III

Lo alcanzó en breve, unos ochenta metros calle arriba, pues el filósofo, transponiendo a toda carrera el cruce peligrosamente visible de la calle Camargo, se había detenido al fin y les esperaba, oculto en la sombra negrísima que los árboles callejeros, bajo la luz de los focos, proyectaban sobre la vereda. El también fugitivo Adán Buenosayres lo encontró allí, sentado en el umbral de una casa, con sus piernas de gnomo encogidas hasta lo ridículo y su tórax de cíclope que le subía y le bajaba en ruidoso jadeo.

—¿Y? —le preguntó Samuel al verlo llegar.

Adán Buenosayres, resollando todavía, fue hasta el cordón de la vereda, escudriñó el fondo secreto de la calle, aguzó el oído y escuchó largamente: la calle Canning permanecía desierta, y en su ámbito ningún rumor alteraba el silencio nocturno.

—Nadie —respondió—. Ni un alma.

—¿Y los otros? —volvió a interrogarle Samuel.

—Desaparecidos.

Al oír tan ingrata nueva el filósofo empezó a declamar con voz estentórea:

¿Dónde están mis compañeros

del Cerrito y Ayacucho?…

Pero Adán le cortó la estrofa, y sacudiéndolo por los hombros:

—¡A. no escandalizar el barrio! —le dijo—. Volvemos a la calle Monte Egmont.

—¡Hum! —gruñó Samuel con escepticismo—. ¿Qué hora será?

—Las cuatro de la mañana.

El filósofo trató de incorporarse. Y lográndolo al fin con bastante penuria, ensayó dos o tres pasos inseguros al cabo de los cuales trastabilló peligrosamente y hubo de aferrarse a una reja para no caer.

—¿Qué hay ahora? —le preguntó Adán en un comienzo de alarma.

Samuel dejó escapar una risita indulgente:

—La calle da vueltas —dijo—. ¡Borracha, la pobre!

—Estás hecho una uva —le censuró Adán sin ocultarle su disgusto.

—¿Quién? —repuso Tesler, como si acabara de recibir una mortal ofensa—. ¿Borracho yo?

Se deshizo violentamente de Adán Buenosayres que trataba de sostenerlo, irguió el torso con altanería y dijo:

—¡Mírame ahora!

Inició una marcha rígida, trastabilló nuevamente y fue a dar contra un árbol a cuyo tronco se abrazó, riendo como un orate. Pero una terrible náusea lo sacudió entonces de pies a cabeza, y se le quebró la risa en los labios:

—¡Atención! —dijo—. Voy a lanzar un manifiesto.

Corrió Adán en su auxilio y le sostuvo la frente cubierta ya de un sudor helado. Era visible que su danza loca en el vestíbulo y la carrera que no tardó en sucederle habían agitado en el cuerpo del filósofo el hirviente caos de las esencias espirituosas que con tanta liberalidad había ingerido esa noche. Y aceptando el trance, Adán calculó in mente la distancia que debería salvar con aquel Sileno a remolque: hasta la calle Warnes, dos cuadras y media; tres cuadras generosas desde Warnes a Monte Egmont, y una cuadra más hasta el número 303, sin contar la escalera cuyo ascenso le prometía desde ya no pocas dificultades. Entretanto, Samuel, a pesar de sus bascas, angustias y trasudores, no soltaba prenda.

—Es inútil —reconoció al fin, enderezándose y restañando con un pañuelo la humedad viscosa de su frente—. ¡Necesitaría el dedo de marfil de los romanos!

Viéndolo ya en mejores términos, Adán lo tomó por la cintura; y uno y otro iniciaron juntos una marcha escabrosa que, según reflexionó Adán, reunía en sí todos los movimientos locales que describe Aristóteles. Respirando con delicia el aire nocturno en cuya frescura se adivinaba ya el amanecer, era evidente que el filósofo estaba recobrando la natural armonía de su físico.

