3.Las bodas

3. Las bodas

—Pero ¡cómo te vas a casar con un cojo!

—Tía, el conde de Romanones también es cojo, y mira hasta dónde ha llegado.

Pocas veces era capaz María Muñiz de enfrentarse a la tía Clotilde. Había aprendido a obedecerla de forma natural, sin entrar a discutir la justicia de sus opiniones y de sus órdenes, con la misma docilidad que demostraba Félix. Tía Clotilde era también una madre para ella, pero bajo sus palabras cariñosas y sus órdenes maniáticas se agolpaban otras fuerzas atávicas que habían tejido una red de amor, respeto y miedo ante sus caprichos sociales y sus negaciones tajantes. Tía Clotilde era, de una sola vez, la madre que no había tenido, la hermana de su madre muerta, el apoyo de su padre, la tía generosa que se había hecho cargo de una niña enfermiza, la cuidadora obsesiva de su salud, la madre de su primo Félix, y la mujer minuciosa y entregada que tiraba de toda la familia hacia delante, mientras su marido, el tío Félix, enviaba noticias cada vez más confusas y tardías desde La Habana. Era una mujer de orden, de mucho orden, empeñada siempre en imponer la buena educación entre los niños y la observancia estricta de las costumbres decentes entre los mayores. Los hermosos paisajes de Riberas de Pravia estaban acostumbrados a las mujeres fuertes antes de que naciese la tía Clotilde. Allí vivió doña Paya, la nieta de Ordoño II, gobernadora de un coraje fulminante y legendario. Cuando se enfadaba, sus gritos se oían desde la Concha de Artedo hasta las cercanías de Avilés. Por allí paseó también doña Sancha, la hija de Alfonso IV, en una época de Asturias incluso más belicosa que la primera mitad del siglo XX. Pero ni doña Paya ni doña Sancha se enfadaban tanto como la tía Clotilde.

Pasados los años, las guerras y las muertes, todavía se aparece en los poemas de su sobrino nieto Ángel. Quizá porque Rubén Darío quemó un verano frente a la Peña de la Deva, cerca de Riberas de Pravia, y llegaron a sus oídos las inclinaciones alcohólicas del desastrado poeta nicaragüense, tía Clotilde nunca se mostró muy partidaria de las emociones líricas. No dudará en repetírselo a Ángel González una vez más en los versos de «Así parece»:

En las noches,

mi anciana tía Clotilde regresa de la tumba

para agitar ante mi rostro sus manos sarmentosas

y repetir con tono admonitorio:

¡Con la belleza no se come! ¿Qué piensas que es la vida?

Como María Muñiz aprendió desde pequeña a obedecer y a ponerse de parte de la tía, tarda poco en aparecer ante su hijo en el mismo poema, dispuesta a exagerar un enfado sólo sentido a medias. María exageraba siempre la disciplina delante de la tía Clotilde, pidiendo a los hijos y a Soledad que extremasen los cuidados:

Por su parte,

mi madre ya difunta, con voz delgada y triste,

augura un lamentable final de mi existencia:

manicomios, asilos, calvicie, blenorragia.

Pero mientras el invierno de 1907 se llevaba las hojas secas de Oviedo, y las ramas desnudas de los árboles se abrían como manos sarmentosas sobre los puestos del Fontán, el amor le dio fuerzas para enfrentarse a la mujer que la había criado. Estaba muy enamorada de Pedro Cano, y muy contenta de que hubiese conseguido cambiar la plaza de Segovia por un puesto en la Escuela Normal de Oviedo. Además, quería cumplir uno de los últimos consejos que le dio su padre, cuando se sintió ya muy enfermo, poco antes de convertirse en un difunto vivo. Hija mía, Cano es un hombre honrado, harás bien si te casas con él. Los muertos vivos, cuando son vivos de muerte imposible que están a punto de morir, necesitan preocuparse por el destino de sus descendientes. Casi todo lo que repiten al oído en sus apariciones estaba ya dicho en sus vidas de carne y hueso. Así que María contaba con la bendición de su padre para enfrentarse a la negación maniática de la tía Clotilde, partidaria siempre de algo mejor, agotadora siempre en sus predicciones, y poco acostumbrada a que le llevaran la contraria.

