SOBRE LOS ESTADOS UNIDOS
I
EN 1928, hablando en Buenos Aires, insinuaba yo para quien quisiese entenderme —el entender es una operación que depende mucho más de la voluntad que del entendimiento— algunas objeciones a los Estados Unidos. Era aquélla la fecha de su máximo triunfo. Apenas vuelto a España, en comienzos de 1929 comencé a escribir La rebelión de las masas, donde ataco ya de frente el tema y me revuelvo contra la opinión entonces imperante. La ceguera de la gente, incluso de los que presumían ser los «mejores», me causaba irritación y pena. La realidad de los Estados Unidos me parecía tan clara, compuesta de ingredientes tan sencillos, que juzgaba ilícita la ofuscación de las viejas cabezas europeas. Cada cual tiene obligación de poseer sus propias virtudes, sus virtudes titulares y no otras cualesquiera, sin afinidad con su condición fundamental. Así, estas viejas cabezas europeas no tienen derecho a ser ingenuas. La ingenuidad en el viejo se llama chochez. Las cabezas europeas vienen afilándose desde hace muchos siglos en el asperón de la historia y están obligadas a usar los ojos con agudeza, a no detenerse infantilmente en la superficie aparente, sino a perforar ésta y deshacer las ilusiones ópticas en que se complace la Naturaleza. Köhler, en sus estudios sobre los antropoides, ha demostrado que el tamaño de la inteligencia depende del tamaño de la memoria. Los europeos están obligados a ser muy inteligentes porque son los hombres actuales de la más larga memoria. De otro modo, sucumbirán, porque no es fácil que puedan poseer con plenitud las virtudes de la mocedad. Los pueblos nuevos pueden, sin grave riesgo, ser menos inteligentes porque son jóvenes.
Como paletos, los viejos europeos se colocaban con la boca abierta ante los Estados Unidos. Su ascensión portentosa, su exuberante riqueza, su eficacia no eran interpretadas como manifestaciones de una hora favorable que pasaba sobre un pueblo, sino como síntomas de una capacidad colectiva radicalmente superior a la de todos los pueblos que hasta ahora han existido. Se creía, ni más ni menos, que los norteamericanos habían colocado, de una vez para siempre, el nivel de la vida humana a una altura sustancialmente —y no sólo accidentalmente— superior, en virtud de lo cual ya no podrían pasar ciertos males —como crisis económica, etc. — que habían sido inexorable azote de las anteriores civilizaciones. Los norteamericanos, con su petulancia juvenil, decían esto, y al decirlo o creerlo estaban en su derecho. La juventud tiene derecho a creer que ella ha resuelto todos los problemas de la vida que las generaciones anteriores no consiguieron dominar. Si no creyesen esto, ¿cómo podrían vivir?, ¿cómo iban a sentir justificado su carácter, su ser de «nueva» generación? El que ha caído en la cuenta —descubrimiento esencial filosófico— de que la vida humana, toda vida humana, no puede existir sin justificarse ante sí misma, en el sentido rigoroso de que esa justificación constituye un componente esencial —imprescindible de toda vida—, posee una clave para muchos secretos de nuestra existencia. Individual o colectiva, la juventud necesita creerse, a priori, superior. Claro que se equivoca, pero éste es precisamente el gran derecho de la juventud: tiene derecho a equivocarse impunemente.
Los norteamericanos tenían derecho a decir y pensar que ellos eran y son sustantivamente superiores a los pueblos más viejos, pero los pueblos más viejos no tenían derecho a creerlo. Cuando aquéllos aseguraban que habían logrado para siempre la evitación de las crisis económicas con su «moneda dirigida», los economistas europeos no debieron pasar a creerlo. Y, sin embargo, lo aceptaron y se sobrecogieron ante aquella superioridad tan arrolladora como imaginaria.