Pero, en cambio, su alma empezó a conturbarse y a dar muestras de una tormentosa contrición: lanzando suspiros que le desgarraban el pecho, Samuel Tesler maldijo la hora en que su propia debilidad y la sugestión de amistades funestas lo habían llevado a tal extremo de locura; en una sola mirada vio luego su indignidad presente; y recostando al fin su cabeza en el hombro de Adán Buenosayres, lloró largo rato su juventud perdida. Se volvió por último hacia el silencioso amigo que lo asistía en su duelo, y, arrojándole al rostro una tufarada de alcohol y ácidos estomacales, le soltó un monólogo incoherente que se resolvía en cierta laboriosa justificación de su pecado. Porque, si se lo miraba desinteresadamente a la luz de la filosofía (y el amigo Buenosayres, a cuya indiscutible serenidad apelaba, era un juez harto ducho en esas afinaciones del intelecto), ¿qué habían sido su borrachera nocturna y su zarabanda final?, ¿qué habían sido —preguntaba él— sino un movimiento dionisíaco de liberación que su alma opresa le requería? Por otra parte, su raza conocía bien aquellas exaltaciones de la libertad, pues el tema del cautiverio y la evasión resonaban demasiado en su historia.

—¿Y acaso —preguntó entre dos eructos— no es mi raza un símbolo de la prisión terrestre y de la liberación final en la vida eterna?

Frente a Beelsephon, a la hora del alba, el Rey endurecido, el de la cabeza de buitre, lloraba y se dolía junto al mar. Junto al mar que vomitaba los despojos de la vistosa caballería, junto al mar de color de sangre lloraba el Rey. ¡tantos carros de bronce, tantos jinetes verticales, tantos buenos caballos de piel eléctrica y fogosa nariz! Los lanzó él como piedra de honda tras el esclavo fugitivo: como dardo rabioso los lanzó. Por eso lloraba el Rey entre su púrpura, el Rey de perfil de ave: porque vio al esclavo atravesar la húmeda residencia del agua, e iba su mano en la mano de su Dios, y era el Dios temible que enrolla y desenrolla el mar como un papirus; y vio después hundirse caballo y caballero, y armas y ruedas voladoras. Eso lloraba el Rey, frente a Beelsephon, junto al mar de color de sangre. Y en la otra orilla el esclavo gritaba su libertad: Cantemos al Señor—decía junto a la barba de su profeta—, cantemos al Señor que se ha mostrado grande y hundió en el mar al caballo y a su jinete. Y cantó el profeta: Reinará el Señor eternamente, y más allá. Y el esclavo lo repitió con júbilo. Mas el profeta volvía ya sus ojos al desierto, y en la terrible soledad buscaba el camino que conduce al país de la leche y la miel.

—¡Una raza teológica! —ponderó Samuel con orgullo.

—Pero terriblemente caída —le objetó Adán.

El filósofo no alcanzó a oírlo, porque se lo estorbó la sinfonía rústica de un carro matinal que avanzaba con sus ruedas chillonas, su caballito al tranco, su farol en el eje, su carga de verduras y su carrero adormilado en el pescante.

—¡Un justo! —empezó a lloriquear Samuel, indicando al hombre dormido—. Sin saberlo, cumple la sentencia pitagórica. Y adelantándose al sol…

—Bueno, bueno —lo interrumpió Adán—. ¿Otra vez lagrimitas?