La carpeta azul, que es muy pudorosa en general por lo que se refiere a los asuntos del corazón, no ofrece ningún dato sobre los amores de Manuel Muñiz y García. Pero Ángel recuerda, tal vez se lo contarían su madre o su hermana Maruja, que el abuelo Manuel ejerció un tiempo como maestro en una institución de beneficencia en Soto del Barco. Por lealtad a sus orígenes, nunca olvidó los apremios de la miseria y la utilidad de la cultura en la tarea voluntariosa de adecentar el mundo. Los paisajes marítimos y fluviales de Asturias ablandaron su corazón de hombre sesudo, ya entrado en años, y empezó a fijarse en una jovencita de Pravia llamada Adelina González. Pertenecía a una familia de muchas hermanas, pero desde la primera vez que las vio juntas los ojos de Manuel se quedaron a solas con ella. Cada vez que regresaba a Oviedo para cumplir sus obligaciones en la Escuela Normal, Adelina irrumpía en sus pensamientos, saltaba de cuenta en cuenta, perturbaba los resultados de las ecuaciones y las raíces cuadradas. Resolvió el problema de una forma correcta, sumó uno más uno y la pidió en matrimonio. Por desgracia la felicidad duró poco, ya que en 1884, al año de casarse, Adelina murió en el parto de su primera y única hija. Fueron momentos de miedo y desorientación, unas noches interminables en las que los libros, las cuentas y los sueños se llenaron de tachaduras.

El médico agravó el dolor del viudo al vaticinar una muerte rápida de la niña. Por fortuna, la segunda desgracia no se cumplió, y don Manuel debió preocuparse del futuro inmediato de una criatura muy débil. Se olvidó de las grandes ilusiones pedagógicas fraguadas para un hijo imaginario, quimeras que le habían dado muchas vueltas en la cabeza después del matrimonio con Adelina, y atendió a la difícil supervivencia de su hija real, no afectada de ningún mal concreto, pero falta de fuerzas, de humores vitales y de madre. Nada le pareció mejor que enviarla por unos años a casa de Clotilde, la hermana de Adelina. El aire de Riberas de Pravia era sano, y Clotilde una mujer escrupulosa, madre de un hijo, y capaz de cumplir a la perfección los cuidados que la niña necesitaba. Tía Clotilde, con el marido en La Habana y la rectitud en el cuerpo, había nacido para eso, para caminar derecha en los senderos cotidianos y en las revueltas del destino. Unos años después también se hizo cargo de Rosita, la hija de otra hermana fallecida.

Y en su casa crecieron Félix, María y Rosita. Cuando se hizo una mujer dispuesta a llevar una casa, María regresó a Oviedo con su padre. Tía Clotilde sólo sufrió en la vida una debilidad, una angustia a la que no pudo sobreponerse. Le daban miedo las vacas, no resistía sentarse en un taburete, poner las manos en las ubres y ordeñar a las pacíficas proveedoras de leche que pastaban en el prado de su casa. Esta debilidad iría perdiendo importancia con el paso de los años y con el cambio de las costumbres, pero no dejaba de ser un inconveniente notable en la Asturias del siglo XIX, en una casa rural, sobre todo cuando se ejercía de mujer escrupulosa y maniática. Y es que había otro detalle que empeoraba la situación. Doña Clotilde era incapaz de pedirle a una criada que ordeñase las vacas, porque no se atrevía a beber leche conseguida por manos poco familiares. Como Félix se fue haciendo el despistado y aprendió con el tiempo a desobedecer las órdenes de doña Clotilde, llegando incluso a enamorarse de una mujer casada para desolación de su madre, le tocó a María la responsabilidad de ordeñar las vacas. Todas las mañanas la despertaba una criada con los buenos días de la señora. Que dice doña Clotilde que ordeñe usted la vaca. María aprendió a ordeñar, a coger el taburete y el cubo, a masajear las ubres, a sentir el espeso calor de los animales, a escuchar la caída metódica de la leche. Luego aprendió a compartir secretos con las criadas. Para que reinase la paz en los desayunos, en realidad daba igual quién ordeñase las vacas, bastaba con que se dijese a doña Clotilde que había sido su sobrina María. El miedo a las vacas y los escrúpulos ante las manos ajenas nunca hicieron daño a la severidad de doña Clotilde, ni al tono seco de su voz, pero abrieron una grieta en la autoridad de sus órdenes sobre el ingobernable cauce del destino. Muchos quebraderos de cabeza le iban a dar los amores inconvenientes de su hijo Félix y las locuras de su nieto José Luis, un bala perdida. Sólo tuvo suerte con sus sobrinas, aunque la mayor se empeñara en casarse en 1907 con un profesor cojo de la pierna izquierda.

