26.El gran sorteo

26. El gran sorteo

La lotería es siempre un buen recurso para pensar en el porvenir. Por unos días parece incluso el seudónimo de un porvenir perfecto, la mejor manera de caer desde un bombo en el lugar adecuado, de ser lo que uno quiere ser, o tal vez no ser nada, sólo alguien que se acuesta tarde, duerme hasta el mediodía, pasea, lee, escribe poemas, le regala a su madre una vida sin inquietudes y se dedica a estar, únicamente a estar, porque la necesidad o la voluntad de ser, un hombre de provecho, un ciudadano, un abogado, un profesor, un periodista, casi siempre se llena de sombras con aristas. Lo mejor es escribir por escribir, respirar por respirar, trabajar por amor al arte, el modo más afortunado de conseguir una correspondencia sin fisuras entre el ser y el estar. Los premios de la lotería tienen que ver con el porvenir, un asunto que cobra importancia cuando la gente se ha quedado sin futuro. El azar decora en los sueños las habitaciones que la historia deja vacías.

El premio gordo de la lotería de Navidad da vueltas como una utopía, como el mañana absoluto, una forma de ser y estar que puede identificarse con la plenitud del futuro. Una enmienda a la totalidad del mundo. Pero cuando el porvenir aprieta, cuando las cosas de mañana empiezan a confundirse con las deudas de ayer, basta con un premio cualquiera, con ganar el Gran Sorteo de la Cruz Roja, a beneficio de sus donantes, y conseguir un coche Topolino.

—¿Y qué vamos a hacer con el coche? —pregunta Benigno, interrumpiendo la sonrisa paciente de Manolo y las elucubraciones de Ángel.

—Pues ir a Gijón, y a Madrid, y a Francia. Con un coche se puede viajar por el mundo.

—¿Con un Topolino? ¿Cuántos caben?

—Dos y el equipaje, pero que nadie se enfade, no hay peligro de quedarse en tierra. Mirad lo que aclara la papeleta. El agraciado del primer premio habrá de satisfacer por su cuenta los derechos de transmisión de propiedad del vehículo. Así que mejor ganamos el segundo premio, y nos quedamos con las dos vacas lecheras.

Hasta once premios se repartían en el Gran Sorteo de la Cruz Roja de Oviedo. 1. Un coche Topolino. 2. Un par de vacas lecheras. 3. Un comedor. 4. Una habitación. 5. Un aparato de radio. 6. Tres cerditos. 7. Una máquina de coser. 8. Una bicicleta de caballero. 9. Una bicicleta de señora. 10. Una bicicleta de niño. 11. Una bicicleta de niña. El sorteo de estos regalos se celebrará el día 29 de septiembre en el dispensario de la Cruz Roja, ante un notario y demás público que quiera presenciarlo.

—Ésa es una buena profesión, notario de loterías y concursos. Levantarse por las mañanas para asistir a los sorteos. Doy fe de la suerte que usted ha tenido, caballero. El número afortunado es el 071813. Sea feliz, pero no se descuide. Haga efectivo pronto su premio, porque la papeleta caduca al mes de la celebración.

Una enumeración de premios no se organiza por orden alfabético como las bibliografías y las listas de los mozos excluidos del servicio militar. La disciplina de la suerte es menos reconocible que el orden azaroso de los ejércitos y las universidades. Una vez que la Sección de Quintas del Ayuntamiento de Oviedo, de acuerdo con la Junta de Clasificación y Revisión, declaró excluido total por incapacidad física a Ángel González Muñiz (de algo tenía que servir la tuberculosis), sus preocupaciones alfabéticas se centraron sólo en la bibliografía universitaria. Anales de la Academia Matritense del Notariado, Legislación del Impuesto de Derechos Reales y Transmisión de Bienes, Principios Generales de Derecho Inmobiliario y Legislación Hipotecaria, Reclamaciones en los transportes por ferrocarril y carretera. Doctrina. Legislación y Jurisprudencia, Verdad y engaño en la Moral y en el Derecho, mundos ajenos, amenazas inabarcables, libros publicados por el Instituto Editorial Reus, que aparecían en los catálogos, los manuales y las pesadillas de un alumno obligado a terminar la carrera en dos cursos, 1947-1948 y 1948-1949, para pisar el porvenir, un horizonte que esperaba a la vuelta de la esquina, en los días casi inmediatos de 1950, con veinte años, un título de abogado y unos cuantos poemas revisables.

