2.

Al tenderse en la cama se dio cuenta, no ya de lo cansada que estaba, sino de hasta qué punto el viaje a Buenos Aires había sido innecesario. Lo que tenía que hacer ya estaba hecho; el objetivo, alcanzado, de modo que, teóricamente, podría haber vuelto a Madrid sin necesidad de dormir una sola noche en el hotel.

Más aún: lo que había resuelto, lo podía haber resuelto perfectamente por teléfono. La sensación de que el trato directo era más eficaz tenía algo de atávico, de primitivo: ver la cara del interlocutor mientras se cerraba el trato. Lo mismo que la visita del día siguiente a la propietaria del cuadro, que estaba de acuerdo de antemano: un acto ritual perfectamente prescindible. Pero tal vez había algo de necesario en la realización de esas formalidades de carácter ilusorio.

Con los pies en alto, descansando sobre la cabecera de la cama, repasó mentalmente la agenda, los asuntos todavía pendientes: cena con la gente de la Exposición, almuerzo con Beti Guereta y cena con la subcomisaria, tras visitar a doña María del Pilar, la propietaria del cuadro. Vivía muy cerca de La Recoleta, de modo que incluso esta visita podría haberla realizado hoy, y entonces volver a Madrid sin haber dormido en Buenos Aires. Decididamente su viaje había tenido algo de escapada.

¿Era todavía capaz de disfrutar de este tipo de escapadas? Tal vez la verdadera cuestión era saber si aún había para ella algún aspecto de este tipo de escapadas que la compensara del cansancio. El que en otro tiempo los hubiera no significaba que siguiera habiéndolos igual que antes, cuando era estudiante. No recordaba que entonces le crearan problemas. Mientras que ahora, la espalda, los pies, ir al lavabo, todo era un problema. Quién sabe si la solución hubiera sido no quedarse corta, alargar aquel viaje, convertirlo en una verdadera escapada. Pero ni se le había ocurrido.

Se duchó, se maquilló más acentuadamente que antes y, mientras se tomaba otra cocacola, se probó unos zapatos distintos a los inicialmente elegidos, acaso con demasiado tacón para sus doloridos pies. No eran, efectivamente, los más aconsejables, pero no tenía mucha elección. Había cometido el error de ponerse un par nuevo para el viaje, y tenía lastimado el talón derecho y la parte superior de los dedos del izquierdo.

La terraza del bar en el que había quedado con Oscar Garante estaba llena de caras conocidas, gente que de alguna manera tenía algo que ver con la Exposición. La ministra, contrariamente a lo que se había dicho, aún no había llegado, ni se la esperaba ya hasta el día siguiente. A quien sí divisó de inmediato fue a Gómez Hugarte. Maica prefirió su mesa a la de los pintores, que igual se picaban si hablaba más con uno que con otro.

Gómez Hugarte tenía el aspecto algo desmejorado. Igual estaba algo enfermo o no le iban bien las cosas. ¿Le iban bien? Porque, se diría, tenía más prestigio que encargos, o al menos ésa acostumbraba a ser la situación de los teóricos de la arquitectura; su mismo sentimiento de superioridad les aislaba, les convertía en una especie de dinosaurios que ya no recibían más que encargos extravagantes. Así, al menos, estaban las cosas, aparentemente, cuando Maica le conoció en Santander. Habían participado en un coloquio, y ya entonces, sentados ante la misma mesa, Maica se había quedado en la duda de si todo aquello era un número o de si aquel hombre estaba loco de verdad y realmente no le interesaba construir lo que construían otros arquitectos. Ahora, años después, sentados en la terraza de un bar de Buenos Aires, el gratificante sabor de la cerveza indujo a Maica a dirigirle la pregunta que entonces quedó por hacer.

—Bien, no tener especial interés en construir las casas que suelen encargar las constructoras no me parece necesariamente un signo de locura —dijo Gómez Hugarte con hilaridad casi infantil.

—Pero es que, en la práctica, eso significa que no vas a tener más encargos que los de carácter público.

—¡Claro! Un arquitecto no tiene por qué ser como un pintor, al que se le compran cuadros que pueden llegar a valer una fortuna.

—Entonces, ¿no te interesa construir casas normales?

—No es eso. Vamos, es que no sé qué entiendes por casas normales, Lo que pasa es que el constructor suele tener una idea muy clara del tipo de casas que quiere vender. En realidad, para construirlas, ni siquiera necesita un arquitecto.

—Pero eso te convierte a ti en un arquitecto de caprichos.

—¡Qué le vamos a hacer! Las casas que me interesan salen caras porque se salen de lo común, se salen de lo común porque no gustan, no gustan porque no se parecen a las otras que ofrece el mercado y no se parecen a las otras que ofrece el mercado porque se salen de lo común. Es demasiado cansado pretender poner patas arriba todo eso.

