2.

La interrupción del informe diario de la Agencia Vázquez le afectó más de lo que había supuesto. La iniciativa no fue suya; ni siquiera se le había ocurrido que esos informes fueran a cesar algún día. Pero Vázquez, al entregarle la serie de fotos de cama, pareció dar por supuesto que, con su obtención, la misión había concluido y lo que era más importante, con éxito. Así que Pablo liquidó la factura como si, obviamente, estuviera no ya de acuerdo, sino además, muy satisfecho.

Sólo que no lo estaba. No era cierto que al dejar de tener noticias olvidaría mejor lo ocurrido o se desentendería más fácilmente de lo que pudiera ocurrir. Al contrario: sin el parte diario se sentía inerme, falto por completo de referencias que le permitieran, no ya saberse dueño de la situación, sino incluso encauzar y articular su propia actividad cotidiana. Y vigilar el estudio de Maica o la casa de aquel cretino, se le reveló pronto, no ya inútil, sino también falto de sentido: ¿qué hacer en caso de verles, bien juntos, bien por separado, cosa que, por otra parte, debido acaso a la diferencia de sus respectivos horarios, no tuvo la suerte o la desgracia de lograr ni tan siquiera una sola vez? Lo cierto era que echaba en falta más el parte de Vázquez de lo que hubiera podido echar en falta el periódico.

La ausencia de datos concretos le llevaba, en un intento de suplirlos, a forzar la imaginación de un modo recurrente. Y el problema era que sólo conseguía imaginárselos en la cama, desnudos, entrelazados. Nunca entregados a cualquier otra actividad. ¿De qué hablarían entre sí? ¿Qué clase de vida llevarían? Por más que procuraba reconstruir lo que podría ser su vida cotidiana, no acertaba a lograrlo.

No era culpa de las fotos. Las fotos le informaron, por ejemplo, de que el cretino aquél tenía una constitución más atlética de lo que hubiera podido imaginar, y de que, pese a tener algún año más que él, parecía más joven. O, lo que era peor, de que el comportamiento sexual de Maica parecía muy distinto al que fue habitual con él incluso en sus inicios, cuando el entendimiento entre ambos era bueno, una posibilidad que siempre le había atormentado. No: si los imaginaba poco menos que exclusivamente en la cama, más que debido a eso, lo era debido a una sensación de bloqueo total que le poseía no bien intentaba simplemente visualizar al uno junto al otro en un aspecto cualquiera de la convivencia diaria.

Algo parecido le sucedía con las notas relativas al Argumento 38 que iba tomando: hacían referencia exclusivamente a la trama, una trama desprovista todavía, no ya de título, sino también de ambientación. Personajes sin nombre, sin físico, sin vida cotidiana, simples piezas de un mecanismo a las que le resultaba inexplicablemente difícil encarnar en una realidad concreta. Gente que se desenvolvía con evidente desahogo económico, para el que se sentía incapaz de encontrar un marco adecuado. Sentado ante el ordenador, empezó a escribir casi a la desesperada:

«Conversación telefónica.

»—Soy yo.

»—Ya lo sé.

»—¿Quieres que hablemos?

»—¿ Quiénes?

»—Tú y yo.

»—¿ Desde cuándo me niego a hablar?

»—Desde siempre.

»—Es que, para ti, hablar puede significar empezar a insultarme.

»—Si así ha sido alguna vez, te pido perdón.

»—¿Alguna vez? ¿A qué llamas tú alguna vez?

»—Bueno, cuando me monto. Ya te he dicho que me perdones. Ahora, lo que quiero es que hablemos.

»—Mientras no te montes...

»—Que no, carajo.

»—Pues ya empiezas.

»—Porque tú me pones a parir.

»—¿Lo ves?

»—¿Lo ves tú? Eres tú la que empieza.

»—Y tú el que se monta.

»—Porque tú empiezas.

»—Bueno, dejemos eso. ¿Qué es lo que quieres?

»—Que nos veamos.

»—¿No podemos hablarlo por teléfono? Mientras no te montes, claro.

»—Que no me monto si tú no empiezas, joder.

»—Pues no te montes, que no tengo ningún interés en que lo hagas. Prefiero que hablemos por teléfono a que nos veamos, que entonces sí que te acabas montando.

»—Es que yo no lo veo fácil. Mal pueden hablar por teléfono tres personas.

»—¿Tres?

»—Vosotros y yo. Fíjate que digo vosotros; no nosotros y él.

»—¿A qué viene eso?

»—A que quiero que hablemos.

»—¿Los tres?

»—Eso he dicho: vosotros y yo.

»—Tú estás loco.

»—Es probable, si de locos es pretender que las cosas se arreglen amigablemente.

»—¿Qué quieres arreglar?

»—Nuestra relación.

»—Eso es imposible.

»—No me entiendes: me refiero a la relación entre los tres.