Las ilusiones también podían enumerarse al dorso de una papeleta cursada por el destino. 1. Músico, sueño imposible. 2. Poeta, sueño difícil. 3. Periodista, una vocación entre el mundo práctico y la literatura. 4. Maestro en un país con futuro. 5. Notario de loterías y concursos, broma del destino. 6. Abogado, aprendiz de oposiciones en el Ministerio de Hacienda o en el Ministerio de Obras Públicas. Ésos eran los rumbos que salían del cruce de caminos. En la universidad volvió a encontrarse con algunos compañeros del instituto y del colegio Fruela, que iban un curso por delante. El primer año de enfermedad, quizá el tiempo más decisivo y vertiginoso de su vida, había significado también una parálisis en las cuestiones del porvenir. Consciente de los días perdidos, intentaba correr, salir disparado como un gato en peligro, pero se fatigaba en cuanto ponía un pie en las aulas de la facultad o se sentaba ante la mesa de tortura. Ángel había estudiado con interés las asignaturas de carácter histórico y filosófico, pero le costaba mucho más trabajo identificarse con otras materias de estirpe jurídica. Por eso, aunque cumplió disciplinadamente su plan para hacerse con el título de abogado, estuvo dispuesto a dejarse tentar por cualquier proposición, y mucho más si se trataba de ofertas que reuniesen y barajasen de algún modo los primeros puntos en su lista de ilusiones.

Cuando La Voz de Asturias se quedó sin crítico musical, Ángel se ofreció para ocupar el puesto. Fue un acto de valor, porque su preparación musical no pasaba de los estudios en pedagogía y de su afición intermitente por la guitarra, el violín y el piano. Pero tenía muy trabajada la invención literaria, y la intuición artística también, y pronto empezaron a publicarse en Oviedo unas crónicas brillantes, seguras de sí mismas a la hora de elogiar o criticar, y unas entrevistas inteligentes y llenas de humor con directores de orquesta, músicos y bailarines de paso por la ciudad, firmadas con el seudónimo de Bercelius. La música le abrió las puertas del periódico, la posibilidad de escribir y ver sus palabras publicadas de inmediato. Cuando un aspirante a escritor se acerca a una redacción, puede acabar opinando sobre cualquier cosa. No le resultó difícil a Ángel, porque en este caso tenía experiencia y conocimiento, añadir una nueva ocupación en su lista de profesiones reales o imaginarias. 7. Crítico de circo, periodista especializado en payasos, domadores, fieras, acróbatas, funambulistas, magos y trapecistas.

Además de facilitarle entradas gratuitas, ser crítico de circo le permitió conocer por dentro esa ciudad fugitiva de carpas, carromatos y jaulas que había admirado desde niño. La fascinación que le producía el American Cirque cada vez que se apropiaba del prado del hospicio no le abandonó en los años difíciles de su adolescencia y su juventud. Siempre que sonaban los compases de la música y las palmas del público se abandonaba a una alegría inocente, de espectador dispuesto a pasárselo bien con una burbuja de jabón o una bofetada de mentira. Claro que en el trabajo del crítico de circo entraba también la responsabilidad de entrevistar a los artistas, interesarse por sus costumbres y descubrir sus secretos. Para consolidar su viejo amor por la pista, supuso un aliciente conocer a Regina Frediani, una joven acróbata de apellido ilustre en la vida circense italiana y española.

