4.
Lo más probable era que se hubiera despertado ya inquieta por algún sueño que no recordaba. O tal vez era la simple idea de que Máximo estaba fuera y ella había quedado con Lola para almorzar, obviamente para hablar de Pablo. Y, si había tenido algún sueño que la desazonara, también se debía, con toda seguridad, a que la noche anterior se había dormido pensando en la cita del día siguiente.
El caso era que, al llegar al estudio, le pareció cruzarse con una cara que ya había visto al salir de casa. Igual no era la misma, pero Maica diría que sí, que no se trataba de un simple parecido.
¿Era imposible cruzarse dos veces con la misma persona, en sitios distintos y al poco rato en una ciudad como Madrid? Por supuesto que no. Si más de una vez le había pasado con amigos, ¿por qué no habría de pasarle con desconocidos? Sólo que Pablo la había hecho seguir hasta Barcelona, y había conseguido que alguien entrara en su estudio y les sacara fotos a ella y a Máximo en el futón sin que se dieran cuenta.
Entre la pura casualidad del doble encuentro y la persistente vigilancia a que había estado sometida, parecía más razonable inclinarse por la segunda explicación. Por más que, cuando ya no había incógnita que despejar ni nada nuevo que averiguar, y ambos estaban ya tramitando el divorcio, pendientes de comparecer ante el juez por hechos anteriores a la separación, a Maica se le escapaba la utilidad de semejante vigilancia.
Tampoco aquella mañana encontró nada nuevo en el archivo de Pablo —los argumentos de siempre— ni en la papelera. Fue de nuevo en el maletín donde, a modo de recordatorio, llamó su atención una escueta nota:
«Balas para la pistola.»
Maica se sintió recorrida por una sensación de alarma. Las preguntas sin respuesta se le agolparon atropelladamente. ¿Se trataba de una Browning, una pistola idéntica a la que le había regalado años atrás? ¿Por qué no tenía balas? Y si las tenía, ¿para qué las necesitaba ahora?
Otra explicación sería que, al escribir «la pistola», se estuviera refiriendo en realidad al revólver. Un revólver al que llamaba «la pistola del abuelo», una especie de reliquia familiar de la que siempre se hablaba con gran reverencia, quién sabe si debido a que esa pistola era lo único que el abuelo había legado a sus descendientes. Fue, al parecer, un viejo cacique de pueblo que en sus últimos años vivió en función de un designio imperioso: enseñar a sus hijos lo que es la vida nombrando a la Iglesia heredera universal de sus bienes. El padre de Pablo tuvo que partir casi de cero para salir adelante, una prueba que salvó con éxito, gracias en parte a los voluntarios sacrificios de la esposa y, en parte, a los forzados sacrificios de los hijos. ¿Sería ésa la pistola?
Llegó a la cita con Lola con el corazón encogido. Por su gusto, la hubiera cancelado o aplazado; no se veía con ánimos. O tal vez no estaba de humor. Pero era ella precisamente, la que había insistido, a fin de vencer la resistencia que, a todas luces, también suscitaba en Lola la perspectiva de verse con Maica para hablar de Pablo.
Hacía tiempo que no se veían: Maica la encontró hecha una señora mayor. No propiamente envejecida, sino, más bien, asentada, con más empaque en los gestos, en el peinado.
«Nunca debió haberse dado ese reflejo rubio», pensó Maica mientras tomaban asiento frente por frente. Al verla, verdaderamente costaba creer todas las historias de carácter sexual que a veces le atribuía Pablo. Claro que, a ojos de terceros, acaso tampoco ella era fácil de imaginar en brazos de Máximo. ¿Por qué en cambio Máximo sí era fácil de imaginar entregado a cualquier proeza sexual?
La disposición de Lola parecía seguir siendo restrictiva, reticente a abrirse, a ofrecer cualquier muestra de complicidad, casi que de afecto. Como una profesional o una funcionaria que atiende una consulta. Una actitud que, en parte, podía deberse a que la entrevista no le traía más que recuerdos desagradables. Y en parte, por qué no, debido a que no se identificaba con Maica, a que, por algún motivo, la juzgaba mal. De cualquier modo, estaba claro que no quería dejarse mezclar en el asunto. Estaba a disgusto allí sentada, frente a Maica.
