Capítulo 4
Tenía que dejar de pensar en Amanda Emory.
Robbie le hizo una señal al jinete que estaba montando a uno de los caballos en la pista de entrenamiento e intentó concentrarse en su trabajo. El jinete asintió y azuzó al animal para que corriera más. Aunque se enorgullecía de tratar con el mismo cuidado escrupuloso y concentración a todos los caballos, ya fueran de carga o potenciales campeones estatales, Robbie no podía dejar de pensar en la preocupación que había visto una semana antes en los ojos de Amanda mientras la acompañaba a su coche.
Jugando con su el lápiz que tenía entre los dedos, hizo algunas anotaciones sobre la yegua que estaba corriendo frente a él, sobre su musculación y su destreza. Parecía haber hecho progresos desde la última vez que había estado con ella. Parecía más segura de sí misma, más estable y más veloz.
Pero ¿por qué le había dado la impresión de que Amanda estaba más nerviosa que un caballo con un nuevo entrenador?
Robbie le hizo un gesto al jinete, se guardó el lápiz y pasó al siguiente caballo. Algunas hojas crujieron bajo sus pies, anunciando la inminente llegada del otoño.
Había estado pensando en Amanda toda la semana, incapaz de concentrarse en su trabajo con la intensidad con que solía hacerlo. Uno de los propietarios más insignes de Quest, que no solía ser demasiado conflictivo, le había llamado la atención el día anterior sobre un par de cosas, pero él apenas le había prestado atención, obsesionado con darle una respuesta al nerviosismo de Amanda el día de la fiesta en casa de sus padres una semana antes.
Estaba convencido de que no había sido sólo atracción.
Sabía que Amanda se sentía atraída por él, así como sabía perfectamente que quería dejar de sentirlo cuanto antes. Había leído las señales del cuerpo de ella con la misma facilidad con que sabía analizar el estado de un caballo sólo con mirarlo y deducir si necesitaba hacer más ejercicio o estaba agotado. Esa intuición, desgraciadamente, sólo le había causado problemas, ya que había detectado la desaprobación que su padre había sentido hacia él desde pequeño, aunque no la hubiera expresado en voz alta nunca.
Por ello, sabía que la atracción que sentía hacia Amanda era algo mutuo. Lo que no acababa de encajar era su nerviosismo. Era demasiado intenso, demasiado profundo.
Amanda Emory era una mujer de emociones y pensamientos complicados, el tipo de mujer al que no se solía acercar para no añadir más problemas a los que Quest le daba habitualmente. Pero, con ella, había algo que le hacía olvidar esas precauciones.
—¿Qué te pasa, Preston? ¿Estás perdiendo la intuición? —le preguntó una voz familiar detrás de él.
Al darse la vuelta, vio a su abuelo con unos pantalones vaqueros y una camiseta de manga larga avanzando hacia él, mezclándose con todos los demás, sin llamar la atención, sin nada externo que hiciera pensar en la ingente riqueza que había conseguido ganar en su larga vida, caminando sobre la pradera con toda normalidad.
A sus ochenta y seis años, su abuelo, Hugh Preston, todavía solía pasar a menudo por los establos, siempre que no estaba ocupado viajando por todo el mundo en busca de una buena carrera de caballos con sus amigos, todos de su misma quinta. Su abuelo parecía ser feliz siempre que estuviera cerca de un caballo. Aunque fuera en el lugar más apartado del planeta.
—¿Qué pasa, abuelo? —le preguntó haciéndole un seña al siguiente jinete para que empezara el ejercicio.
—He visto que has terminado con la yegua anterior sin preguntarle al jinete cómo la ha sentido —dijo Hugh levantando la mano en señal de paciencia al ver que su nieto se disponía a replicarle—. Ya sé que tienes una agenda muy apretada hoy, pero esa yegua me ha impresionado mucho, ha hecho grandes avances.
—Tienes toda la razón —dijo Robbie dándose cuenta de que su abuelo seguía manteniendo intacto su talento con los caballos.
Además, tenía la virtud de ser siempre sincero. Afrontaba los problemas en cuanto aparecían, en lugar de ocultarlos como hacía su padre.
