4.Un respetable olor a azufre
4. Un respetable olor a azufre
Pedro González Cano dedicó su interrumpida madurez a la dignificación de la pedagogía asturiana y a pasear por las calles de Oviedo con un andar quejoso y una sonrisa educada. Si alguna vez envolvió su cuerpo el olor a azufre característico de los heterodoxos, enseguida se convirtió en un azufre etiquetado y respetable. Su comportamiento en la Escuela Normal y su decorosa barba no dejaron lugar al escándalo esperado por las cotorras y los moralistas de la heroica ciudad. Mantuvo siempre los hábitos rigurosos del profesor ateo y republicano que, en vez de convertirse en demonio con colmillos de fiera y ojos inyectados en veneno turbio, cumplía de forma honrada con su trabajo, hacía gala de una corrección prudente al opinar sobre las cosas del mundo y saludaba con una amabilidad extrema, al cruzarse con ellos por la calle, a los sacerdotes que llenaban de sotanas la tierra y de campanas el cielo. Se comportaba como todo un caballero, un ciudadano de bien, no sólo porque la moral pública y la decencia privada formasen parte sólida de sus ideas y su carácter, sino por amor a María Muñiz, que era mujer de iglesia, poco beata, pero inclinada a mantener las tradiciones y cumplidora ritual con la misa de los domingos. Pedro, que exigía respeto para su conciencia, respetaba los credos o las costumbres de los demás, y cuando se trataba de su mujer, prefería extremar las cautelas. La polémica no iba más allá de algún comentario irónico ante los pequeños escándalos provincianos del clero ovetense o ante las tentaciones mundanas de la Iglesia, decidida en España a quedarse con lo que era de Dios y con lo que era del César. De tarde en tarde, después de alguna pequeña discusión familiar sobre la hipocresía de los altares o sobre la primera comunión de los hijos, el abuelo Manuel Muñiz se invitaba de repente a cenar y murmuraba en el silencio de la casa:
—Cano, no sabía yo que fueses tan ateo.
—Ahora, don Manuel, ya lo sabe usted todo, incluso que los ateos no olemos a azufre.
María cortaba la discusión entre su padre difunto y su marido, asegurando que nada tenía importancia, que ella era feliz, que más valía un buen hombre que un farsante, y don Manuel regresaba más tranquilo a los rincones de su descanso. Pero antes de desaparecer, le rogaba a su antiguo alumno:
—Por lo menos, deja que mis nietos hagan la Primera Comunión.
González Cano era partidario de que los niños creciesen sin imponerles ningún credo. No se puede, afirmaba con un espíritu amable de resistencia, hacerlos fieles antes de que sean ciudadanos. En 1908 había sido nombrado vocal de la Junta Provincial de Protección a la Infancia. Asistió a largas reuniones en las que se hablaba de caridad, de matronas, de leche y de festividades navideñas, y con una excitación silenciosa, agobiado por la hipocresía decimonónica que manchaba ya la primera década del siglo XX, consideró que, además de las campañas contra la pobreza o de las colectas a favor de la dignificación de los orfanatos y las escuelas, la protección infantil significaba vigilar también que no se obligase a los niños a creer sin pensar, que no se les sometiese a la fe católica antes de tener uso de razón. Lo que era un sueño imposible en la acartonada sociedad de la época podía y debía intentarse dentro de la propia casa. Bueno —le decía a su mujer en tono conciliador para cerrar las discusiones—, vamos a dejar que crezcan, y que hagan lo que quieran cuando sepan decidir.
Llegó el día en el que Manolo, el hijo mayor, cumplió trece años, y la madre lo vio serio, responsable, estudioso. Decidió que era el momento oportuno de plantear definitivamente la cuestión. Habló con su marido y con sus tres hijos, y ganó por dos a uno, aunque fue una victoria sin demasiadas consecuencias. Más por agradar a su madre que por fe, Manolo y Maruja respondieron que querían hacer la Primera Comunión. Pedrito, entonces el pequeño de la familia, poco estudioso, irresponsable, divertido, pidió que lo dejasen en paz, que prefería jugar en la calle a perder el tiempo en los bancos de las iglesias. La mañana de la ceremonia, mientras su hermano se colocaba un traje de chaqueta y su hermana se ponía el vestido blanco y el velo resplandeciente, Pedrito abrió mucho los ojos. Por un momento pareció envidiar la novedad vistosa de los trajes, el cariñoso cuidado con el que la madre arreglaba el nudo de la corbata de Manolo o los alfileres del velo de Maruja, y los regalos que ya había anunciado la tía Clotilde. La algarabía familiar estaba esperando una capitulación del pequeño rebelde. Pero después de observarlos un rato, no se molestó en reprimir la risa:
—A vuestra edad, y vestidos así, parecéis una pareja de novios.