No parecía enfadado. Más bien entre divertido y algo cohibido, como los tímidos que se sienten halagados por alguna observación. Daban ganas de tranquilizarle con un beso. O de dárselo para recompensar sus ojos sonrientes, sus labios alegres. Y, a decir verdad, no tenía mal aspecto. ¿Por qué se lo había parecido?

Apenas hubo posibilidad de seguir hablando. Maica pensaba que Óscar Garante había organizado una cena a la que estaba invitada, pero el proyecto pareció diluirse y una buena parte de los presentes terminó trasladándose a un restaurante típico porteño, conducidos por un tal Chema, un tipo de la Cámara de Comercio o algo así. El lugar parecía más apropiado para celebrar bodas y banquetes, y el espectáculo, la música, los tanguistas, hacían difícil toda conversación.

Algo parecido sucedió en el bar al que fueron después, lleno de gente que salía del teatro o de simples noctámbulos. Esta vez, Chema se sentó a su lado y Maica tuvo que hacer corno que le escuchaba, asintiendo a cuanto él decía. Cuando vio entrar a Gómez Hugarte con aire despistado, tuvo ganas de decirle algo, si no desagradable, al menos punzante, que le hiciera reaccionar.

—¿Buscas a alguien?

—Supongo que a vosotros —dijo con ojos inocentes—. Corno hemos salido desperdigados...

Otro del grupo vino a avisarles de que los demás les esperaban en otro bar; alguien se había confundido. De modo que se levantaron y, mientras caminaban para unirse a ellos, Maica aprovechó para escaquearse. Estaba acusando la noche pasada en el avión y no se sentía con fuerzas para seguir.

Durmió de un tirón y se despertó como nueva. La mañana era espléndida y la tenía libre. La aprovechó para pasear por Palermo; por primera vez se alegraba de haberse decidido a emprender el viaje, aunque fuese tan corto. En un anticuario se compró un pisapapeles de bronce en forma de gato durmiendo.

Almorzó con Beti Guereta: una comida de amigas que se encuentran casualmente y, con la libertad que da la distancia, hablan de amigos comunes. Resultó que Gómez Hugarte se encontraba entre ellos. El marido de Beti había trabajado con él en algún proyecto y Beti conocía además a su mujer, que murió años atrás en un accidente de coche. Águeda, dijo: una chica muy maja. Maica pensó que ni se le había ocurrido que Gómez Hugarte pudiera estar casado.

Por la tarde visitó a María del Pilar, la dueña del cuadro, una dama inverosímilmente preocupada por las apariencias y, probablemente, muy tacaña. Una visita breve, aburrida y, en definitiva, conveniente, ya que doña María del Pilar parecía enormemente desconfiada.

La subcomisaria la había citado en el mismo bar de la tarde anterior. Sería que era más temprano o que estaba más dispuesta, pero el caso es que a Maica el lugar le pareció mucho más atractivo que la víspera. Prácticamente la terraza entera estaba situada bajo las ramas de un enorme magnolio. ¿Cómo era posible que la otra tarde ni siquiera se hubiera dado cuenta?

Carmen, como si le adivinara el pensamiento, le dijo que había propuesto a Gómez Hugarte que se les uniera, pero que no le había visto muy convencido.

—¿Por qué no insistes? —dijo Maica.

Carmen se fue a telefonearle. Al volver contó que, como no le había encontrado, le dejó un mensaje con el nombre del restaurante y los de los cinco amigos que le invitaban a unirse.

El restaurante era muy agradable y se podía hablar con normalidad. Sólo cuando se encontraban ya en plena cena, Carmen cayó en la cuenta de que el sitio no correspondía al de la tarjeta que había utilizado al dejar el mensaje para Gómez Hugarte. Maica sugirió que se le volviera a llamar.

—Sí, habría que hacerlo —dijo Carmen.

—Deja, ya lo hago yo —dijo Maica.

Tuvo suerte: estaba en su habitación y, efectivamente, había ido al otro restaurante. Pero ya se había metido en cama y no le apetecía volver a salir. Quedaron en que, al día siguiente, pasaría a recogerla por el hotel, ya que iban a volar juntos.

Maica regresó a la mesa repentinamente contenta: le había alegrado oír su voz. Sólo al reanudar la cena se sintió de golpe como baja de forma. O tal vez cansada. Sin ganas de hablar ni de alargar demasiado en ningún caso. Por eso, cuando al salir del restaurante los demás siguieron de copas, se volvió al hotel. Lo hizo discretamente, sin despedirse más que de Carmen.

En el hotel se duchó con agua bastante caliente: le dolían los pies y otra vez la espalda. Al frotarse con la toalla pensó que, sexualmente, estaba muerta. Bien, no se podía tener todo en la vida.

Tendida en la cama se sintió mejor. Su espalda lo agradecía.

Disponía de dos almohadas muy largas. Se abrazó a una de ellas imaginando que era Gómez Hugarte. Decididamente, le hubiera dado un beso.