—¿Qué? —Hugh frunció el ceño—. ¿No vas a discutir conmigo? ¿No eres tú el que siempre está preparado para una buena pelea?
Su abuelo le guiñó un ojo sonriéndole y se colocó junto a la valla en la misma posición que él, con los brazos cruzados sobre el travesaño y una de las piernas apoyada en el poste.
—¿Qué quieres que te diga si tienes razón? Debería haber hablado con ese jinete. Pero me di cuenta, y apunté en la agenda que tengo que llamar al propietario para decirle lo mucho que está progresando su yegua. Nunca ha estado mejor.
Robbie observó detenidamente al caballo que estaba corriendo por la pista de entrenamiento. Aquello era lo que más le gustaba de su trabajo. Estar al aire libre, sin nadie a su alrededor, sin nadie que le dijera cómo tenía que hacer las cosas, sin nadie que le diera órdenes. Salvo por algún comentario adicional del entrenador jefe, era completamente libre. Además, los caballos nunca protestaban. O, al menos, no lo hacían con palabras.
—Y si eres tan listo y ya sabes todo lo que este viejo pueda decirte, ¿se puede saber qué demonios te ocurre?
Su abuelo le quitó la libreta y empezó a hojearla para leer las notas que su nieto había hecho en los últimos días.
Robbie nunca le había mentido. Ni siquiera lo había intentado. Era un rasgo de la personalidad de todos los Preston, sin excepción. Incluso en las ocasiones más difíciles y conflictivas, siempre habían sido sinceros los unos con los otros.
—¡Ya veo! —exclamó Hugh levantando la mirada de la libreta—. ¡El que calla otorga!
—No es lo que estás pensando —dijo Robbie, que no le quería mentir, pero tampoco hablar sobre el tema en aquel momento.
—¿Y qué crees que estoy pensando? ¿Ya no confías en mi juicio? No hubiera llegado tan lejos en la vida ni habría conseguido todo esto sin ser capaz de juzgar a la gente además de a los caballos. Tú tienes la misma intuición que yo, y sabes de sobra que esto que te pasa no es cosa de un par de días —dijo devolviéndole la libreta—. Si me hubieras dicho desde el principio que tenías un lío con una mujer, no te habría dicho nada por haber bajado la guardia esta semana.
—No tengo ningún lío con ninguna mujer —dijo sinceramente, pensando una vez más en Amanda.
—¿Quién es? ¿Alguien que conozco? ¿O acaso has conocido a alguien en Twisted River y no has tenido la valentía de traerla por aquí? —preguntó Hugh dándole una patada al poste de la valla—. Maldita sea, chico. Desde que te fuiste de casa nadie sabe qué es de ti, nadie sabe dónde estás ni qué andas haciendo.
—Abuelo —dijo Robbie rechazando el enfrentamiento—. No creo que sea el momento de tener esta conversación.
Ambos levantaron la mano para saludar a Melanie, que se estaba acercando a ellos a lomos de Orgullo de Leopold.
—Pues deberíamos hacerlo. Te he dicho más de cien veces desde que tenías cuatro años que no debes dejar que tu padre te avasalle —dijo Hugh dando el tema por zanjado—. Y ahora, quiero que me prometas que vas a presentarme a esa chica. Haz lo que quieras, pero quiero conocerla.
Robbie asintió vagamente, sólo para que su abuelo se diera por vencido por el momento, aunque sabía que aquello no iba a quedar así.
—¿Qué tal ha ido hoy? —le preguntó Robbie a su hermana, sintiendo envidia de su sorprendente agilidad como jockey, que le permitía montar a caballo siempre que quería y así alejarse de los problemas y los conflictos que siempre parecían acompañar a los Preston.
Haberse ido de la casa y acomodado en una de las casitas para empleados, aunque lo había ayudado a aliviar parte de la tensión existente con su familia, no había logrado resolver todos los problemas.
Incluso había creado otros nuevos. Tenía la impresión de que su presencia entre los empleados estaba enrareciendo el ambiente. Aunque todos eran una gran familia, percibía cierta reserva a hablar de forma distendida cuando él estaba entre los demás.