No, Samuel Tesler no se hallaba otra vez en los umbrales del llanto. Lo que le sucedía en verdad era que, así como había pasado recientemente de la contrición a las lágrimas y de las lágrimas al consuelo metafísico, así también su corazón mudable se deslizaba ya por el declive de cierta pegajosa ternura, a la cual no eran ajenos, ni el carro matinal que le había traído reminiscencias de Booz, el durmiente (¡cuando la suya era una raza eglógica!), ni aquel dulce regreso a orillas del amanecer, ni aquel amigo silencioso que lo acompañaba y cuya inefable historia de amor sólo él conocía y ponderaba en sus justos valores. He ahí porque, mientras ambos caminantes proseguían su marcha, Samuel apretó con enternecimiento el brazo de Adán Buenosayres. Después, a favor del silencio que ahora reinaba entre ambos, evocó la figura de cierta mocosa que ya sabía darse humos entre las espigadas mujeres de Saavedra; y se dijo, en su alma, que sólo un ingenuo como el amigo Buenosayres podía encontrar en aquella endeble criatura la materia prima de una Laura o de una Beatriz. Pero sus asociaciones mentales, que se habían mantenido en el terreno de cierta bonancible neutralidad, lo movieron de pronto al disgusto y la ira cuando la imagen de Lucio Negri se le aclaró en la memoria: vio al mediquillo en el diván celeste, pegado a la oreja de Solveig Amundsen que lo escuchaba con su aire de esfinge adolescente, y entonces una indignación retrospectiva lo detuvo en seco:

—¡No! —exclamó, poniendo una mano fraterna en el hombro de Adán Buenosayres—. Yo, en tu lugar, lo agarro a patadas.

—¿A quién? —le preguntó Adán en ayunas, pero sin asombro ninguno.

—¡Es una bestia negra! —insistió Samuel—. ¡Había que verlo, arrastrándole su ala de pavo a la mocosa!

—¿Qué mocosa? —volvió a preguntarle Adán.

—Solveig.

«El dulce nombre profanado», se dijo Adán. Era por eso que dioses y criaturas escondían sus verdaderos nombres: los hurtaban celosamente a la profanación o al insulto. Y por eso era que «el dulce nombre profanado» no se leería jamás en su Cuaderno de Tapas Azules.

—Bueno —rezongó—, ¿y a mí qué me importa?

Samuel Tesler lo zamarreó con furia:

—¡Hermano! —le gritó—. ¡Al amor hay que defenderlo!

Dicho lo cual se irguió en toda su estatura, como si en aquel instante recibiera de lo alto un yelmo, un escudo y una lanza para defender al amor. De pronto, sin decir agua va, se alejó de su amigo en una seguidilla de saltos ornamentales. Y mientras agitaba los brazos en son de vuelo, iba conjugando a grandes voces:

Amo, amas, amat, amamus, amatis, amant!

De salto en salto llegó hasta la esquina de Canning y Warnes: allí, a la luz de un farol urbano, el filósofo villacrespense manifestó una billetera de forma, cuero y edad irreconocibles, y llena de papelotes roñosos, de entre los cuales extrajo una manoseada cartulina que se puso a estudiar con grandes muestras de acatamiento y devoción. En eso estaba cuando se le reunió Adán Buenosayres. Y entonces el filósofo, arrancándose, no sin esfuerzo, de tan sabroso éxtasis, tendió a su amigo la cartulina.

—¡Es ella! —murmuró en un suspiro brotado, al parecer, del mismo cogollo de su alma.

Adán echó un vistazo a la cartulina: era una instantánea de Haydée Amundsen, la cual aparecía en riguroso traje de baño, luciendo los tesoros que le había prodigado Natura y resuelta, ¡oh, sí!, a enfrentarse con las olas de un mar adulador que ya le lamía los pies. Mientras consideraba la foto de Haydée Amundsen, iba preguntándose Adán en virtud de qué latrocinio, astucia o donación imprudente aquella imagen había llegado hasta la billetera del filósofo. Y volviéndose por fin a Samuel, lo vio abrazado al tronco de un paraíso, al que besaba con grandes extremos de ternura.

—¿Estás loco? —le preguntó.

—Amo y soy amado —explicó Samuel devotamente.

Y viendo la foto que Adán conservaba todavía en su mano, se la quitó violentamente, la oprimió contra una de sus tetillas y la devolvió por fin a los misterios de su billetera.