Salir con ella, invitarla a bailar, contarle anécdotas de jurista sin vocación, inventar conversaciones sobre la vida y los enigmas de los poetas con la ilusión de compensar las historias fascinantes del circo significaba descubrir que la vida de los artistas vagabundos era a veces más dura de lo que supone una imaginación burocrática, y que ellos también soportan un equipaje lleno de melancolías, deseos y desengaños. Como cualquier ciudadana de la España de la posguerra, una acróbata de circo estaba más preocupada por el porvenir que por el futuro. Ángel, claro está, al conocer sus alegrías modestas y sus insatisfacciones de carne y hueso, se enamoró de ella. Pero no pasó nada, porque la vida errante, los peligros del viaje perpetuo y el cambio de ciudades hacían extremar la castidad en las costumbres de la artista. Resultaba difícil compaginar un noviazgo y una existencia movediza, de puerto en puerto, de admirador en admirador, de periodista en periodista. Las carpas y la música de la farándula exigían más precauciones que la balada romántica de las olas del mar. Así que no ocurrió nada. Bueno, algo sí ocurrió: un poema, un soneto que Ángel escribió poco después de que la familia Frediani se fuese con el circo, las acrobacias y la música a otra parte:

Me he quedado sin pulso y sin aliento

separado de ti. Cuando respiro,

el aire se me vuelve en un suspiro

y en polvo el corazón, de desaliento.

No es que sienta tu ausencia el sentimiento.

Es que la siente el cuerpo. No te miro.

No te puedo tocar por más que estiro

los brazos como un ciego contra el viento.

Todo estaba detrás de tu figura.

Ausente tú, detrás todo de nada,

borroso yermo en el que desespero.

Ya no tiene paisaje mi amargura.

Prendida de tu ausencia mi mirada,

contra todo me doy, ciego me hiero.

Ángel había escrito, sin conocerla, cartas de amor a Maria Margarida Martin Araújo, la hermana del radiofonista portugués que lanzaba su voz nocturna y clandestina desde Guarda. A Regina le escribió versos de ausencia real, y la siguió con la imaginación por las ciudades de España, y le mandó libros, que ella agradecía, porque la literatura es capaz de sobreponerse a las precariedades de la realidad, la política, los sentimientos, los cuerpos, y a las preocupaciones por el porvenir. La literatura coloca una inquietud de futuro allí donde sólo era posible el porvenir. La vida volvió a tener para Ángel forma de carta. Brotaba de un sobre y se imponía como una cuartilla que al desdoblarse dejaba escapar las tardes calurosas de los veranos del sur, los otoños quebradizos de otras capitales de provincia semejantes a Oviedo y el frío sosegado de Barcelona, donde invernaban la cabellera recogida, los brazos, las piernas ágiles y el corazón de Regina. A Ángel le hubiese gustado cambiar su lista, sustituir la profesión de crítico de circo por la de acompañante de acróbata, pero la existencia siguió una vez más su curso, y las cartas y las ciudades extrañas fueron poco a poco diluyéndose en la memoria, que primero mantuvo el recuerdo vivo de un amor real, y después la literatura sentida y calculada de un soneto.

Bercelius Nibbidard Paragot era el protagonista de El amado vagabundo, la novela de William J. Locke que tanto había impresionado a Ángel en el despertar de su adolescencia. Un arquitecto vagabundo era un simulador, aunque tocase el violín de aldea en aldea con la libertad modesta de los cíngaros. Siguió representando el papel de simulador cuando, con el paso de los años y la muerte de su competidor amoroso, pudo volver a la sociedad para aclarar los malentendidos, trágicos y nobles, de su desaparición. Pero se le habían pegado a la piel y al carácter las posadas de los caminos, las noches a la intemperie y la ausencia de ritos palaciegos. Ya no era un arquitecto elegante, sino un vagabundo disfrazado de señor. Bercelius era un simulador con talento y corazón noble. Cuando Ángel opinaba sobre la presentación en Oviedo del violinista francés Jean Fournier, o criticaba la actuación de la Orquesta Filarmónica de Madrid, dirigida por el niño prodigio Pierino Gamba, o aplaudía las habilidades de la pianista local Purita de la Riva, se sentía más cómodo al firmar como Bercelius.