—Ha corrido como el campeón que es —dijo Melanie bajándose del caballo de un salto—. Si no fuera por este maldito asunto de la genealogía, estaría ganando premios uno tras otro asombrando al mundo entero.
Un mozo vino, tomó las riendas de Orgullo de Leopold y se hizo cargo de él.
—Es la cosa más absurda que he oído en mi vida —protestó Hugh haciendo referencia al asunto que le quitaba el sueño a los Preston desde hacía ya algún tiempo—. Te apuesto todo lo que quieras a que al final se descubrirá que ha sido un error informático. En mis tiempos, se tenían registros escritos de todo, y nunca hubo ningún problema. Ahora, todo sea hace con ordenadores, y la gente ya no sabe ni desayunar sin que una máquina empiece a soltar pitidos.
Robbie sonrió y miró a su hermana. Durante mucho tiempo, se habían burlado amigablemente de su abuelo por su aversión a la tecnología. Sin embargo, últimamente, rezaban todos los días porque tuviera razón.
Mientras Melanie exponía sus planes para inscribir a Orgullo de Leopold en la carrera que iba a celebrarse en Dubai el mes siguiente, dado que se le había prohibido competir en Estados Unidos, Robbie vio una figura femenina saliendo de las oficinas de Quest.
La figura de una mujer extraordinariamente atractiva. La figura de la mujer en que había estado pensando toda la semana.
—¿Me disculpáis un momento? —se excusó Robbie educadamente, aunque sin esperar a que su abuelo y su hermana le contestaran.
Guardándose el bloc de notas en el bolsillo trasero de su pantalón, Robbie caminó hacia ella olvidándose de todo lo demás.
Parecía estar hablando por teléfono, ya que tenía la mano derecha pegada al oído y la cabeza agachada. Sus hombros estaban tensos y andaba despacio, dando vueltas, por el camino flanqueado por flores que recorría toda la propiedad de los Preston.
Al acercarse, ella se dio cuenta de su presencia y agachó aún más la cabeza, como si tuviera miedo de que él escuchara la conversación.
Robbie no quería entrometerse en nada que no fuera de su incumbencia, aunque la reacción de Amanda le hizo pensar, por primera vez, que tal vez, después de la muerte de su marido, había conocido a alguien y había rehecho su vida sentimental.
En ese momento, sintió que se estaba entrometiendo en su felicidad, y habría regresado junto a su hermana y su abuelo de no haber sido porque Amanda colgó el teléfono y lo miró fijamente.
—Siento si te he interrumpido, pero… —dijo Robbie.
Pero no acabó la frase. El rostro de Amanda estaba pálido, tenso.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó acercándose a ella, preocupado instintivamente, dispuesto a ayudarla en cualquier problema que tuviera.
Era una mujer muy atractiva, pero también parecía haber pasado muy malos momentos.
Amanda se guardó el móvil en el bolsillo de su falda. El vestido de noche de la semana anterior había dejado paso a un uniforme más profesional, una blusa amarilla y una falda roja.
—No es nada —dijo ella intentando sonreír de forma natural—. Estaba hablando con una antigua amiga de Los Ángeles. A veces siento un poco de nostalgia, eso es todo.
Robbie asintió, pero intuía que no le estaba diciendo toda la verdad. No quería presionarla, no quería saber nada que ella no quisiera contarle, pero sabía que pasaba algo, era evidente.
—Es normal, estás muy lejos de casa —dijo sintiendo la mirada de su abuelo clavada en su espalda mientras caminaban por el paseo de vuelta a las oficinas.
Hugh iba a deducir que Amanda Emory era la mujer que le había hecho perder la concentración durante aquella última semana. Pero no estaba dispuesto a aclararle nada ni a discutir sobre el tema. Lo último que necesitaba era tener a su familia alrededor haciendo preguntas incomodas. Ya tenía suficiente con soportar la falta de confianza hacia él que habían demostrado al no darle la oportunidad de ocupar el puesto de entrenador jefe.