El snobismo europeo se entregó con armas y bagajes al entusiasmo por los Estados Unidos y a la denigración del viejo continente. El snob aprecia una cosa, no por convicción directa de su valor, sino porque ve que es apreciada por los demás, esto es, porque ha triunfado ya o se presume que va a triunfar. Hay mucho de vileza en este snobismo.
Después de La rebelión de las masas se publicó el libro de Keyserling América, un libro lleno de intuiciones certeras. Yo quise entonces tratar el asunto en todo su desarrollo. Inicié la versión de ciertas obras que aportaban datos precisos e importantes sobre los cuales podía operar una rectificación de las ideas europeas en torno a Estados Unidos, entre ellas la de Carlota Lütkens —El Estado y la Sociedad en Norteamérica[157]. Apoyándome en todo ello, proyecté una larga serie de artículos bajo el título Los «nuevos» Estados Unidos, de los cuales sólo el primero apareció en La Nación, de Buenos Aires. Estos «nuevos» Estados Unidos significaban la «nueva» idea rectificada que sobre aquel país proponía yo a los europeos y suramericanos. No pude continuar el trabajo aquel. La política española se apoderó de mí, y he tenido que dedicar más de dos años de mi vida al analfabetismo. (La política es analfabetismo). Entretanto, los Estados Unidos, con una celeridad aún superior a mis cálculos, se han derrumbado como figura legendaria, y hoy todo el mundo sabe que sufren una crisis más honda y más grave que ningún otro país del mundo.
La ingenua apreciación de la realidad norteamericana por parte de los viejos europeos me causaba —he dicho— irritación y pena. Pero no he dicho que me causase sorpresa. Porque sé de dónde viene el error y por qué el europeo se coloca ante un hecho como los Estados Unidos intelectualmente indefenso.
Se trata de una añeja manía mía, de uno de los temas más antiguos y constantes en mi pensamiento: la ignorancia que se padece sobre una categoría histórica de primer orden, y, sin embargo, nunca estudiada a fondo. Esa categoría es «el mundo colonial». Ya en mi primer viaje a Buenos Aires, en 1916, toqué este asunto en mi primera conferencia en la Facultad de Filosofía cuando presentaba yo la aparición de la filosofía en la tierra «como una aventura colonial». La filosofía, que es un hecho griego, no brota, sin embargo, en Grecia, sino en las colonias asiáticas e italianas de Grecia.
Una vez y otra he insistido para atraer la atención de los meditadores ante este gran modo de vida humana que aparece en las altitudes más diversas de la historia, y que se llama «vida colonial». ¿Por qué no se ha estudiado este gigantesco fenómeno en toda su amplitud? No se trata de la «colonización», que es lo menos interesante y el preámbulo de los demás: se trata de la «existencia colonial» después de la estricta colonización. Para ir a fondo en el tema, fuera menester investigar todas las áreas del globo y todas las grandes etapas históricas. Pero aun sin penetrar en las formas coloniales de Oriente —de los malayos, por ejemplo—, aun reduciéndonos a nuestra porción occidental, tendríamos que comparar estos diferentes estadios: la colonización griega, la romana, la de los árabes, la de Europa en Norte y en Suramérica, la de Australia, la africana (Rhodesia). La variedad de estas manifestaciones nos permitiría extraer la figura típica de la vida colonial. Entonces notaríamos que tras ese nombre se oculta una forma específica de existencia humana que posee su fisiología y su patología propias.
Luz, 27 de julio de 1932.
II
Habría, pues, que definir la «vida colonial» no como ha sido acá o allá, sino en su estructura esencial, aislando el núcleo de atributos que tiene y ha tenido siempre, cualesquiera sean los pueblos que la han vivido y los tiempos en que se produjo. Claro es que pueblos y tiempos tonalizan variamente aquel núcleo, siempre idéntico. Pero lo importante sería fijar éste con toda claridad, dejando en segundo término, los tonos y matices diversos. Aun reducida la cuestión a América —decía yo en Buenos Aires hace muchos años—, es preciso descender al hecho común americano más allá de las diferencias de norte; centro y sur. El asunto urge porque pronto va a dejar América de ser «vida colonial».