Aunque siempre se había buscado a sí mismo, necesitó acostumbrarse a una lista, a veces arbitraria, a veces buscada, de nombres extraños. 1. Cano, el segundo apellido de su padre, que se convirtió en la denominación social no ya del profesor de pedagogía, sino de toda la familia, y que lo había acompañado desde las primeras clases en la escuela hasta los saludos solemnes de algunos profesores en la universidad. 2. Cabeza de chorlito, exclamación de la desencantada madame Montoussé al constatar las pocas cualidades de su alumno para el aprendizaje de un idioma con el que pretendía abrirle de par en par las ventanas del mundo. 3. Abanico de tonto, definición exacta de doña Soledad al ver los movimientos torpes de su mano mientras intentaba solfear bajo las bombas del cerco de Oviedo. 4. Percebe, un nombre que pertenecía ya a la paz, o mejor a la Victoria de los otros, la victoria de un profesor de latín que le había enseñado la primera declinación a golpes de Alapa-ae. 5. Churchill, sabio del colegio Fruela, experto en apologética y en la asignatura obligatoria de la equidistancia, para situarse sin peligro ni mala conciencia entre Hitler y Stalin. 6. Odalisca o Angelaz, apelativos cariñosos de sus amigos, que se atrevían a dibujar, en un acto temerario de provocación al destino, escenas de optimismo tuberculoso, con un enfermo cada vez más gordo y recostado en la cama, exponente de una vitalidad que no debía confundirse con la paciencia triste del cuerpo débil, sino con la alegría carnal y exótica de los grandes harenes. 7. Bercelius, simulador, o brillante crítico musical de La Voz de Asturias, interesado de forma manifiesta por el violín, el piano, la guitarra española y el circo. 8. Cano, otra vez Cano, contraseña, homenaje a la tradición familiar y buen seudónimo para firmar en el periódico críticas urbanas de jacobinismo sigiloso, pequeños diálogos ovetenses que revelaran las contradicciones entre el viejo y el nuevo mundo, a través de cuestiones como la lentitud de los tranvías, la pereza triste de la Comisión Municipal de Festejos, la falta de un monumento a Clarín en el Campo de San Francisco, las angosturas de la calle Uría, que iba encogiendo mientras la ciudad ensanchaba, las costumbres de las ciudades multitudinarias o la temeridad de no limpiar bien las chimeneas, vicio que al aliarse con los vientos de marzo provocaba numerosos incendios doblemente catastróficos, porque las actuaciones aparatosas del noble cuerpo de bomberos resultaban más crueles que las lenguas del fuego. 9. Belvedere, seudónimo para escribir crónicas de fútbol, firma que no pretendía homenajear ninguna habilidad arquitectónica, ni las bellas vistas del Naranco que se desplegaban en la galería del tercero izquierda, número 8, avenida de Galicia, ya que, en realidad, se trataba de celebrar e imitar al incisivo mayordomo Lynn Belvedere, protagonista de una trilogía de comedias cinematográficas de mucho éxito a finales de los años cuarenta, un personaje encarnado por Clifton Webb, actor de vida libre, manos delicadas y costumbres licenciosas, pero muy amante de su madre, a la que siguió fiel a lo largo de los años, porque nunca llegó a perder la cabeza por culpa del éxito, del triunfo multitudinario, obtenido gracias al director Otto Preminger, quien lo salvó a tiempo de sus historias de bailarín dudoso y lo lanzó al estrellato, convirtiéndolo en Waldo Lydecker, el malvado periodista radiofónico que se obsesionó, como nadie debía obsesionarse, como todo el mundo se obsesionaba, por Gene Tierney en la película Laura.