—¿Le has hablado formalmente? —inquirió Adán en tono grave.

Samuel no le contestó, y se mantuvo en igual silencio mientras uno y otro salvaban el cruce de las dos arterias villacrespenses. Luego tomaron la calle Warnes, rumbo a la de Monte Egmont. Y sólo entonces el filósofo abandonó su mutismo: era evidente que su alma se había nublado.

—Hablarle, sí —refunfuñó—. Pero, ¿qué podría ofrecerle? ¡Ahí está la cosa!

—El amor es desinteresado —sentenció Adán—. O debiera serlo.

—¿Ella? —rió Samuel con amargura.

Tomó a su amigo por el brazo.

—En primer lugar —comenzó a decirle—, reconocerás que, físicamente, no soy un Adonis.

—¡Oh, no! —admitió Adán con entusiasmo.

—¡Tampoco soy un monstruo! —cacareó Samuel, resentido por tan fervorosa negativa.

—¿Y quién te dice lo contrario?

—Bien. Quiero decir que me falta la belleza de cinematógrafo que necesitaría para derrumbar un corazón tan frívolo como el de Haydée Amundsen.

—No es, precisamente, un elogio de la muchacha —le advirtió Adán.

—¡Hum! —dijo Samuel con acritud—. Yo no soy un ingenuo, y sé con qué bueyes aro.

—Por otra parte —insinuó Adán—, la belleza física no lo es todo.

—A eso iba —dijo Samuel—. Reconozcamos que tengo alguna inteligencia.

—Eso sí.

—¡Mucha inteligencia!

—¡Bárbara!

—¡Qué miércoles! —gritó el filósofo—. En este país de mulatos ¡uno es un genio!

Lejos de contradecirlo, Adán Buenosayres le advirtió que no hacía falta gritar en la calle una verdad tan evidente. Y el filósofo bajó entonces la voz.

—Sí, sí —dijo—. ¿Dónde había quedado?

—Hablabas de tu enorme inteligencia.

—Eso es. Pero, ¿de qué me sirve? Haydée Amundsen es impermeable a las cosas del intelecto: lo he comprobado con delicia.

—¿Qué? —rió Adán.

—¡Un espléndido animal de lujo! —exclamó Samuel, apretando los dientes.

Y añadió, con venenoso regocijo:

—Las mujeres intelectuales, como esa loca de Ethel, me hacen reír a carcajadas. Una mujer intelectual es algo contranatura: es como una foca en bicicleta o un gorila demostrando la cuadratura del círculo.

Adán volvió a reír, y el filósofo lo acompañó sonoramente.

—¿Razono bien? —gritó—. ¿Razono bien?

—Como un perfecto mamado —le contestó Adán.

—¡Yo no estoy mamado! —protestó Samuel—. Y aquí mismo te haré «el cuatro», para que veas.

Se plantó allí mismo, y cruzando una pantorrilla sobre la otra se dispuso a formar «el cuatro» revelador. Pero Adán Buenosayres no le dio ni lugar ni tiempo de que lo hiciera, y lo arrastró consigo:

—Te creo —le aseguró—. Volvamos al asunto.

—¿A qué conclusiones habíamos llegado? —le preguntó Samuel.

—Yo veo una sola conclusión. Haydée Amundsen es invulnerable a tus encantos físicos y a tu asombrosa inteligencia. Dunque, sólo te queda el consuelo de la filosofía, como a tu compinche Boecio.

El filósofo emitió una risita siniestra:

—Hay otro recurso —dijo.

—¿Cuál?

—¡Ésa es la gran tentación!

Su voz adquiría ya un tono duro, como si hablase con las mandíbulas apretadas:

—Hay otro deslumbramiento —dijo—: el de la riqueza. Supongamos que abrocho un collar de perlas finísimas en la garganta de la diosa, y que hago chispear delante de sus ojos fascinados los diamantes, las esmeraldas, los rubíes.

