21.Paz y patria feliz
21. Paz y patria feliz
Las costumbres son animales domésticos que ayudan a vigilar la casa. La gata Blanquett, acostumbrada a sus antiguas fugas nocturnas, corrió un día por las escaleras y desapareció. No estaba el otoño para gatos, y tal vez hubiese sido un buen momento para que Ángel se aficionase por fin a los perros. No le hizo falta, porque la costumbre se acercó a su mano, buscó su caricia, se tendió en el suelo y vigiló la puerta. Para los meses muertos, no siembran ataúdes los sepultureros, advertía un poema de Gerardo Diego. Es verdad, los meses muertos también deben vivirse, no existen ataúdes para ellos, y la costumbre, con su pomada de óxido, de paréntesis y de lugares comunes, ofrece una ayuda piadosa. Había que acostumbrarse a que Maruja no fuese a trabajar, a que se quedara en casa y deambulara por las mañanas sin escuela, humillada y rota, con la única ilusión de recibir la visita de alumnos necesitados de clases particulares. Así se entretenía y ganaba un poco de dinero, aunque los alumnos preferidos eran amigos de la familia, como Ana Mary, la hermana de los Taibo, que sólo pagaban con la moneda de la complicidad. Había que acostumbrarse también a responder, cuando preguntaban por el domicilio, que vivían en la avenida de Galicia. La piel de las ciudades es muy sensible a los cambios históricos. Las calles son las calles y sus circunstancias, tampoco pueden separarse de una victoria. Resultaba necesario celebrar de algún modo la llegada triunfal de las columnas gallegas a Oviedo, y un acuerdo municipal había decidido hacer un sentido homenaje a los liberadores, reduciendo la memoria del ilustre polígrafo Fuertes Acevedo al extremo superior de su calle, para dejar espacio a las fuerzas gloriosas. La avenida de Galicia cayó justo encima del número 8.
Sí, había que acostumbrarse incluso a un decidido cambio de costumbres. La calle del instituto también pendía de un hilo. Se llamaba Policarpo Herrero, en homenaje al insigne prohombre de la banca ovetense, pero corría el rumor de que el Ayuntamiento iba a devolverle su antiguo nombre de Santa Susana. La distancia era la misma, un pequeño paseo que bordeaba el Campo de San Francisco. Pero no daba exactamente igual acudir cada mañana al instituto desde la calle Fuertes Acevedo o desde la avenida de Galicia, recorriendo la memoria de don Policarpo o la devoción de Santa Susana. Si no hubiese hecho falta cambiar por motivos patrióticos el nombre de las calles, Ángel habría podido estudiar en una clase mixta y acostumbrarse a todos los misterios que esconden las mujeres en sus ojos y en sus bolsos. Habría podido incluso cantarles a sus compañeras alguna canción de amor, ahora que poco a poco iba dominando las cuerdas de la guitarra. Pero había que acostumbrarse a no cambiar de costumbres tanto como a cambiar de costumbres, según los casos, y el nombre de su calle cambió para que no cambiase su relación con el alumnado femenino. Seguiría estudiando lejos de las muchachas de su edad.
Cuando empezó a asistir al instituto en el curso 1938-1939, no le resultó fácil orientarse en este laberinto de costumbres y descostumbres que se había trazado en su vida después de acabar los estudios de primaria. Había costumbres que no iban a cambiar y cambiaban, y costumbres que estaban cambiando y ya no iban a cambiar. Y, por supuesto, era conveniente acostumbrarse a todas. Empezó el bachillerato por el segundo curso, ya que las autoridades académicas consideraron oportuno recomponer con un aprobado colectivo los desarreglos biológicos que la guerra había impuesto en las cartillas escolares. Durante ese primer año, la atmósfera en las aulas y los pasillos del instituto fue gris, pero de un gris sin espesura, porque la mayoría de los profesores estaban pendientes del desenlace de la guerra y las ventanas se abrían de vez en cuando para mirar hacia Barcelona, Madrid, Valencia, Berlín y Roma. A partir del curso 1939-1940, el cielo gris se hizo tan oscuro que muchos días era imposible distinguirlo del negro, y algunos profesores dedicaron toda su atención a explicarle a los niños lo conveniente que resultaba acostumbrarse al cambio de costumbres y a olvidar las costumbres que ya no iban a cambiar nunca.