Con esto insinúo ya mi primer carácter de esta forma de vida humana; que es sólo etapa, período, momento hacia otra. La «vida oriental», la «vida antigua», la «vida europea», duraron o durarán más o menos milenios, pero aunque no quedasen de ellas rastro serían en sí mismas imperecederas, intransitorias, por la sencilla razón de que no son tránsito a otra vida, sino que terminan dentro de sí mismas. La vida colonial, en cambio, lleva dentro de sí la inexorable condición de desembocar en otra forma de vida que es ya estable —la vida autóctona.
Con esto nos hallamos ya en un segundo carácter: la vida colonial es la no autóctona. Es decir, que el hombre que la vive no pertenece al espacio geográfico en que la vive. Pero dicha así, la cosa no está clara. Porque no toda emigración, no toda invasión es colonización. No basta, pues, que un pueblo caiga en un espacio distinto de aquel en que nació y se desarrolló para que se produzca el fenómeno «colonia». Hay una forma histórica de incongruencia entre hombre y espacio o tierra que es precisamente lo inverso de una colonización. Cuando los bárbaros pasan el limes romano y se instalan en aquellas tierras hipercivilizadas, no sólo pasan de un espacio a otro, sino de un tiempo a otro. La tierra no es sólo espacio, sino tiempo. Cada tierra está en un cierto estadio de «cultivo», de civilización, según sean los hombres autóctonos que la habitaban. La inseparabilidad de espacio y tiempo que la Física actual nos enseña vale también para la historia y la geografía. Cuando el bárbaro entra en tierra romana pasa súbitamente de una tierra históricamente más joven a una tierra históricamente más vieja. El bárbaro, pues, se avejenta de modo automático y traspasa su mocedad a las viejas razas invadidas por él. Sufre el anacronismo entre la edad de su organismo vital —que es juvenil— y la de la tierra donde irrumpe, que es senescente.
Este factor de anacronismo es el que da todo su valor al carácter de no-autoctonía anejo a la «vida colonial». Sólo que aquí el anacronismo es inverso: hombres de pueblos viejos y muy avanzados en el proceso de su civilización caen en tierras menos civilizadas, es decir, históricamente más jóvenes. David se acuesta con la Sunamita. El colonizador se rejuvenece de modo automático.
Por lo pronto, no hay que pensar en ningún influjo misterioso de la tierra nueva a que el colonizador llega. Lo que esta tierra tiene de nueva es que, relativamente a las capacidades del emigrante, está vacía, esto es, inexplotada. La habita una raza tan distante en altitud humana del recién llegado, tan inferior, que éste no siente su presencia como si conviviese con él. Su impresión es de soledad en medio de espacios inmensos, atestados de promesas. Además, de hecho han solido ser las áreas coloniales de muy escasa población nativa.
Con esto basta para explicar el rejuvenecimiento. Imagínese el lector trasladado solo o con pocos de sus afines a un territorio muy remoto, de enorme extensión y deshabitado. Llega con las superiores técnicas intelectuales que una civilización muy desarrollada ha puesto en él y con algunos de los instrumentos eficientísimos que esa civilización ha creado. En cambio, los problemas de su vida cambian. En la metrópoli eran éstos los propios de una civilización avanzada; en la tierra nueva tiene que volver a plantearse los problemas más primitivos. Es decir, que su existencia colonial consiste en el anacronismo entre un repertorio de medios muy perfectos y un repertorio de problemas muy simples. Sin perder ninguna definitiva ventaja, ha descendido unos siglos abajo, se ha instalado en una zona vital más fácil. Consecuencia: sentimiento de prepotencia. El mismo hombre se siente en la nueva tierra más capaz que en la antigua. Primer síntoma de juventud: sentir sobra de poderío. En rigor, petulancia. ¿No es extraña la coincidencia de todas las colonias —cualesquiera fuesen los pueblos originarios y las civilizaciones matrices—, la coincidencia en la petulancia?