Las visitas constantes a Riberas de Pravia convencieron a Manuel Muñiz de que había tomado una decisión acertada al enviar a su hija con tía Clotilde. María creció bien, y él pudo dedicarse a sus tareas de director de la Escuela Normal, soportando el peso de las tablas matemáticas, las revistas especializadas, los turnos y los ceses oficiales, primero en el ir y venir de Cánovas y Sagasta, luego en los renovados bailes de Maura y Canalejas. La política falsa de la Restauración generaba ambiciones, pactos, pequeñas crisis y salidas de compromiso que mantenían las apariencias de tranquilidad en las ciudades españolas. El país dormía una siesta interminable, vigilado por las torres de las catedrales y las conversaciones de los casinos. Los caciques provinciales del partido conservador coincidían en las conversaciones y en las mesas de juego con las cabezas bienpensantes de los liberales, y el malestar de la juventud, que a veces saltaba como un venero de agua en medio de la sequía, acababa diluyéndose en la rutina, empapada por el aire sediento de una nación sin pulso. Bajo los toques de corneta y la música populachera de las bandas militares, quedaban en silencio miles de pequeñas historias humanas que iban trenzando una existencia real con los hilos de la pobreza extrema, la humillación, el analfabetismo y la verdad de los hipócritas. Poco respeto merecían a los jóvenes las autoridades de cualquier tipo, políticas, universitarias, eclesiásticas, militares, porque sólo se intuía el vacío debajo de las declaraciones oficiales, los birretes, la santidad de los púlpitos y la marcialidad de los sables victoriosos, que brillaban sólo bajo el sol de los desfiles.

Pero siempre había que distinguir. Pedro González Cano, de corazón reformista y radical, valoraba la fe pedagógica de Manuel Muñiz. En España, el interés por la educación era un valor casi revolucionario, y él apreciaba que su viejo profesor no se hubiera limitado a las labores de dirección de la Escuela Normal, y que hubiese colaborado generosamente con la Escuela de Artes y Oficios patrocinada por la Sociedad Económica Asturiana de Amigos del País. Sus clases de Gramática Castellana, de Geometría Plana y del Espacio, de Aritmética y Álgebra nacieron de una inquietud pedagógica que pretendía unir el estudio de las ciencias y de las letras según el viejo sueño de Jovellanos, extendido ahora a las clases populares. Sí, don Manuel era un hombre respetable y sorprendente, un matemático interesado en poner los números encima de los mostradores de los comercios de Oviedo, para que los tocasen y los manchasen de sudor o de frío y sabañones las manos de las sirvientas, las madres de familia, los trabajadores urgidos por la necesidad y los dependientes acostumbrados a fiar y a hacer pequeños descuentos. Su religiosidad no lo había convertido en un señorón de moral hipócrita, de los que llenaban las iglesias y las cuentas de la Banca de don Policarpo Herrero, sino en un humanista con ambiciones filantrópicas. Una mañana, a consecuencia de una larga conversación con el joven Pedro González sobre el estado de la enseñanza en España, le llevó a clase el manuscrito de una conferencia que había pronunciado en la Escuela de Artes y Oficios para inaugurar el curso de 1895. «La libertad y la educación del hombre. Relación y armonía entre ellas», se titulaba la conferencia, que debió de sorprender al auditorio no tanto por los buenos propósitos formulados, inevitables e inútiles en esas ocasiones, sino por la pasión viva y poco retórica de un matemático decidido a defender la imaginación, los pliegues últimos de la libertad y del espíritu humano.

—Ustedes sabrán, distinguidos señores —había dicho el profesor con voz clara, lenta y profunda para concluir sus razonamientos—, que la imaginación es la facultad más elevada entre las que pertenecen a la sensibilidad, y la que como facultad cognoscitiva se aproxima más a la inteligencia. Ella es, como dice el padre Ceferino, la que excita la actividad intelectual de una manera más directa e inmediata, y sobre todo la que suministra en sus representaciones la materia propia y próxima para la elaboración de las ideas y los conocimientos intelectuales. En este sentido, y bajo este punto de vista, la imaginación puede y debe llamarse origen y causa de la ciencia.