Manolo nunca fue religioso. Moreno, alto, tranquilo, callado, se parecía físicamente a su padre, aunque podía enseñar sin vergüenza un buen mentón, por lo que de mayor no necesitó dejarse la barba. En eso tuvo suerte, porque creció en años de transformaciones sociales, cuando los jóvenes abandonaban el sombrero y la barba, y los republicanos, debido a los acontecimientos de Rusia y a la miseria agitada de las cuencas mineras, se olvidaban un poco de sus luchas con la Iglesia católica y con los enemigos tradicionales del progreso, y se hacían marxistas, aportando la conciencia de clase al vocabulario de la fraternidad, la ciudadanía y la regeneración nacional. Manolo González tampoco fue un activista, siempre prefirió los libros y la conversación a las algaradas callejeras y las reuniones de partido, pero se acostumbró a interpretar bajo la luz del marxismo la realidad española, las disputas entre republicanos y monárquicos, entre salarios miserables y fortunas desmedidas, entre socialistas y anarquistas, entre ateos y creyentes. El hijo mayor del heterodoxo encontró su modo propio de vivir en la ortodoxia. Mientras estudiaba con aplicación para ingresar en la Escuela de Ingenieros, aprendió a valorar los caminos que se estaban abriendo en la política internacional y los puentes que convenía trazar entre España y Europa. Encontró su sitio en un lugar incómodo para los tiempos que corrían. Fue un comunista discreto.
Además del nombre, heredó de su abuelo Manuel la autoridad familiar, un valor que se acentuó con el paso de los años y el incremento inesperado de la familia. Con una simple mirada o una indicación de la mano, hacía que Ángel, el cuarto hijo, nacido a destiempo y mimado por todos, obedeciese sin rechistar. Ángel, quítate los zapatos, rogaba la madre cada vez que subía de la calle manchado de barro, sucio de jugar en los campos encharcados. Ángel, quítate los zapatos y sécate, que vas a pillar una pulmonía. Una, dos, tres veces, y el niño siempre encontraba otra cosa mejor que hacer, hasta que el hermano mayor le señalaba el baño con la mano, y Ángel se iba en busca de una toalla y unas zapatillas. Ángel, trae el pan, que me lo he dejado en la cocina, suplicaba la madre, y una, dos, tres, cuatro veces, hasta que Manolo miraba e inclinaba la cabeza en dirección a la cocina, y Ángel dejaba de comer, se levantaba de la mesa, iba a la cocina en busca del pan. Ángel, tráeme las zapatillas, una, dos, tres veces, venga, hijo, que he vuelto cansada de la calle, cuatro, cinco, y así hasta que el hermano mayor le mandaba con los ojos a por las zapatillas. Muchos vasos de leche tomó Ángel a regañadientes por orden de los ojos y las manos de Manolo.
Una vez le pegó una bofetada. Al mudarse al número 8 de la calle Fuertes Acevedo, los González hicieron amistad con la familia García Tuñón, que vivía en el primero derecha del mismo edificio. Era una familia muy numerosa —madre viuda, seis hijas, un hijo— y muy conservadora. La buena vecindad no resultó difícil, porque las ideas políticas todavía no marcaban el paso del miedo, ni las diferencias de opinión se habían convertido en abismos cotidianos insalvables, y hasta el olor a azufre podía hacerse respetar. Al fin y al cabo, era sólo un detalle irrelevante a la hora de prestarse la sal, un modo de ser con el que se llegaba a convivir de forma amistosa y educada. No había pasado la muerte por las familias, por las noches de insomnio estremecido y sin color, por las banderas de colores excesivos. José Antonio, el único hermano, apuraba en paz las horas terminando sus estudios de Farmacia. Las hermanas García Tuñón, con mucho tiempo libre para subir y bajar las escaleras, saludaron el nacimiento de Angelín como un muñeco colectivo que debían mimar, cuidar, vestir y sacar de paseo. Sobre todo una de ellas se aficionó a pasear con Manolo y con Pedro por el Campo de San Francisco. Las ansias de juego del hermano pequeño suponían una excusa razonable. Se llamaba Ángeles, y estaba con Manolo y con el niño la mañana de la bofetada.
