4. Aiden
Aiden era un hombre que adoraba la vida familiar. Incluso viviendo con su hermano en un apartamento de solteros encima de un bar, había conseguido dotar a la casa de un aspecto hogareño. Le encantaba cocinar, así que se había pasado la mañana entre fogones, denegando sistemáticamente la ayuda que Gabriel le ofrecía y que por experiencia no haría sino entorpecer su trabajo. Con rigor profesional vigilaba el pavo que se asaba en el horno mientras preparaba la salsa de arándanos y daba el último toque decorativo a una tarta de calabaza, todo bajo la atenta mirada de su hermano y de Aurora. Si era sincero consigo mismo, tenía que esforzarse en no desconcentrarse de su cometido en la cocina para mirarla. A pesar de que estaba acostumbrado a verla lucir bella y sexi en el bar, el hecho de tenerla en su apartamento y de que pareciera mucho más cercana tenía el poder de ponerle muy nervioso. Y lo mismo le pasaba a Gabriel, aunque tampoco lo reconocería. La noche en la que la había conocido había sido la última ocasión en la que habían hablado de ella… Tratándose de cualquier otra chica, hubiera sido que ninguno de ellos estaba interesado en ella. En el caso de Aurora, era justo lo contrario, pero ninguno parecía dispuesto a dar el primer paso a una conversación que sería incómoda y en la cual uno de los dos podía salir perdiendo. Por ello intentó concentrarse en la cocina, aunque sabía que le sería muy difícil.
Una hora más tarde, Aiden seguía asombrado con Aurora. Definitivamente, parecía otra. En el bar solía estar tan concentrada en su trabajo que, a pesar de que conversaban con frecuencia, jamás lo hacía de aquel modo. Siempre le gustaba hablar con ella porque era irónica, ingeniosa y divertida; pero ahora descubría también que, cuando no estaba con la guardia puesta, era muy amable, incluso dulce, como cuando le sacó de sus cavilaciones al comentar:
—Estaba todo delicioso.
—Lo cierto es que es genial cocinar para una chica que lo valore. Las escasas ocasiones en que he invitado a alguna, ha rechazado la mitad de lo que he preparado porque estaba a régimen.
Aurora rio y comentó:
—Eso es porque me encanta comer. Aunque una compañera de la academia, Christie, con la que hago todos los trabajos, me recuerda a todas horas que debería hacer dieta y perder unos cuantos kilos, por no decir bastantes.
—¿Dieta?
La pregunta salió de los dos hermanos a la vez y ella se explicó:
—La exuberancia no está de moda.
Los dos hermanos intercambiaron una mirada cómplice. A ninguno de los dos les gustaban las chicas flacas, y la idea de pensar que Aurora hiciera dieta para perder aquellas seductoras curvas se les antojaba ridícula. Así que Gabriel bromeó pícaramente:
—Pierde un solo kilo y te despido…
—¿Y eso por qué?
—Porque la exuberancia sí está de moda en mi bar.
—Completamente de acuerdo —corroboró su hermano.
Aurora rio halagada y el calor bañó sus mejillas; así que cambiando de tema comentó:
—Aiden, Estoy sorprendida con que seas un genio de la cocina.
Él sonrió halagado, pero preguntó:
—¿Por qué te sorprende tanto?
—No recuerdo que en ninguna película muestren a un detective de la policía de Nueva York que sea a la vez buen cocinero.
—Pues lo cierto es que lo es —corroboró Gabriel—. El día que encuentre novia y me abandone no sé qué voy a comer.
—Para eso falta mucho tiempo —comentó Aiden, temiendo que Aurora pudiera pensar que estaba comprometido.
—No estoy tan seguro —replicó Gabriel—. Todas las chicas que te conocen quieren acabar casadas contigo y viviendo en un bonito adosado en Nueva Jersey; así que algún día cederás y yo me quedaré solo ante una triste fiambrera que espero que me dejes preparado una vez por semana.
—Los adosados de Nueva Jersey son muy bonitos y no están mal como plan de futuro, hermanito —ironizó su hermano.
Aurora no pudo evitar pensar que no le agradaba la idea de Aiden encontrando a una mujer con la que compartir su vida. No es que ella fuera a terminar viviendo el sueño americano con él, pero una parte incontrolable de ella le hacía incapaz de imaginarle en brazos de otra mujer… Después miró a Gabriel y supo que saber que él estaba con una chica le causaría el mismo efecto, así que le preguntó temerosa:
—¿Así que en unos años los dos viviréis en Nueva Jersey en bonitos adosados contiguos?
El aludido sonrió de aquella manera que le encantaba y respondió rápidamente:
—No, yo seguiré viviendo aquí, encima de mi querido bar, haciendo exactamente lo mismo que ahora, porque me encanta.
