15.Cristales rotos

15. Cristales rotos

La guerra es un saco sin fondo, un saco en el que cabe todo, ruidos, manchas de aceite, olor a pólvora, cristales que tiemblan, cristales que se rajan, cristales que se rompen, miedos, formas de llamar a la puerta, llamadas fuertes, llamadas débiles, llamadas sin respuesta, nuevas amistades, mañanas de sol, vacaciones interminables, sorpresas y costumbres, inquietudes y calmas, tumultos y soledades, tragedias y relámpagos de dicha, hallazgos, pérdidas, palabras vacías, palabras destruidas, palabras oportunas, silencios más llenos de la cuenta, secretos, colas interminables, racionamientos, apagones, horas de sed, y un largo, penetrante, orgulloso azar que cose con hilo resistente los episodios y las emociones, las fechas y las cicatrices sentimentales, para tejer el vértigo de un presente demasiado frágil y las perforaciones de unos recuerdos endemoniados, imprevisibles y sólidos, que se hacen dueños de la memoria, en la primera o en la última fila, durante demasiado tiempo.

Entre una guitarra desafinada, tal vez con una cuerda rota, y una guitarra partida por la mitad, con la caja reventada y el mástil hecho astillas, hay diferencias profundas. La Revolución de Octubre había supuesto el primer merodeo por las ruinas, la primera sospecha de la descomposición del mundo, el bautizo de sangre y de miedo, la oscuridad revuelta por la llamarada de los bombardeos que devoran el tejado de una casa o los libros de una biblioteca. Pero aquel tiempo de destrucción tuvo la contundencia breve de un capítulo que se cierra y se diluye en el argumento general, porque permite que la hierba crezca sobre la tierra enfangada y que la vida continúe, sin que aparezcan distancias insalvables entre el pasado y el presente. La guerra estalló después, y dejó los campos calcinados. Las raíces desgajadas quedaron al aire, se pudrieron lentamente, y empezó un tiempo distinto, un argumento nuevo, la sustitución de una historia negada que ya nunca podría recomponerse.

Sólo los muertos del pasado se atreven a cruzar la calcinación para convivir con los muertos y los vivos del presente. Pero hasta en la conducta de los muertos hay diferencias. Los muertos de antes de la guerra escapaban de la precariedad, la incertidumbre y la mala conciencia. Se les notaba seguros de su tumba cuando hablaban con los vivos, y se acomodaban con más tranquilidad, y hasta con dulzura, en las discusiones del recuerdo. Eran curiosos, estaban al día, preguntaban por los acontecimientos, daban consejos, les gustaba compartir decisiones en asuntos de familia, vigilar a sus descendientes, y leer sus periódicos, repasar sus números, sus trabajos, como si ellos siguieran también formando parte de la existencia cotidiana. Los muertos de la guerra, sin embargo, no podían comportarse con naturalidad, eran presa de un egoísmo sin norte, estaban clavados en el momento de su desaparición, en la última vez que fueron vistos con vida, en la puerta que se cerró detrás de su adiós, en el lugar donde se dice que cayeron, donde se sabe que fueron ejecutados, donde parece que los llevaron a enterrar. Preguntaban siempre por ellos mismos, en busca de la única noticia que les importaba conocer. Los ojos de los muertos de la guerra eran un estupor, un interrogatorio. Insistían en demandar por qué, miraban con pupilas sin descanso, enrojecidas por una brasa atormentada, y apremiaban a sus familiares y a sus amigos con el gesto de los que nunca podrán dormir en paz, con el desamparo de los que caminan a tientas, torpes, desvalidos, ya sin odio propio, sin heroísmo propio, a expensas del rencor, la piedad o la ceguera de los vivos.

