13

Había recibido su llamada hacia las dos de la tarde y tan solo media hora después llegó Mitsuko. Aunque el hospital quería que acudiera inmediatamente, yo sabía que Mitsuko siempre tardaba una o dos horas en prepararse para salir y, desde luego, no la esperaba tan pronto aquella tarde, pero sonó el pitido del timbre de la puerta y el chacoloteo de unas sandalias sobre el hormigón de la entrada… Todas las puertas de la casa estaban abiertas de par en par y por el pasillo, traída desde la puerta principal por un soplo de brisa, llegó una fragancia conocida. Por desgracia, mi marido no había llegado aún a casa y yo me quedé allí inmóvil, confusa, sin saber cómo podía escapar.

Kiyo había abierto la puerta y ahora la oía llamarme, mientras subía corriendo. Estaba pálida.

—Ya sé, ya sé, es Mitsuko, ¿verdad? —dije y estaba a punto de ir a encontrarme con ella, pero entonces vacilé, sin saber qué hacer, y añadí confusamente—: Espera un momento… bueno, mira, pídele que espere en el salón.

Después, corrí arriba para tumbarme en la cama un rato y calmar mi corazón, que latía como loco. Por fin me levanté, me puse una capa de colorete para ocultar mi palidez, me bebí un vaso de vino blanco y bajé resuelta.

Cuando vi el destello de su kimono, con motivos llamativos, a través de la celosía de bambú de la puerta, mi corazón se puso a latir de nuevo como loco. Parecía estar sentada allí secándose el sudor de la cara con un pañuelo. Mitsuko me vislumbró también a través de la celosía y me saludó: «¡Hola!», con una gran sonrisa, como si no pudiese esperar para verme.

—He sentido mucho dejar pasar tanto tiempo sin ponerme en contacto contigo, Hermana —dijo desafiante y atenta a mi reacción—, pero es que han pasado muchas cosas desde entonces… Y, cuando me imaginaba lo que debiste de pensar aquella noche y lo mucho que debiste de enfadarte, no podía por menos de sentirme violenta ante la idea de venir a verte —después adoptó el antiguo tono familiar—. De verdad, Hermana, ¿sigues enfadada conmigo? —preguntó, al tiempo que me miraba fijamente a los ojos.

—Señorita Tokumitsu —dije, con tono deliberadamente distante—, no la he recibido para hablar de ese asunto.

—Pero, Hermana, si no me dices que me perdonas, no puedo hablar contigo de nada.

—No, me han llamado del Hospital SK en relación con el caso de la señora Nakagawa y de eso es de lo único que mi marido permitirá que hablemos, conque haga el favor de no sacar a relucir ningún otro asunto. En cuanto a lo que ocurrió aquella noche, todo fue culpa de mi estupidez y no hay nadie más a quien deba culpar ni con quien deba enfadarme, aparte de mí misma. Ahora bien, en adelante tenga la bondad de dejar de llamarme «Hermana». De lo contrario, no podré atenderla en modo alguno.

Al oír aquellas palabras, Mitsuko de repente pareció abatida y se puso a retorcer su pañuelo y a rodearse el dedo con él. Permaneció allí sentada y cabizbaja, como si estuviera a punto de romper a llorar.

—A ver, ¿no es por eso por lo que ha acudido aquí para hablar conmigo? —pregunté—. Dígame lo que deba decirme.

—Si así es como te sientes, Hermana… —volvió a adoptar ese tono íntimo otra vez— me quedaré como asfixiada… y temo que no me salgan las palabras, pero, para serte sincera, la llamada que has tenido hace un rato… no era en realidad sobre la señora Nakagawa.

—¿Ah, no? Entonces, ¿sobre quién era?

Mitsuko arrugó un poco la frente y soltó una risita.

—Era sobre mí.

Costaba imaginar… ¡qué increíble desvergüenza! ¡Acudir hasta mí en busca de ayuda, porque Watanuki la había dejado embarazada! ¿Es que no iba a tener fin la amargura que me hacía tragar? Empecé a temblar con todo mi cuerpo, pero me contuve y dije con calma:

—Entonces, ¿es usted la que ha estado hospitalizada?

Mitsuko asintió con la cabeza.

—Sí, eso es. Al menos, quería ingresar en el hospital, pero me han dicho que no podían admitirme.

Lo que decía no parecía tener sentido. Sin embargo, a medida que prosiguió con su historia, poco a poco resultó que había probado diversos métodos del libro que yo le había prestado, pero ninguno de ellos había funcionado. Si dejaba que continuara un poco más, la gente empezaría a advertirlo, dijo Mitsuko, y eso la tenía tan preocupada, que por fin consiguió un medicamento de un farmacéutico que Watanuki conocía en Doshomachi, un medicamento que figuraba en una de las prescripciones del libro, y lo tomó. Naturalmente, no contaron al farmacéutico su secreto: simplemente obtuvieron las medicinas necesarias de él y las mezclaron lo mejor que pudieron, por lo que tal vez hubieran cometido algún error.