Aurora pensó que eso era lo que había imaginado que Gabriel desearía. Por ello comentó:
—Dos hermanos, dos planes completamente diferentes. Parece que solo os parecéis en lo físico, chicos…
Ellos rieron, pero Aiden intercambió una mirada cómplice con su hermano, que se atrevió a preguntar:
—¿Qué me dices, Aurora? ¿Cuál de los planes te gusta más? ¿Casa en Nueva Jersey o seguir en Manhattan?
Ella le miró pensativa. Gabriel tenía una expresión fingidamente inocente que le hizo comprender por qué no debía haber muchas mujeres capaces de resistirse a su encanto. Sin embargo, desde que la invitara a su casa se había estado repitiendo a sí misma que solo sería una comida entre amigos y que bajo ninguna excusa dejaría que su imaginación se implicara con cualquiera de los dos guapísimos y tentadores hermanos. Y todavía menos que el ambiente hogareño la confundiera. Hacía tantos años que nadie había cocinado para ella, que no había compartido una comida casera alrededor de una mesa... Se sentía como en casa, pero se obligó a recordarse a sí misma que solo era la camarera de Gabriel, no su novia o la de Aiden, y que no podía dejar que su mente y todavía menos su corazón se imaginara lo contrario. Por ello se limitó a responder:
—No lo sé, nunca hago planes.
Aiden rio y comentó:
—Serías buena en un interrogatorio.
Gabriel, sin embargo, no se dio por vencido. A pesar de que era consciente de la pésima idea que representaba acercarse a Aurora, había algo en él que le incitaba a continuar, así que insistió:
—¿Seguro que no tienes ningún plan?
Aurora clavó su mirada verde en la suya, intentando dilucidar lo que él quería saber realmente. A pesar de que a veces parecía que Gabriel se sentía atraído por ella, seguía siendo su jefe y era el primero que había establecido las reglas de su relación nada más conocerla. Pero sabía que no se daría por vencido fácilmente en su pregunta, así que respondió con la sinceridad de una amiga y le preguntó a su vez:
—¿Sabéis toda esa gente que hace planes y después pide a Dios que la ayude a conseguir lo que quiere?
Ambos asintieron y ella continuó diciendo:
—Yo también lo hacía, hasta que me comprendí que no había nadie escuchando. Nadie que observara lo que hacía, que me juzgara, que me premiara o que me castigara. Que, simplemente, la vida es como uno de esos tableros de juego en los que vas saltando de casilla en casilla. A veces, la suerte nos lleva a casillas llenas de momentos perfectos; otras, en cambio, terminamos en casillas llenas de sufrimiento que pueden incluso acabar con nuestras vidas. Así que entendí que no tenía mucho sentido preocuparme por mi futuro, porque los dados del destino se encargarían de llevarme a la casilla que ellos marcaran. De ahí que no pueda darte una respuesta sincera de dónde estaré en unos años, porque ni siquiera sé lo que haré en unos meses.
Los dos la miraron boquiabiertos, no tanto por sus palabras sino por la tristeza que emanaba de sus ojos y el cansancio que denotaban sus palabras, tan poco acordes con su edad. Ella intuyó lo que estaban pensando y se disculpó, algo avergonzada:
—No debí tomar esa tercera copa de vino, he hablado demasiado.
—No pasa nada, pero lo que has dicho es muy profundo… —comentó Gabriel.
—Demasiado profundo para una cena de Acción de Gracias. De hecho, si no quieres que deprima a toda tu clientela con mis disertaciones filosóficas, debo tomar un café doble lo antes posible —ironizó Aurora, volviendo a ser la de siempre.
—Yo te lo prepararé —se ofreció Gabriel, aun afectado por lo que la tristeza que durante unos momentos habían mostrado sus ojos.
—Puedo hacerlo yo, si me dices donde está la cafetera.
—No, Aiden y yo tenemos un pacto: él cocina y yo me encargo de los cafés —se explicó.
—En ese caso, gracias —aceptó suavemente Aurora.
Gabriel se marchó a la cocina y ella bromeó:
—Creo que en ese pacto con tu hermano sales perdiendo. Toda una mañana cocinando a cambio de que Gabriel dedique cinco minutos a preparar cafés.
Aiden esbozó una sonrisa de satisfacción y esta vez fue el que se lanzó contestando:
—Normalmente, sí. Pero gracias a ese pacto hoy me he quedado a solas con nuestra bella invitada…
Ella le miró y, durante unos segundos, sintió que todo su cuerpo se tensaba y que su corazón palpitaba rápidamente. A pesar de que Gabriel era quien solía despertar más sus instintos, la combinación perfecta de atractivo físico, inteligencia, dulzura y dotes culinarias que tenía Aiden era igual de letal. Por ello susurró:
—Llegas tres copas tarde para eso.