Pero mientras la exuberancia de los medios en comparación con los problemas reanima al hombre colonial, insuflándole una sensación de prepotencia, acontece que el primitivismo de los problemas, del medio vital en que cae —la selva, el campo «virgen», la soledad—, tira de él hacia atrás, hacia lo primitivo.
A los cinco o seis años —y no más— de vivir en la tierra nueva y solitaria, el lector y sus afines notarían una extraña simplificación de su ser. Los refinamientos íntimos, las complejidades, se habrían atrofiado por completo al no ser refrescados por el uso, y las reacciones elementales solicitadas por el contorno se robustecerían sorprendentemente. El colonial es siempre, en este sentido, un retroceso del hombre hacia un relativo primitivismo en cuanto afecta al fondo de su psique, pero conservando un outillage material y social —es decir, cuanto afecta al orden externo— de plena modernidad. Esta duplicidad que le proporciona su constitucional anacronismo produce la ilusión óptica en que ahora ha caído Europa al juzgar a los Estados Unidos.
Insisto en que el cambio producido en el hombre por el nuevo medio colonial es como fulminante. Me parece errónea la tendencia del siglo pasado a exigir largos períodos para explicar estas modificaciones. Yo he procurado reunir datos sobre los primeros años de las colonias hispanoamericanas con ánimo de fijar cuándo se inicia en el hombre viejo metropolitano la conversión en el nuevo hombre colonial. Y con gran sorpresa voy averiguando que ni siquiera es preciso aguardar a la primera generación nacida ya en el nuevo espacio, sino que el mismo colonizador, si permanece unos años tierra adentro, sin frecuente contacto con nuevas promociones de emigrantes, comienza a los cinco o seis años a ser un ente distinto del que era.
Últimamente leía yo el minuciosísimo libro de Fray Pedro de Aguado que se titula Historia de la Provincia de Sancta Marta y nuevo reino de Granada. Se advierte que el autor ha conocido a los colonizadores de la primísima hora y que de ellos ha recibido directamente las noticias. Pues bien: en cuanto su historia avanza cinco años desde el primer paso en la conquista de estas tierras, el lector —aunque, claro está, no el autor— nota que los personajes a quienes conoce desde las primeras páginas se han vuelto fauna imprevista. Son ya otras gentes. Empezando porque visten ya de un modo original impuesto por la adaptación a las nuevas necesidades. El soldado no necesita la pesada coraza contra las flechas de los indios. Es más sencillo y eficaz rodearse el cuerpo con una felpa guatada que embota los acentos circunflejos de las saetas. Para un español recién llegado, aquellos compatriotas que acaso habían sido en la Península sus amigos, se habían hecho, hasta en su aspecto físico, unos seres extraños al presentarse con tan fantástico atuendo. Pero son más graves e interesantes las modificaciones íntimas. Estos emigrantes de hace un quinquenio se sienten ya unidos al nuevo terruño, han quedado adscritos a él, y viceversa, lo creen suyo. Un sorprendente «patriotismo» colonial germina ya en ellos, y dentro de él se percibe ya el fermento separatista. Tienen sus usos nuevos, y, sin embargo, suficientemente consolidados, otra moral, otras valoraciones. Todo ello se expresa en una evidente antipatía y un sorprendente desprecio hacia los que llegan de refresco y son llamados «chapetones». Esta vertiginosidad del cambio parecerá increíble. También a mí me lo parecía, pero si el lector es curioso e investiga con ojo avizor los primeros años de toda colonia, se encontrará casi seguramente con datos que le fuercen a reconocer la subitaneidad de la transformación. Es más: no creo imposible que por medios ingeniosos, pero fehacientes, se consiguiera demostrar que basta ese primer lustro de existencia propiamente colonial —esto es, posterior a la estricta conquista— para que se inicie la mutación fonética y léxica en el lenguaje. Es decir, que el criollismo idiomático comienza, desde luego, a brotar y que no es necesario esperar el transcurso de varías generaciones. Todo ello confirmaría que no valen para el fenómeno colonial las mismas leyes que rigen en las otras formas de emigración y mezcla de pueblos.
