Capítulo 3 

Cuando Robbie llegó a la puerta de la casa, sintió ganas de darse la vuelta y marcharse. Pero, entonces, recordó el rostro ilusionado de Kiefer y no pudo hacerlo. Sabía lo que era luchar para integrarse con la gente. Él había tenido siempre la misma sensación con sus propios hermanos.

Había tantos coches aparcados en los alrededores que casi podría haberse hecho una exposición. Los amigos de sus padres eran acaudalados como ellos, y no perdían la menor oportunidad para demostrarlo, ya fuera en los coches que se compraban o en los purasangres que adquirían.

Señorito Robbie, qué alegría verlo, no sabíamos si lo veríamos por aquí esta noche —dijo Betsy Fuller, una de las criadas de los Preston, abriendo la puerta vestida con el mismo uniforme sencillo de siempre, un uniforme que, en realidad, ocultaba la privilegiada posición económica de aquella mujer, que llevaba años trabajando en una de las casas más grandes del estado. 

Betsy siempre había hecho gala de una gran diplomacia. A pesar de todo el tiempo que llevaba al servicio de su familia, nunca había hecho el menor intento de inmiscuirse en los asuntos de los Preston. En lo que tenía que ver con Robbie, nunca había hecho comentario alguno sobre sus intermitentes ausencias. Siempre tenía una sonrisa en los labios y los brazos abiertos para cualquiera que llamara a la puerta de los Preston, y Robbie le tenía mucho cariño por todo ello.

No sabía que había una fiesta esta noche, de lo contrario me habría puesto más guapo —dijo Robbie viendo, detrás de Betsy, el recibidor lleno de candelabros encendidos, confiriéndole al lugar un aire festivo a pesar de la elegancia y seriedad de la decoración.

La cena todavía no había empezado. Eso quería decir que los invitados debían de estar tomándose una copa en la terraza. Tenía que intentar coincidir con su familia lo menos posible.

Si te das prisa, puedes subir a cambiarte sin que nadie se dé cuenta —dijo Betsy consultando su reloj.

Gracias, pero no voy a quedarme mucho. He venido para hablar un momento con Amanda Emory, si es que ha venido —dijo entrando en la casa y mirando a su alrededor para comprobar que no hubiera nadie conocido por allí—. ¿La conoces ya? 

Por supuesto —respondió Betsy un poco ofendida—. Está en la parte de atrás, tomándose una copa con los demás. Venga, hijo, ¿por qué no subes y te cambias?

Aunque se había ido a principios de semana, Robbie había dejado parte de su ropa allí, de modo que tenía la posibilidad de hacer caso a Betsy y arreglarse un poco. Pero no quería hacerlo. No quería que nadie pensara que había perdonado el desaire que le había hecho su familia.

No, gracias —insistió, lamentando decepcionar a Betsy, que siempre lo había tratado con mucha consideración, que nunca había hecho distinción entre sus hermanos y él—. ¿Me harías el favor de ir a decirle que estoy aquí y que necesito hablar con ella un momento? Te prometo que será muy rápido, no llegará tarde a la cena.

Betsy asintió con una sonrisa, guardándose su opinión para sí.

Desde luego, señorito Robbie.

Betsy desapareció en el interior de la casa. Robbie empezó a dar vueltas por el vestíbulo. Le llegaba un vago rumor de violines, y empezó a observar detenidamente los retratos de caballos que llenaban las paredes. En el resto de las habitaciones de la casa había fotografías familiares, pero el recibidor siempre había estado decorado con retratos de caballos desde que tenía uso de razón. La tradición la había iniciado su abuelo. En uno de ellos, se lo veía a su abuelo con Clare, la primera yegua que había comprado y que le había hecho ganar su primer gran trofeo.

Junto a él, estaba la fotografía del viejo Barley, que le había dado a su abuelo el triunfo en Saratoga y le había permitido contar con el dinero suficiente para trasladar a toda la familia a Kentucky. Las paredes estaban llenas de los retratos de los caballos que, en algún momento de la historia de los Preston, habían significado algo especial. No había muchos retratos de los caballos de la otra rama de la familia, la encabezada por el hermano de su padre, David, que vivía en Hunter Valley, en Australia.

¿Robbie?

