2.
¿Había dicho que le mandaría un fax al llegar o, simplemente, que le mandaría un fax? Porque, veinticuatro horas después de que el avión saliera de Madrid, Maica seguía sin dar señales de vida. Y en la práctica, incluso teniendo en cuenta la diferencia horaria —ahora allí serían las seis de la tarde—, la primera jornada en Buenos Aires estaba tocando a su fin. Claro que aún podía mandar el fax al llegar al hotel, antes de cenar. Después, más tarde, ya parecía poco probable, sobre todo teniendo en cuenta la diferencia horaria.
A las dos de la madrugada, mientras leía en la cama sin enterarse de lo que leía, Pablo decidió telefonear. ¿Por qué no? Y lo hizo.
—¿Hériz? No, señor. La señorita Hériz no se encuentra aquí.
—¿Quiere usted decir que la señora Hériz no se aloja aquí?
—Sí, sí, señor, se aloja aquí. Sólo que se encuentra ausente. Habrá cenado fuera. ¿Le dejo algún mensaje?
—No, volveré a llamar —dijo Pablo.
«Que ha llamado un colega», quiso añadir tardíamente. Empezó a decirlo, pero a media frase se dio cuenta de que habían colgado.
Temía no dormir y dobló la dosis de somnífero. El resultado fue el mismo que si no hubiera tomado ni la habitual. A las cinco estuvo a punto de volver a llamar: en Buenos Aires debía de ser la una. Pero podía seguir sin haber vuelto. O estar con alguien en la habitación; no, eso parecía muy poco verosímil. A Maica le iba más dejarse llevar, terminar en la habitación de otro. Aunque también cabía en lo posible que simplemente hubiera salido en grupo a cenar, y de copas, como suele hacerse en estos casos. Se tomó un somnífero más.
El sueño tardó en llegar, y fue agitado y breve. Al despertar, la luz del día se proyectaba en estrías radiales y ya no logró volver a dormirse. No había llegado ningún fax. Pero como si la luz del sol le diera fuerzas, decidió no volver a telefonear. Si había estado con alguien, se lo notaría enseguida en cuanto la viera. Ya se encargaría entonces de hacerla arrepentirse de haberlo hecho. Lo que no tenía sentido era dar ahora una prueba de debilidad llamando por teléfono.
Trabajó un rato con sorprendente eficacia, inspirado y lúcido como pocas veces.
Hasta que un pensamiento, súbito, acuciante, se interpuso entre él y cualquier actividad que pudiera desarrollar. ¿Qué se habría hecho del tubito de vaselina? Buscó entre los cosméticos, en el resto del baño, en la mesita de noche. Inútil: el tubito de Vaseline Care había desaparecido.
Se sirvió un whisky. Consultó el reloj: en Buenos Aires, las nueve de la mañana. Telefoneó al hotel: la señorita Hériz no estaba en el hotel. Sí, seguro, su llave estaba en Recepción. ¿Quién le decían que había llamado? «Un colega», intentó decir Pablo. Pero le salió un sonido gutural y atiplado, y colgó.
Lo que se temía: que tarde o temprano, con Maica, se repitiera lo de la otra vez con Lola. ¿Le había puesto en guardia el hecho de que Maica se hubiera ido precisamente a la Argentina? Sólo que, entonces, quien estaba en Argentina era él. En la Pampa, ambientándose para una novela que, presumiblemente, iba a ser adaptada al cine. Perdido en una ciudad de mala muerte y alojado en un hotel de lo más cutre, lleno de pretensiones. Y, al término de una noche desolada como la propia Pampa, asediado por el insomnio, llamó a casa: había tenido la intuición de que Lola estaba con otro, de que no iba a encontrarla en casa aunque en Madrid fueran las tres de la madrugada.
Gracias a que era esa hora, probablemente, le dieron línea enseguida. Y Lola estaba en casa. En la cama. Con otro. Chupándosela. Así mismo se lo dijo. «Ah, ¿eres tú? Pues mira, yo aquí. Estoy con un chico que he conocido.» O tal vez dijo: «Con un amigo que he conocido». O, más probablemente: «Con un amigo, con un chico que he conocido». Y, en cualquier caso: «Y se la estoy chupando».