Habían subido a la romería del Naranco para aprovechar los pinares, el aire limpio y la música de un día luminoso de verano. La gente descansaba de la subida hasta la cumbre, hacía corros, compartía el vino, se animaba a bailar y a cantar. Una avioneta, como un insecto feliz y ruidoso en la luz, pasó en vuelo bajo sobre la fiesta, consiguió levantar al cielo los ojos de los mayores y los niños, y dejó caer, en varias vueltas muy celebradas, un cargamento de viseras con publicidad de los establecimientos de Oviedo que ya se sumaban a las nuevas técnicas publicitarias del comercio. Manolo no se hubiera peleado con nadie por capturar el regalo, ni hubiese formado parte del torbellino de carreras que se apoderó de la cumbre del Naranco, con los romeros nerviosos y expectantes, en busca de las deseadas piezas. Pero Ángeles observó el cielo, calculó la caída indecisa de una de las viseras que flotaba ante los ojos ansiosos de la multitud y saltó como una leona sobre ella. Gracias a su vecina, Angelín disfrutó de una corona verde, y fue de corro en corro sintiéndose el rey del mundo, hasta que otro niño pasó corriendo y se llevó la visera hacia el saco sin fondo de los pinares.
Ni las promesas de la vecina sobre futuros regalos, ni los argumentos de Manolo sobre la estupidez del asunto consolaron al destronado. El llanto se trasformó en rabia al ver de pronto a un niño con otra visera verde. Ése, ése es, ése es el ladrón que me ha quitado mi visera. Manolo llamó al enemigo, le regañó y le exigió la devolución inmediata del tesoro. El niño, asustado, ni siquiera intentó protestar. Cuando Ángel se sintió otra vez dueño del Naranco, rey de la vida, monarca de las familias González y García Tuñón por obra y gracia del comercio ovetense, la rabia dejó paso a una sonrisa picarona, y con un murmullo cómplice confesó a su hermano que no, que ése no era el niño, pero que la visera sí parecía igual. Le dolió menos la bofetada que la humillación incomprensible de verse obligado a devolver a un intruso algo que otro intruso le había robado. Déjalo, si sólo tiene tres años, intercedía Ángeles, mientras su hermano mayor lo dejaba sin visera.
—Tu hermano ha hecho bien —le sopló al oído su padre ya difunto, para reforzar con el peso de la memoria familiar el sentido de la lección—. No se puede acusar a un inocente, no se debe mentir sobre el comportamiento de los otros.
Fue una bofetada educativa, mucho menos dolorosa que otras lecciones de honradez y supervivencia que ya iban preparándose en los pliegues aún oscuros del tiempo. Ángel aprendió a obedecer con las manos, los ojos y la voz de su hermano mayor. Luego, mientras las primaveras urbanas de Oviedo iban despuntando con timidez detrás del zinc oscuro de los canalones y las tejas corroídas por los inviernos, el niño se hizo poeta y aprendió a imaginar otros pinares, días de música con sol y con viseras que esperaban en los libros y en los sueños para ayudarle a mirar el porvenir. Aprendió incluso a callarse ante la vigilancia de algunos educadores mucho más hostiles que su hermano Manolo:
Eso es cierto, tan cierto
como que tengo un nombre con alas celestiales,
arcangélico nombre que a nada corresponde:
Ángel,
me dicen,
y yo me levanto
disciplinado y recto
con las alas mordidas
—quiero decir: las uñas—
y sonrío y me callo porque, en último extremo,
uno tiene conciencia
de la inutilidad de las palabras.