Aunque estaba esperándola, la voz de Amanda le sorprendió.

Al darse la vuelta, vio ante él a la mujer más atractiva que había visto en toda su vida. Ya había visto antes su precioso cabello oscuro, sus profundos y expresivos ojos, pero aquel vestido… No había forma humana de no fijarse en las sinuosas curvas de su cuerpo, delineadas por el ajustado vestido de noche azul que llevaba.

Era demasiado para él.

Siento haberte pedido que vinieras, seguro que te lo estabas pasando muy bien allí dentro —dijo intentando sobreponerse a la tremenda impresión que le estaba causando—. No te retendré mucho tiempo. 

Robbie esperó unos segundos a que Amanda pusiera alguna excusa para no hablar con él, o para que se alejara sin decir nada, como había hecho el día en que se habían conocido junto a los establos. Además, cada vez estaba más convencido de que los rumores sobre su reputación habían llegado hasta ella, influenciándola. 

No te preocupes, me alegro de verte —dijo ella.

Robbie la miró sorprendido, preguntándose si ella estaría notando lo que le estaba sucediendo por dentro.

Lo digo en serio —dijo de nuevo sonriendo—. Siento mucho si el otro día fui demasiado brusca, pero acababa de empezar a trabajar y estaba muy estresada. Salí un momento a ver a mis hijos, y, al no encontrar a Kiefer con Claudia…

Su perfume era embriagador, una mezcla de rosas y vainilla.

Tu hijo es un gran chico —dijo Robbie intentando recuperar la compostura y diciéndose a sí mismo que no había ido allí para admirarla, sino para interceder por Kiefer.

Gracias —dijo ella con orgullo maternal, haciendo que Robbie descubriera que, cuando sonreía, estaba todavía más hermosa—. Estoy muy contenta con los dos. A veces, con todas las preocupaciones cotidianas, no queda tiempo para detenerse y darse cuenta, pero son muy buenos chicos. Tengo mucha suerte. 

¿Tienes dos hijos? —preguntó Robbie, ya que Kiefer nunca había mencionado que tuviera un hermano. 

Sí —confirmó Amanda—. Max tiene seis años, y Kiefer nueve. Por cierto, quería darte las gracias por el tiempo que has pasado con el mayor esta semana. Ahora que sabe algo más de caballos, puede hablar sobre el tema con sus compañeros del colegio y se siente menos extraño.

Por eso precisamente estoy aquí —dijo Robbie bajando la voz al ver que un par de sirvientas cruzaban el vestíbulo llevando cada una un jarrón en las manos.

Debían de estar preparando ya el comedor para la cena.

¿Se está poniendo demasiado pesado? Si es así, puedo…

No, no es eso —interrumpió Robbie tomándola inconscientemente de la mano, llevado por la excitación.

Amanda se quedó callada de repente, tan sorprendida como él. Robbie no entendía cómo había podido hacer algo así. Sus neuronas no debían haber reaccionado a tiempo. En cualquier caso, ya era demasiado tarde. La suave piel de esa mujer estaba provocando una corriente eléctrica dentro de él.

Ella reaccionó a los pocos segundos apartando la mano bruscamente.

Entonces… —dijo azorada—. ¿De qué se trata?

Kiefer quiere aprender a montar —dijo Robbie agradecido por tener un tema al que recurrir para salir de aquella situación. 

Lo sé —dijo ella—. Pero, sinceramente, no puedo permitírmelo… 

Amanda, creo que no conoces bien a los Presten todavía —replicó Robbie—. Trabajando aquí, con nosotros, el rancho más grande de todo Kentucky, nunca permitiríamos que gastaras un duro para que tu hijo pudiera dar clases de equitación. 

Insisto. No quiero ningún trato de favor —dijo con firmeza. 

Estaba claro que era una mujer honesta. Robbie sonrió porque, aunque valoraba mucho esa cualidad, no le atraía tanto como su extraordinaria belleza.

No es ningún trato de favor —dijo Robbie—. ¿No te das cuenta? Acabas de llegar y aquí estás. Mi madre te ha invitado a esta cena, donde están los mejores clientes que tenemos. Créeme, no es un trato especial, aquí siempre hacemos las cosas así, queremos que te sientas como en familia.

