —naturalmente— de haber meditado sobre ella. Y claro está que es excesiva e inaceptable si pretendiese ser la última, mas yo no pretendo con ella sino sugerir que el amor, más que un instinto, es una creación y, aun como creación, nada primitiva en el hombre. El salvaje no la sospecha, el chino y el indio no la conocen, el griego del tiempo de Pericles apenas la entrevé[177]. Dígaseme si ambas notas: ser una creación espiritual y aparecer sólo en ciertas etapas y formas de la cultura humana, harían mal en la definición de un género literario.
Como del hervor sensual y de la «pasión», podíamos separar claramente el amor de sus otras pseudomorfosis. Así de lo que he llamado «cariño». En el «cariño» —que suele ser, en el mejor caso, la forma del amor matrimonial —dos personas sienten mutua simpatía, fidelidad, adhesión, pero tampoco hay encantamiento ni entrega. Cada cual vive sobre sí mismo, sin arrebato en el otro; desde sí mismo envía al otro efluvios suaves de estima, benevolencia, corroboración.
Lo dicho basta para imbuir un poco de sentido —no pretendo ahora otra cosa— a esta afirmación: Si se quiere ver claro en el fenómeno del amor, es preciso ante todo desasirse de la idea vulgar que ve en él un sentimiento demótico que todos o casi todos son capaces de sentir y se produce a toda hora en torno nuestro, cualquiera que sea la sociedad, raza, pueblo, época en que vivimos. Las distinciones que las páginas antecedentes dibujan reduce sobremanera la frecuencia del amor, alejando de su esfera muchas cosas que erróneamente se incluyen en ella. Un paso más y podremos decir sin excesiva extravagancia que el amor es un hecho poco frecuente y un sentimiento que sólo ciertas almas pueden llegar a sentir; en rigor, un talento especifico que algunos seres poseen, el cual se da de ordinario unido a los otros talentos, pero puede ocurrir aislado y sin ellos.
Sí, enamorarse es un talento maravilloso que algunas criaturas poseen, como el don de hacer versos, como el espíritu de sacrificio, como la inspiración melódica, como la valentía personal, como el saber mandar. No Se enamora cualquiera, ni de cualquiera se enamora el capaz. El divino suceso se origina sólo cuando se dan ciertas rigorosas condiciones en el sujeto y en el objeto. Muy potos pueden ser amantes y muy pocos amados. El amor tiene su ratio, su ley, su esencia unitaria, siempre idéntica, que no excluye dentro de su exergo las abundancias de la casuística y la más fértil variabilidad[178].
III
Basta enumerar algunas de las condiciones y supuestos del enamoramiento para que se haga altamente verosímil su extremada infrecuencia. Sin pretender con ello ser completos, podríamos decir que esas condiciones forman tres órdenes, como son tres los grandes componentes del amor: condiciones de percepción para ver la persona que va a ser amada, condiciones de emoción con que respondemos sentimentalmente nosotros a esa visión de lo amable y condiciones de constitución en nuestro ser o cómo sea el resto de nuestra alma. Porque, aun dándose correctamente las otras dos operaciones de percibir y de sentir, aún puede acaecer que este sentimiento no arrastre ni invada ni informe toda nuestra persona, por ser ésta poco sólida y elástica, desparramada o sin resortes vigorosos.
Insinuemos breves sugestiones sobre cada uno de estos órdenes.
Para ser encantados necesitamos ante todo ser capaces de ver a otra persona, y para esto no basta con abrir los ojos[179]. Hace falta una previa curiosidad de un sesgo peculiar mucho más amplia, íntegra y radical que las curiosidades orientadas hacia cosas (como la científica, la técnica, la del turismo, la de «ver mundo», etc.), y aun a actos particulares de las personas (por ejemplo, la chismografía). Hay que ser vitalmente curioso de humanidad, y de ésta en la forma más concreta: la persona como totalidad viviente, como módulo individual de existencia. Sin esta curiosidad, pasarán ante nosotros las criaturas más egregias y no nos percataremos. La lámpara, siempre encendida, de las vírgenes evangélicas es el símbolo de esta virtud que constituye como el umbral del amor.