Luz, 29 de julio de 1932.
III
Según nuestra ecuación, el hombre colonial es el hombre de una raza antigua y avanzada cuya intimidad ha recaído en el primitivismo, mientras su dintorno vital goza de plena civilización. Este anacronismo viviente, esta duplicidad constitucional, motiva la perenne ilusión óptica que el americano produce. Nuestra sinceridad advierte, queramos o no, una extraña desazón en el trato con él. Ninguna de las posturas que ante él adoptamos es suficiente. Siempre tenemos que completarla con la contraria. Y es que las dos zonas de su ser, la periférica y la íntima, tienen distinta cronología.
Hay una imagen errónea que desorienta nuestra comprensión del hombre en general. Suponemos que la personalidad humana se forma partiendo de un núcleo central, que es lo más íntimo de ella, el cual, creciendo, engrosándose y perfeccionándose, llega en su periferia a constituir nuestro yo social, aquello de cada uno de nosotros que da hacia los demás. La verdad, sin embargo, ha sido siempre lo contrario. Lo primero que del hombre se forma es su persona social, el repertorio de acciones, normas, ideas, hábitos, tendencias, en que consiste nuestro trato con los prójimos. Y puede llegarse —es precisamente el caso del americano— a poseer una personalidad social muy civilizada, muy estimable y llena de virtudes, o al menos destrezas cuando aún la intimidad casi no existe. Tendríamos entonces que la persona podría representarse por una esfera hueca. La pared de la esfera —el espíritu social de la persona— es más o menos gruesa, pero, al cabo, tras ella hay un vacío central. Conforme progresa la plenificación de su cultura personal, la pared crece hacia dentro, va creando capas más internas del individuo. El término ideal del desarrollo sería que la esfera espiritual en que consiste la persona fuera maciza y compacta.
Nótese que ambas espiritualidades, la periférica y la íntima, son de muy distinto rango. Aquélla está integrada por lo recibido y mostrenco. Son las ideas que piensa todo el mundo, los impulsos de conducta que el ambiente imprime en todos por igual, las preferencias y repulsiones comunes. Se trata, pues, de la forma inferior de espiritualidad, en que ésta se confunde casi con lo mecánico. En cambio, la intimidad comprende sólo los pensamientos que el individuo crea o recrea por sí, las actitudes morales que nacen con plena independencia en la soledad original de su ser, aparte de los prójimos. Todo esto, que es lo más valioso, última potencia del espíritu, es lo que tarda más en formarse dentro de la persona, y es lo que estimamos. En definitiva, se trata de los criterios decisivos —intelectuales, morales, etc.—; sólo cuando el hombre posee en su fondo estos criterios propios, firmes, que son su sustancia inalienable, decimos que es plenamente una persona. El que sólo posee el repertorio de modos recibidos sólo funcionará con corrección en las situaciones rutinarias previstas por ese repertorio. Colocadlo en una circunstancia nueva, y no sabrá qué hacer, su reacción será torpe, porque no puede recurrir al fondo creador de sus criterios propios.
En los pueblos primitivos, como es sabido, no existe la persona individualizada. Todos los salvajes de una tribu son espiritualmente iguales. Dirán las mismas cosas, sentirán idénticos apetitos, se comportarán de parejo modo. Habrá entre ellos diferencias temperamentales, pero no espirituales. La reacción intelectual del uno ante cualquier problema será la misma que la del otro. La razón de esto es que el salvaje no tiene intimidad, que es esfera hueca, persona social y nada más. Por eso nos presentan el tipo de hombre estandardizado.
