10.Entre hermanos
10. Entre hermanos
—La República se acaba.
—Aquí no se acaba nada, lo que hay es que defenderse. Por ejemplo, de tu pesimismo.
—Ya, pero no parece una cuestión mía, es la historia quien se ha vuelto pesimista, y tiene mal gusto, además. Nos está dejando compuestos y sin novias. Italia se fue ella solita con Mussolini. Alemania con Hitler, sin que nadie la obligara, y Austria con Dollfuss. Ellas votan por sus novios y sus novios acaban desde el poder con nosotros. Ahora le toca a España. Parece dispuesta a casarse con Gil Robles, un buen galán.
—Mira, tú mucho hablar, mucha teoría, muchos libros, muchos datos, pero ha llegado el momento de pensar menos y de pasar a la acción. Los alemanes y los italianos cayeron como conejos, pero los austriacos se defendieron, por lo menos intentaron defenderse.
—Sí, es muy emocionante eso de mejor Viena que Berlín, o antes Viena que Berlín, mejor morir luchando que obedecer con disciplina a tus verdugos.
—Ni Viena, ni Berlín, Manolo, ni pesimistas tampoco. Aquí no se van a salir con la suya, ni vamos a dejar que utilicen el Gobierno para acabar con nosotros.
—La verdad es que es una lástima. Otros países han disfrutado muchos años de la democracia. Nosotros siempre llegamos tarde, nos hemos hecho demócratas cuando la moda es acabar con las democracias.
¿El pesimismo es fruto de los libros? ¿Se ríe uno más, aunque sea con sombras, y sufre uno de un modo más intenso por culpa de los libros? Ángel se lo preguntaba, miraba sus libros, pensaba en poemas como «Lo fatal» de Rubén Darío o en los manuales de ingeniería que estudiaba Manolo. El resultado de escribir en sus cuadernos las letras y los números, por mucho cuidado que pusiera, iba a ser una página llena de tachaduras y borrones de tinta. Estudiar te convertía en un ser desconfiado. Tal vez era mejor pasar a la acción, buscar trabajo, ponerse un mono, manchar de grasa las manos, los papeles, las ideas, ir a la playa de Gijón con los amigos, saber defenderse de los enemigos, pensar que la República no iba a acabarse nunca. El mundo era una complicación, porque no parecía posible estudiar y al mismo tiempo ser optimista, dedicarse a los libros y quedarse en la casa. Con la llegada del otoño, estudiar era irse a Madrid o a Barcelona, buscar el porvenir fuera de Oviedo, fuera de la vida y de las alegrías.
—Desde 1917 no he visto que triunfe otra revolución. Aquélla fue una sorpresa, les pilló desprevenidos, y además se trataba de Rusia.
—Tampoco nos salió mal aquí la de 1931 —respondió Pedro con rapidez, contento de poder situar la discusión en un territorio cercano, que él había visto con sus ojos y vivido a costa de sus madrugones. Pedro se sentía desarmado cada vez que Manolo volaba por los cerros de los libros o de Europa, no podía evitar que le dominase un respeto incómodo por los estudios que él mismo se había negado a hacer. Por eso le gustaba aterrizar sobre paisajes vividos en sus asambleas, sus reuniones, sus huelgas, las horas gastadas en una militancia que le servía de trinchera contra la fuerza intelectual de Manolo.
—Bueno, bienvenido a la defensa de la República. Estoy cansado de oírte decir que la República fue sólo un paso, una reforma burguesa, y que nuestro destino era conquistar el poder para los trabajadores.
—¿Es que no estás de acuerdo? ¿Te has hecho partidario de Besteiro? Los intelectuales sois como una veleta, cambiáis según sopla el viento.