Pero nótese que, a su vez, tal curiosidad supone muchas otras cosas. Es ella un lujo vital que sólo pueden poseer organismos con alto nivel de vitalidad. El débil es incapaz de esa atención desinteresada y previa a lo que pueda sobrevenir fuera de él. Más bien teme a lo inesperado que la vida pueda traer envuelto en los pliegues de su halda fecunda y se hace hermético a cuanto no se relacione, desde luego, con su interés subjetivo. Esta paradoja del interés «desinteresado» penetra el amor en todas sus funciones y órdenes, como el hilo rojo que va incluido en todos los cables de la Real Marina Inglesa.
Simmel —siguiendo a Nietzsche— ha dicho que la esencia de la vida consiste precisamente en anhelar más vida. Vivir es más vivir, afán de aumentar los propios latidos. Cuando no es así, la vida está enferma y, en su medida, no es vida. La aptitud para interesarse en una cosa por lo que ella sea en sí misma y no en vista del provecho que nos rinda es el magnífico don de generosidad que florece sólo en las cimas de mayor altitud vital. Que el cuerpo sea médicamente débil por defectos del aparato anatómico no arguye, sin más, defecto de vitalidad, como, viceversa, la corporeidad hercúlea no garantiza grandes energías orgánicas (así muy frecuentemente ocurre con los atletas).
Casi todos los hombres y las mujeres viven sumergidos en la esfera de sus intereses subjetivos, algunos, sin duda, bellos o respetables, y son incapaces de sentir el ansia emigratoria hacia el más allá de sí mismos. Contentos o maltratados por el detalle de lo que les rodea, viven, en definitiva, satisfechos con la línea de su horizonte y no echan de menos las vagas posibilidades que a ultranza pueda haber. Semejante tesitura es incompatible con la curiosidad radical, que es, a la postre, un incansable instinto de emigraciones, un bronco afán de ir desde sí mismo a lo otro[180]. Por eso es tan difícil que el petit bourgeois y la petite bourgeoise se enamoren de manera auténtica; para ellos es la vida precisamente un insistir sobre lo conocido y habitual, una inconmovible satisfacción dentro del repertorio consuetudinario.
Esta curiosidad, que es, a la par, ansia de vida, no puede darse más que en almas porosas donde circule el aire libre, no confinado por ningún muro de limitación —el aire cósmico cargado con polvo de estrellas remotas. Pero no basta ella para que «veamos» esa delicada y complejísima entidad que es una persona. La curiosidad prepara el órgano visual, pero éste ha de ser perspicaz. Y tal perspicacia es ya el primer talento y dote extraordinaria que actúa como ingrediente en el amor. Se trata de una especial intuición que nos permite rápidamente descubrir la intimidad de otros hombres, la figura de su alma en unión con el sentido expresado por su cuerpo. Merced a ella podemos «distinguir» de personas, apreciar su calidad, su trivialidad o su excelencia, en fin, su rango de perfección vital. No se crea por esto que pretendo intelectualizar el sentimiento de amor: Esa perspicacia no tiene nada que ver con la inteligencia, y aunque es más probable su presencia en criaturas de mente clara, puede existir señera como el don poético, que tantas veces viene a alojarse en hombres casi imbéciles. De hecho no es fácil que la hallemos sino en personas provistas de alguna agudeza intelectual, pero su más y su menos no marchan al par de ésta. Así ocurre que esa institución suele darse relativamente más en la mujer que en el hombre, al revés que el don intelecto, tan sexuado de virilidad[181].
Los que imaginan el amor como un efecto entre mágico y mecánico que en el hombre se produce, repugnarán que se haga de la perspicacia uno de sus atributos esenciales. Según ellos, el amor nace siempre «sin razón», es ilógico, antirracional y más bien excluye toda perspicacia. Éste es uno de los puntos capitales en que me veo obligado a discrepar resueltamente de las ideas recibidas.
