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De modo que el día siguiente mismo mi marido empezó a esforzarse al máximo para ganarse a la familia de Mitsuko y resolver el problema con Watanuki. Lo primero que hizo fue ir a la casa de los Tokumitsu, expresar su deseo de ver a su madre y explicarle que era el marido de la amiga íntima de Mitsuko, Sonoko, y que su hija le había pedido que acudiera. En efecto, Mitsuko se veía perseguida por un hombre extraordinariamente indeseable… Así comenzó y después le dijo que, por fortuna, el hombre no había podido dañar la virtud de su hija, pues tenía una incapacidad física, pero era un tipo despreciable, que había difundido toda clase de rumores infundados: que Mitsuko estaba embarazada con un hijo suyo, por ejemplo, y que su esposa y ella eran amantes lesbianas. Aquel hombre había obligado a su esposa a firmar un documento incriminatorio y podía incluso ir a verlos para formular sus amenazas, pero no debían mantener la menor relación con él.
—Yo sé mejor que nadie lo inocente que es su hija —había dicho mi marido—. Por encima de todo, como marido de Sonoko, puedo asegurarle que esos malintencionados rumores sobre las relaciones entre mi esposa y Mitsuko carecen del menor fundamento y, además, como amigo de su hija, me sentiría obligado a protegerla, aun cuando no me lo hubiera pedido. ¿Tendrá usted la bondad de dejar que me encargue de este asunto? Me responsabilizaré de la seguridad de su hija, por lo que, si ese tipo intenta dirigirse a usted, mándelo a verme. Dígale que vaya a mi despacho en Imabashi.
¡Pensar que el amor haría hablar así a un hombre que ni siquiera sabía mentir! Tras ganarse a la madre de Mitsuko, fue a ver a Watanuki. Allí, se zanjó el asunto con dinero, según dijo, y trajo a casa todas las pruebas, incluida la fotografía del acuerdo, que Watanuki había amenazado con vender a aquel periódico, junto con su negativo y el recibo que mi marido le había entregado. En dos o tres días pareció haber resuelto todo el asunto, pero a Mitsuko y a mí nos preocupaba la idea de que Watanuki hubiera abandonado tan fácilmente. Aunque hubiese entregado el negativo, podía haber hecho otra copia de él; era capaz de cualquier cosa.
—¿Cuánto le pagaste? —le pregunté.
—Quería mil yenes, pero conseguí rebajarlo hasta quinientos —dijo mi marido, convencido de que se habían acabado nuestros problemas—. Vio que yo conocía todos sus trucos y que su amenaza ya no daría resultado, por lo que decidió coger el dinero.
Todo había salido conforme al plan. Ume fue la única que pagó las consecuencias. «Dejaste que ocurriera todo eso sin informarnos», le dijo la madre de Mitsuko y la despidió en el acto.
Ume sintió un gran rencor. Éramos unos inconscientes, la verdad, por no haber previsto que la pondrían de patitas en la calle, pese a todo lo que había hecho para ayudarnos, por lo que en el momento de su despedida intenté calmar sus sentimientos comprándole un montón de regalos. No podía imaginarme que más adelante se vengaría.
Mi marido dijo a la familia de Mitsuko que no tenían motivo alguno para estar preocupados. Su padre recorrió todo el camino hasta su despacho para darle las gracias y su madre vino a dármelas a mí:
—Es una hija tan mimada, que espero que la considere su propia hermana menor y la proteja. Mientras esté en su casa, estaremos tranquilos. No le dejaré ir a ninguna parte, si no es con usted.
Tenía tanta confianza en mí, que Mitsuko, acompañada de su nueva criada, Saki, que había substituido a Ume, venía a visitarnos sin tapujos todos los días. Incluso cuando Mitsuko se quedaba a dormir, su madre no ponía objeciones. Todo aquello sucedía de la forma menos problemática, pero mi vida doméstica estaba más plagada de tensión y sospechas que nunca, peor que cuando andaba por medio Watanuki. Día tras día, nuestro tormento se intensificaba. Había varios motivos: antes solía verme con Mitsuko siempre que lo deseaba en la posada de Kasayamachi y ahora no podía hacerlo; en cualquier caso, ni mi marido ni yo podíamos salir con ella y dejar a la otra persona sola, conque habíamos de quedarnos en casa, donde uno de nosotros siempre andaba por medio, a no ser que el otro tuviera el suficiente tacto para retirarse, y, sin embargo, Mitsuko, quien sabía perfectamente lo que hacía, telefoneaba al despacho de Imabashi antes de salir de casa y decía: «Voy a ir ahora a Koroen». Entonces mi marido se apresuraba a regresar.