—Fausto —musitó Adán Buenosayres.

—Sí —admitió Samuel—. Pero el gran idiota se olvidó de las pieles. ¿No has visto el aire de rendición incondicional que asume la mujer en una peletería, frente a los armiños, las martas, los zorros y los astracanes? Joyas y pieles: dos instrumentos de dominación. No sé si habrás observado que la mayoría de los grandes joyeros y peleteros del mundo son hombres de mi raza. ¡Y todavía queda el automóvil! Es increíble la fascinación del automóvil sobre las hembras: un gorila en el volante de un Rolls Royce les parecerá el mismo Apolo de Belvedere.

El acento duro con que Samuel había iniciado esta suerte de monólogo acabó por hacerse brutal, como si tradujera en él sus turbias imaginaciones, sus resentimientos antiguos y sus flamantes desesperanzas. Adán no le veía el rostro, pero lo adivinaba elocuente de gesticulaciones diabólicas y adaptándose a la infamia de cada uno de los vocablos que profería. Y al pronunciar el último, Samuel apretó el brazo de su amigo hasta causarle dolor:

—Todo eso es verdad —anunció con furia—. Pero hace falta el oro. ¡El oro!

—¡Soltame el brazo! —lo conminó Adán.

—¡El oro! ¡El oro! —vociferaba Tesler—. ¡La ganzúa del mundo!

Soltó una risotada perversa.

—¿Y por qué no? —dijo—. Mi raza conoce bien el secreto del oro: lo fabrica y lo adora. ¿Y por qué no?

Las cicatrices de la fusta sangraban todavía en tu piel, y el barro del Nilo estaba fresco aún en tus talones; y el maná del cielo se derretía en tu boca, y en tu garganta la frescura del prodigioso manantial. ¡Y ya olvidabas, hombre duro! ¡Ya rendías tu incienso al animal de oro y le besabas las pezuñas fundidas con el metal de tus aros y las ajorcas de tus hembras! (Pero el Varón justo forcejeaba en el monte: sostenía el enarbolado brazo de su Señor, ya pronto a caer sobre tu rapada cabeza.) Y estabas luego entre tus hermanos de la casa de Nephtalí, y tejías tu baile obsceno alrededor de los novillos de oro que había fabricado Jeroboam. (Pero Justo miraba el cielo nunca cerrado, y descendía con el alba, rumbo a Jerusalén.) Y te vieron después en el campo de Dura, provincia de Babilonia, con tu nariz de pajarraco en el aire y tu oído atento a la señal de la trompeta, de la flauta, del arpa, de la zampona, del salterio y de la sinfonía. Y dada la señal, caíste sobre tu rostro, adorando la estatua de oro que había hecho fundir el rey Nabucodonosor. (Pero los tres varones cantaban en el horno encendido: ¡Fuegos del Señor, alabad al Señor!) Y se te vio más tarde, alquimista sórdido, trabajar en vano con el mercurio, el azufre y la sal. (Pero Abraham el Judío fabricó un oro auténtico, y vio en su athanor la gran obra cumplida: el León Verde y la Sangre del León.) Y se te ve ahora transmutar en oro la sangre y el sudor; y cumplir la liturgia del oro, y gozar las beatitudes del oro, y padecer los martirios del oro. (Pero anunciada está Philadelphia, la ciudad de los hermanos.)

—Ésa es la gran tentación —concluía Tesler—. ¡Amontonar ese barro amarillo!

—No sé cómo —repuso Adán Buenosayres—. A menos que vendieras al diablo tu alma. ¿Y qué diablo te la compraría?

El filósofo rió con desdén.

—Magia negra —dijo—. ¡Bah! Era útil cuando el hombre se reconocía propietario de un alma. Pero ahora estamos en el siglo de los cuerpos.

—¿Y cuál sería tu recurso? —le preguntó Adán.

—El que domine los cuerpos dominará el oro —respondió Tesler en son de profecía.