El profesor de matemáticas, Rogelio Masip, era el presidente de la Comisión Depuradora que había dejado sin escuela a su hermana. Lo comentaron una noche Maruja y su madre. Ángel se acostaba a su lado, en una cama instalada en el despacho, cerca de la puerta del dormitorio compartido por las dos. No podían disponer de cuarto propio, porque la familia se había visto obligada a recibir huéspedes para buscar una salida al naufragio económico. Casa honrada y limpia recibe huéspedes decentes en régimen de pensión completa. Razón en avenida de Galicia, 8, tercero izquierda. Cuando lo creían dormido, su madre y su hermana hablaban de las cosas que preferían mantener en silencio delante de él. Los cuchicheos sonaban en las habitaciones de luces apagadas como un testimonio más de la doble realidad que se había apoderado de sus vidas. No eran sólo ruidos, sino también el síntoma de una comunidad larvada, una forma de existencia, una red de silencios para mantener en público y de palabras pronunciadas para no ser dichas jamás en voz alta. Era el modo en el que doña María y Maruja hablaban de sí mismas y de aquello que no podía exponerse en un pliego de descargos, el medio por el que Ángel se enteraba sin enterarse de la situación, de los matices de un tiempo difícil y lleno de buitres, porque una cosa era la época, con sus banderas y sus consignas, y otra las personas, los ventajistas, el maestro que le echaba un ojo a las habilitaciones y se aprovechaba de la victoria para quedarse con el trabajo de la viuda de Cano, la maestra que se encargaba de recordar antiguas disputas para apropiarse de la escuela de San Cucufate, los patriotas que utilizaban el momento para vengarse o robar en beneficio propio.
La firma de Rogelio Masip presidió la Comisión Depuradora de su hermana, pero él no fue un profesor agresivo con Ángel, y lo dejó navegar por las aguas tibias del cinco en conducta, aplicación y puntuación. Ni siquiera don Manuel Muñiz, que de vez en cuando entraba todavía en el aula para sentarse junto a su nieto, se atrevió en aquellas circunstancias a exigirle otra cosa al alumno. La piedad del cinco no resultaba mala solución en un otoño de números confusos y más asustados que nunca por el color rojo. Masip pertenecía al otro bando, pero habitaba en las fronteras confusas de la época, en las hojas amarillas de un otoño que se esforzaba en negociar con algún tacto las relaciones entre los accidentes y las rutinas. Otros profesores, por la claridad de sus ideas y de sus manos, sirvieron de más ayuda a la hora de entender la dirección del viento y el giro de las veletas. Hubo un catedrático que le ayudó a orientarse de modo muy especial entre las costumbres que debían cambiar de inmediato y los cambios que convenía olvidar para siempre. Se llamaba Juan Francisco Yela Utrilla, un experto latinista, gloria de la Falange asturiana y máximo representante de la forma particular que tenían los triunfadores de concebir la educación humanística. Después de los malos ratos que había sufrido por culpa de su compromiso político, un fracaso rotundo como candidato de la Falange en las elecciones de 1936 y una temporada en la cárcel por participación indiscreta en los preparativos del golpe de Estado, los éxitos del coronel Aranda inauguraron una nueva época en su vida y en su modo de enseñar latín a los alumnos difíciles, como Ángel.
No tardó en despejar las dudas sobre su política pedagógica, porque a la hora de explicar la primera declinación eligió como ejemplo la palabra Alapa, bofetada en latín, en vez de la socorrida y familiar Rosa. Al ritmo de Alapa-ae, las clases pasaron de las palabras a los hechos, hundiendo la cartilla de notas de Ángel hacia los abismos del 3 en conducta y del 2 en aplicación y en conocimientos. Como si se tratase de una calle en tiempos de inmediata posguerra, también aconteció en el aula del profesor Yela Utrilla un significativo cambio de nombre por culpa de las breves batallas, tartamudeos y silencios vividos entre las preguntas y las respuestas. Señor González Muñiz, dígame el pretérito imperfecto del verbo Sum. ¿Qué? ¿Qué dice? ¡Hable más alto! Cero, percebe, cero. El aterrado Ángel sumaba un nombre más a su colección de fracasos pedagógicos. Después de sentirse cabeza de chorlito y abanico de tonto, la consideración de percebe hubiera podido entenderse como un honor. Pero las circunstancias no ayudaban a establecer una jerarquía de títulos irónicos, y el alumno sólo tuvo fuerzas para advertir que el IV año triunfal, el ordeno y mando, los correajes y las bofetadas habían llevado también su cruzada a los libros de texto. Su latín quedó condenado por mucho tiempo a una especie de desván incomprensible, en el que se acumulaban las declinaciones, el vocabulario y los tiempos verbales como chatarra vieja, que sólo servía para llenarse de polvo, o de humillación, y para cortarse las manos en cualquier descuido, sobre todo cuando el ejemplo del interrogatorio tenía que ver con el campo semántico de Alapa-ae.