—¿Y eso por qué? —preguntó él mientras se atrevía a jugar con uno de sus rizos.
El gesto cariñoso tuvo el poder de hacerla temblar, pero contestó:
—Una copa me vuelve simpática, dos te darían una oportunidad, tres me vuelven una bruja filosófica que pasa de los chicos…
Aiden clavó su mirada azul en la suya y supo que mentía, pero también que no era el momento de insistir, más cuando Gabriel apareció con los cafés. En silencio soltó el cabello de Aurora ante la mirada interrogativa de su hermano y se limitó a encogerse de hombros mientras él servía el café.
Cuando terminaron, Gabriel comenzó a recoger las tazas. Aurora se levantó y se dirigió hacia la puerta preguntando:
—¿Estás seguro de que no quieres que os ayude a recoger?
—No, eres nuestra invitada y, además, pronto habrá clientes a los que atender. Pero en cuanto terminemos de recoger, bajaremos y podemos tomarnos una copa —propuso Aiden.
Aurora sonrió. Aquella velada había sido la mejor que había tenido en años, así que la perspectiva de alargarla sonaba perfecta. Con dulzura comentó:
—De nuevo muchas gracias por cocinar, estaba todo buenísimo.
Aiden le devolvió la sonrisa y se acercó a ella, justo para comentar pícaramente:
—De nada. Por cierto, no sé si eres consciente de que estamos debajo del muérdago.
—¿Muérdago? Todavía no estamos en Navidad —protestó ella, extrañada.
Él se encogió de hombros con fingida inocencia y respondió:
—Lo sé, pero me encanta decorar la casa con tiempo. Y el muérdago es parte de la decoración.
Aurora se mordió el labio, divertida, y preguntó coquetamente:
—¿Me ha tendido una trampa, detective?
—Puede… —contestó con suavidad él—. Así que supongo que por eso estás eximida de cumplir la tradición.
Mientras lo decía, Aurora se perdió en sus ojos claros y en la dulzura con la que la miraba. Por ello, antes de darse ni siquiera cuenta de lo que hacía, las palabras brotaron de sus labios diciendo:
—La tradición es la tradición
Entonces, ante la mirada asombrada de Aiden, posó impulsivamente sus labios con delicadeza sobre los de él. Era un beso dulce, lleno de ternura y a la vez capaz de despertar una fuerte pasión en él. Cuando se separaron y antes de que pudiera decir nada, la voz de Gabriel, que había contemplado la escena desde la puerta de la cocina sin atreverse a decir nada, se oyó decir entre irónica y expectante:
—Si me pongo debajo del muérdago, ¿Me besarás a mí también?
Aurora le miró, todavía con el corazón latiendo a mil por hora por lo que aquel casto beso había despertado en su interior. Había besado a Aiden siguiendo un impulso, pero lo cierto es que algo en ella se había despertado y le había hecho desear profundizar mucho más aquel contacto. Y por ello, lo que menos necesitaba ahora era besar a Gabriel, al que ya solía desear sin que sus labios se hubieran juntado jamás. Así que, intentando ocultar su turbación, denegó con la cabeza mientras sonreía seductoramente, y él protestó:
—¿Por qué yo no tengo beso? Me he encargado de los cafés…
—Porque trabajo para ti y no quiero que me despidas. Son tus normas, jefe… —ironizó Aurora con un fingido mohín de inocencia.
Aiden rio por el comentario y Gabriel contestó a su pesar:
—Supongo que me lo merezco.
Ella asintió con una dulce sonrisa y comentó mientras se marchaba:
—Os veo abajo. Gracias por recoger.
Cuando cerró la puerta tras de sí, Aiden se apoyó contra ella y mirando fijamente a su hermano comentó:
—Sexi, guapa, lista, besos increíbles incluso cuando son solo de agradecimiento debajo del muérdago… ¿Me vuelves a recordar por qué no puedo intentar nada con ella?
—Lo haré en cuanto termine de recordármelo a mí mismo —musitó Gabriel, todavía alterado de que fuera Aiden el que se hubiera llevado el beso de Aurora.
Los dos hermanos intercambiaron una mirada cómplice y Aiden propuso:
—Será mejor que comencemos a recoger.
—¿Por qué así podrás bajar antes a ver a Aurora?
—Tú lo has dicho, hermanito.
Gabriel esbozó una mueca de fingida paciencia y masculló para sus adentros:
—En ese caso me aseguraré de que tardes mucho en poder bajar.