Decimos que un pensamiento es lógico cuando no nace en nosotros aislado y porque sí; antes bien, le vemos manar y sustentarse de otro pensamiento nuestro, que es su fuente psíquica. El ejemplo clásico es la conclusión. Porque pensamos las premisas, aceptamos la consecuencia: si aquéllas son puestas en duda, la consecuencia queda en suspenso, dejamos de creer en ella. El porque es el fundamento, la prueba, la razón, el logos, en suma, que proporciona racionalidad al pensamiento. Pero, a la vez, es el manantial psicológico de donde sentimos brotar ésta, la fuerza real que lo suscita y mantiene en el espíritu.
El amor, aunque nada tenga de operación intelectual, se parece al razonamiento en que no nace en seco y, por decirlo así, a nihilo, sino que tiene su fuente psíquica en las calidades del objeto amado. La presencia de éstas engendra y nutre al amor, o, dicho de otro modo, nadie ama sin porqué o porque sí; todo el que ama tiene a la vez la convicción de que su amor está justificado; más aún: amar es «creer» (sentir) que lo amado es, en efecto, amable por sí mismo, como pensar es creer que las cosas son, en realidad, según las estamos pensando. Es posible que en uno y otro caso padezcamos error, que ni lo amable lo sea según sentimos ni real lo real según lo pensamos; pero es el caso que amamos y pensamos en tanto que es ésa nuestra convicción. En esta propiedad de sentirse justificado y vivir precisamente de su justificación, alimentándose en todo instante de ella, corroborándose en la evidencia de su motivo, consiste el carácter lógico del pensamiento. Leibniz expresa esto mismo diciendo que el pensamiento no es ciego, sino que piensa una cosa porque ve que es tal y como la piensa. Parejamente, el amor ama porque ve que el objeto es amable, y así resulta para el amante la actitud ineludible, la única adecuada al objeto, y no comprende que los demás no lo amen —origen de los celos, que, en cierto giro y medida, son consustanciales al amor.
No es éste, por tanto, ilógico ni antirracional. Será, sin duda, a-lógico e irracional, ya que logos y ratio se refieren exclusivamente a la relación entre conceptos. Pero hay un uso del término «razón» más amplio, que incluye todo lo que no es ciego, todo lo que tiene sentido, nous. A mi juicio, todo amor normal tiene sentido, está bien fundado en sí mismo y es, en consecuencia, logoide.
Me siento cada vez más lejos de la propensión contemporánea a creer que las cosas carecen de sentido, de nous, y proceden ciegamente, como los movimientos de los átomos, que un mecanicismo devastador ha elevado a prototipo de toda realidad[182].
Véase por qué considero imprescindible de un amor auténtico el momento de perspicacia que nos hace patente la persona del prójimo donde el sentimiento halla «razones» para nacer y aumentar.
Esta perspicacia puede ser mayor o menor, y cabe en ella ser vulgar o genial. Aunque no el más importante, es éste uno de los motivos que me llevan a calificar el amor de talento sus géneris que admite todas las gradaciones hasta la genialidad. Pero claro es que también comparte con la visión corporal y la inteligencia el destino de poder errar. Lo mecánico y ciego no yerra nunca. Muchos casos de anomalía amorosa se reducen a confusiones en la percepción de la persona amada: ilusiones ópticas y espejismos ni más extraños ni menos explicables que los que cometen a menudo nuestros ojos, sin dar motivo para declararnos ciegos. Precisamente porque el amor se equivoca a veces —aunque muchas menos de lo que se dice—, tenemos que devolverle el atributo de la visión, como Pascal quería: «Les poètes n’ont pas de raison de nous dépeindre l’amour comme un aveugle: II faut lui ôter son bandeau et lui rendre désormais la jouissance de ses yeux». (Sur les passions de l’amour).
Revista de Occidente, julio 1925.