—He vivido mucho tiempo al norte de Los Ángeles, pero en realidad soy de Orange County. Empecé a hacer surf cuando tenía cuatro años —dijo ella, aliviada por cambiar de conversación, y Robbie percibió que el color regresaba poco a poco a sus mejillas.
Se la imaginó de pequeña, con su hermoso pelo corto moreno bañado por los rayos del sol.
—Debe de haber sido un gran cambio para ti —dijo Robbie preguntándose cómo estaría afrontando la vida en un estado del centro del país, lejos del mar y de la vida que había conocido durante toda su vida.
—Sí, pero lo necesitaba —dijo metiendo las manos en el bolsillo de su falda, justo donde había dejado el móvil, lo cual hizo que Robbie pensara si estaría dándole vueltas todavía a la conversación que había mantenido hacía un momento.
—Amanda… —empezó Robbie sin estar muy seguro de lo que iba a decir.
¿Por dónde empezar? ¿Por preguntarle qué le había preocupado en realidad de la conversación que había tenido? ¿Por preguntarle si estaba bien?
¿Iba a atreverse a preguntarle si estaba saliendo con alguien?
—¿Vendrías a cenar conmigo este fin de semana? —preguntó finalmente.
La cara que puso ella le hizo pensar que Amanda no había llegado a plantearse tal cosa todavía. Aunque él no lo tenía planeado, y más teniendo en cuenta la reserva con que se comportaba con él. Le había salido espontáneamente, sin pensarlo demasiado.
Sin embargo, Amanda se había hecho con el control de sus pensamientos y sus emociones durante toda aquella semana, y la única forma que se le ocurría de afrontarlo era pasar más tiempo con ella.
—No creo que sea una buena idea —dijo saludando con un gesto de sus cabeza a una de sus compañeras de trabajo, que pasó en ese momento a su lado.
—¿Por qué? —le preguntó Robbie cuando la mujer se hubo alejado.
Nunca había sido del tipo de personas que medían sus palabras, y no iba a cambiar a esas alturas. Sentía mucho si Amanda se estaba sintiendo presionada, pero no podía quedarse cruzado de brazos cuando la atracción entre ambos era para él tan evidente.
—¿Por qué? —repitió ella la pregunta, pero en esa ocasión irónicamente, como sugiriendo que la respuesta era obvia—. Trabajo para tu familia. ¿No crees que podría llegar a ser muy incómodo? ¿Qué haríamos el día en que a ti ya no te apeteciera cena conmigo?
—Trabajas para mis padres, no para mí —dijo Robbie sin darle importancia—. ¿Estás saliendo con alguien?
Amanda se detuvo y le miró fijamente.
—Soy viuda —murmuró suavemente, y Robbie comprendió que le había tocado un punto débil.
¿Por qué no se había dado cuenta de que ésa era una de las razones que mantenía a Amanda lejos de los demás? Tenía que obrar con más cautela.
—Siento tu pérdida, Amanda —dijo tomándole una de las manos entre las suyas con ternura—. Es tan injusto para ti y para tus hijos…
Ella asintió, como aceptando su pésame y su apoyo, pero retiró la mano enseguida.
—Gracias. Ya hace dos años de eso, pero… No ha vuelto a haber nadie en mi vida —dijo apartándose un mechón de pelo de la cara, dejando que los rayos del sol iluminaran sus pendientes dorados.
Al descubrir lo vulnerable que era, lo aparentemente desvalido que se encontraba el corazón de Amanda, Robbie sintió el deseo de estrecharla entre sus brazos y protegerla de todo el dolor que estaba viviendo. Sin embargo, tenía la sensación de estar haciendo justo lo contrario, haciéndole daño resucitando el pasado.
—Podemos pasar tiempo juntos sin plantearnos nada más —le propuso Robbie, que a esas alturas lo único que quería era poder hablar con ella, descubrir por qué había sentido aquella imperiosa necesidad de mudarse a otra ciudad, averiguar sus planes de futuro, saber de su niñez en las playas de California, contarle su trabajo en el rancho, hablarle del caballo que prometía ser el próximo campeón de Quest…
—No puedo —dijo apartándose de él—. Pero gracias por verme como algo más que una madre o una administrativa —añadió sonriendo—. Hacía mucho tiempo que nadie me miraba de la forma en que tú lo haces, Robbie, y me siento halagada. Pero no puedo ofrecerte más que una amistad y mucha gratitud por estar enseñándole a Kiefer a montar a caballo.