Quizá Robbie no estuviera de acuerdo con todas las decisiones de sus padres, pero estaba muy orgulloso de su forma de ser y de la manera en que se relacionaban con todos sus empleados.

He venido para pedirte permiso para empezar a darle clases de equitación a tu hijo. Nunca se me habría ocurrido hacerlo sin tener tu autorización. Pero es eso lo que busco, no dinero. Creo que, trabajando aquí, sería extraño que llevaras a Kiefer a aprender a montar a otro sitio.

 —Sí, en eso tienes razón.

Si me das tu permiso, si confías en mí, en poco tiempo Kiefer sabrá montar a caballo tan bien como cualquiera. Incluso más, los dejará a todos atrás —dijo Robbie. Aunque no hacía nada que impresionara a sus padres o a su abuelo, sí podía enseñar al chico lo suficiente como para ir por delante de sus compañeros de colegio.

Eso sería muy generoso por tu parte —dijo ella llevándose las manos a la cintura—. Pero, si en algún momento resulta pesado o supone algún problema, quiero que me lo digas.

Descuida. Aunque, en un establo, el método habitual para escarmentar a los que se portan mal es ponerlos a limpiar los excrementos de los caballos.

Vaya —dijo Amanda en tono irónico—. Veo que tienes más experiencia cuidando niños de la que yo pensaba. 

Eso es porque tengo una larga trayectoria delictiva —replicó Robbie.

¿Y tus padres consiguieron enderezarte con ese método?

Creo que voy a acogerme a la quinta enmienda.

Al fondo, las voces procedentes de la terraza subieron en intensidad. Dos de los invitados parecían estar discutiendo sobre los resultados de una carrera reciente. La cena parecía estar a punto de comenzar. Los violines dejaron de sonar.

Deben de estar entrando para cenar —dijo Amanda volviéndose para mirar hacia el interior de la casa—. No tenía pensado quedarme, pero me gustaría entrar para darle a todo el mundo las gracias por la invitación y desearles una buena velada. 

Robbie, que no quería entrar en la casa para no tener que dirigirles la palabra a sus padres, se limitó a asentir.

Me parece bien. Si quieres, te esperaré aquí y te acompañaré al coche —se ofreció sin saber por qué.

Aunque, en realidad, lo sabía perfectamente. Aunque Amanda se había mostrado más amable que la vez anterior, todavía lo miraba y le hablaba con reservas, y él quería eliminar esa barrera entre ellos.

No es necesario, pero muchas gracias —dijo ella—. Y, sobre todo, es muy amable por tu parte querer enseñarle a mi hijo a montar a caballo —añadió dando un paso atrás, dispuesta a despedirse y volver dentro de la casa para despedirse. 

Gracias, será un placer —dijo él amablemente pero sin moverse, esperando a que ella dijera algo más.

Pero no lo hizo. Sólo inclinó la cabeza, se dio la vuelta y se alejó hacia el interior de la casa. Puede que ella creyera que, con aquella conversación, habían conseguido dejar claras las cosas entre ellos. Pero Robbie no opinaba de la misma manera. La atracción entre ellos era evidente y, sólo por el hecho de que ella quisiera ignorarla, no iba a desaparecer. 

 

 

Los invitados de la fiesta se habían comportado de una forma inmejorable con Amanda.

Ella fue recorriendo cada grupo uno por uno, despidiéndose hasta del último de ellos, sorprendida porque la hubieran aceptado dentro de su círculo de amistades en tan poco tiempo. Su modo altruista de recibirla, de hacerla sentir como en su casa, le estaba sirviendo para afrontar todo lo que suponía haber cambiado de ciudad, de casa y de amigos.

Mientras se dirigía al vestíbulo para retirarse a su casa, pensó que, de no ser por el conflictivo pasado que todavía la perseguía, estaría afrontando aquella nueva vida con una determinación mucho más decidida. Hasta se habría planteado la posibilidad de averiguar a qué se debía el extraño brillo de los ojos de Robbie siempre que estaba con él.

Pero no servía de nada pensar en ello.