Cuando se recuerda en las plazas, las tribunas y los púlpitos a los muertos de una guerra, los vivos suelen convertirlos en proclamas, levantan y mueven su ausencia como una bandera, cantan y agitan su presencia como un himno. Pero cuando los muertos de la guerra se aparecen en la soledad de una memoria, cuando viven en un recuerdo personal, no comprenden nada, y sólo repiten una inquietud, un malestar sin consuelo ni recompensa, una herida que no puede cerrarse. No tienen fuerza para arrepentirse de haber alimentado con sus ideales el vértigo de una matanza. No tienen sangre para maldecir a los que utilizan su sacrificio como justificación de otras muertes. No tienen el deseo de distinguirse, de trazar una línea entre inocentes y culpables, entre provocadores y víctimas, entre convencidos y arrastrados por la situación.

Alfonso Beaumont no preguntó nunca por el final de la guerra, no se interesó por la suerte de la Falange, ni por el destino de su mujer, ni por el futuro de los caldos de pollo Chispún que él representaba con unos caramelos en el bolsillo y con una camioneta en la ciudad. Después de muerto, cada vez que doblaban las campanas y aparecían los aviones republicanos sobre el cielo de Oviedo, bajaba como todos los vecinos al sótano, soportaba la molestia de la humedad y del mal olor. Humillaba su pulcritud entre las pulgas, se quejaba de las chinches, pero no calculaba la cercanía o la lejanía de las explosiones. Esa bomba ha estado a punto de acabar con todos nosotros, podían decir el abuelo Manuel o don Pedro Cano. Alfonso Beaumont sólo hablaba de sus botas de cuero recién lustradas, de su camisa recién lavada, del miedo obsesivo a las manchas y al barro. Miraba sus botas, asediaba a los demás, preguntaba a los demás por qué, por qué no había querido saltar a la trinchera, en vez de quedarse al descubierto, sólo por unos segundos, ante las balas del enemigo.

La guerra es un saco sin fondo en el que caben la comedia y la tragedia, el ridículo y la dignidad, las nubes de tormenta y los cielos de sol, los niños que padecen la barbarie de los mayores y los mismos niños que se alegran de las clases suspendidas en las escuelas o en los institutos, el muchacho que se siente perseguido por los uniformes y el mismo muchacho que aprende a tocar la guitarra gracias a un sargento de regulares, el adolescente que es desalojado de su casa cuando el barrio se convierte en un campo de batalla y el mismo adolescente que colecciona casquillos de bala y juega con los tesoros que el combate ha escondido bajo la hierba o detrás de la ventana sin cristales de un local abandonado. En el cauce de la guerra flotan días buenos y torbellinos peligrosos, barcos de papel y vigas rotas en un bombardeo. La guerra es un saco sin fondo en el que todo se precipita, pero al final sólo queda un sedimento descarnado y oscuro, un fango necio, que marca los días siguientes, los días sin guerra, los años de paz, y se apodera del carácter, y lo ahoga, y borra las anécdotas, los hallazgos, las miserias, las alegrías, para imponer una herencia ocre en la que se confunden para siempre la vida, el miedo, la cólera y las ganas de llorar.

Ángel González explicó su manera de vivir y recordar la guerra en el poema «Ciudad cero». Los versos recogen en tono apagado, sin coartadas de heroísmo o de falsos consuelos, un sentimiento de tabla rasa, de borrón sin cuenta nueva posible, de sonrisas, despedidas y sombras que conducen a un final oscuro, instintivos esfuerzos por sobrevivir que necesitaron entonces, y necesitarán al paso de los años, levantar la cabeza en busca de un mundo respirable por encima de las ruinas. Son escenas que pierden su inocencia última en la memoria, y que nos inducen a preguntarnos por el pasado y por el futuro con una curiosidad triste. Su autor fue un derrotado, no un muerto de la guerra, y en esta historia resulta necesario aprender a distinguir también entre la conducta de los muertos de la guerra y el sentimiento de los vivos que cargaron con las muertes de la guerra. Aunque en el bando republicano los muertos y los vivos llegaron a sufrir la misma derrota, no todos siguieron existiendo de la misma manera. Los muertos fueron condenados a padecer un olvido anónimo, mientras que los vivos protagonizaron con sus nombres un tiempo de listas negras, de apellidos subrayados en los expedientes, de persecuciones, calumnias y esperanzas humilladas. En el alma de los vivos quedaron resquicios para que se filtrase no sólo el estupor, sino también la tristeza, los temores, el dolor, la ira. Oviedo fue «Ciudad cero», una tabla rasa. Así sucedió, al menos, en el caso que estamos recordando y viviendo en este relato:

Una revolución.