»—Desde luego que no te entiendo: entre él y yo ya está arreglada. Y la nuestra contigo me parece aún más difícil de arreglar que la mía contigo. ¿Por qué iba a ser mejor?

»—En eso te equivocas, ya que esto es precisamente lo que pretendo: normalizar la relación entre los tres.

»—¿Normalizar? ¿Qué vas a normalizar?

»—El que podamos tratarnos como personas.

»—Eso es sencillo: basta dejarse de fastidiar, de insultar, de hacer llamadas de madrugada y colgar.

»—Yo no hago esas cosas.

»—¿Que no? ¡Si te reconozco aunque estés callado, aunque ni respires!

»—Te repito que yo no hago esas cosas.

»—Pues yo te repito que sí. Si has bebido y se te olvida es cosa tuya.

»—Lo que quiero decirte es que no soy yo el que verdaderamente llama. Es como si lo hiciera otro. Y eso es precisamente lo que quiero que acabe.

»—Nada más sencillo: no lo hagas.

»—Que todo eso ha de acabar, lo doy por supuesto. Lo que quisiera es que, además, cuando casualmente nos encontremos en cualquier parte, podamos mirarnos a la cara.

»—Yo no tengo ningún problema en mirarte a la cara.

»—Quiero decir sin rencor, sin odio ni despecho.

»—Deja de hacer cosas raras y verás cómo eso se logra por sí solo. El tiempo lo cura todo.

»—Es que yo no quiero que pase el tiempo.

»—Pues por decreto no resolverás nada.

»—No hablo de decretos. Hablo de entendimiento entre los tres.

»—Y yo te digo cuál es la forma de entenderse. Dejar de agredir y que pase el tiempo.

»—Pero yo necesito resolverlo ya, ahora. De lo contrario sí que puedo volverme

loco.

»—Eso ya no depende de mí. Es algo que se me escapa. Nosotros no te estamos dando ningún motivo añadido. El hecho de que yo quiera vivir con él y no contigo es lo único que no tiene remedio.

»—Lo sé. Por eso ni me lo planteo. Pero si no os veo a los dos, a ti y a él, no puedo miraros a la cara. Ése es el problema.

»—Pero ¿por qué? No te entiendo. No veo cuál es la solución que propones.

»—Que nos veamos.

»—¿Para qué? Eso es precisamente lo que no entiendo.

»—Para que él vea que no soy un estereotipo de cornudo, sino un hombre por lo menos tan digno como cualquier otro.

»—Si no te haces el loco, no tiene por qué pensarlo. Puedes estar seguro de que entre sus proyectos no entraba el de hacerte cornudo.

»—Tanto mejor. Pero de eso sólo me convenceré si le conozco y si él me conoce. Por eso precisamente quiero que nos veamos. No de forma asidua, por supuesto. Lo que te pido es que nos veamos los tres una sola vez. Sólo una.

»Silencio.

»—Lo hablaré con él —dice ella finalmente.

»—¿No tienes autoridad para decidir por ti misma?

»—Para decidir por él, desde luego que no. El que tú lo hicieras en relación a mí no quiere decir que yo lo haga en relación a él. Tampoco él decide por mí. Las cosas hay que hablarlas.

»—Claro. Lo que quiero es, ni más ni menos, que lo hables con él. Que le convenzas de que ésa es la mejor forma de que todos nos quedemos tranquilos. Que no tema.

»—No creo que tenga ningún temor. Ni, en realidad, ningún inconveniente. Es la persona más comprensiva que puedas imaginar.

»—Tanto mejor. ¿Te llamo luego?

»—Mejor mañana.

»—De acuerdo. ¿Me invitáis a una copa después de cenar?

»—¿No sería mejor en un bar?

»—¿Un sitio público? Me parece preferible una casa. Y mejor la vuestra que la nuestra. Vamos, que la antigua nuestra, la mía. Soy yo quien debe dar el paso, ya que la iniciativa ha sido mía. Sí, mejor vuestra casa.

»—Pues de acuerdo. Telefonea al mediodía y quedamos.

»Cuelga.

»Su intención es escribir una carta explicando que, al no poder soportar los celos, se suicida.

»Y, al día siguiente, irá a la cita con una pistola y los matará a los dos. Con la carta y las rarezas de los últimos tiempos, no le costará trabajo salir absuelto.

»Podría disponer, además, de un buen montón de fotografías porno de la mujer y el amante, que justificarían o respaldarían la tesis de enajenación mental transitoria esgrimible por la defensa.»

Pablo releyó lo escrito. Bien. Buen argumento. Se sentía exultante.

Se afeitó. Se aseó. Telefoneó a Verónica para concertar hora. Sí, dentro de un rato. Y que se incorporara Sandra.

—¿En lugar de Ana? —preguntó Verónica.

—Además de Ana —dijo Pablo—. Y de ti, claro.