El alumno González Cano encontraba allí lo que estuvo buscando sin suerte en la letra muerta de los manuales y en las aulas de un país con olor a cerrado. La educación era algo más que unas pesadas acumulaciones de datos, un crucifijo y un catecismo. Resultaba indispensable formar personas, trabajadores, políticos, pueblos y ciudades con imaginación, para que España entera se atreviese a soñar una realidad distinta. Nada faltaba tanto en la época como un soplo de imaginación, un deseo de mirar las cosas con ojos distintos, sin la condena interesada y mezquina a la incultura que tanto había envenenado las costumbres de una nación históricamente atrasada. Ya como profesor provisional de Caligrafía del Instituto de Oviedo, puesto para el que había sido contratado en 1902, González Cano siguió con interés los artículos de su maestro publicados en El Naranco. Revista de Primera Enseñanza. Las páginas de la revista se llenaban con información de vacantes, comunicaciones oficiales, noticias de maestros contratados con sueldos miserables en las aldeas y en los pueblos, y consultas de tono preocupado ante un futuro sin duda inclemente .Un maestro habilitado que desempeña escuela en propiedad, ¿tendrá derecho a jubilación, o en caso de fallecimiento dejará viudedad a su esposa superviviente? ¿Qué documentos necesita en uno y otro caso? ¿Los huérfanos de una maestra que contaba a su fallecimiento con más de veinticinco años de servicios en propiedad, y que no tienen derecho a pensión, podrán tenerlo a que se les devuelva el importe del tres por cien que fue descontado para el fondo pasivo? Preguntas amarillas, propias de una España amarilla, incluso en las cuencas negras del carbón y en los paisajes verdes del norte, amarilla como las páginas de una revista antigua. Pero de vez en cuando encontraba allí un artículo de Manuel Muñiz sobre pedagogía, y González Cano se lanzaba a divagar con él sobre el valor de la percepción intelectual, el interés de la capacidad de abstracción, el peso de los primeros conocimientos que adquiere el niño y la influencia del don de la palabra en la adquisición de dichos conocimientos.

El 18 de julio de 1904 acabó el contrato de González Cano como profesor de Caligrafía en el Instituto de Oviedo. Mucha imaginación le hubiera hecho falta para sospechar y calcular todo lo que se acabaría, corriendo el tiempo, en otro 18 de julio. Pero esos contratiempos los iba a sufrir ya como muerto vivo en el recuerdo de su mujer y de sus hijos. Dos años había estado enseñando caligrafía a los alumnos, letra limpia y precisa, majestuosa y convincente, para que las actas notariales y los futuros documentos, las partidas del Registro Civil, los certificados de defunción, las facturas, los contratos de compraventa, los ceses y los nombramientos llenasen con dignidad las carpetas azules de Asturias. El 25 de enero de 1905 Pedro González Cano fue distinguido con el puesto de Profesor Auxiliar de Derecho y Legislación Escolar en el Instituto General y Técnico de Segovia. Era todavía un trabajo provisional. La ciudad castellana parecía también hermosa, tan llena de historia como Oviedo, con iglesias, sepulcros, plazas, silencios, calles viejas, un acueducto romano y muchos niños necesitados de una buena educación. Pero él sentía nostalgia de la humedad de Asturias, las visitas a Ondes y las mañanas de Oviedo. En menos de una semana reconoció que lo que más echaba de menos era la sonrisa tímida de María, la hija de don Manuel Muñiz, sus conversaciones discretas en los pasillos de la escuela y en las calles de la ciudad. Pedro González Cano fue un ciudadano ejemplar en Segovia sólo el tiempo que tardó en conseguir un nombramiento en Oviedo como Profesor Numerario de la Sección de Ciencias de la Escuela Normal Superior de Maestros, con un sueldo de dos mil pesetas al año. Era el 29 de marzo de 1907, según consta en el nombramiento firmado en Madrid por el Subsecretario de Primera Enseñanza. Su firma ilegible impide que pase a formar parte con nombre y apellidos del pasado de Ángel. Sólo existe como un garabato en la carpeta azul.

La imagen de María cobró sentido y fuerza en las soledades castellanas de Pedro. El joven profesor trajo de Segovia la decisión firme de pedir en matrimonio a la hija de don Manuel, y una anécdota que sirvió muchas veces en la memoria familiar, entre risas de incredulidad y cariño, para entender el desamparo sufrido en los dos años que vivió fuera de Asturias. Una mañana, al subir las escaleras del instituto, Pedro sintió que le empezaba a fallar también la pierna derecha. Una molestia nueva duplicaba los efectos desestabilizadores de su cojera. Llegó a clase, colocó los libros sobre la mesa y se dispuso a hablar de la educación en la gran época de los monasterios. Le gustaba tratar los temas en forma de cuento, con datos y meditaciones salpicadas de recursos legendarios, porque los niños abrían sus ojos en silencio y se quedaban clavados en la historia. Para demostrar que la educación era una disciplina moral, la raíz del comportamiento humano, había aprendido a remontarse a los tiempos del monacato. La Historia ofrecía muchas posibilidades narrativas y ayudaba a evitar disgustos con los profesores de Religión. Tema 5. La actividad pedagógica de los monasterios fue uno de los tipos de educación de mayor importancia, no sólo por su extensión en el tiempo, ya que dura desde el siglo IV hasta el siglo XVI, y aún perdura hoy en muchas ciudades españolas, sino también por su extensión en el espacio, pues va desde el valle del Nilo a las tierras altas de Escocia. Tened en cuenta que fue además una forma educativa muy variada, al comprender desde el ermitaño primitivo hasta los discípulos del santo español de Loyola.