El naufragio también había arrastrado a la orilla algún tesoro. El profesor de lengua y literatura Rafael Lapesa, castigado por su falta de espíritu patriótico, había perdido el puesto en el Centro de Estudios Históricos, antes incluso de que el centro perdiera su nombre y pasara a llamarse Consejo Superior de Investigaciones Científicas. No es que hubiera tomado las armas para defender la República, porque su miopía le mantuvo al margen de cualquier destino bélico, pero como Miliciano de la Cultura se dedicó a alfabetizar a muchos que sí lo hicieron. Permaneció castigado poco tiempo en Oviedo, porque siguió después rumbo a Salamanca, pero Ángel tuvo la suerte de encontrárselo en el instituto y gracias a él aprendió que la etimología de las palabras era tan libre, tan misteriosa y fascinante como los versos de los poetas más vanguardistas. Con cada palabra, mar, amor, Asturias, cerrojo, porvenir, la pizarra se llenaba de historias, y de bocas que modelaban las sílabas al pronunciar un nombre, y de fechas que se quedaban enredadas en un diptongo, y de sociedades que unían su suerte a las vacilaciones entre dos letras. Las fábulas ocultas en la etimología de las palabras resultaban tan maravillosas como sus posibilidades de actuación en el teatro de una enciclopedia, y eso lo aprendió Ángel gracias al profesor Lapesa, todo un golpe de suerte en un tiempo muy difícil, tan difícil que podía repartir por igual castigos entre los alumnos y los profesores. Lo previsible era el otro extremo, las declinaciones contrarias, los casos sórdidos, la costumbre de un adoctrinamiento que caía como la lluvia sobre los tejados del instituto, corrompía los techos, provocaba goteras y empapaba de grandilocuencia y palabras huecas, con etimologías, pero sin realidad, unas lecciones que parecían discursos, un paternalismo mordido por el frío hipócrita de la vigilancia, unos imperios infectados de hambre y un glorioso movimiento consagrado a la quietud. Después de tantas horas de clase bajo las nubes de aquel otoño, al poeta Ángel González le costó poco trabajo recordar la gramática de su vida para escribir la parodia de un «Discurso a los jóvenes»:
De vosotros,
los jóvenes,
espero
no menos cosas grandes que las que realizaron
vuestros antepasados.
Os entrego
una herencia grandiosa:
sostenedla.
Amparad ese río
de sangre,
sujetad con segura
mano
el tronco de caballos
viejísimos,
pero aún poderosos,
que arrastran con pujanza
el fardo de los siglos
pasados.
Nosotros somos estos
que aquí estamos reunidos,
y los demás no importan.
Tú, Piedra,
hijo de Pedro, nieto
de Piedra
y biznieto de Pedro,
esfuérzate
para ser siempre piedra mientras vivas,
para ser Pedro petrificado Piedra Blanca,
para no tolerar el movimiento,
para asfixiar en moldes apretados
todo lo que respira o que palpita.
A ti,
mi leal amigo,
compañero de armas,
escudero,
sostén de nuestra gloria,
joven alférez de mis escuadrones
de arcángeles vestidos de aceituna,
sé que no es necesario amonestarte:
con seguir siendo fuego y hierro,
basta.
Fuego para quemar lo que florece.
Hierro para aplastar lo que se alza.