Luego una guerra.

En aquellos dos años —que eran

la quinta parte de toda mi vida—,

yo había experimentado sensaciones distintas.

Imaginé más tarde

lo que es la lucha en calidad de hombre.

Pero como tal niño,

la guerra, para mí, era tan sólo:

suspensión de las clases escolares,

Isabelita en bragas en el sótano,

cementerio de coches,

pisos abandonados, hambre indefinible,

sangre descubierta

en la tierra o las losas de la calle,

un terror que duraba

lo que el frágil rumor de los cristales

después de la explosión,

y el casi incomprensible

dolor de los adultos,

sus lágrimas, su miedo,

su ira sofocada,

que, por algún resquicio,

entraban en mi alma

para desvanecerse luego, pronto,

ante uno de los muchos

prodigios cotidianos: el hallazgo

de una bala aún caliente,

el incendio

de un edificio próximo,

los restos de un saqueo

—papeles y retratos

en medio de la calle…

Todo pasó,

todo es borroso ahora, todo

menos eso que apenas percibía

en aquel tiempo

y que, años más tarde,

resurgió en mi interior, ya para siempre:

este miedo difuso,

esta ira repentina,

estas imprevisibles

y verdaderas ganas de llorar.

Las guerras suceden en el presente, pero deciden el pasado y el futuro de los que se ven envueltos en su corriente amarga de nombres, batallas, estrategias y fortunas. Todo lo conocido está en el punto de mira de las armas, y también aquello que todavía se desconoce, quizá porque es materia pactada por los servicios secretos, quizá porque el destino no ha acabado de escribir los detalles finales de su tragedia. El coronel Aranda se había hecho dueño de Oviedo, pero la reacción inmediata de las fuerzas republicanas impidió que su victoria se extendiese al resto de Asturias. Derrotados los militares rebeldes en Gijón y Avilés, el regreso en desbandada de los mineros que habían participado en la expedición fallida a Madrid y los reflejos combativos de las organizaciones políticas de izquierdas permitieron detener el primer impulso del ejército golpista. Comenzaron a llegar buenas noticias a la mesa de reuniones del Comité Provincial de Asturias, improvisado por los sindicatos y los partidos del Frente Popular. Los obreros controlaban la fábrica de cañones de Trubia y las posiciones más importantes del Naranco. Eso resultaba decisivo. El golpe había fracasado en Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao, y eso también resultaba decisivo, por lo que existían motivos razonables para ser optimistas. El coronel Aranda era dueño de una ciudad sitiada. Le iba a costar mucho trabajo salir de la línea de defensa que había dibujado alrededor de Oviedo.

La ciudad se acostumbró poco a poco a vivir entre explosiones. Las campanas de las iglesias compartieron la propiedad del cielo con el zumbido de los proyectiles. Desde el depósito de aguas o desde el cementerio llegaban hasta las plazas el empujón seco de los cañones y las estampidas de las ametralladoras. Las balas aprendieron a silbar con la impertinencia de los golfos callejeros. La sombra de un avión o un ataque demasiado violento provocaban el revuelo de las pandillas de niños y las carreras de los mayores hacia la oscuridad de los sótanos. Pero cuando la calma volvía a las calles, el mundo tardaba poco en sentirse un lugar habitado. La calma empezaba por el silencio, por el hueco que dejaban en el aire las explosiones al cesar. Luego obedecían los cristales, siempre dispuestos, si no se habían roto, a controlar los nervios. En cuanto desaparecía su temblor, el sol reposaba, y el paisaje recomponía su figura poco antes de que los curiosos comenzaran a asomarse por la ventana. Luego, salía la gente de los edificios, los mayores formaban corros y las pandillas de niños volvían a posarse en cualquier rincón de la calle.