Pedro parecía enfadado. Manolo disfrutaba discutiendo, se quedaba escondido detrás de una sonrisa paciente y lejana, sin identificarse con nada, entretenido con la voluntad de llevarle la contraria a su hermano, de buscarle las vueltas a todo, como si criticar cualquier idea, señalar las fragilidades del mundo, fuese la única manera de suavizar la presión que se ocultaba en su silencio. Manolo no jugaba con la ventaja de la inteligencia, sino con la suerte de no entrar al bulto en la conversación, de saber poner distancia entre sus palabras y la realidad. Pero lo que antes sugería serenidad, autodominio, una autoridad capaz de ordenar de forma natural las cosas que rodeaban sus actos y sus opiniones, se manchaba ahora con la de un malestar íntimo.
—No, Pedro, aquí nadie es una veleta, aunque cambie de opinión. Besteiro se desentendió en 1930 de la conspiración republicana, porque no quería romper la legalidad. Y ahora defiende la República precisamente porque es la legalidad. Tu admirado Largo Caballero conspiró a favor de la República, por la misma razón por la que había colaborado con Primo de Rivera, porque quería consolidar a la UGT y al Partido Socialista. Y eso es lo que ha hecho mientras ha controlado el Gobierno, y como ahora no lo controla, pues tampoco se muerde la lengua y afirma que la República sólo era un paso, y que lo importante es conquistar el poder para los trabajadores.
—Deberías estar contento, eso es lo que nos echabais en cara siempre los anarquistas y los comunistas.
—Porque habéis utilizado el Gobierno para consolidaros, y dejarnos a nosotros en la puta calle. Quien quiera trabajar que se apunte a la UGT.
Ángel escuchaba la discusión de sus hermanos. Estaba preparando los cuadernos del nuevo curso, repasando el estuche, haciendo algunas cuentas para recuperar la agilidad en las operaciones matemáticas, según le había indicado Maruja, y no sabía orientarse en la conversación. Ni la entendía, ni podía desprenderse de ella. ¿Pero qué pasaba con la República? Estudiar conducía al pesimismo, tal vez fuese mejor abandonar también la escuela, pero si no estudiaba, ¿cómo iba a aclarar la confusión de un mundo cada vez más complicado, en el que los minerales y los nombres de las montañas se mezclaban con las siglas y el vocabulario político? Mañana se iba Manolo a Barcelona. Pasado mañana, empezaban sus clases en el colegio. La conversación de los hermanos tocaba dificultades urgentes, que parecían no poder esperar a mañana, ni a pasado mañana. Su madre y Maruja estaban en la calle, haciendo alguna compra de última hora para el equipaje de Manolo. Soledad, después de trajinar en la cocina, se había encerrado en su cuarto. En una esquina de la mesa, mientras la luz de la tarde se apoyaba en los cristales de la galería, el niño escribía con letras redondas su nombre, Ángel González Muñiz, y escuchaba discutir a sus hermanos, sin atreverse a interrumpir, sin preguntar nada, pero inquieto, preocupado por conseguir una respuesta. Aunque se hubieran olvidado de él, sin levantarse de su silla en la mesa del comedor, entretenido con los lápices y los cuadernos, estaba justo en medio de las dos butacas del salón, y las palabras chocaban contra él, las paraba, les daba vueltas, intentaba comprenderlas, pero sólo sentía una pesada mezcla de desorientación y desasosiego.
—Vete a la mierda, Manolo.
—Intento explicarte que es ahí donde estamos todos, con nuestros enfrentamientos, luchas, insultos, maniobras, estrategias. Y, mientras, ellos se unen y vienen a por nosotros.
—Los comunistas habéis sido los últimos en pedir la entrada en la Alianza Obrera. Te recuerdo que, hasta hace dos días, nos estabais llamando socialfascistas.
—Yo no te he llamado nunca socialfascista. Además, no milito en ningún partido. Soy comunista, pero voy por libre.
—Pues te pierdes lo mejor que tiene el comunismo, que es la disciplina. Basta con obedecer las órdenes de la dirección.
—El Partido Socialista es también muy obediente —Manolo, que por un momento había adoptado un tono serio, como de confidencia y de conversación vivida en primera persona, volvió a esgrimir una sonrisa distante, casi cínica—. A Graciano Antuña le costó poco salirse con la suya. Tú mismo eras partidario de la unidad electoral de la izquierda, y volviste de la calle Altamira con el rabo entre las piernas. En la reunión no hubo posibilidad, nada de nada, ni republicanos, ni comunistas, ni la voluntad de las bases. Los socialistas solos, que era la voluntad de vuestra dirección. Así nos fue a todos.