Naturalmente, habíamos acordado no mantener ningún secreto entre nosotros, por lo que debía decírselo. Aun así, podía haber venido antes, podía haber venido por la mañana, en lugar de esperar hasta las dos o las tres de la tarde, cuando apenas dispondríamos de tiempo para estar juntas, y mi marido siempre parecía dispuesto a abandonar su trabajo y apresurarse a volver a casa después de que ella llamara.
—¿Por qué has de volver corriendo a casa así? —le preguntaba yo—. Nunca tengo la oportunidad de hablar con ella.
Entonces él respondía: «Había pensado en quedarme en el despacho un poco más, pero no había nada que hacer». O: «Cuando estoy lejos, la imaginación empieza a molestarme. Me siento más tranquilo cuando estoy en casa: si prefieres, me voy abajo». O también: «Tú tienes tiempo para estar a solas con ella, vosotras dos solo, y debes comprender que yo no».
Pero, cuando lo apremiaba al respecto, su respuesta era diferente. «A decir verdad, Mitsuko me ha preguntado por qué no venía a casa inmediatamente, en cuanto me telefoneaba. “Mi Hermana es la única que me quiere”, dijo. Parecía enfadada».
En realidad, no sé hasta qué punto eran serios los celos de Mitsuko y hasta qué punto iban encaminados a causar efecto, pero se ponía como loca: si yo llamaba «querido» a mi marido, se le llenaban los ojos de lágrimas. «Ya no sois marido y mujer, por lo que no debes hablarle así», decía. Podía estar bien delante de otras personas, pero entre nosotros quería que lo llamara de otro modo: «Kotaro-san», por ejemplo, e insistía en que él me llamara «Sonoko-san» o «Hermana», en lugar de «Sonoko» o «querida».
Todo eso estaba bastante bien, pero más adelante trajo un somnífero y vino y dijo:
—Quiero que os toméis esto y os vayáis a la cama. Me marcharé después de haber comprobado que estáis dormidos.
Se negó a escuchar nuestras objeciones.
Al principio pensé que estaba bromeando, pero no.
—Esta es una prescripción especial y es muy eficaz —declaró, al tiempo que nos ponía delante de los ojos dos paquetes de somnífero—. Si los dos juráis serme fiel, demostradlo tomándolo.
«¿No será veneno uno de ellos?», pensé. ¿Querría que lo tomara yo para que me quedase dormida para siempre?
Eso fue lo que me pasó por la cabeza como una centella y cuanto más decía ella: «¡Vamos, bebedlo!», más recelo sentía yo. Mientras miraba fijamente a los ojos a Mitsuko, mi marido parecía presa del mismo terror. Sostenía un paquete abierto de ese polvo blanco y parecía compararlo con el color del polvo que tenía yo en la mano, mientras nos lanzaba una mirada inquisitiva a las dos.
Mitsuko perdió la paciencia.
—¿Por qué no lo tomáis? —repitió, temblando—. ¡Ah, ya entiendo! Habéis estado engañándome, ¿verdad? —y se echó a llorar.
Pensé que no había remedio. Lo tomaría, aunque me matara. Después levanté el paquete de aquella medicina hasta mis labios.
—¡Sonoko!
Mi marido, que había estado contemplándome en silencio, me cogió la mano de repente.
—¡Espera un momento! Ahora que hemos llegado a esto, tendremos que confiar en la suerte. ¡Vamos a intercambiar los paquetes y a tomar la medicina!
—Sí, ¡contemos hasta tres y tomémosla!
Eso fue exactamente lo que hicimos.