Conforme el verano de 1936 se acercaba al otoño, las explosiones fueron más fuertes. Los cristales y los tejados de los edificios se pusieron amarillos de esparadrapos y resistían las embestidas del viento para no romperse y caer al suelo. Las calles se convirtieron en cementerios de coches, al mismo tiempo que las nubes, cada vez más oscuras y retorcidas, adquirían el color de la chatarra quemada. Pero en los días finales de julio y en los primeros de agosto, cuando los curiosos se asomaban a la ventana después de los estrépitos de la violencia, no resultaba difícil que las cosas mantuviesen aún su compostura y que estuviesen esperando a los vecinos tal y como las habían dejado antes de su huida. Los árboles parecían reírse del miedo ajeno, como si la situación no fuese para tanto, como si no mereciese la pena salir corriendo por unas explosiones. Los niños, que vuelan como los pájaros, pero crecen como los árboles, aprendieron a quedarse quietos cuando sonaban disparos o cuando pasaban camiones con soldados hacia el frente.

El último día de julio, Ángel estaba con Pepu, Arturín y los gemelos, aprendiendo a discutir sobre las diferentes clases de armas y sobre los ruidos que comportan si son utilizadas, cuando vieron pasar al ejército, en formación perfecta, camino de Trubia. Unas horas después, los árboles y los niños del barrio, que habían seguido con inquietud la banda sonora de la batalla, fueron testigos del regreso de la tropa, con más prisa, con los ánimos más bajos, con un paso menos marchoso, y en una formación con notables imperfecciones. Ángel subió a su casa para dar el parte de la evidente derrota de los soldados de Aranda en el camino de Trubia. Pedro estaba al otro lado, tal vez alguna de sus balas había servido para detener al coronel empeñado en apoderarse de Asturias. Existían motivos sensatos para el optimismo. Sí, parece que el golpe ha fracasado, comentó Manolo, abrazando a su madre e intentando tranquilizarla. Por primera vez sentía la fuerza necesaria para ofrecer consuelo a las mujeres de la casa. Sí, podía afirmarse que el golpe era ya un fracaso rotundo y que la población había detenido a los militares. Pero ni Manolo, ni Ángel, ni los niños de la pandilla, ni los árboles del barrio, ni los cristales de sus edificios sabían entonces que Mola y Franco, los autoproclamados jefes nacionales, habían acudido a Hitler y Mussolini para pedir ayuda, y que se habían firmado acuerdos en Bayreuth y Roma, y que ya estaban en suelo español los primeros aviones italianos y los Junker alemanes, y que la suerte de la nación se jugaba con una baraja de cartas marcadas por tintas y plumas internacionales. ¡Viva el ejército, arriba España! Sí, el golpe había fracasado, pero se estaba dando paso al tiempo inmisericorde de la guerra civil.

Es posible que Pedro estuviese junto al artillero que disparó el obús de Maruja. Aunque el azar gobierna los hilos de la vida en todas las situaciones, aprovecha las horas violentas para demostrar los recursos ilimitados de su poder. Era Manolo quien solía asomarse a la ventana para observar desde lejos los síntomas del combate en la falda del Naranco. Una llamarada casi invisible en la claridad del día, la persistencia del humo que se levantaba sin mansedumbre y se deshacía como un matorral negro en el cielo, los movimientos de pequeños puntos nerviosos como animales, figuras minúsculas que aparecían y desaparecían en determinadas posiciones de la roca o del bosque resumían la batalla, demostraban que la libertad estaba ahí, acercándose lentamente a Oviedo. Pero la libertad hería al llegar, se abrazaba a la ciudad como un gato salvaje, arañaba, dejaba escapar de sus zarpas balas perdidas y obuses. Si llega a estar Manolo volcado sobre la ventana en ese momento, descifrando los signos de la batalla bajo la luz caediza de septiembre, tal vez no hubiera hecho caso de la insistencia de su madre. Solía dilatar todos sus actos para consolarse de una forzada y corrosiva inactividad. Se enganchaba a sus libros o a cualquier cosa, a los ojos de Topín, a los trabajos de Soledad, a los cambios casi imperceptibles del campo de batalla en la lejanía o a la solidificación esquinada de sus propios silencios.