—A unos mejor que a otros. Los socialistas tuvimos 1 620 000 votos. El problema es que esta ley electoral sólo nos da 61 escaños, mientras que los radicales, con menos de la mitad de los votos, han ganado 104 escaños, y la CEDA, con 64, es la que pone y quita gobiernos.
—En eso tienes razón. Acabo de enterarme —dijo Manolo, con una sonriente amargura— de que Gil Robles retira su apoyo a Samper. En unos días se anunciará la entrada de la CEDA en el Gobierno.
—¡Pues precisamente por eso hay que actuar! En defensa propia, ¿no lo entiendes? Los republicanos son los que han dado el primer paso, los que han traicionado a la República, los que quiebran el orden. Nosotros tenemos la obligación de responder.
—Mira, Pedro, no te exaltes. Lo de la CEDA es una anécdota, lleva gobernado en la sombra todo este año. Sin necesidad de tener un ministerio, es la que manda, porque los radicales sólo se dedican a robar, y si hace falta, para seguir robando, son más fascistas que nadie. Hasta Martínez Barrio les ha parecido un extremista. ¿Qué ministro de la CEDA va a ser peor que Salazar Alonso? Ya han dejado en los huesos todas las reformas republicanas, las mejoras obreras están liquidadas, la reforma agraria ha pasado a mejor vida, vuelven a tratar a los campesinos y a los mineros como animales, los gobernadores civiles están empleando una mano dura que no se conocía ni en tiempos de Alfonso XIII, se cierran los ayuntamientos socialistas, y todo esto sin necesidad de la CEDA. Así que no hay que echarse al monte porque Lerroux decida nombrar algunos ministros de Gil Robles. Tendremos que reaccionar cuando a nosotros nos interese, no cuando ellos digan.
—¡Ya estamos con lo de siempre! Pues nada, a quedarse con los brazos cruzados, que es la receta que da mejor resultado. De ese modo, nunca se equivoca nadie. Acaban contigo, eso sí, pero sin que hayas caído nunca en el error de la precipitación… Ahora, a ver cómo paras a los jornaleros que se mueren de hambre, o a los mineros que viven encañonados por la Guardia Civil.
3 por 5 son 15, y 1931 por 1934 son 3 734 554. Las cuentas cuadran, la historia también, pero no da un resultado perfecto. Ángel jugaba, dividía y multiplicaba las fechas, oía a sus hermanos, recordaba los comentarios que en el último año, desde las elecciones de noviembre de 1933, habían hecho Pedro y Manolo cada vez que los periódicos anunciaban un nombramiento, la suspensión de unas leyes o el incumplimiento de otras. Los dos estaban de acuerdo en la agresividad de la derecha, en el regreso a las situaciones más injustas, en la miseria que volvía a apoderarse de los campesinos y de la cuenca minera, pero no coincidían en las soluciones. ¿Qué soluciones? Han acabado con todo lo que se había conseguido, afirmaba Manolo. ¿Pero por qué protestan?, se preguntaba Pedro. ¿Les parece muy injusto reconocer unas vacaciones pagadas de seis días?, seguía preguntando Pedro. Todo el dinero que está gastando la República en educación sale de las subvenciones que antes se daban a la industria, respondía Manolo. Protestan porque reducir la jornada de los trabajadores a siete horas dentro de la mina, pagar seis días de vacaciones, y salarios dignos y un seguro de accidentes vale dinero, y suben los costes de producción, insistía Manolo, y antes que dejar de ganar, prefieren subir los precios y decir que hay crisis, seguía insistiendo Manolo, y tenemos empresarios acostumbrados a pagar mal y a cobrar subvenciones del Gobierno, volvía a insistir Manolo, y se han hecho carreteras donde no había coches, y obras públicas donde no había necesidad, para que los empresarios pudiesen vender en España lo que nadie quiere comprarles, martilleaba Manolo, porque no son competitivos, porque no pueden exportar, porque se hundirían si el Gobierno quitara los aranceles, sentenciaba Manolo, o porque han confundido su tarea con cobrar subvenciones y maltratar a los obreros, añadía Pedro, y porque si la gente quiere gastarse el dinero en escuelas, y en amparos sociales, no se pueden poner parches, hay que cambiar