Son versos de Tratado de urbanismo (1967), uno de los libros más célebres de Ángel González. Cuando apareció, su autor era ya un poeta premiado y reconocido por la crítica. Si la vida le hubiese reservado la oportunidad de leerlo, Manolo se habría sentido orgulloso de su hermano menor, tan disciplinado y tan rebelde al mismo tiempo. La disciplina es una forma extrema de rebeldía para los que se ven obligados a caminar por un campo enemigo. Bien, Ángel, bien, habría aplaudido Manolo, y con una indicación le hubiera sugerido que se acercase a su hermana Maruja para darle un beso. Muchas cosas había que agradecerle a Maruja, una segunda madre, que desde muy pronto se preocupó de leerle al niño los versos sonoros y llameantes de Rubén Darío. La princesa triste y el tigre de Bengala se mezclaban con las risas de la marquesa Eulalia y con las quejas universales por la pérdida del divino tesoro de la juventud. Los versos de Darío sonaban en las tardes de la casa de Fuertes Acevedo con el festivo temblor metálico de un avión sobre el cielo azul en la cumbre del Naranco. En aquellos años los aviones eran todavía una sonoridad poética en los versos vanguardistas y en las nubes de Oviedo.
Cuando nació su hija, Pedro Cano y María Muñiz decidieron llamarla María Teresa, como la abuela paterna. Pero el homenaje al pasado familiar de Ondes fue más una ilusión burocrática que una verdad cotidiana, porque todos llamaron enseguida a la niña Maruja. Salió a su padre en el pelo oscuro, en la piel morena, en los ojos castaños, y en un carácter amable y fuerte al mismo tiempo, sin miedo a defender lo que ella consideraba justo, aunque estuviese rodeada por un mundo demasiado variable y quebradizo, capaz de convertir la ilusión de la justicia en un perro con cien amos. Heredó también de su padre la vocación por el magisterio. Si Manolo se matriculó en la Escuela Normal sólo para conseguir un título fácil, mientras preparaba el ingreso en la Escuela de Ingenieros, Maruja sintió desde muy joven la tradición familiar de la pedagogía. No dudó en hacerse maestra y buscó una plaza cerca de Oviedo, dispuesta a enseñar a sus alumnas algo más que la tabla de multiplicar y las labores del hogar. Le gustaba hablar en la escuela de un mundo mucho más abierto, una realidad llena de imaginación por la que transitaban los episodios de la historia, las lecciones de higiene, la música, las noticias de la actualidad y las leyendas de la literatura. Cuando nació su hermano Ángel, ella tenía dieciséis años, y se encontró de pronto con un colaborador natural para sus prácticas de magisterio.
Maruja fue una presencia constante en la infancia de Ángel. Manolo pasaba temporadas largas fuera de casa, perseguido por la mala salud o por los buenos estudios. Cuando no estaba en El Pardo recuperándose de una pleuresía, estaba en Madrid o en Barcelona dedicado a su ilusión de conseguir un título de ingeniero. Pedro solía desaparecer también con frecuencia, pero huyendo de los estudios o de la policía, sobre todo desde que se entregó a la causa encrespada del socialismo asturiano en la revolución de 1934. Maruja estuvo siempre en casa, sin estudios lejanos, sin novios, acompañando a su madre en la misa de los domingos, rezando con ella para que se suavizaran las asperezas del mundo, y apoyando a sus hermanos cada vez que se metían en un jaleo, porque las visitas a la iglesia no borraban una conciencia social heredada no sólo de su padre, sino también de la época y de sus propios ojos, acostumbrados a ver la miseria de las aldeas y de los barrios. Cuando consiguió plaza en la escuela de San Cucufate de Llanera, su trabajo quedaba tan cerca de Oviedo que podía volver algunas tardes y casi todos los fines de semana a casa, para practicar su paciencia y su vocación con Ángel. Era una suerte dormir junto a los suyos, en una ciudad que le gustaba y que sentía palmo a palmo mezclada con su vida. Amaba su presente y sus recuerdos, el olor de las calles, la elegancia de los palacios, los edificios de diverso estilo y una misma seriedad, la profundidad de la luz y el clima triste, una balanza equilibrada para los que comprenden los beneficios del sol, pero se consideran amigos íntimos de las tardes de lluvia.
Tuvo tiempo de ejercer como maestra única de su hermano. Pedro González Cano tampoco había sido partidario de llevar a los niños demasiado pronto a la escuela. Era más prudente dejarlos crecer en libertad, sin imponerles una disciplina y unos conocimientos que no estaban capacitados para asumir. Su mujer había oído muchas veces, a cuenta de sus hijos mayores, que a los tres años un niño no hacía en un colegio nada más que molestar, sufrir y resabiarse. Ya viuda, procuró que su hijo menor hiciese la Primera Comunión a tiempo, pero respetó la voluntad pedagógica de Pedro, y esperó a los siete años para matricular a Ángel en la escuela. Dejó en manos de Maruja las preguntas inacabables del pequeño y la inquietud prematura que sentía por leer.