Abrió la puerta de la casa sintiéndose una estúpida por pensar en ese tipo de cosas, sobre todo tratándose de un hombre al que llevaba más de diez años de edad y que, para colmo, era el hijo de sus jefes. Además, ¿desde cuándo le importaba si un hombre se fijaba en ella o no? Ya apenas le preocupaba tal cosa, no desde la muerte de…

Iba a marcharme, de verdad —dijo Robbie sentado en una silla del porche—. Pero entonces pensé que, habiéndose hecho ya de noche, y siendo nueva en la ciudad, no podía dejar que regresaras sola a casa. 

Robbie le ofreció su brazo y Amanda lo miró indecisa, consciente de lo que podía provocar en ella aceptarlo.

Pero volvió a recapacitar. Quizá fuera peligroso para ella tocarlo, pero un hombre tan atractivo y magnético como Robbie Preston debía de estar acostumbrado a estar con mujeres de todo tipo, mujeres que debían de perseguirlo a todas horas, y no sólo para conversar tranquilamente.

No tenía nada que temer.

De modo que aceptó su brazo y posó su mano sobre él.

¿Esto es una muestra de la legendaria hospitalidad del sur de la que tanto he oído hablar? —le preguntó ella jovialmente, diciéndose a sí misma que él sólo debía de verla como a una empleada más, como a una mujer mucho mayor que él, como a una mujer por la que no podía sentir ningún tipo de atracción. 

Robbie la guió despacio escaleras abajo. Las estrellas brillaban resplandecientes en el cielo y una ligera brisa atemperaba el calor de la estación.

A decir verdad, no está nada claro si Kentucky es el norte o el sur —dijo Robbie—. Los sureños nos consideran parte del norte del país, y los norteños al contrario. Es una suerte, porque así nadie tiene tentaciones de reclamar estas tierras como suyas. 

Los zapatos de tacón de Amanda se hundieron en la blanda y fértil tierra de la que brotaban las famosas y hermosas praderas de la región, y no tuvo más remedio que sujetarse con más fuerza al brazo de Robbie para no caerse.

Al hacerlo, sintió la fuerza de sus músculos bajo su camisa oscura, aunque se esforzó por registrarlo mentalmente como un dato más, como la demostración del atractivo de aquel hombre cuya presencia debía de embriagar a muchas mujeres.

¿Por qué estaba pensando tanto en Robbie Preston? ¿Acaso había bebido demasiado en la fiesta?

Puede que Kentucky no sea exactamente el sur, pero vuestra hospitalidad es asombrosa. Desde que he llegado aquí sólo he recibido atenciones y ayuda —dijo mirando a su alrededor cuando llegaron al aparcamiento.

Había muchos más vehículos que hacía algunas horas, cuando ella había llegado.

Me alegra oír eso —dijo Robbie mirando por todas partes para encontrar el coche de Amanda—. ¿Es ése el tuyo? —preguntó señalando a su derecha.

Vaya… —dijo Amanda asintiendo—. ¿Tan fácil es reconocer un coche de alquiler?

El comentario de Robbie le hizo recordar que, a pesar de la hospitalidad, aquel sitio distaba mucho de ser su hogar. De hecho, aunque estaba razonablemente satisfecha con el vestido que se había puesto para la ocasión, un traje clásico pero elegante, como a ella le gustaban, y que guardaba en su armario para momentos como aquél, las mujeres que habían acudido a la fiesta transmitían una sensación completamente distinta, sus vestidos eran diferentes y tenían, en general, otro estilo. 

El otro día vi un coche con matrícula de California y me dije que tenía que ser el de nuestra nueva vecina de la Costa Oeste —dijo Robbie dándose cuenta enseguida de que ella podía malinterpretar sus palabras—. Y quiero que tengas muy claro que el dinero no es para mí una demostración del carácter de las personas. 

Sus palabras llamaron la atención de Amanda, que no era todavía consciente de lo mucho que le había impresionado todo lo que había visto y vivido aquella noche.

Por supuesto —se apresuró a replicar, un poco nerviosa por estar tan cerca de él en medio de aquella cerrada oscuridad.

Viéndolos desde fuera, cualquiera podría pensar que eran una pareja de enamorados que se dirigían a su coche después de haber estado en la fiesta.