Robbie le habría dicho muchas más cosas, pero ella no le dio la oportunidad, porque se despidió con un gesto y volvió a entrar en las oficinas, donde su trabajo la estaba esperando.
De estar allí su hermana Melanie, le habría dicho que lo único que le pasaba era que se sentía herido en su orgullo por no haber conseguido ligarse a Amanda Emory. Pero Robbie sabía que había algo más. Mientras la observaba abrir la puerta de las oficinas, se dio cuenta de que Amanda esta fingiendo. En el fondo, no quería permanecer alejada de él.
—¡Mamá! La señorita Heather ha dicho que va a llevarnos a los vestuarios a ver a los jugadores. ¿Puedo ir? —le preguntó Kiefer con los ojos suplicantes y colgándose de su brazo.
Max estaba saltando junto a su hermano mayor, en silencio pero igualmente ilusionado por la perspectiva.
Era una luminosa tarde de principios de otoño. Familias enteras acompañados de sus hijos, adolescentes, jóvenes y personas de todo tipo iban llegando al estadio de rugby de la Universidad de Louisville. Las radios de los coches emitían música jovial, los chicos correteaban entre los vehículos y el aire estaba lleno del aroma de las barbacoas.
Amanda había decidido llevarlos a ver el partido para que sus hijos fueran acostumbrándose a su nuevo hogar, para que la nostalgia de su antigua casa desapareciera poco a poco y empezaran a sentir Kentucky como propio. Louisville estaba a cuarenta minutos de Quest, pero varios empleados habían organizado aquella excursión desde hacía semanas y ella se había apuntado. Heather, que ya iba a la universidad, era la hija de una de las mujeres más mayores del grupo.
—¿Podemos, mamá?—insistió Kiefer.
Amanda lo valoró un momento, reticente a dejar solos a sus hijos con la indeterminada amenaza que pendía sobre ella. Pero las otras mujeres estaban dando permiso a sus hijos, y no podía aislar a sus pequeños de los demás.
—De acuerdo —accedió finalmente agachándose para mirar a Kiefer—. Pero ayudarás a la señorita Heather a vigilar a Max, ¿entendido?
—Apuesto a que a Max le apetece subirse en mis hombros, ¿a qué sí, hombretón? —dijo Heather agachándose delante de Max y dándole una banderita del equipo local—. Y Kiefer puede ir conmigo de la mano.
Kiefer miró a la chica, con su cabello largo y oscuro cayéndole sobre los hombros delicadamente, como si le hubiera hecho un maravilloso regalo.
Amanda lo vio marcharse camino de los vestuarios. Volvió con los demás, abrió una neverita y sacó un refresco. Varias mujeres estaban sentadas en círculo asando costillas en una cocinilla de gas que habían colocado en el centro. Amanda iba a unirse a ellas cuando una voz masculina la sorprendió desde atrás.
—Si hubiera sabido que eres hincha de los Cardinals, nunca te habría pedido cenar conmigo.
Amanda se dio la vuelta y vio a Robbie a unos pocos metros de ella. Llevaba una camiseta corta con el logotipo de Quest que le marcaba claramente los músculos. Sus ojos estaban más azules que nunca, y su rostro resplandeciente.
Aunque había declinado su oferta de cenar con él, no había conseguido mantenerse alejada. ¿Cómo hacerlo cuando aquel hombre parecía ejercer un magnetismo misterioso y poderoso sobre ella? Ninguna mujer podía ser inmune a sus encantos.
—¿Ah, sí? —preguntó Amanda señalando el dibujo grabado en el jersey rojo que le había dejado una de sus compañeras de despacho—. En ese caso, supongo que al decirte que no te he ahorrado muchos dolores de cabeza —sonrió divertida.
El círculo de mujeres se volvió hacia ellos riéndose y Amanda supo que debía de estar corriendo algún rumor acerca de ellos. La gente estaba empezando a pensar que había algo entre Robbie y ella.