El azar quiso que no se tratase de Manolo en esa ocasión, sino de Maruja, mucho más receptiva a las angustias y los ruegos de su madre. Estaba apoyada en la ventana, con la espalda bendecida por la luz dorada y con un traje vaporoso de verano, que se adaptaba a su cuerpo, acariciaba sus muslos y sus pantorrillas, y temblaba en manos de la brisa. Pero Maruja no miraba hacia el mar, sino hacia un campo de batalla, y no era la melancolía tranquila de la belleza lo que transpiraba la carnalidad generosa de su cuerpo, sino el vértigo de un teatro de operaciones, la fascinación ante una proximidad inquietante, peligrosa, movediza, de la que iban a depender los días siguientes y el curso definitivo de los años. Maruja —recuerda Ángel que dijo su madre—, quítate de ahí, ven, vamos a rezar el rosario. Maruja, ven, apártate de la ventana. Hija, vamos a rezar el rosario, insistió su madre. El azar quiso que no fuese Manolo, sino Maruja, la que estuviese allí, frente al Naranco, inclinada sobre el alféizar y sobre el destino, para escuchar aquella tarde los ruegos de doña María. Y ya no le resultó difícil al azar añadir otro capricho afortunado, hacer que Maruja obedeciese, que se apartase de la ventana y se sentase junto a su madre en el momento más atinado de su vida, que no llegó a ser nunca un momento de pasión amorosa o de trabajo recompensado, sino de rutina doméstica, la oportunidad de buscar un rosario y de sentarse en una silla vulgar, justo antes de que un obús destrozase la ventana en la que se había apoyado y entrase en el comedor con un estrépito de maderas y de cristales rotos.

Manolo salió de su habitación y se reunió con los demás habitantes de la casa asaltada. Todos se quedaron mirando el obús que había golpeado la ventana sin estallar y caído sobre el suelo como un pájaro muerto. La guerra es eso, un mundo que se vuelve del revés, un verano que llega o que no llega, aunque el calendario tache uno por uno los días de junio, julio, agosto y septiembre. La guerra es un día lleno de oscuridad, o una noche sin sueño, o un obús que no estalla, un artefacto cruel que le perdona la vida a los que están rezando el rosario o terminando una merienda. La guerra es eso y todo lo contrario, porque hay días repletos de luz, incluso en épocas de apagones, y noches en las que se duerme a pierna suelta por culpa de una fatiga insoportable que cierra los párpados hasta borrar el instinto de defensa, y obuses y bombas que estallan con una crueldad aterradora.

—Nos van a matar los de nuestro bando. Con estos amigos, vamos arreglados —murmuró Soledad, mientras contemplaba el destrozo y decidía el mejor modo de recomponer el orden.

Las guerras no hacen ricos a los cristaleros, porque es inútil esforzarse en devolverle la dignidad a una ventana. Los obuses dan trabajo a los buscadores de cartones, a los martillos que clavan tablas viejas, a los esparadrapos que cubren las cicatrices de los cristales para que se mantengan en pie hasta la próxima detonación. Cuando la casa se ofrece con demasiado impudor al fuego de los ejércitos, conviene defender con colchones la penosa e irregular ilusión de la vida doméstica. Eso pensó Manolo, recuerda Ángel, y cerró postigos, y clavó tablas y dispuso colchones en las ventanas más peligrosas, y luego bajó por una vez a la calle para deshacerse del obús, arriesgando un mal encuentro, porque son tan peligrosos los enemigos interiores como los amigos exteriores, y es mejor no confiarse con artilugios inventados para estallar, es mejor que no estén al alcance de un niño, o de un adolescente, por mucho que el adolescente haya demostrado su madurez y el artilugio sus buenos sentimientos.