Después de haber recordado al Ejército y a la Iglesia, el poema pasa a hablar de los banqueros, como tercera columna del Régimen, algo que no debe extrañar y que nos ayuda a comprender por qué el nombre de don Policarpo Herrero se negó durante muchos años a ser sustituido por el de Santa Susana en el callejero de Oviedo, saltándose incluso a la torera un precipitado acuerdo municipal. Los versos desembocan en una última ironía, que es también un homenaje secreto a las lecturas infantiles de Rubén Darío. Si las inquietudes vitales de Ángel se habían conmovido con el poema «Lo fatal», con la dicha de los árboles poco sensitivos y de las piedras duras que son incapaces de sentir, el tiempo de calma sobrevenido significaba la completa liquidación del pensamiento:
Si alguno de vosotros
pensase
yo le diría: no pienses.
Pero no es necesario.
Seguid así,
hijos míos,
y yo os prometo
paz y patria feliz,
orden,
silencio.
Las costumbres significaban la petrificación del silencio, un modo de dejarse rodar o de prepararse para las botas y los correajes de los profesores de latín, el presidente de la Comisión Depuradora y los falangistas que andaban por la calle buscando un motivo de ofensa. Como todo era piedra, una petrificada piedra blanca, la vida necesitaba convertir la sequedad en tierra de cultivo y aprendía a camuflar sus raíces en los desiertos. Brotaban flores inesperadas en los pedregales y hojas nuevas en los árboles podridos. El otoño equivocado de la posguerra convocaba lluvias sin fertilidad, que caían para ennegrecer los canalones y los tejados de la ciudad, y sequías cargadas de sorpresas, campos de estiércol en los que se levantaba el sí y el no de una margarita, la posibilidad de imaginarse el destino, la ilusión de apretar entre los dedos el pétalo acertado. El profesor Lapesa era un caso extraño, una excepción en el instituto, porque invitaba con sus etimologías a pensar en el futuro, mientras la mayor parte de los profesores hablaban una y otra vez del porvenir para recordar los imperios perdidos en el pasado.
Había que buscar los pétalos del sí y el no en otra parte, en las reuniones literarias con los amigos, en la enciclopedia Espasa, en los versos de los poetas vanguardistas, en los libros recién descubiertos, ya veréis, es magnífico, os va a deslumbrar, o es muy divertido, os va a entretener mucho, ya veréis. Si el grupo de amigos descubría una admiración, un autor deslumbrante, una tendencia narrativa, algún nombre que conviniese pronunciar en voz baja, la librería Cervantes se transformaba en una biblioteca generosa y pública. Que vaya, que vaya, de logo, llevaos los libros a casa, de logo, pero no los estropeéis, que vaya, decía don Alfredo Quirós. Cuando los abismos de la literatura rusa empezaron a resultar demasiado agobiantes, porque algunas historias de guerras, asesinatos y culpas se empeñaban en llover sobre mojado, Ángel quiso aprovechar la oportunidad para extender el prestigio de Karl May, un novelista alemán, maestro de profesión, que contaba con una biografía muy esperanzadora, porque había recuperado la vista después de cinco años de ceguera y había aprendido a contar historias en las celdas de las cárceles, acusado de robar. Detenido por quedarse con un reloj ajeno, comprendió que existían otras formas más sutiles de hacerse con el tiempo de los demás, de secuestrar las horas, de jugar con el paso de los días y las noches, y decidió escribir novelas de aventuras. Las que sucedían en las praderas del Oeste americano, entre cazadores blancos, apaches y comanches, le encantaban a Ángel desde niño. Quiso compartir con sus amigos la valentía noble del pistolero Old Shatterhand y el saber natural del indio Winnetou.