El poeta Ángel González, después de haber conseguido llamarse de verdad Ángel González en la Historia de la Literatura Española, e incluso después de haber escrito el poema «Para que yo me llame Ángel González», una de sus melodías más conocidas, debió utilizar por razones de seguridad política algunos otros nombres, como Carlos Segovia o como J. R. S., una sigla más, perdida en un siglo de siglas. Pero esos nombres pertenecen ya a otro tiempo, a otra época posterior, y estamos todavía en los años 1947, 1948, 1949 y 1950. Son años en los que llega a la casa el primer sobre de Pedro con un poco de dinero enviado desde Santiago de Chile. Son años en los que es posible ver jugar otra vez a Isidro Lángara con el Real Oviedo, aunque ya no parece el mismo rematador de siempre, el que capitaneó la invencible delantera eléctrica, porque ha vuelto del exilio con las piernas cansadas. Son los años de Bercelius, de Cano, de Belvedere, los seudónimos con los que escribe en La Voz de Asturias. Son los años de Ángel González Muñiz, licenciado en Derecho. Son los años de pisar el porvenir, de entrar con fuerza en una década dispuesta a partir el siglo en dos mitades, una mitad de recuento y otra mitad de inevitables preocupaciones, una mitad con la niñez abandonada, la adolescencia abandonada, la juventud sostenida con las fábulas y las conspiraciones de los amigos, y otra mitad con el peso del hombre maduro que necesita pegar una foto burocrática, con chaqueta, corbata y bigote, en un carné profesional.

Los hombres con bigote, chaqueta y corbata, aunque estuviesen empeñados en buscarse a sí mismos, solían pasar desapercibidos en aquellos años tristes y acobardados. Quien no pasaba desapercibido y resultaba fácil de localizar por los amigos, aunque él también estuviese buscándose a sí mismo, era Benigno, gracias a su traje verde de pájaro caribeño, con variación de tonalidades y rayas naranjas, que podía verse entre las mesas del café Español o en las tardes del Campo de San Francisco, destacando sobre la realidad uniformada y monótona del paisaje cotidiano. Un sastre de Gijón, con la idea de animar las ventas y aprovechar una tela indiscreta, había tenido la ocurrencia de sortear un corte de traje entre su clientela. El agraciado fue Benigno, y la suerte sirvió para poner una nota de color en las aventuras sentimentales del grupo de amigos.

Benigno era un existencialista enamoradizo. Habían bastado unas pocas visitas al Español para que se rindiese a los encantos de Chiki Rodríguez, bailarina de claqué, y para que invirtiese una parte importante de sus ahorros en bocadillos y cafés con leche. El Español abría sus puertas como un café cantante y tenía, como cualquier hijo de vecino, la necesidad de adaptarse a las apreturas de la época a través de iniciativas cargadas de buenas intenciones. Entre las ocho de la tarde y las diez de la noche, ofrecía sesiones familiares en las que Chiki hacía gala de sus encantos. El precio de las consumiciones resultaba modesto, y las ofertas de pecado también, hasta el punto de que las bailarinas solían estar acompañadas a aquellas horas por sus madres, que aprovechaban la ocasión para disfrutar de la generosidad de la clientela. Buena parte de la inversión sentimental de Benigno acababa, en forma de café y bocadillo, en el cuerpo agradecido de la madre de Chiki.

Los panes y los peces se multiplicaban, los trajes se remendaban, los bolsillos hacían milagros y los locales barajaban sus ofertas para atraer la alegría de todos los públicos y regalar tres ofertas distintas en un solo paisaje verdadero. Dentro del Campo de San Francisco, las paredes acristaladas de La Granja ofrecían, según los horarios y los días de la semana, un punto distinguido de encuentro para familias elegantes, una cita de picardía popular para los bailes de criadas o una invitación nocturna a las copas de alterne y a las amadas de unas horas. A través de las cristaleras podía verse la danza del traje verde y cuadriculado de Benigno, sus movimientos de la mesa a la barra, de la barra a la pista de baile, mientras se buscaba a sí mismo, igual que sus amigos, de un sitio para otro, convocado por la música y por la necesidad de insistir, de desplazarse en la rueda, de hacerse visible en el vértigo de la nada.

