25
—¡Ha resultado muy difícil de encontrar esto! —dijo mi marido, situado junto a la puerta de celosía en la entrada.
Según me dijo, acababa de ir a la estación de Minatomachi a acompañar a alguien que partía para Ise y, mientras caminaba por Shinsaibashi de regreso, se le ocurrió que el lugar en que estaba viviendo Mitsuko quedaba cerca. Como pensó que yo también estaría, sin darle más vueltas decidió pasar por allí. No tenía una razón particular, pero, como yo iba siempre allí a visitarla, le pareció que sería descortés no hacerlo estando en las cercanías y quería a toda costa presentar sus respetos a Mitsuko y preguntarle qué tal le iba. De ser posible, le habría gustado invitarnos a cenar. Con la mayor inocencia imaginable, preguntó si no podría salir un rato Mitsuko, pero a mí me pareció que había gato encerrado.
—Últimamente, ha engordado tanto, que no quiere recibir visita alguna —dije—. Nunca le apetece salir.
—Pues en ese caso hablaré con ella solo un momento.
No pude negarme.
—Déjame ir a ver cómo se siente.
—¿Qué hacemos, Mitsu? —le pregunté, después de contarle lo que había dicho mi marido.
—Eso: ¿qué hacemos?… ¿Qué le has dicho, Hermana?
—Le he dicho que has engordado tanto, que no deseas recibir visitas, pero ha insistido.
—Tal vez tenga algún motivo.
—Sí, eso es lo que creo.
—Entonces lo recibiré… he preguntado a Haru y ha propuesto que me ate un relleno de faja en torno a la cintura y lo cubra con el kimono. Creo que voy a probar eso… ¡ahora sí que estoy poniéndome relleno en torno al estómago!
Mitsuko pidió el relleno a Haru, una de las sirvientes de la posada, y le encargó que dijera al visitante que esperara abajo. Yo me puse a ayudar a Mitsuko a vestirse y Haru volvió y dijo:
—Le he pedido que entre, pero no ha querido. Me ha dicho que solo quería saludarla en la entrada, pues sería solo cosa de uno o dos minutos.
Entonces yo dije que debíamos darnos prisa y la criada y yo nos apresuramos a acabar de vestir a Mitsuko. Si hubiera sido invierno, no nos habría costado engañarlo de cualquier modo, pero solo llevaba ropa interior fina y un kimono sin forro de crepé de seda de Akashi y la verdad es que no conseguíamos hacerla parecer embarazada.
—Hermana, ¿de cuántos meses le dijiste que estaba?
—No recuerdo exactamente, pero le dije que ya se te notaba, por lo que deberías estar de seis o siete meses.
—No sé si con esto pareceré estar de seis meses.
—Debería estar más redondo y prominente.
Ante eso, las tres soltamos risitas.
—Podría traer más relleno —dijo Haru y volvió con toallas y otras cosas.
—Vuelve a bajar y dile que la joven no quiere ser vista por nadie más —dijo Mitsuko—. Dile que raras veces se acerca a la entrada y pídele que haga el favor de entrar. Llévalo a la habitación más obscura que tengas para que yo no resulte demasiado visible.
Después de haberlo tenido esperando una media hora, logramos acabar de fabricarle a ella un vientre de seis meses y fuimos a reunirnos con él.
—Le he dicho que no importaba, pero ha contestado que no podía recibirlo sin haberse puesto un kimono presentable —expliqué yo, al tiempo que miraba atentamente a mi marido para ver cómo reaccionaba.
Estaba allí sentado y muy estirado, con su traje de oficina, las rodillas juntas y el maletín a su lado.
—Siento molestarla —dijo a Mitsuko—. Llevaba mucho tiempo deseando venir a ver qué tal le va y acabo de pasar cerca de aquí precisamente.
Tal vez fuera cosa de mi imaginación, pero parecía mirarle fijamente el vientre.