Sin embargo —continuó Amanda—, es evidente que cada coche que está aparcado aquí cuesta más que la casa que tenía en Los Ángeles. Nunca hubiera imaginado que trabajar en un rancho pudiera tener tanto glamour. No parecía un puesto demasiado sofisticado, pero fíjate… Todo es completamente diferente a cuanto había pensado. 

Amanda se soltó de su brazo, dispuesta a luchar contra la maléfica influencia de la luna, del alcohol, o de lo que estuviera nublando sus sentidos. Caminó hasta su coche dejando a Robbie atrás.

¿Amanda?

Su voz la detuvo en seco, como si él le hubiera enviado un afrodisíaco a través del aire, y sintió un escalofrío recorriendo su espalda.

Si hubiera estado en una situación diferente, si no se tratara del hijo de sus jefes, si no hubiera recibido tantas atenciones desde el primer momento, a Amanda no le hubiera temblado el pulso. Habría seguido caminando hasta el coche sin decir nada y se habría marchado sin importarle quedar mal o ser grosera. Todo lo que estaba pasando aquella noche, todo lo que estaba sintiendo, debía de ser producto de los enormes cambios que se estaban produciendo en su vida. Debía de estar hipersensible. Además, en comparación con él, que llevaba unos pantalones vaqueros y un polo, el vestido que llevaba le hacía sentirse insegura y vulnerable.

Además, aunque por momentos le daba la impresión de que también él se sentía atraído por ella, debían de ser indudablemente imaginaciones suyas. ¿Qué estaría pensando Robbie Preston de ella? ¿La consideraba sólo como una simple empleada? ¿Cómo una mujer mucho mayor que él? ¿O como algo más? 

Mientras esperaba a que Robbie dijera algo, buscó las llaves del coche a tientas dentro de su bolso, con los tacones hundidos hasta más de la mitad en la tierra. La casa de los Preston parecía un faro en medio de aquella oscuridad, erigiéndose poderosa como para llamar la atención sobre todos aquéllos que necesitaran un nuevo hogar. De no ser por los problemas que arrastraba y el terrible pasado que todavía la perseguía, podría resultarle muy fácil encontrar una nueva vida en aquel lugar y alcanzar una felicidad aceptable. 

Si necesitas cualquier cosa con la mudanza, no dudes en llamarme —dijo Robbie mirándola fijamente con sus oscuros ojos azules, y ella creyó ver en ellos la calma que precedía a la tempestad.

Rindiéndose a un impulso adolescente, casi infantil, apartó la vista momentáneamente para no mirarlo. Los ojos de aquel entrenador de caballos, que se habían ganado el cariño de su propio hijo, la estaban haciendo flaquear.

Amanda asintió educadamente, incapaz de decir nada más sin poner en evidencia todo lo que estaba sintiendo, y levantó un poco los pies para sacar sus zapatos de tacón de la tierra.

Gracias, Robbie —acertó a decir—. Ya tenemos casi todo montado, pero es muy amable por tu parte. 

En ese momento, gracias al cielo, encontró las llaves del coche y las introdujo en la cerradura.

Gracias a ti por dejarme darle clases a Kiefer —replicó él—. Es un gran chico.

Aunque se sintió orgullosa por el comentario de Robbie, no dejó que eso le emocionara. Si permitía que el halago se uniera a todo lo que estaba experimentando hacia aquel hombre, estaría definitivamente perdida.

Soy yo quien está agradecida por eso —dijo asintiendo nerviosa de nuevo—. Buenas noches, Robbie —añadió abriendo la puerta de su coche y entrando mientras se despedía con un gesto.

Él debió de hacer lo mismo, pero Amanda no lo vio en ese momento, porque al entrar en el coche prefirió afanarse en quitarse el bolso y ponerse el cinturón para arrancar lo antes posible.

Sólo cuando ya estuvo a unos cuantos metros del aparcamiento, miró de reojo por el espejo retrovisor y lo vio de pie, en el mismo sitio en que lo había dejado.

Supo que la estaba mirando, y un extraño placer de orgullo femenino recorrió sus venas a toda velocidad, haciéndola sentir más viva de lo que se había sentido en mucho tiempo.

Aquello era peligroso.

Fue entonces cuando decidió que, pasara lo que pasase, se mantendría alejada de Robbie Preston.