—Estás divagando.

—No. Yo debo tres materias en Medicina. ¡Sólo tres! Doy las tres materias, y me convierto en el Doctor Samuel Tesler, clínico y cirujano.

—¿Y qué tiene que ver?

—Es otra llave del oro.

Aquí Samuel adoptó un aire de frío cálculo:

—Ser médico ahora —dijo— significa dominar los cuerpos en la edad de los cuerpos.

Y añadió, con helada brutalidad:

—Los grasientos burgueses que amasan el oro no lo aflojan sino a dos potencias: a los que les defienden el oro y a los que conservan o restauran el buen funcionamiento de sus vísceras. Por eso estamos en la era de los abogados y los médicos.

Lanzó aquí una risotada cruel:

—Imaginemos a un ídolo de las finanzas, inaccesible, todopoderoso, reverenciado, temido. Llega el Doctor Samuel Tesler, y el ídolo se derrumba: el Doctor Tesler hace desnudar al ídolo, lo manosea y lo pincha, le introduce una cánula en el orificio anal o una sonda en la uretra, lo tiene inquieto acerca de la mayor o menor putrefacción de sus órganos vitales, juega con sus temores y esperanzas, le gradúa la comida, el sueño y la fornicación. Y así el doctor Tesler se adueña elegantemente del ídolo roto. ¿Vale la pena rendir tres exámenes?

—¡Hum! —gruñó Adán Buenosayres, a quien no convencía mucho la facilidad con que Samuel acababa de hundir a su ídolo.

—Es que la medicina —insistió el filósofo —también es un instrumentó de dominación.

Y añadió con desmedida soberbia:

—No sin razón los grandes médicos abundan en mi raza.

—Una raza imperialista —insinuó Adán en tono sarcástico.

—Y que vence al enemigo atacándolo en su debilidad.

—¿Qué debilidad? —El sensualismo de sus opresores. Adán Buenosayres rió aquí de buena gana—: Desde hace media hora —le dijo— estás inventando sueños de oro y de lujo. ¡Y todo por las carnes duras o tiernas de Haydée Amundsen!

—¡Tiernas! —protestó Samuel extasiado.

Y añadió en seguida, con acento penitencial:

—Yo soy la oveja descarriada. Samuel ha desertado su tribu.

—No anda mejor la tribu —repuso Adán—. Tu raza es de una sensualidad que voltea. No lo niegues.

Se oyó en la sombra un largo suspiro del filósofo.

—Sí —admitió—, es una raza oriental: conserva todavía la inclinación y el hábito del lujo. No te olvides que ha comprado y vendido toda la fastuosidad de la tierra: los metales, las pedrerías, los tejidos, los perfumes, los esclavos, las mujeres.

Aquí se interrumpió, como vacilando en los umbrales de la confidencia.

—Yo mismo —aventuró al fin—, pese a mi vida franciscana y a mis iniciaciones filosóficas, no puedo librarme de la gran sugestión. ¡Claro, un influjo ancestral! A veces me sorprendo a mí mismo delante de una vidriera, embobado en la contemplación de cualquier chuchería lujosa.

Volvió a interrumpirse. Y resolvió por último confesarlo todo:

—Cuando el chino de la tintorería me regaló ese quimono fantástico, ¡bueno!, aquella noche, al ponérmelo, sentí que mi epidermis no toleraría en adelante otro tejido que no fuese la seda. Más aún: en el casamiento de Levy, el fabricante de gorras, hubo champagne francés. Yo nunca lo había probado, ¿y me creerás ahora si te lo digo? Al beberlo entendí claramente que la existencia, en lo futuro, me sería inaguantable sin aquel vino maravilloso. ¡Y las mujeres! No sé qué hay en mí, ¡pero las estudio, las mido, las toco mentalmente, como si tuviera que comprarlas o venderlas a tanto el quilo!