Los alumnos estaban muy atentos a la antigua historia de los monjes, los libros copiados a mano una y otra vez y las letras simbólicas que encerraban en sus colores y en sus formas toda la verdad del universo. Pero al profesor le costaba trabajo mantener la concentración, llevar sus reflexiones sobre el valle del Nilo y la alta Escocia hasta el asunto del sentido moral de la pedagogía, medio único para formar conciencias y regenerar naciones. Un pequeño calambre, un extraño cosquilleo en el pie derecho perturbaba sus pensamientos y sus palabras. Cuando la incomodidad fue irresistible, el profesor se levantó del asiento y siguió su clase paseando entre los alumnos. La norma espiritual del monacato es el ascetismo, disciplina a la que se someten todos los efectos y todas las necesidades corporales del hombre, que dedica la actividad de su cuerpo y de su alma a conquistar su norma moral, a lograr que desaparezca el apego a los bienes terrenales y a elevar el nivel espiritual por medio del estudio. Como el cosquilleo no desaparecía, provocando la inestabilidad premiosa de una doble cojera, el profesor aprovechó el camino de vuelta de uno de sus paseos entre los alumnos para rodear la tarima y colocarse detrás de su mesa. Con mucha discreción, sin detener sus palabras porque, en cuanto al método pedagógico, San Basilio recomendó que se crease en los alumnos el hábito de la participación, animándoles a preguntar, el profesor apoyó las manos en la mesa, acercó su pie izquierdo a su pie derecho, se frotó con la madera de la tarima y consiguió sacarse el botín. Un pequeño ratón, asustado y gris como una monja que saliera por la puerta de un convento de clausura, asomó sus bigotes, su hocico, sus ojos saltones y redondos, su cuerpo mareado, sus patas que tardaron un poco en recomponerse, y luego salió corriendo, rápido y libre, como un agitador en las calles de una ciudad tomada por los revolucionarios. Los alumnos no advirtieron la carrera incendiaria del pequeño fugado, muy atentos aún a las palabras del profesor, que seguía hablando de un español de Cartagena, amigo de San Gregorio Magno, llamado San Isidoro, que en su época había sido la más alta cumbre europea y mundial de la educación, las letras y las ciencias. Eran otros tiempos.

María Muñiz y Pedro González con sus tres hijos: Pedro (en brazos de su nodriza), Maruja y Manolo. Oviedo, hacia 1914.

En el invierno de 1907, pocos días después de convertirse Manuel Muñiz en un difunto vivo, María y Pedro contrajeron matrimonio. María tuvo que resistir los embates de la tía Clotilde, que aspiraba a un partido mucho mejor para su sobrina. La tía guardaba serias sospechas sobre el comportamiento moral de un profesor que se mostraba poco inclinado a observar las costumbres bendecidas por los templos del reino. Cuando sus razones no calaron en María, muy atravesada por el flechazo del amor, llegó a utilizar argumentos poco apropiados para una señora:

—Pero ¡cómo te vas a casar con un cojo!

María no estaba dispuesta a volver a Riberas de Pravia. Su decisión era definitiva. Apoyada por la memoria de su padre, que no dejó de repetirle al oído su consejo todas las noches de aquel invierno, contestó como una señora de su casa:

—Tía, el conde de Romanones también es cojo, y mira hasta dónde ha llegado.

Pedro y María pusieron su domicilio, a disposición de familiares y amigos, en un piso de la calle Pidal, cercano a la Escuela Normal. Según la carpeta azul, allí nacieron sus hijos Manuel Julián, en 1909, y María Teresa, en 1911. Cuando María se quedó embarazada por tercera vez, tuvieron que buscar un piso más amplio en la calle Asturias, donde nació Pedro en 1912. Poco después se mudaron al que sería su domicilio definitivo, en número 8, el 3.º izquierda, de la calle Fuertes Acevedo. Tres hijos suponían una cantidad suficiente y responsable para un profesor avezado en las matemáticas infantiles. Ni la tía Clotilde, ni la vecindad, ni ellos mismos tenían previsto que aumentara la descendencia. Pero trece años más tarde se llevaron todos una sorpresa.