Pero la operación no salió bien y las novelas de Karl May, publicadas por la editorial Molino, no fueron capaces de vencer el apego de Benigno a la literatura rusa y las manías convincentes de Paco Ignacio. Un vaquero con ideología alemana resultaba inadmisible, un extraño deseo de mezclar la razón cuadriculada con los búfalos. Además, y eso era lo importante, el género se prestaba a una elaboración más adecuada y vibrante en el cine. Letra muerta eran las peripecias de Old Shatterhand al lado de las películas de Ken Maynard, con su caballo Tarzán, y su sombrero blanco, y sus ojos que nunca dormían, y su acento de Indiana cayendo sobre las piedras y los ríos de las montañas salvajes. El cine parecía también un buen remedio para saltar por encima de las vallas del otoño y galopar de cara al viento. El problema era que ir al cine significaba abandonar el refugio, salir de la casa de Ángel, dejar la biblioteca, los libros elegidos, adentrarse en una ciudad llena de uniformes y partidaria de otras realidades. Había que acostumbrarse y aguantar, como un rito inevitable, el canto del Cara al sol, la proyección casual de algún reportaje patriótico, y andando el tiempo, ya a partir de 1943, el aplauso metódico del NODO, la mano sonriente del Caudillo al saludar al público y bendecir un mundo que vivía de puertas para adentro en su territorio conquistado. La historia universal se encerraba en las fronteras de España, con sus versiones peculiares de la felicidad y el orden, y luego saltaba de las pantallas al recinto murado de los cines. La oscuridad ofrecía oportunidades para esconderse, pero ni siquiera la falta de luz podía asegurar el aislamiento, y el caballo de Ken Maynard estaba obligado a sortear peligros, en medio de saludos patrióticos, celebraciones religiosas y noticias internacionales, antes de cabalgar por las montañas libres e inagotables de sus aventuras.
Hubo un día en el que debieron cantar hasta cuatro veces el Cara al sol, aunque valió la pena, porque la risa posterior fue más intensa que el miedo, y también muy dulce, capaz de borrar el mal sabor que dejaban en la boca las palabras del enemigo. Si una novela o una película de aventuras resultaban un modo poco comprometido de echarse al monte, una sonrisa o una buena carcajada formaban parte imprescindible de la higiene personal. Valía la pena soportar los himnos en el cine cuando la ocasión daba luego para los chistes y los recuerdos conspirativos. No fue culpa de Benigno, ni de Amaro, ni de Paco Ignacio, ni de Ángel, pero cualquiera de ellos habría podido pagar las consecuencias de la escatología contestataria de un espectador enmascarado. Enciendan la luz, enciendan la luz, empezó a gritar un falangista ofendido, cuando una ventosidad sonora e impertinente convirtió en carcajada general la sonrisa del Caudillo. Mientras la voz conmovida del locutor oficial estaba narrando las glorias de la nueva España, el aroma de una paz sin venenos políticos, la pureza paternal del Generalísimo, estalló como un trueno sucio la resistencia interior de un revolucionario con problemas digestivos.
Enciendan la luz, gritó histérico el falangista, y se hizo la luz, y se acabaron las risas, porque todas las salas de cine estaban acostumbradas a guardar silencio cuando se exigía silencio y a cantar cuando había que cantar. La contundencia del castigo era tan temible que no costaba trabajo comerse la risa y mirar hacia la pantalla inmovilizada, esquivando los ojos de los muchachos uniformados que subían y bajaban por los pasillos como águilas en busca de una presa. El falangista de más edad se puso delante de los espectadores, levantó el brazo y entonó el Cara al sol, iniciativa que fue inmediatamente aprobada y seguida por el patio de butacas, el gallinero y los acomodadores. Acababan los versos, amanecía en España, el patriota mantenía por unos segundos el silencio, clavaba sus ojos en el público, y luego volvía a extender el brazo y a lanzar al viento el orgullo de la camisa azul bordada y de las banderas victoriosas. Cuatro veces se repitió la canción en desagravio del Generalísimo, ofendido por un acto no ya de mala educación, sino de gravísima rebeldía política. Por fin se hizo de nuevo la oscuridad, y tras un murmullo tímido regresaron las imágenes del NODO a la pantalla, prólogo inevitable a las aventuras de Ken Maynard. La risa se la llevó cada uno, escondida bajo una conveniente costumbre de seriedad, hacia su casa o hacia los rincones futuros de la memoria.