todo el sistema, como hicieron los bolcheviques, concluía Manolo, ya que dejar las cosas a medias es meter la cabeza en la boca de las fieras. Sí, eso había repetido Manolo muchas tardes, y en eso estaba de acuerdo Pedro ahora, en no dejar las cosas a medias, y Ángel se acordaba del American Cirque, pensaba en los domadores y se imaginaba a la República con la cabeza dentro de las fauces de Gil Robles. No sabía si iba a ser demasiado pronto o demasiado tarde, si había que declararse optimista o pesimista, pero sentía un orgullo extraño de que la culpa de todo no la tuviesen sólo los anarquistas, o los mineros en huelga, sino también él, sus cuadernos de multiplicar, los libros del colegio, los pupitres nuevos. Eran los gastos de su colegio, junto a las subidas salariales de su hermano Pedro, junto a los análisis económicos de su hermano Manolo, los que estaban poniendo tan nerviosos a los curas y a los bancos.
—Es verdad, Pedro, tienes razón, lo admito —Manolo cambiaba de tono con facilidad, un quiebro de voz y parecía que ya estaba en otro escenario o que su cuerpo buscaba una mayor cercanía. Hablaba con más lentitud, sin sonreír, igual que si le echase a su hermano un brazo por encima para llevárselo a un rincón del comedor—. Ahora que tú te lanzas, yo me pongo a dudar. Lo admito, teorizo mucho y hago poco, siempre he sido un indeciso, me gusta que los conflictos se resuelvan solos, que el tiempo ponga las cosas en su sitio, que las lluvias oxiden el filo de los problemas. Aunque sea comunista, me asusta la gente convencida de sus programas y sus idearios. Papá me enseñó a dudar de los dogmas, y me gustaba su autoridad, porque nacía precisamente de sus dudas. Pero lo de ahora es distinto. No me cabe duda de que, si no hacemos algo, van a venir de la forma más dura contra nosotros, como ha ocurrido en Alemania o en Austria, y no me cabe duda de que si hacemos algo, llevamos las de perder. Hay que decidir, llevamos meses diciendo que hay que decidir, pero hemos llegado a un punto en el que cualquier decisión irá en contra nuestra.
—¿Por qué dices eso? Estamos mejor y más preparados que nunca. No comparto tu pesimismo. Dime una razón para darse por vencido antes de empezar. Hay más unidad que antes, más motivos que antes. Ni siquiera Indalecio Prieto cree ya en la posibilidad de una solución parlamentaria.
—Eres optimista porque piensas en Asturias. No te equivoques, Pedro, no te equivoques. En otras partes de España no se vive la misma situación. ¿Quieres una razón? Te puedo dar unas cuantas —Manolo empezó a levantar los dedos de su mano derecha, con una solemnidad que no era teatral, sino necesidad de exponer sus propios temores—. Uno, la CNT asume aquí la unidad, pero en el resto de España no encuentras líderes como José María Martínez o Valeriano Orobón. Dos, en Cataluña los obreros están en contra de la Generalitat, porque el Gobierno de Esquerra y el consejero Josep Dencàs han sido tan represores como los radicales. Tres, desatar la revolución por un cambio ministerial hará que los anarquistas digan que vuelve a ser un problema de la República y no de la clase obrera. Cuatro, las huelgas campesinas de junio han sido un fracaso y el Partido Socialista, con su actitud de prudencia, no sólo ha desmovilizado a la gente, sino que la ha defraudado. Cinco, en España no hay periódicos como Avance, ni periodistas como Javier Bueno —Manolo empezó a levantar los dedos de la mano izquierda. Ángel lo escuchaba, y lo veía, ganado ya por la conversación, como si se hubiese quitado el disfraz de la ironía. No le daba miedo el patetismo de la verdad, sino la verdad, la cara sombría de los acontecimientos—. Seis, no se puede avisar al enemigo, anunciar en qué día y a qué hora se va a organizar la revolución, y ya se ha repetido mil veces que los obreros se levantarán si la CEDA entra en el Gobierno, y nos van a estar esperando para cazarnos como a conejos. Siete, no hay milicias preparadas. Ocho, es un disparate pensar que el ejército se va a unir al pueblo, y nueve, nos faltan armas.