Hasta los platos del menú que eligió lo ponían de manifiesto: espárragos y lenguado a la plancha. Y, para beber, una cerveza. Maica pensó que, en lo de la cerveza, se había excedido; le pegaba más pedir agua mineral sin gas. Aunque, a lo mejor, lo que pasaba era que Maica nunca la había imaginado bebiendo cerveza. Por más que tampoco tenía motivos para imaginar una cosa u otra. Lo cierto es que ella y Lola nunca habían hablado como ahora se disponían a hacer.
Maica comprendió que, o empezaba a hablar ella, o terminarían contándose películas. Así que describió lo que, en líneas generales, había sido un día cualquiera de sus años de convivencia con Pablo. Los desayunos en la cocina, confiando en que, pese a los somníferos, no se despertase antes de media mañana. El trabajo como fuga hacia delante. Los almuerzos, en lo posible, fuera de casa. El regreso, lo más tarde posible, a fin de retrasar al máximo la eventual agarrada nocturna. Y los celos, sus iras por lo muy solicitada que veía a Maica, o por lo escasamente solicitado que se veía a sí mismo. Y los agravios de los que se sentía objeto, especialmente cuando salían de casa, cosa que fueron haciendo cada vez con menor frecuencia. No le pareció oportuno hacer referencias a sus relaciones sexuales. Sí, en cambio, al intento de estrangulamiento que provocó su huida de casa.
Lola la dejó hablar, mientras limpiaba con esmero su lenguado.
—Me estás contando mi propia vida —dijo de pronto, sin levantar la vista del
plato.
Bastaba oír el tono de su voz para comprender que su actitud había cambiado.
—Podrías haberme puesto sobre aviso.
—¿Lo dices en serio?
—Lo digo en broma.
—Me lo parecía. Pero imagínate que lo hago. ¿Me lo habrías agradecido?
Claro que sí. Lo que pasa es que, llegado el caso, no lo haces; ni tú ni yo, ni nadie.
—Es que no te creen. Tú no me hubieras creído. ¿A quién hubieras hecho más caso, a él o a una ex mujer a la que ponía de vuelta y media?
—Sí, te entiendo. Pero una frase bien dicha puede ayudar a que abras los ojos al primer síntoma.
—Al primero, no antes. Y si algo tiene Pablo hasta que le conoces mejor es una buena capacidad de persuasión.
—Y hasta después. No aguantas más las tensiones y aún se las arregla para convencerte de que la culpa es tuya.
—Desde luego. Yo tuve que inventar un montón de cosas para lograr que la relación terminara por romperse.
—¿Inventar?
—Qué remedio. Seguro que te habrá contado un montón de cosas que él cree que son ciertas, pero que no son ciertas.
—Pero ¿por qué?
—Para llegar a un punto de ruptura.
—¿Cómo?
—Humillándole. Era el único modo. Enfrentarle a cosas que no pudiera soportar.
—Ya. Yo también he recurrido a eso: herirle en lo más profundo de su amor propio.
—Pues ándate con ojo. Una vez estuvo a punto de estrangularme igual que a ti. Pero sé que planeó matarnos a los dos. Después de lo de Aceves. Le conocerás, ¿no?
—¿Aceves? Me suena.
—Es un poeta bastante malo que se gana la vida corno periodista. Y va y le dice: «¡Bienvenido al club de los cornúpetas!». O de los nobles astados. O algo así. Se ve que a Pablo le dio una especie de ataque.
—¿Y quiso mataros?
—No por lo de Aceves, claro. Pero coincidió con eso. No son figuraciones. Lo comprobamos.
—Vaya. Peor que el padre. O que el abuelo.
—Que los dos juntos, diría yo.
—¿Y se le fue pasando?
—Con el tiempo. Pero ¿por qué te crees que nos fuimos a vivir a Estados Unidos? Desaparecimos por un tiempo sin dejar rastro. Y apareciste tú.