Guardó un silencio atribulado, y Adán Buenosayres le palmeó el hombro a manera de consuelo, bien que dudando aún sobre si aquella confesión era obra de la sinceridad, de la borrachera o de la farsa en cuyo plano el filósofo se movía tan a menudo.

—Te creo —le dijo—. Por eso me reía cuando barajabas la sensualidad ajena.

—¿Y no existe, acaso? —protestó Samuel, que no admitía nunca una derrota y que resucitaba ya de entre sus cenizas.

—Existe —admitió Adán—. Estamos en el siglo de los cuerpos, como decías recién. Una expresión afortunada.

—¡Bah! —dijo Samuel con modestia—. Esas cosas geniales se me ocurren a cada minuto.

—Existe. Y los hombres de tu raza la vienen cultivando muy hábilmente. ¡Que lo digan los Sabios de Sión!

El filósofo rió en la oscuridad:

—¿No te lo venía diciendo?

—Sí, sí —le contestó Adán—. Pero su propio sensualismo los hace caer en las redes que tendieron al sensualismo de los demás. Inventan ídolos para los otros, y acaban por adorarlos. El oro, por ejemplo, debería ser en sus manos un simple recurso de dominación. ¡Y lo toman como fin!

—¡Quién sabe! —objetó el filósofo, tocado en lo vivo.

—Por eso —concluyó Adán—, si bien alcanzan algunas posiciones, lea llegarán a la dominación que sueñan.

—¡Quién sabe! —repetía Samuel entre dientes—, ¡Quién sabe!

El uno a la vera del otro iniciaban ahora el tramo de la calle Warnes comprendido entre las de Vírgenes y Monte Egmont; y desde aquel punto Adán veía ya claramente la torre de San Bernardo y su reloj ardiendo en la noche como el ojo de un cíclope. Detrás de aquella torre adivinaba una figura de piedra cuya mano rota se tendía en el gesto de la bendición; y, como tantas veces, a la sola evocación de aquella imagen, experimentaba él un extraño desasosiego, como si desde aquellas alturas alguien lo estuviese llamando, y como si densas cortinas de sombra se interpusieran entre Adán y la voz que lo llamaba.

—Por otra parte —dijo al fin—, está la razón teológica.

—¿Cuál? —preguntó Samuel en tono acre.

—La maldición del Crucificado.

Samuel Tesler se detuvo en seco, tal como si de pronto hubiera visto a sus pies la masa viscosa de un reptil. Ocultó, sin embargo, aquella sensación de asombro, de asco y de miedo a la vez, y reanudando la marcha soltó una risa poco segura.

—Supongo que no hablarás en serio —dijo, como si la razón teológica le hiciese mucha gracia.

—El que hablaba en serio era el Otro —le contestó Adán—. Predijo la ruina de jerusalén y la dispersión de tu raza. ¿No se ha cumplido?

—¡Fue una maniobra del Imperio Romano! —tronó Samuel—. Una maniobra política.

—El Imperio cayó hace veinte siglos, y la maldición continúa.

Samuel Tesler dejó escapar un rezongo ininteligible.

—¿Y hasta cuándo seguirá tu maldición famosa? —preguntó luego, entre irónico, resentido y conciliador.

—Hasta que los judíos reconozcan en masa que crucificaron a su Mesías —le contestó Adán—. Entonces…

Pero Samuel no lo dejó concluir, y esgrimiendo en la aniebla un puño cerrado:

—¡No era el Mesías! —gritó—. ¡Era un pobre loco sentimental!

—Según parece —insistió Adán—, tuvieron al Mesías delante de las narices y no se dieron cuenta.

Era inútil: el filósofo no lo escuchaba ya. Revolviendo a un lado y otro su cabezota, escapándose del hombre amigo y de la voz enemiga, sordo y ciego Samuel Tesler vociferaba:

—¡No es el Mesías! ¡Nunca!