Cuando las bombas caen del cielo, sirven de poco los colchones, las espaldas de los armarios viejos y las tablas clavadas sobre cristales rotos y marcos desencajados. Conviene que trabajen entonces las piernas, que bajen las escaleras, que suenen los tacones o los pies descalzos en busca del sótano. La oscuridad del sótano o la luz enferma de la bombilla cuando recibe todavía una gota de electricidad marcan un lugar de espera, un espacio largo, oxidado, entre el doblar de las campanas, una jaula que se llena de ruidos de motores, explosiones y alguna conversación entre vecinos, gente desolada que procura distraerse, recordar el mar de otros veranos y olvidar la presencia activa de la muerte, las pulgas y las chinches. En los primeros bombardeos, Alfonso Beaumont bajó como un vivo más, como un vivo en peligro, y se sentó en un rincón del sótano, entre todos los vecinos, acompañado de su hija pequeña, de su mujer y de Elena, una criada simpática a la fuerza, no sólo por obligación de servicio, sino porque tenía unos dientes tan grandes y tan expansivos que se veía obligada a sonreír aunque estuviese triste, aunque tuviera miedo, aunque se aplicasen en ella las pulgas y las chinches. Pobre Elena, aquella muchacha fea que se divertía sin esforzarse bajo las bombas y añadía un resto de inocencia y despreocupación a los ojos del miedo, porque miraba a los demás como si fuese una vaca paciente y cariñosa dibujada por Walt Disney. Así la recuerda Ángel, y así era la guerra.

Aunque después de muerto bajó siempre con su uniforme limpio y sus botas relucientes, Alfonso Beaumont solía aparecer en los primeros bombardeos nocturnos del verano con un pijama de seda celeste. A ver si el Negus se cansa pronto de molestar, murmuraba don Alfonso, más preocupado por la suciedad del sótano que por la amenaza de las bombas. Sus ojos de estupor y su pregunta helada, persistente, sobre las miserias del barro y el lustre de las botas bajarían al sótano unos meses más tarde, después de que su viuda y su hija ya hubiesen conseguido huir de Oviedo por el pasillo de Grado. El Negus sorprendía a los vecinos de cualquier manera, en una rutina de segunda mano, cómodos en sus secretos domésticos, abandonados a una dejadez natural de ropa vieja, camisetas marcadas por los remiendos y camisones heredados. Las confianzas privadas se avergonzaban de sí mismas bajo la luz enferma y pública del sótano. Pero el pijama celeste de Alfonso Beaumont no tenía de qué avergonzarse, digno como un señor de las horas nocturnas y de los lechos matrimoniales, siempre dispuesto a soportar sin menoscabo una sorpresa, una llamada imprevista, la visita de un médico o la aparición del Negus.

La aparición más espectacular en el sótano, para lo bueno y para lo malo, la protagonizó la primera noche la familia de don Leopoldo, marcando un nivel difícil de superar. Con el paso de los días y de los aviones, los vecinos se acabarían acostumbrando a los bombardeos y el miedo debió de rebajar poco a poco sus exigencias de ridículo. Pero la primera noche no tuvo desperdicio. Escaleras abajo, desde la buhardilla izquierda, descendieron, para lo malo, doña Isabel sin pintarse la cara y, para lo bueno, Isabelita, sin falda, con unas bragas color carne que capturaron la atención de Ángel desde que la vio entrar con Homerito de la mano. Tal vez hubiera sido mejor que la muchacha en bragas de aquella noche imborrable fuese Menchu, la hermana más guapa. Pero unas bragas son unas bragas, e Isabel, o Cuqui, como la llamaba todo el mundo, acompañó a Ángel en aquella noche de terror, entre la vergüenza y el miedo, con sus piernas largas y su intimidad de formas adolescentes, color carne, y luego persistió en la memoria, hasta acabar en uno de sus poemas.

Así es la guerra. Una mujer se apoya sobre el alféizar de una ventana, bendecida por la luz y por la brisa, y no mira el mar, sino un campo de batalla. Una muchacha recoge sus piernas o enseña sus muslos, y no espera la mirada de un amante, sino el motor de un avión asesino. Así es la guerra, innecesaria como la humillación de una mujer a la que le gusta mucho pintarse, una dama que vive en una buhardilla, y se avergüenza de su piel, y necesita vivir como si tuviese una fortuna, como si perteneciese a una clase social más alta, con maquillaje en su rostro y en sus fantasías, toda una señora de retales y remiendos que de pronto se ve obligada a bajar sin ninguna defensa hasta un sótano con una luz enferma, pero suficiente para que los vecinos callen, o hablen del mar de un antiguo verano, o pregunten por las informaciones de la radio, mientras comprueban con el rabillo del ojo que la emperatriz está sin pintar y que tiene la piel picada. Así es la guerra, como las bragas repentinas de Isabel en el sótano.