—¿Y qué santo es Homero?
Cuqui y Menchu, las niñas que vivían en la buhardilla del edificio, acababan de tener un hermano. Sus padres lo habían bautizado con el extraño nombre de Homero. A los niños del barrio les hizo mucha gracia, y enseguida se dedicaron a repetir los comentarios malévolos de la vecindad, que identificaba ese nombre inusitado con el gusto de la madre por el carmín y el maquillaje. Una decisión tan fuera de lugar sólo podía deberse al carácter de Isabel, siempre excesiva, sofisticada, dispuesta a vestirse o pintarse dos escalones por encima de lo conveniente, como si las escaleras de la calle Fuertes Acevedo fuesen un salón de alta sociedad. El marido, Leopoldo, un hombre paciente que complacía con abnegación los caprichos de su mujer, trabajaba de camarero en el café Peñalba. A la gente le gusta hablar. Tal vez el prestigio de algún cliente distinguido del Peñalba llegó a los oídos de Isabel, y no dudó en confundir su nombre, don Homero, con el señorío de las mesas del café y con las meriendas de la buena vida. O tal vez sintió un arrebato literario. A Isabel le gustaba leer revistas que hablasen de bailes lejanos, artistas de teatro con grandes idilios y familias aristócratas con problemas para gastar su dinero. Era una buena mujer, pero se mostraba poco inclinada a distinguir entre el mundo de las crónicas sociales y los alrededores de su vida humilde. A la hora de arreglar la ropa, elegir un nombre o imaginar un sonado cambio de domicilio, procuraba siempre darle un toque de distinción, una puntada, un poco de maquillaje al abolengo de la familia. Pero, de forma inevitable, sólo llegaba a parecer una intrusa, paseándose con orgullo ridículo por una fiesta a la que no había sido invitada.
Ángel y su amigo Pepu, el hijo del ferroviario, se rieron mucho con el dichoso nombre, se burlaron de Homerito, y preguntaron a Maruja por la historia de ese extraño santo. Ella les contó otra historia, la de un pobre gaitero de Gijón que se vio obligado a tocar en una fiesta el mismo día de la muerte de su madre. Tocó muy dolorido, obligado y sin aliento, porque necesitaba el dinero para alimentar a sus hermanos. Mientras las muchachas y los muchachos bailaban, le resultaba imposible ocultar las lágrimas. La gente habla, suelta la lengua, pero no baila cómoda ante la infelicidad. Las lágrimas están de más en medio de una fiesta. El dolor ajeno ensucia la alegría, la música y las declaraciones de amor. La gente prefiere que el drama esté lejos del baile. Los que tienen penas deben quedarse encerrados en sus casas. El poeta Campoamor contó la historia del gaitero de Gijón, y lo comparó con otro poeta muy importante y muy antiguo que se llamaba Homero. También hubo quien se rió de él y le silbó por escribir malos versos:
La niña más bailadora
—¡aprisa! —le dice— ¡aprisa!,
y el gaitero sopla y llora,
poniendo cara de risa.
Y al mirar que de esta suerte
llora a un tiempo y los divierte,
silban, como Zoilo a Homero,
algunos sin compasión,
al gaitero,
al gaitero de Gijón.
Los niños se quedaron un rato en silencio, conmovidos por la historia del gaitero, que les había caído encima como una red, debido a la voz estudiada de Maruja y a las rimas del poema. La siguiente pregunta era previsible:
—¿Y quién fue Zoilo?
—Una persona amargada y maledicente que se metía con todos sus vecinos.
A Maruja no le gustaba mucho Campoamor, prefería el lirismo modernista de Rubén Darío, el famoso poeta nicaragüense que su madre había conocido de niña, cuando vivía en Riberas de Pravia, disfrutando del oro espumoso de la sidra. Un rayo de inquietud y melancolía se apagaba en los ojos de Maruja cada vez que recitaba historias de amores imposibles, esas condenas de soledad y fracaso a las que son tan aficionados los poetas. Conforme pasaban los años y ella se dedicaba a la escuela y a su familia, Maruja temía convertirse en una solterona, no tener hijos propios, representar un papel infeliz, triste y añosa en una butaca cada vez más claudicante, mientras sus amigas se casaban y tardaban poco en ser madres. No se consideraba guapa, pero de ninguna manera fea, y otras mujeres mucho menos vistosas que ella habían conseguido novio.