—El traje de Benigno —sonríe Ángel— parecía una indumentaria de circo. En La Granja se enamoró de una chica a la que llamábamos la Dostoievskiana, porque tenía angustias existenciales que Benigno identificaba con las novelas de su admirado Dostoievski. No eran angustias de broma. Una tarde nos enteramos de que se había suicidado.

La muerte de la Dostoievskiana fue tan triste como la vida de Menchu. Los principios difíciles complican las cosas, los trabajos, los amores, la supervivencia, pero invitan a batallar contra el porvenir y admiten el consuelo del futuro. Los finales tristes paralizan la historia, la conducen al olvido, niegan a la vez el porvenir y el futuro por culpa de un presente paralítico. Por muchos principios difíciles que cayeran como una lluvia fría sobre los años cuarenta nada oxidó tanto el corazón de España como los finales tristes que devoraron el otoño perpetuo de aquella década. La belleza y el sentimiento de armonía eran un lujo extraño en aquel tiempo, una tentación que levantaba sospechas privadas y públicas, aunque a veces se pudiera disfrutar sin mala conciencia de una tarde de verano, una de esas tardes apacibles, con olor a monte y a gratitud física, en las que se organizaban conciertos de música clásica en La Granja, y la clientela, formada en este caso por familias elegantes y jóvenes cultos, vivía el privilegio de comprobar la notable calidad de Ángel Muñiz Toca. El maestro Muñiz Toca, responsable de la Orquesta Sinfónica Provincial, y pariente lejano de Ángel, había obtenido también algunos éxitos artísticos en Madrid, al ritmo de la obertura de las Bodas de Fígaro o de la Segunda Sinfonía de Beethoven. Los aplausos de la sala de conciertos del Ateneo resonaban en La Voz de Asturias. Bercelius podía escribir con orgullo que los ovetenses, aunque no contasen ya con una delantera eléctrica y un equipo de fútbol en primera división, tenían a cambio músicos de primera calidad.

Era un lujo oír a la orquesta de Muñiz Toca en La Granja. La música es un estado de ánimo que surge de la tierra, como el verano, como la noche, como las estrellas. Por mucho que la realidad indique lo contrario, la noche, las estrellas y la música nacen de la tierra, huelen a tierra, se extienden después por el cielo y crean una atmósfera, una burbuja que envuelve al que escucha. Las estaciones, igual que los conciertos, nos convencen cuando las sentimos y las escuchamos con la piel, como la lluvia, como la brisa del mes de agosto. La música pone de acuerdo a la tierra y a la piel, a la sensación de estar y a la sensación de ser, con la plenitud de la luz orgullosa en las tardes de verano, que se dejan caer sobre la noche como si estuviesen compuestas de la misma transparente plenitud. Eso sentía Ángel entonces, según cuenta Ángel ahora, mientras escuchaba con su piel la música de Muñiz Toca en La Granja, y por un momento se aplazaba la necesidad de decidir, y se olvidaba de los trabajos y los días para estar junto a Mozart, junto a Chopin, junto a Händel, junto a Bercelius, junto a Manolo y Benigno, junto a un traje verde de rayas naranjas. Ocurría sólo por unos momentos, una felicidad pasajera, porque el año 1950 no se parece hoy, en la memoria, a una noche de verano con música de Verdi, sino a la vida triste de Menchu, tan guapa como siempre, con la sonrisa triste, y las rodillas tristes y más juntas que nunca, y la mirada más triste que nunca, mientras hacía una visita triste a sus antiguos vecinos del tercero izquierda, avenida de América, número 8, más atentos que nunca.