—Es usted muy amable —dijo Mitsuko—. Me temo que he estado robando demasiado tiempo a mi hermana —y murmuró algunos comentarios de cumplido para disculparse por haber estropeado nuestros planes de vacaciones y después dijo lo agradecida que me estaba por venir a animarla, al tiempo que se tapaba delicadamente el vientre con el abanico.
Haru había tenido bastante vista para elegir una habitación tan sombría, que parecía necesitar una lámpara incluso de día. Mitsuko estaba sentada en su ángulo más alejado y entre la falta de aire de la habitación y todo el relleno que llevaba dentro del kimono, jadeaba y chorreaba sudor. Resultaba totalmente convincente: una actuación de primera, me pareció a mí.
Mi marido no tardó en levantarse para marcharse.
—La verdad es que siento mucho haberla molestado —dijo—. Tenga la bondad de visitarnos en cuanto pueda salir —después me dijo, lacónico, a mí—: Se está haciendo tarde. ¿Por qué no vienes conmigo?
—Parece haber alguna razón, conque me voy a ir ahora —murmuré a Mitsuko—. No dejes de esperarme aquí mañana.
De mala gana, salí con él de la posada.
—Vamos a tomar un autobús —dijo y nos dirigimos a la parada en Yotsubashi.
Después, tomamos el tren de Hanshin hasta nuestra casa. Durante todo el trayecto, mi marido mantuvo un silencio malhumorado; cuando yo intentaba hablar con él, apenas si contestaba.
En cuanto entramos en casa, me pidió que lo acompañara arriba; sin siquiera parar a cambiarse de ropa y ponerse un kimono, comenzó a subir las escaleras. Yo lo seguí, dispuesta para lo peor. Cerró la puerta del dormitorio detrás de nosotros con un portazo y, tras indicarme una silla delante de él, me dijo que me sentara. Durante un rato no dijo nada, sino que parecía absorto en sus pensamientos y respiraba con dificultad.
Para romper el penoso silencio, fui yo la primera en hablar:
—Dime: ¿por qué te has presentado de repente en aquel lugar hoy?
—Pues… —sin dejar de mantener la expresión pensativa, dijo—: Tengo algo que quiero enseñarte —se sacó del bolsillo un sobre de papel de Manila y extendió su contenido en la mesa que teníamos delante. Cuando lo vi, me puse pálida. ¿Cómo demonios habría llegado a sus manos?
—Esta es claramente tu firma, ¿verdad? —preguntó, al tiempo que colocaba aquel juramento por escrito ante mi vista.
—Quiero que sepas que espero no perder la paciencia sobre esto, según cuál sea tu actitud —prosiguió—. Y, si quieres saber cómo lo he conseguido, te lo diré. Solo que, ante todo, quiero que me digas claramente si de verdad firmaste este documento o si es una falsificación.
¡Ay, Watanuki se me había adelantado! Mi copia estaba escondida en un cajón de la cómoda, por lo que aquella había de ser la de Watanuki: ¡tal vez la hubiera redactado con esa intención precisamente! Desde luego, yo había estado pensando en hacer intervenir a mi marido e incluso contarle lo relativo a Mitsuko, pero, después de su visita por sorpresa a Kasayamachi, no podía decirle que el embarazo era fingido. Así la mentira resultaría aún peor: si hubiese sabido que el asunto acabaría así, ¡se lo habría confesado en aquel momento!
—Mira, si te niegas a hablar, no sé qué pensar. ¿No sería mejor que fueses sincera conmigo?
Mi marido procuró reprimir la ira. Suavizó el tono y dijo con calma:
—Como no contestas, supongo que debo dar por sentado que lo firmaste.
Después, se puso a contarme lo que había sucedido. Cinco o seis días antes, Watanuki se había presentado de repente en su despacho en Imabashi y había expresado su deseo de verlo. Sin saber qué desearía, mi marido mandó que lo hicieran pasar a la sala de visitas y fue a hablar con él.