—A ver si el Negus se cansa pronto de molestar —murmuró don Alfonso, apartando sus pupilas del rostro desamparado de doña Isabel y sin prestar atención a las bragas de Cuqui.

La guerra impone poco a poco sus malas artes y sus saberes. Las conversaciones, que en un primer momento sólo celebran los nombres de los militares famosos y de las ciudades conquistadas, se llenan después de palabras técnicas, vocablos, siglas y números que sirven para matizar un ruido, el soplo de una bala, el calado de una explosión, la importancia de un ataque. El Rubio se hizo pronto un experto en distinguir los disparos de las ametralladoras Hotkins, el silbido de los fusiles Mauser o el eco de una vieja escopeta de caza. Algunos voluntarios republicanos disparaban en las trincheras sus viejas escopetas de caza, y su explosión tímida y lejana se mezclaba con el estruendo de las ametralladoras y la puntería silbante de los Mauser. Los gemelos, Arturín, el Rubio y Ángel tardarían poco en discutir de aviones, en mirar al cielo, hacer pronósticos y llenarse la boca con modelos vistos, leídos o escuchados, como Douglas C-2, Breguet XIX, Fokker F-VIII, Nieuport 52, cada uno con su silueta, sus motores, su ideología, pero formando una lista única, Dragon Rapide, Monospar, Potez 25, una lista única e interminable de hélices, alas, ruedas, palabras y números, Heinkel 51, Polikarpov 1-15, más conocido por Chato igual que Isabel era más conocida por Cuqui, Junker JU-52, Fiat DR-32, Letou, Savoia, muchos matices en el cielo y en las conversaciones, toda la tecnología moderna sobre las bragas de una muchacha, sobre la cara sin pintar de una señora humillada, sobre las conversaciones de los niños en las mañanas de calma.

Los nombres de los aviones se aprenden en pocos meses. Pero Alfonso Beaumont, representante del caldo de pollo Chispún, falangista con vocación de alférez provisional, no iba a tener mucho tiempo para aprenderse la lista completa de los aviones. Sólo alcanzó a pronunciar un nombre, Negus, más relacionado con la leyenda que con la tecnología aterradora de la modernidad. A ver si se cansa el Negus, decía don Alfonso en el sótano, y utilizaba una palabra abisinia, el título que se daba al emperador de Etiopía, y que había pasado desde el vocabulario de las gloriosas legiones imperiales de Mussolini al cielo de Oviedo para designar, no se sabe a cuenta de qué azar filológico o militar, al único avión republicano que bombardeaba la ciudad en los primeros días de guerra. A ver si se cansa el Negus, repetía don Alfonso, rodeado de sus vecinos en el sótano de Fuertes Acevedo, y nunca aprendió a distinguir el vuelo de los Savoia o los Polikarpov 1-15, porque tuvo mala suerte y se dejó ver en un momento inoportuno.

La guerra es así, distribuye momentos oportunos e inoportunos para dejarse ver. Manolo no quería dejarse ver, ni por los obuses que disparaban los atacantes, ni por el fusil de los defensores. Maruja no quería dejarse ver por las autoridades de Oviedo, que procuraban ver a todo el mundo y habían reclamado la presentación inmediata de los funcionarios públicos en sus oficinas o delegaciones correspondientes. No te dejes ver, no te hagas muy presente, rogaba doña María a Ángel cada vez que fracasaban los intentos de mantener encerrado en casa a su hijo menor. No te dejes ver, porque no es bueno recordarle a nadie que estamos aquí. Era mejor que nadie subiese a preguntar por Manolo, y era mucho mejor, muchísimo mejor, que nadie encontrara en el cajón de Ángel un arsenal de casquillos de bala. ¿Pero esto qué es?, preguntó Manolo, según recuerda Ángel, al verlo jugar con una copiosa colección de casquillos que había encontrado con sus amigos en la calle, junto a las trincheras, calientes después de los tiroteos o fríos en las mañanas de calma, y que había subido a la casa como un tesoro de guerra. Tira eso inmediatamente, ordenó Manolo, desencajado, según percibió Ángel, y según recuerda ahora, porque los casquillos podían hacer sospechar que se estaba disparando desde la casa. Los francotiradores, como los quintacolumnistas de Madrid, vivían también su guerra secreta desde las ventanas de Oviedo, y era mejor que no se dejaran ver.