Los días pasaban entre aplausos, silencios, sobresaltos, carcajadas sonoras, risas secretas, visitas a la cárcel, sensaciones y fechas imborrables. Pero también había sentimientos tan poderosos que borraban los números del calendario, porque la memoria no asumía una fecha, sino una desolación. Ángel olvidó el día exacto en el que habían llegado los primeros huéspedes a su casa, dos militares franquistas que ocuparon las habitaciones y las sillas que estaban vacías desde la muerte de Manolo y la huida de Pedro. Casa honrada y limpia recibe huéspedes decentes en régimen de pensión completa. Razón en avenida de Galicia, 8, tercero izquierda. Jamás podría olvidar la desolación de su madre cuando un capitán y un teniente respondieron al anuncio del periódico y sentaron sus uniformes en la mesa a la hora de comer. La fecha exacta desapareció poco a poco en su memoria bajo el peso de la mirada ausente de doña María. Como una autómata, como una mujer insomne, la ve Ángel mientras calla, mueve la sopa y sirve el primer cucharón. Otras fechas sí quedaron clavadas en su memoria. El 9 de noviembre de 1939 habían detenido al padre de Paco Ignacio y Amaro. Dos policías entraron en su casa, y antes de que empezaran el registro, en cuanto dispararon contra las mujeres la primera impertinencia, salió Benito Taibo de detrás de las sábanas con las manos en alto.
Como las condiciones del refugio eran tan precarias, Ignacio Lavilla y Benito Taibo habían llegado al pacto de que cada uno de ellos se entregaría con rapidez si iban a buscarlo, para evitar así el descubrimiento y la detención del otro. El padre de Paco Ignacio entendió que él era la causa de la visita y se puso de inmediato a disposición de la policía. A la mañana siguiente llamaron a doña Elisa y le explicaron en comisaría que en realidad estaban buscando a Ignacio Lavilla porque era sabido que se encontraba en Oviedo. Si la familia no quería someterse a una visita menos educada y a unos interrogatorios de consecuencias más graves, resultaba conveniente que el periodista se entregase por propia voluntad. La verdad es que no fue posible encontrar otra salida. Una muralla de sábanas y de ropa vieja, en una habitación alquilada, era sin duda un escondite insostenible. Además, doña Teresa, la dueña de la casa, que se quedó pasmada al ver surgir de las entrañas de su domicilio a un hombre desconocido con las manos en alto, quiso revisar con sus ojos la guarida del lobo. Lo que no habían hecho los agentes franquistas, impresionados por la aparición de Benito Taibo, lo hizo doña Teresa. En cuanto las fuerzas del orden se llevaron al detenido, cerró la puerta de la calle, se introdujo en el laberinto de la ropa y estuvo a punto de desmayarse al descubrir a otro hombre, con la respiración contenida, que saludaba con la mano y sonreía tímidamente. A Ignacio Lavilla no le quedó otra alternativa que la de entregarse a la policía. Fue la tarde del 10 de noviembre de 1939, un día después de que hubiese caído su cuñado Benito.
Esas fechas no las olvidó Ángel nunca, tal vez porque la memoria prefiere conservar los detalles en las desgracias y los sentimientos en las humillaciones. Los huéspedes no tuvieron el primer día ni nombre, ni historia, ni edad, ni buena educación. Sólo eran dos uniformes sentados en una mesa que sí tenía nombre, historia, edad, y que no se atrevía a llamar buena educación al silencio mecánico y humillado de los platos, la sopa, los movimientos de doña María con el cucharón, los esfuerzos de Soledad entrando y saliendo de la cocina como si no pasase nada, como si fuese un día más del otoño gris de Oviedo, como si ella estuviese ya acostumbrada a tener militares franquistas en casa, como si no se diera cuenta de que la falta de apetito de Ángel y la tristeza de Maruja no respondían a los caprichos de un joven mimado y a la pesadumbre de una maestra sin escuela, sino a una quemadura que no pertenecía aún a las costumbres, al descubrimiento de toda la desolación que cabía en un anuncio de periódico, casa honrada y limpia, así es la vida, recibe huéspedes decentes, así es la vida, en régimen de pensión completa. Razón en avenida de Galicia, 8, tercero izquierda, así es la vida, así es la vida a la que hay que acostumbrarse.