Él no parecía haberse dado cuenta, o al menos no lo había demostrado. Se acercó al grupo, saludó amablemente, y regresó al lado de Amanda.
—Bueno, mientras animes como es debido a nuestro equipo de baloncesto cuando empiece la temporada, puedo pasar por alto esta traición —dijo Robbie muy serio, provocando la risa de Amanda.
—No te das por vencido, ¿eh? ¿Siempre te sales con la tuya? —preguntó ella.
Aunque lo último que quería era flirtear con él, podía ser que Robbie lo estuviera interpretando de ese modo.
—No todo lo que me gustaría —contestó él mirándola a los ojos.
Amanda se sonrojó. No sabía qué decir ni qué hacer. Estaba atrapada en su magnetismo, en el profundo olor del aftershavede Robbie.
—¿Por qué vienes entonces a un partido de los Cardinals? —preguntó ella intentando cambiar de tema.
—Porque no soy fan, pero me gustan estas fiestas —dijo él acercándose—. Además, me enteré de que ibas a venir. Pensé que no podía dejar escapar la oportunidad de enseñarte todas nuestras tradiciones.
Amanda se dio la vuelta y vio que las mujeres del corro habían dejando de mirarlos. Una de ellas estaba en el centro, demostrando cómo cazaba la pelota su jugador favorito cuando se la lanzaban desde la otra punta del campo.
—La verdad es que, hasta ahora, apenas hemos hablado de rugby. Hemos estado comiendo, bebiendo mucho y discutiendo sobre cosas de trabajo.
—No está mal —dijo Robbie mirando a su alrededor—. Pero para ser una auténtica hincha, la próxima vez pon más banderas en el coche y pinta los cristales con spray. Y además del jersey, hay que llevar una bufanda de colores y unas gafas de sol a juego. Cuando te lleve a ver algún partido de baloncesto, sabrás lo que es animar de verdad.
—¿Alguna vez te han dicho que eres incorregible? —preguntó Amanda riéndose.
—Nunca de esa manera, aunque sí me han dicho algo parecido varias veces con otras palabras.
—¿Y no te importa que alguna vez te consideren un poco… agobiante?
—La vida es demasiado corta como para andarse por las ramas —contestó Robbie—. No me importa que me digan que no. Prefiero arriesgarme a pasar la vida preguntándome qué hubiera pasado de haber tenido el valor de ir detrás de lo que quería —añadió metiendo la mano en el bolsillo de su pantalón y sacando unas entradas—. Tengo entradas para ti y tus hijos en la línea de las cincuenta yardas. Estoy dispuesto a animar a los Cardinals si, a cambio, cenas conmigo esta noche.
Las palabras de Robbie le habían llegado muy hondo. Después de la muerte de su marido, había pasado meses preguntándose si alguna vez volvería a ser feliz. Había trabajado muy duro para darles a sus hijos todo lo mejor, esforzándose para que la ausencia de su padre les afectara lo menos posible. Pero no había dejado de preguntarse por qué ella no tenía derecho a divertirse de vez en cuando, de volver a disfrutar de la vida.
—¿Habías sacado ya las entradas? —preguntó Robbie mientras Heather regresaba con los pequeños.
—No, había pensado sacar entradas baratas en la puerta —dijo ella mirando a sus hijos mientras pensaba si aceptar la oferta de Robbie o no—. Tal vez podamos ver el partido contigo, siempre que me prometas dejar las cosas como están. Sólo podemos ser amigos.
Robbie no soportaba que ella le tuviera miedo. Podía entender que estuviera nerviosa e insegura, pero no que le tuviera miedo.
—A pesar de lo que hayas podido oír sobre mí, soy capaz de comportarme correctamente y ser amigo tuyo —dijo dándole las entradas y acercándose a ella—. Te prometo que no te decepcionaré —añadió susurrándole al oído.
Su aliento provocó un escalofrío dentro del cuerpo de Amanda. Porque sabía que a Robbie Preston le iba a resultar muy difícil cumplir su promesa.
Y a ella también.