Que el norteamericano sea un hombre standard no obedece, pues, a ninguna condición peculiar ni de la forma de su civilización ni de su sistema educativo, sino que es síntoma inmediato de su primitivismo. Sufre todavía este hombre de vacío interior. Cuando en nuestro trato con él avanzamos de lo externo hacia su intimidad advertimos claramente que pierde valor lo que de él vemos. Por lo mismo, no es tampoco nada peculiar la impresión de vacuidad que deja en nosotros el tipo medio de la mujer norteamericana. Contrasta sorprendentemente el pulimento físico de su cuerpo y aderezo exterior, la energía y soltura de sus maneras sociales con su nulidad interna, su indiscreción, su frivolidad e inconsciencia. Al ensayar el europeo intimar con una de estas mujeres, cuyo dintorno es tal vez el más atractivo que hoy existe en el mundo, realiza la experiencia de laboratorio que mejor confirma la doctrina sustentada por mí. Porque el amor es precisamente un viaje hacia lo íntimo, es el afán de abandonar la periferia del ser amado que se ofrece por igual a todo el mundo y apoderarse de su intimidad latente, secreta, que sólo a uno puede entregarse. Y la experiencia desoladora que hace ese europeo enamorado de la norteamericana es que al dejar atrás la persona social de la mujer —lo que antes he llamado la pared de la esfera—, en el momento, a un tiempo delicioso y dramático, de capturar la intimidad espiritual de la amada se encuentra con que no existe, con que lo que ha dejado atrás es lo único que hay. La mujer norteamericana es el ejemplo máximo de la incongruencia entre la perfección del haz externo y la inmadurez del íntimo, característica del primitivismo americano.
Sería un defecto del lector y no mío que subentendiese bajo estas calificaciones censura o desestima del modo de ser americano. Con el mismo derecho podía entenderse en sentido peyorativo el atributo de juvenilidad aplicado a una persona. Porque es evidente que, entendido a fondo este atributo, junto a las envidiables virtudes de la juventud designa también su constitutiva manquedad. Ser joven es no ser todavía. Y esto, con otras palabras, es lo que intento sugerir respecto a América. América no es todavía.
Por eso, en medio de grandes aciertos, considero un error que Keyserling se coloque ante América del Norte o América del Sur e intente decirnos lo que son, como si se tratase de pueblos viejos cuyo espíritu es ya macizo y vive desde el centro radical de sí mismo. Este error le lleva a tomar como rasgos característicos modos transitorios y mostrencos de la vida colonial. ¿Es tan seguro, por ejemplo, que el americano del Sur esté constitutivamente unido a la tierra mientras el del Norte no tiene relación profunda con ella? ¿Hubiera dicho lo mismo Keyserling si su viaje hubiese acontecido en 1860? No; todavía no se puede definir el ser americano por la sencilla razón de que aún no es, aún no ha puesto irrevocablemente su existencia a un naipe, es decir, a un modo de ser hombre determinado. Aún no ha empezado su historia. Vive la prehistoria de sí mismo. Y en la prehistoria no hay protagonistas, no hay destino particular, domina la pura circunstancia. América no ha sido hasta ahora el nombre de un pueblo o de varios pueblos, sino que es el nombre de una situación, de un estadio: la situación y el estadio coloniales.
De aquí que me pareciese imperdonable la confusión padecida por Europa al creer que América podía representar una norma nueva de vida. Es como si el viejo, ante la nueva generación, dijese: «¡Diablo, estos chicos han inventado una cosa inaudita y formidable: los veinte años!» En efecto, esto es lo único que nos sería conveniente imitar de América, su mocedad, pero es al mismo tiempo lo que, desgraciadamente, no se puede imitar. En cambio, Norteamérica va a comenzar ahora a imitarnos en lo más fundamental: a hacer historia, a entrar en las angustias que a todo pueblo esperan más allá de la etapa primitiva. Porque, no se le dé vueltas, vida colonial quiere decir, ante todo, vida ex abundantia, e historia, vida precaria, vida bajo la presión inexorable de un destino limitado.
Luz, 30 de julio de 1932.