—Cuando leas pocos poemas, te olvides de las misas con mamá y salgas más a la calle con tus amigas, encontrarás novio enseguida. Entonces yo me moriré de celos. Tú vales mucho, Maruja.
Las conquistas futuras se las vaticinaba su hermano Pedro, con una sonrisa de seductor adolescente llena de simpatía y de artes callejeras. Si Manolo heredó el carácter serio del abuelo Muñiz, Pedro se había quedado con su físico de ojos azules y cabellera rubia. Pero, en cuanto pudo, salió corriendo para aprender en las plazas y en los suburbios de la ciudad todo lo que no le iban a enseñar en la escuela. No se asustó ante nada, pretendió llevar en sus hombros el peso de un destino familiar difícil, navegó el mar y la adversidad, se vio obligado a sobresalir en las batallas más peligrosas, triunfó en tierras lejanas, fue capaz de muchas cosas en la vida, pero no de acabar el bachillerato, o de estarse quieto en su casa, o de regañarle a su hermano pequeño. Pedro, le decía su madre, regaña a tu hermano, que hoy me ha puesto en ridículo delante de Agustín el peluquero. ¿Cómo? ¿Que no querías pelarte? Vamos a ver, ¿qué le has hecho a mamá? Y cuando el niño empezaba a recordar cabizbajo su mal comportamiento delante de Agustín el peluquero, y de Juan, el dueño de la peluquería, y se sentía avergonzado por la rabieta que había sufrido al tener que interrumpir una partida de banzones, a Pedro le resultaba imposible contener la risa y cualquier atisbo de bronca naufragaba en el estallido de sus carcajadas.
—Así no se educará nunca tu hermano.
—Perdona, mamá, pero es que si yo fuese cura, no podría confesar, me partiría de risa con los pecados de los fieles.
El vitalismo de Pedro adquirió desde muy niño un ingenioso poder teatral. Utilizado en los momentos oportunos, le servía para seducir y le ayudaba a plantear los asuntos más difíciles de forma poco tormentosa. Acababa de cumplir trece años cuando se arrodilló un día delante de su padre y con voz muy sincera, muy convincente, confesó que no quería ir más a la escuela. Te pido, por favor, que no me obligues a ir a la escuela. Si quieres, me matas, mátame, pero no me mandes a la escuela. El pedagogo Pedro González Cano no se asustó con la demanda de su hijo, mantuvo la calma, evitó las palabras de enfado o la memoria familiar de los muchachos campesinos que habían llegado a labrarse un porvenir gracias al estudio. El trabajo era, por supuesto, una forma muy digna de hacerse un hombre. No había que perder los nervios, y mucho menos formar un escándalo.
—Si no estudias, Pedro, tienes que trabajar. En esta casa, todos trabajamos. Tu madre se ocupa de las tareas de la casa, yo doy mis clases, Manolo y Maruja estudian.
Dejó que su hijo meditara por unos días la decisión, y cuando reafirmó su voluntad de abandonar la escuela, fue en busca de un amigo que regentaba cerca de casa un taller de automóviles. Explicó el problema que había surgido con Pedrito y le pidió trabajo para él. Sabía lo que estaba haciendo, aún no renunciaba a la esperanza de que su hijo volviese a los libros, pero le parecía poco conveniente adoptar una solución autoritaria.
—No quiero que le pagues nada. Mándale los trabajos más sucios, más duros. Sólo me interesa que aprenda lo que significa trabajar, que valore bien lo que supone dejar la escuela.
El niño no se asustó del trabajo que le encargaron en el taller, ni se avergonzó de ponerse un mono y de mancharse las manos de grasa, mientras sus amigos seguían peleándose en el pupitre con las matemáticas o con los nombres de los reyes medievales y de los ríos de España. Un día en el que estaban los padres asomados al balcón, viendo cómo los niños del barrio jugaban a la pelota y hablando con preocupación sobre el futuro de su hijo, Pedro pasó por la calle con un motor al hombro, lo dejó en el suelo, saludó y se puso a jugar con sus amigos. Está bien, María, está bien, dijo el padre, consolando a su mujer. Esto demuestra que se siente convencido de lo que quiere, que no le da vergüenza ser un trabajador. Será feliz así.