—La verdad es que he venido a verlo hoy porque debo hacerle una petición urgente —le había dicho Watanuki—. Probablemente sepa usted que estoy prometido en matrimonio con Mitsuko, quien está ya embarazada con un hijo mío, y su esposa se ha interpuesto entre nosotros y nos ha causado toda clase de problemas. Últimamente, Mitsuko se ha ido mostrando cada día más fría conmigo; así las cosas, no sé si querrá casarse conmigo. Así, pues, ¿tendría usted la amabilidad de hablar con su mujer al respecto?
—¿Cómo puede estar causándole problema alguno mi mujer? —preguntó mi marido—. No estoy al corriente de la situación, pero, según me ha contado, siente simpatía por ustedes dos y espera que se casen lo antes posible.
Entonces Watanuki dijo:
—No parece usted entender la verdadera relación existente entre su esposa y Mitsuko —estaba insinuando que habíamos reanudado los lazos anteriores entre nosotras.
Mi marido no estaba dispuesto a dar crédito a un hombre que no conocía de nada y resultaba difícil de imaginar que una mujer embarazada con un hijo suyo mantuviera una relación tan estrecha con otra mujer. Empezó a pensar que aquel hombre podía no estar en su sano juicio.
—Es natural que usted dude de mí —prosiguió Watanuki—, pero aquí tiene usted una prueba evidente.
Entonces le enseñó el documento.
Cuando mi marido lo leyó, se sintió afligido por que su mujer siguiera engañándolo, pero lo que más lo afligió fue que ella y un absoluto desconocido hubiesen sellado —sin que él lo supiera— una promesa de fraternidad. Para empezar, lo irritó profundamente que aquel tipo, que había intercambiado una promesa con la mujer de otro hombre, hubiera tenido la osadía de presentarse en su despacho y enseñársela, sin una palabra de disculpa, sino sonriendo triunfal, tan tranquilo como un detective que acabara de conseguir una prueba condenatoria.
—Supongo que reconocerá que la firma es la de su esposa, ¿verdad?
—Sí, creo que se parece a su caligrafía —respondió mi marido con frialdad—, pero primero quiero saber quién es el hombre que la firmó.
—Soy yo. Yo soy Watanuki.
Tenía una expresión tan serena, que parecía que no hubiese notado el sarcasmo.
—¿Y qué son esas marcas parduzcas debajo de las firmas?
Watanuki se puso a describir tan campante el proceso de sellado de la promesa con sangre, pero mi marido lo interrumpió, irritado.
—Según este documento, las relaciones entre usted, Mitsuko y mi esposa, Sonoko, están prescritas con todo detalle, pero no entraña la menor consideración para conmigo, como marido suyo. No se me tiene en cuenta. Como usted es también uno de los firmantes, comparte, evidentemente, la responsabilidad por ello y me gustaría que me explicara su papel en el asunto, tanto más cuanto que parece que no fue idea de Sonoko, sino que parece haberse visto forzada contra su voluntad.
Lejos de dar muestra alguna de vergüenza, Watanuki respondió con otra sonrisa satisfecha.
—Como puede usted ver en nuestro acuerdo, Sonoko y yo estamos vinculados por Mitsuko y esa relación siempre ha estado en conflicto con los intereses de usted como marido de Sonoko. Si su esposa hubiera tenido la menor consideración para con usted, no habría formado semejante vínculo estrecho con Mitsuko y nunca habría intercambiado conmigo una promesa como esta. Eso es precisamente lo que yo habría deseado, pero no tengo medio alguno para impedir que la esposa de otro hombre haga lo que le plazca. En mi opinión, este acuerdo en el que se reconoce la relación entre ellas representa una gran concesión para la señora Kakiuchi.
Con eso daba a entender que lamentaba la incapacidad de mi marido para controlarme. Según dijo, no había nada ilícito en constituir un vínculo de fraternidad, por lo que estaba convencido, a su vez, de no haberse comportado de forma inmoral.