—UHP, Uníos Hermanos Proletarios —era Pedro el que ahora quería hacer un chiste, mientras Manolo bajaba los dedos, como asustado por tantas razones, o por la pasión verdadera que había en sus argumentos, y colocaba las manos sobre los muslos—. Estás un poco derrotista. Ya me contarás lo que pasa en Barcelona. De Oviedo, me encargo yo.
—Me da miedo lo que pueda pasar en Madrid o en Cataluña. El desembarco de las armas del Turquesa ha sido un desastre, una chapuza. Ya ves lo que cuenta el periódico, las armas requisadas y el barco en Burdeos.
—Aquí no nos hacen falta más armas. Tenemos un buen arsenal, depósitos en todos sitios, y no descubren ninguno. Armas de la fábrica de La Vega, de Bilbao, de Francia, talleres para arreglar fusiles, y además la dinamita de los mineros. Los taxis, los autobuses y hasta los coches de boda están traficando con armas para cuando se reciba la orden.
—Asturias, Pedro, no podrá hacer nada por sí sola. Habrá un derramamiento de sangre, unos días de resistencia, sólo eso. Unos días históricos, desde luego, igual que en Viena. Pero la historia, nuestra historia, es como la morcilla, se hace con sangre y siempre se repite.
Ángel González, verano de 1934.
Ángel estaba sacándole punta al lápiz. ¿Qué iba a pasar? Atardecía, la habitación se quedaba a oscuras y el Naranco era ya una masa confusa en los cristales de la galería. Alguno de sus hermanos debería levantarse de su butaca para encender la luz. Ángel, de pronto, deseó que llegaran las mujeres, que saliese Soledad de su cuarto, que volviesen de la calle Maruja y su madre. No sólo le asustaban palabras como sangre o armas que, pronunciadas así por Pedro y Manolo, tan cerca de todas las cosas, de la vida de siempre, vestidos ellos con su ropa de siempre, con sus camisas que todavía rozaban el verano y el olor de Riberas de Pravia, eran palabras que convertían en una realidad inmediata el miedo de su madre a la guerra. ¿Qué iba a pasar con Pedro? ¿Y con Manolo en Barcelona? ¿Qué iba a pasar con sus cuadernos de cuentas y con su gramática, y con las páginas en blanco de sus redacciones? No le asustaban sólo las palabras violentas, sino el sentirse desorientado en un mundo que ya no decidía entre lo que estaba bien y estaba mal, entre lo bueno y lo malo, entre lo correcto y lo incorrecto. La discusión giraba ahora en otro sentido, el optimismo y el pesimismo tenían que ver con las preguntas sobre quién iba a ganar, quién era más fuerte, quién se había equivocado más, quién iba a acabar con el otro. No importaba quién tenía la razón, quién hacía sus deberes, quién estudiaba urbanidad y cumplía con las normas del buen ciudadano. Mañana sería octubre, el mes de septiembre se deshojaba, las vacaciones se deshojaban, la tarde se deshojaba, la República se deshojaba, el lápiz se deshojaba, y sobre la mesa caían virutas de madera, todas las virutas. El niño intentaba que no se rompiese la punta, cuidado, que no se me rompa. Deseaba que Soledad abriera la puerta de su cuarto, que volviesen de la calle su madre y Maruja, que empezasen todos a hablar de la cena, por la cena, sobre la cena, en la cena, según la cena, tras la cena. Preposiciones, proposiciones, suposiciones, imposiciones. Se levantó de la silla. Fue a encender la luz.