La noche anterior, empezó a sentir de repente dolor de estómago y, cuando llegó el médico, ya tenía una terrible hemorragia. Era el médico de su familia, pero, cuando Ume y ella le explicaron las circunstancias y le pidieron que se hiciese cargo de ella sin que sus padres se enteraran, él suspiró y dijo: «¡Qué lástima! La verdad es que no sé lo que puedo hacer al respecto. Tiene usted que ser operada sin falta: si conoce alguna clínica especializada, vaya a pedir ayuda. Lo único que puedo ofrecerle yo es un tratamiento de urgencia». Después, se excusó educadamente.

Como Mitsuko conocía al director del Hospital SK, había acudido aquella mañana a preguntar si podían ayudarla, pero, cuando la examinaron, recibió la misma respuesta. No podían hacer absolutamente nada. Al parecer, el director había recibido alguna asistencia financiera del padre de Mitsuko para construir aquel hospital, pero, cuando contó lo que había hecho y le suplicó que la operara, él se limitó a decir una y otra vez lo mucho que lo sentía.

—Hace un tiempo, cualquier médico se habría hecho cargo de una dificultad como la suya —le dijo—, pero últimamente tenemos que ir con cuidado, como ha de saber usted, estoy seguro. Si algo saliera mal, no solo tendría problemas yo; su familia se vería arrastrada al escándalo y yo nunca podría justificar mis acciones ante su padre. Pero ¿por qué ha esperado tanto? Si no hubiera llegado a esta fase, si hubiese sido al menos un mes antes, yo habría podido hacer algo.

Mientras él hablaba, Mitsuko sentía dolor de vientre y probablemente sangrase un poco de vez en cuando, según dijo, y él debió de pensar que, si algo ocurría mientras estaba allí, podría inspirar sospechas sobre el hospital… y mucho peor sería que estuviera contemplando pasivamente su sufrimiento.

—¿Quién diablos le dio ese consejo? —preguntó—. Dígame quién fue y la clase de medicamento que tomó usted. Si no queda más remedio, haré la operación —y haré todo lo posible para que no trascienda—, a condición de que la persona que la aconsejó esté dispuesta a hacer de testigo, en caso de que llegue a saberse.

Según dijo Mitsuko, esa fue la razón por la que le contó que yo le había prestado el libro y todo lo demás, y añadió que yo siempre había tenido éxito al aplicar los métodos que en él figuraban, por lo que pensó que también daría buen resultado en su caso. El director se quedó pensando un momento y después dijo que en una situación así no era necesario un médico, pues un aficionado experto podía encargarse fácilmente de ello. En otros países, era cosa habitual que las mujeres se ocuparan de esos asuntos enteramente por su cuenta, sin pedir ayuda a nadie. De modo que, si yo era tan experta, lo mejor podía ser que recurriese a mí. En cualquier caso, él estaba dispuesto a operarla, siempre y cuando yo aceptara hacerme responsable; si me negaba, ¿acaso no debía reconocer que, al prestarle el libro, había propiciado todo el problema y me correspondía a mí ayudar de algún modo? A diferencia de un médico, yo podía hacerlo sin gran peligro de ser descubierta; en cualquier caso, no era probable que aquel asunto me causara graves problemas.

(…) En fin, eso es lo que Mitsuko me dijo.

—Por favor, Hermana —me rogó—, debo pedirte que lo hagas, pero cuanto más lo retrase, más fuerte será el dolor. Es demasiado para mí, puedo llegar a estar horriblemente enferma, conque, si dices que te responsabilizas, puedo seguir adelante y someterme a la operación.

—Para responsabilizarme, ¿qué debo hacer? —pregunté.

Según dijo Mitsuko, o bien ir al hospital y formular una declaración con el director y una tercera persona de testigos o bien estar dispuesta a hacerla por escrito para recurrir a ella más adelante, si fuese necesario. Pero no podía hacer algo así a la ligera… ¿y hasta qué punto podía confiar en Mitsuko? Para ser una persona que había tenido una hemorragia la noche anterior, no parecía enferma en modo alguno y parecía extraño que anduviera caminando también. Además, dijo que había encargado a un miembro del personal del hospital que me llamara, pero ¿por qué había de participar alguien así en un plan para utilizar el nombre de la señora Nakagawa? Pensé que debía de haber algo más al respecto y vacilé a la hora de hablar, en un sentido o en otro…

Pero justo entonces Mitsuko gritó: «¡Ay, cómo duele!… ¡Ya vuelve a dolerme!». Y empezó a frotarse el vientre.