Poco después de terminada la guerra, doña Isabel había convencido a don Leopoldo para que dejase su trabajo en el café Peñalba y buscase un puesto de camarero en Madrid. No iban a faltar cafés en la capital de España, ni posibilidades para buscar un destino mejor. Cuqui, Menchu y Homerito podrían pensar en el porvenir con la ayuda de una ciudad más grande, un mundo más vivo y un horizonte fuerte, con la potencia de los imanes, capaz de atraer a sus súbditos hacia el éxito y la elegancia. Las monedas y los cuerpos se unían al fundirse en la barra metálica del destino. Doña Isabel, siempre un poco más maquillada de la cuenta, había subido y bajado las escaleras de su buhardilla con la ilusión de pertenecer a otro reino. Quiso hacer realidad sus ilusiones, y compró billetes de tren para Madrid. Pasados los años, fue una sorpresa que apareciese Menchu, casi a la hora de la merienda, para visitar a doña María, Soledad y Ángel. Traía buenas y ambiguas noticias de su familia, todos bien, sí, todos bien, y una sonrisa avergonzada y triste.

—Las cosas no debieron de ir bien para don Leopoldo y doña Isabel. Menchu había venido a Oviedo, porque estaba trabajando en uno de esos baratillos de feria, no sé si en el teatro de Paquito o en el teatro Argentino. Las chicas de esos locales tenían una fama muy dudosa, ya te puedes imaginar. Menchu no sentía debilidad. ¿Te acuerdas de lo que te conté sobre las meriendas de doña Aurorita Casero? Subía a casa sobre las seis de la tarde, no porque tuviese hambre, qué disparate, sino porque sentía debilidad. Menchu no sentía debilidad, sino vergüenza, y estaba al mismo tiempo alegre y triste al volver a la avenida de Galicia y hablar con mi madre y conmigo.

Irse de Oviedo era más fácil que volver con una fortuna de indiano. Los principios difíciles animan a batallar contra el destino, y los finales tristes paralizan la historia. Le dolieron a Ángel las piernas de Menchu, que tantas veces había espiado en las escaleras de su casa y que ahora, después de tanto subir y bajar a la buhardilla, acababan en el teatro de Paquito. Si resultaba necesario dejar Asturias, mejor volver como indianos de verdad, indianos de toda la vida. Eso pensaron Paco Ignacio, Manolo, Benigno, Amaro y Ángel al participar en un sorteo de tierras que organizó el gobierno de Brasil para repoblar la región de Matto Grosso. No fue raro que, enterado de la iniciativa, y casi como juego, el grupo de amigos cursara la petición. Las ilusiones de una existencia aventurera suponían una respuesta a las precariedades de la vida cotidiana más tajante que el veneno de la literatura. Lo sorprendente fue que recibieran cartas informando de que se les habían concedido las tierras y que podían hacerse cargo de ellas.

Como cuando eran unos adolescentes, volvieron a reunirse todos en casa de Ángel y buscaron en la enciclopedia Espasa una sabiduría fantástica del mundo. Las vastas llanuras de Matto Grosso, o Matorral Grueso, que se extienden entre el Paraná y el Paraguay, ofrecen una vegetación parecida a la del Amazonas y se prolongan hacia el Chaco hasta el pie de los Andes. Se localizan aquí las regiones de los pantanaes, inundadas siempre, bordeando las orillas de los grandes ríos y a veces formando pantanos de incalculable extensión, con abundancia de palmeras, cañas y bambúes, entre bosques vírgenes de carácter tropical.

—Mira que si lo que nos dan es un pantano.

—O una selva con caníbales. Seremos un alimento lleno de historia y cuidadosamente elaborado por los acontecimientos.

Los sueños muestran sus cicatrices cuando hablan con la realidad o con el porvenir. No resulta tan fácil acercarse al futuro a través de las ciénagas, los pantanos, las selvas amazónicas, los insectos homicidas y las vacunas contra la malaria. Los paraísos suelen estar cargados de amenazas, que gritan como pájaros desconocidos cuando nos acercamos a su noche. Hay árboles que ocultan el bosque y paisajes perfectos que esconden el abismo. Las negociaciones entre la realidad, el porvenir y el futuro son un asunto difícil de llevar a buen término.