Entonces empezó a hacer planes, pensó en reunir algo de dinero para enviarlo a Alemania, un país moderno donde era posible estudiar especialidades técnicas. Ya verás, María, se desenvolverá muy bien entre máquinas, puede ser encargado de una buena fábrica. Alemania era entonces el ejemplo a seguir, el paraíso de la confianza progresista, la solución de todos los males, la mejor opción para encauzar el porvenir de un hijo difícil o para remediar la cojera de una pierna.
Hablar del futuro es una costumbre temeraria de los seres humanos, que necesitan soñar, discutir, hacer planes, cubrir el pozo sin fondo del tiempo, tejer la tela de araña de la ambición y la esperanza. En esa tela van quedándose pegados los buenos deseos, las fotografías, los rencores, las lealtades, la luz encendida en la ventana de una casa familiar y la rueda loca de los destinos particulares. Ángel conoce hoy qué cartas marcaron la suerte de sus tres hermanos, en qué lugar se paró cada uno, desde donde regresan de vez en cuando para conversar con él, para regañarle, leerle poemas de Rubén Darío o reírse de sus travesuras, a carcajada limpia, en medio de una bronca. El destino posterior de sus vidas pesa también en el recuerdo, pero domina ahora la memoria de los buenos tiempos, las horas felices, cuando se reunían en torno a su madre y brindaban por el porvenir. Los recuerda así, como eran entonces. Los recuerda, por ejemplo, en una noche de invierno, a finales de febrero de 1936. Un maestro les había regalado en Nochevieja una botella de champán, y su madre quiso guardarla para cuando Pedro volviese del exilio, de su primer exilio.
—Incluso las burbujas tienen paciencia si se trata de esperar a un hijo. Veremos qué pasa en las elecciones.
El Frente Popular ganó las elecciones de febrero, y Pedro no había esperado a la amnistía para volver a Oviedo y llenar la casa con historias de Bélgica y de Francia. París es más grande y tiene más olas que el mar, confesaba con autoridad de antiguo navegante. Ángel sintió de nuevo, y casi por última vez, que todo estaba en su sitio. Pedro inventaba historias vividas, Manolo podía acariciar con una sonrisa la seriedad de su título de ingeniero y Maruja preparaba para después de las Navidades, minuciosa y pulcra como su caligrafía de maestra, una visita a la catedral con las alumnas de la escuela de San Cucufate.
—Papá estaría orgulloso de sus cuatro hijos —afirmó la madre—. Y yo también.
Ángel los recuerda así, y se recuerda a él entre su madre y sus hermanos, orgulloso de sentirse heredero de Pedro González Cano, su padre, con el que apenas llegó a convivir, pero al que conoció muy bien gracias a la memoria familiar, llena de datos precisos, y a las brumas de su propia memoria. Las vidas se hacen bruma, y luego las brumas regresan a la vida en la madera trabajada de los recuerdos. El poeta Ángel González iba a ser también en sus versos el hijo menor de un hombre que consiguió hacer respetable el olor a azufre de sus ideas, un pedagogo serio, más honrado que nadie, decidido a dar ejemplo, a desempeñar con dignidad pacífica su labor en la Junta Provincial de Protección a la Infancia o su papel de concejal republicano en el Ayuntamiento de Oviedo. ¿Fue concejal? Ni la carpeta azul, ni los archivos municipales lo recuerdan. Pero Ángel sí, así lo oyó contar alguna vez en la bruma doméstica del tiempo, con palabras que elaboraban en el comedor familiar la imagen de un republicano casi obsesivo, dispuesto a exponer en público sus ideas y a trabajar por su ciudad. Ángel se lo imagina, lo ve en sus clases, o en los plenos del Ayuntamiento, lo sigue por la calle mientras vuelve a casa. Ahí está. Se detiene a saludar ceremoniosamente a don Adolfo Villapadierna, el médico del segundo derecha, y luego continúa camino. Ahí va, cojeando de su pierna izquierda.