Conviene no dejarse ver, aunque en algunas ocasiones es preciso vestirse de gala, apretarse los brazaletes, colocarse las insignias en el uniforme y las condecoraciones en el pecho, y hacerse notar ante un público partidario y fervoroso. El día 15 de agosto se retrasó el toque de queda hasta las nueve de la noche para que los cines de Oviedo pudieran organizar sesiones especiales con el fin noble de recaudar fondos en ayuda de la población movilizada y de la intendencia del ejército. En el cine Santa Cruz, donde se proyectó La marcha de Rakowsky, se dejó ver el coronel Aranda, rodeado de himnos y de ovaciones enfervorizadas, centro de un público entregado que daba palmas y gritaba ¡Viva el ejército!, ¡Arriba España!, y volvía a dar palmas, y volvía a gritar, en tal confusión entusiasta que la gente parecía gritar con las manos y aplaudir con la boca. En el Principado proyectaron Casta diva, y allí se dejó ver Alfonso Beaumont, con su camisa limpia, su brazalete de falange y sus botas de cuero negro reluciente. Así es la guerra, resulta muy emotivo dejarse ver bien uniformado en los lugares oportunos, pero conviene esconderse en otras ocasiones, pasar desapercibido, vivir en secreto y comerse las palabras, un ejercicio que no alimenta, pero que puede salvar la vida.

La segunda semana de octubre fue generosa con las pulgas y las chinches del sótano. Algo se estaba preparando en las líneas republicanas, porque el Negus realizó una minuciosa labor de castigo. Algunas noches pudo bajar don Alfonso Beaumont con su pijama de seda celeste. Pero después no tuvo más remedio que aparecer en uniforme de gala y sentarse entre su viuda y su hija, vigilado por la sonrisa triste de la criada. Los labios callados de Beaumont preguntaban con estupor por las miserias del barro, por la voluntad imprevisible del azar, por la mala idea de haberse vestido con su mejor camisa y de haber lustrado sus botas para dejarse ver en un acto patriótico que se iba a celebrar en el centro de la ciudad, tal vez en una iglesia, o en un teatro, o en una plaza. Daba lo mismo porque todo era un inmenso cuartel de altares, butacas y estatuas. Los ojos de Beaumont, demasiado abiertos, fijos, clavados para siempre en una mañana de octubre de 1936, preguntaban a los vecinos durante el bombardeo nocturno por las manías de cada cual, por el miedo al barro, por la decisión maldita de no saltar a la trinchera enfangada, por la imprudencia, sin duda menor en una hora de calma, de dejarse ver durante dos segundos, sólo dos segundos, exponiéndose al fuego enemigo. Así es la guerra, hay obuses que no estallan y balas que hacen blanco porque un hombre pulcro no quiere mancharse sus botas negras.

Los vecinos sintieron la muerte de Alfonso Beaumont. Fue la primera tragedia que golpeó al edificio, y todos se llevaron en la memoria el estupor de sus ojos cuando las tropas republicanas rompieron las primeras líneas de defensa y hubo que desalojar el barrio, buscar domicilios más seguros, sin apenas tiempo para recoger lo preciso, el dinero disponible, algo de ropa, algún objeto de valor, un recuerdo, la memoria triste del vecino Beaumont, el hombre simpático y bueno que regalaba caramelos a los niños y propaganda de los caldos de pollo Chispún a Soledad. Vivió en el entresuelo derecho y murió a dos pasos del portal, por culpa de la mala suerte y porque no quiso mancharse de barro las botas. Así es la guerra.