¿Intentó matarle a distancia? ¿Provocarle un ataque al corazón en plena Pampa? El dolor que sintió fue tan intenso que poco tuvo que faltar para que lo consiguiera. Porque no era una broma. Dijo: «Si vieras cómo se le pone...», soltó una risa, y colgó. Para dejar descolgado y que él intentara volver a llamar una y otra vez. Mientras, no podía dejar de imaginar lo que estaba pasando junto a aquel teléfono descolgado. ¿Por qué, si no, había dicho aquello de «si vieras cómo se le pone»? Para obligarle a imaginar mientras intentaba en vano hacer algo para impedirlo.
Una crueldad que no imaginaba en las mujeres cuando, de niño, se masturbaba pensando en ellas, sin saber siquiera de su cuerpo mucho más de lo que conocía por determinadas ilustraciones. Muy al contrario: por aquel entonces le excitaba imaginarlas como víctimas, y a él, como su verdugo. Someterlas al tormento de la rueda, desnudas, en una mazmorra medieval. O que, colgadas de un techo abovedado mediante una cadena, las desnudaba a latigazos. Recuerdos nítidos, aunque acaso algo estilizados por el paso del tiempo, que ahora le llevaron a sentarse ante el ordenador y a introducirlos en Calendario Perpetuo, bajo el epígrafe: «C. P. Pajas de infancia». Escribía desordenadamente, según los recuerdos se sucedían.
Se la pelaba con mucha frecuencia. Intuyó que «pelársela» era aquello no bien oyó la expresión en el cole, sin necesidad de que nadie le explicara el significado. Y eso, antes de saber que prácticamente todos sus compañeros lo hacían. Y, ni que decir tiene, antes de saber que las chicas también se tocaban. Cuando él empezó pensaba que era el único, y en esa creencia se mantuvo durante un tiempo, quizás años. Pero, incluso tras enterarse de que no era así, le hubiera resultado insoportable ser descubierto, desenmascarado. Nunca más hubiera podido mirar a nadie a los ojos.
No obstante, pensar que las chicas también se la pelaban (¿o se decía se «lo» pelaban? ¿O no se decía eso de las chicas?) contribuyó a que se le hiciera aún más difícil aproximarse a ellas, abordarlas. ¿De qué iba a hablarles? ¿Cómo disimular para que no adivinaran lo que él les hacía imaginariamente cuando se masturbaba, las torturas a las que las sometía? Mientras que él nunca hubiera sido capaz de suponer que ellas también se tocaban, o se lo pelaban o como quiera que se dijera. Ni, menos aún, de adivinar lo que andaban fantaseando cuando lo hacían.
Le daba miedo, además, que la erección que tenía con sólo pensar en ellas no la tuviera al estar con ellas. De hecho, la calentura que le entraba simplemente pensando, se le disipaba no bien entablaba conversación con alguna, por mucho que le gustase. Y le daba pavor la idea de encontrarse a solas con ella, sin otros chicos y chicas por ahí cerca. ¿Qué clase de iniciativa se esperaba de él en semejante situación? Temía, fuera cual fuere la iniciativa que tomara, ser torpe, inepto, decepcionante. No estar a la altura, no ya de lo que ella pudiera esperar, sino de lo que otros, los demás, que aparentemente no tenían sus problemas, solían hacer en esos casos, creando un precedente, una respuesta convencional que se convertía en norma a ojos de las chicas. Un terreno, para él, totalmente desconocido.
El fax de Buenos Aires llegó a primera hora de la tarde:
«Todo bien. Una periodista de La Nación me ha ciado recuerdos para ti. Y un tipo del consulado me ha dicho que te piensa invitar no sé qué asociación para que les des una conferencia. Vuelvo el lunes. Maica.»
Escueta, lacónica, siempre como procurando ofrecer el menor blanco posible. Su olvido del nombre de la organización que iba a invitarle era de lo más revelador: le recordaba que era la mujer de un escritor famoso y eso la hacía sentirse disminuida. Pero ¿en qué sentido y con qué intención mencionaba lo de la periodista? ¿Tendría celos? ¿Estaría pensando en buscarse una excusa, atribuirle una ocasional aventura para tener la libertad de hacer a su vez lo propio?
Buscó en el ordenador, vía Internet, información sobre la exposición en Buenos Aires. Encontró los nombres de algunos de los artistas participantes; no se mencionaba más que a unos pocos. Pablo valoró el atractivo personal de dos o tres de ellos. Pero ¿y los no mencionados, o los que no eran españoles o los que pura y simplemente no eran artistas?