Ángel hizo una lista de los premios que había recibido en el sorteo de su vida. 1. Hijo huérfano de profesor republicano. 2. Niño mimado por una familia, un edificio y un barrio durante nueve años, el tiempo que cabe entre un nacimiento y una revolución fracasada. 3. Niño entre las ruinas de una ciudad que era la suya, y que desaparece bajo la dinamita y la aviación, dejándole la angustiosa certeza de que cualquier otra realidad que se levante deberá convivir con las ausencias y los escombros. 4. Niño envuelto por un golpe de Estado y una guerra civil que, día a día, explosión a explosión, esperanza a esperanza y noticia a noticia, van perdiendo los suyos. 5. Adolescente que lleva a su madre la noticia del asesinato de su hermano y sabe que estará condenado para siempre a convivir con una nueva variedad de muertos, esos muertos de muerte imposible que no se aparecen con buenos consejos en sus labios cerrados, como el abuelo Muñiz, sino con perplejidad y dolor en sus ojos abiertos. 6. Hijo de una mujer castigada, una responsable de los maestros de Siero y Cangas de Tineo que pierde su trabajo al perder una guerra, resultado no del todo trágico después de cómo llegaron a ponerse las cosas. 7. Hermano de la maestra depurada de San Cucufate de Llanera. 8. Adolescente con nostalgia de un hermano exiliado en Santiago de Chile. 9. Víctima de las clases de latín en una educación imperial. 10. Experto en apologética y latín gracias a un colegio de buen corazón y pelotas de papel. 11. Joven enfermo de una tuberculosis grave. 12. Joven convaleciente que mezcla el aire limpio de las montañas altas con los versos sentimentales de los crepúsculos y los estados de ánimo bajos. 13. Maestro de niños pobres en una aldea pobre de la España más pobre. 14. Autor de crónicas musicales, deportivas y urbanas con diversos seudónimos bien elegidos. 15. Licenciado en Derecho que intenta ganarse la vida en un despacho de abogados, pero tiene la mala suerte de que su jefe esté aprendiendo a tocar el violín, circunstancia que le hace llevar todas las tardes al trabajo su propio violín, en vez de una cartera, y que lo aparta para siempre de los expedientes y los códigos penales. 16. Hombre maduro que estudia oposiciones para alcanzar un puesto de funcionario en algún Ministerio.

Revisada con atención su historia, le pareció demasiado imprudente dibujar una tarjeta de visita con la dirección de Matto Grosso. Prefirió pedirle una recomendación a su prima Carmina. El secretario de Monseñor Eijo y Garay, un cura joven, amigo de la familia porque veraneaba en Riberas de Pravia, se había escondido durante la guerra en casa de los padres de Carmina, en Madrid. Aunque la gratitud no es una ley constante de la condición humana, el trato cotidiano durante tres años y la posibilidad de salvar la vida habían convertido en este caso las relaciones educadas entre veraneantes ociosos en una verdadera amistad. Escrita por su secretario, el belicoso obispo de Madrid firmó una carta muy elogiosa de presentación para que Ángel fuera aceptado en la Escuela Oficial de Periodismo. Como demostraban sus antecedentes familiares, iba a ser un periodista serio, religioso y adicto al Régimen. Así lo afirmaba también un certificado de La Voz de Asturias.

Ningún amigo insistió demasiado en la aventura de Matto Grosso. Cada cual hizo la lista de su historia y buscó el camino más accesible para perseguir el futuro a través de los trabajos que se intuían en el porvenir. A Paco Ignacio le pareció, como a Ángel, que la decisión de seguir los cursos oficiales de la Escuela suponía un buen modo de asegurar una profesión y de vivir por dentro la vida literaria de la capital. Tampoco le costó demasiado conseguir el ingreso, ya que lo avalaba su trabajo como redactor en El Comercio de Gijón. Las redacciones de los periódicos y las puertas de los cafés se abrían ante los dos amigos.

La acción iba a discurrir en un Madrid absurdo, brillante y hambriento. Ángel lo sabía gracias a los esperpentos de Valle-Inclán y a las piernas de Menchu.

Era 1951. Faltaban todavía cinco años para que publicase su primer libro.