Los militares se convirtieron en una costumbre en las casas de huéspedes, o en las casas que habían cambiado de costumbres y necesitaban recibir huéspedes para soportar la pobreza de una guerra que había terminado sin encontrar los caminos de la paz. Poco a poco la rutina fue colocando sobre los uniformes una historia familiar, un nombre, incluso el reconocimiento de una cordialidad y la deuda de algunos favores personales. Doña María y Maruja también tuvieron oportunidad de murmurar sobre la calidad humana de sus huéspedes en la oscuridad amortiguada de la noche, y Ángel las oyó desde su cama colocada en el despacho, y les dio la razón, porque en un tiempo difícil de víctimas y de buitres, los matices son muy importantes, y debajo de las ideas hay personas, gentes que son muy distintas aunque lleven el mismo uniforme. El color caqui anónimo de las guerreras dejó paso a rostros particulares. Hubo que escuchar y mirar con atención, debió pasar el tiempo, pero la costumbre de vivir hizo posible que hubiese huéspedes con nombre propio, huéspedes con los que se forjó una verdadera amistad. Incluso la mujer de un huésped fue la encargada de acompañar a Ángel en una de sus revisiones médicas cuando, en 1944, la tuberculosis decidió también responder al anuncio del periódico y llamó a la puerta del tercero izquierda.
Entre los huéspedes, hubo un fallido profesor de latín, casualidad que no carecía de importancia para el alumno de un instituto en el que Yela Utrilla explicaba la primera declinación al ritmo ejemplar de Alapa-ae. Las falsas esperanzas estuvieron depositadas en un seminarista que dio gato por liebre y se fue de la casa sin pagar sus deudas y sin sacar a Ángel de las tinieblas del latín. Sus sufrimientos con la lengua madre del Imperio no conocieron calma hasta el año 1941. Sólo le consolaba la idea de que algunas lenguas estaban muertas y bien muertas, y si habían dejado de hablarse, por algo sería. Viendo que su hijo estaba absolutamente perdido en medio de un vocabulario amenazador y una sintaxis movediza que no podía aprenderse de memoria, doña María pidió ayuda una vez más a un amigo maestro, hermano del dramaturgo Alejandro Casona. Se llamaba don José Rodríguez Álvarez, porque lo de Casona era un seudónimo literario de Alejandro, y dirigía el colegio Fruela. No faltaba más, eso lo arreglo yo enseguida, doña María, no sé cómo no me buscó antes y dejó que le suspendieran a su hijo la asignatura en el curso pasado. Dígale a Ángel que venga a verme y verá como yo encuentro la manera de que comprenda las reglas del latín, que son muy sencillas, muy sencillas. Bien sabe usted que ahora se aborrecen las materias por culpa de los modales de los profesores. Los tiempos han cambiado, doña María, y hay que acostumbrarse a soportar los nuevos métodos pedagógicos. Es imposible que no aprenda latín un muchacho que se divierte tanto con las etimologías. Que venga a verme, yo hablaré con él.
Así fue. Don José Rodríguez Álvarez descorrió el miedo y la espesa nube que le impedía ver un punto de sol en el latín. Comprendidas las reglas de la lengua, empezaron a encajar los tiempos verbales, los casos, las palabras y las formas irregulares. Ángel, por lo menos, dejó de cortarse los labios con las declinaciones. Don José le quitó el odio al latín y las ganas de estudiar en el instituto. Cuando terminó el cuarto curso en junio de 1941, con un aprobado en latín, pero con un suspenso en matemáticas, y en la cartilla escolar tembló un cinco como nota media, el alumno ya tenía preparados los argumentos para convencer a su madre de que lo dejara matricularse en el colegio Fruela. Había oído contar en muchas ocasiones la firmeza sentimental de su hermano Pedro cuando pidió permiso para buscar un trabajo. Padre, mátame si quieres, pero no me obligues a estudiar. Ángel expuso también sus razones. Se había acostumbrado a vivir en la avenida de Galicia, se había acostumbrado a que su hermana deambulara sin escuela por la casa, se había acostumbrado a cambiar de costumbres y a renunciar a las aulas mixtas, se había acostumbrado a la complicidad que le ofrecían sus amigos en las tardes de los domingos, se había acostumbrado a la literatura rusa, se había acostumbrado al escaso prestigio de las novelas de Karl May, se había acostumbrado a refugiarse en los versos vanguardistas y en las películas de Ken Maynard, se había acostumbrado al sigilo de las conversaciones nocturnas, se había acostumbrado al uniforme de los huéspedes y al cucharón desolado con el que su madre servía la sopa. Pero no se acostumbraba al instituto. Doña María tuvo que ir a pedirle de nuevo consejo a don José Rodríguez Álvarez, sin saber que, de antemano, Ángel y el bondadoso profesor de latín tenían preparada ya la solución.