Y el Hijo de Perdición colgaba ya en un brazo de la higuera. Sentado en su tribunal, el hombre de la toga señaló con su dedo al hombre de la púrpura: Yo no hallo en él ninguna causa, dijo volviéndose a la multitud. Y la multitud se agitó como un árbol al viento: perfiles cortantes, narices ganchudas, ojitos crueles, barbas negras o rojas o blancas, voces de flautín o de cuerno, todo se agitaba y se confundía en medio de un fuerte olor de guiso de pescado. ¡No te lo hubiésemos traído si no juese culpable!, gritó la multitud. Y el Hombre de la púrpura callaba: tenía en la frente un cerco de ahincadas espinas, y goterones de sangre le resbalaban por el rostro, desde la frente a la barba de color de miel, o hasta confundirse, púrpura sobre púrpura, con ese manto real que por irrisión habían ceñido a sus costillares. El Hombre miraba el cielo, y el cielo no sabía si cubrirse de nubes o si desplomarse con todas sus estrellas; pues, en aquel Hombre que así lo miraba, reconocía llorando al Señor Altísimo que asentó su bóveda sobre firmes columnas. Y el Hombre volvió sus ojos a la tierra; y la tierra creía morir ahora de angustia bajo la mansedumbre de aquellos ojos pues identificaba en aquel Hombre al Señor Admirable que dijo: Sea la tierra, y la tierra fue. Pero la multitud gritaba (gritos de cuerno, gritos de flautín): ¡Crucifícale! Y el Hijo de Perdición colgaba ya en un brazo de la higuera. Frío y grave, como si estuviese cumpliendo un rito que desde la misma eternidad se le hubiese mandado, el hombre de la toga se dirigió a la multitud: ¿A vuestro Rey he de crucificar?, le dijo. Y la multitud rió entonces (risas de flautín, risas de cuerno): dientes amarillos, encías devastadas, rostros de pájaro, de chacal o de cerdo se mostraron al sol con una desnudez pavorosa. Y la multitud volvió a gritar: ¿Crucifícale! Después de lo cual el hombre de la toga ordenó el sacrificio, grave y helado, como si cumpliese una liturgia más antigua que los ángeles. Y el Hijo de Perdición colgaba ya en un brazo de la higuera.

—Entonces —le preguntó Adán—, ¿qué idea tienen de su Mesías?

—La de un rey triunfante —respondió Samuel con orgullo—. ¡Un vencedor, y no un vencido!

—¿Un emperador terrestre, con algo de militar y algo de banquero? —volvió a preguntarle Adán.

—Me contentaría —rezongó el filósofo —con que nos revelase los misterios de la Cábala.

Una mezcla de ira, de soberbia y de cansancio trasudaba de todo su ser:

—A lo mejor —dijo—, yo soy el Mesías.

Y añadió, a la desesperada:

—¡Me importa un pito! ¡Estoy harto! Dio una patada formidable a un recipiente de basuras que le cerraba el paso; y el recipiente rodó con estrépito hasta el cordón de la vereda.

—¡Me importa un corno! —volvió a decir—. Al fin y al cabo, estoy en mi última encarnación.

Se detuvo en seco, mirando atentamente la puerta de una casa.

—¡Hola! —exclamó regocijado—. ¡Hola!

Los dos transeúntes acababan de llegar a lo que fue un día el caserón de Balcarce, dividido ahora y subdividido en los cien alvéolos de un inquilinato gigantesco.

—¿Qué hay? —le preguntó Adán receloso.

—Aquí —exageró Tesler indicando la puerta —viven las Tres Gracias del barrio. ¡Bien metidas en carnes, te lo aseguro!

—¿Y qué?

—Voy a darles una serenata —rió el filósofo dirigiéndose a la puerta.

Adán trató de contenerlo:

—¡No seas bárbaro!

Pero Samuel ya estaba en el umbral, y empuñando el llamador de bronce lo descargó tres veces contra la puerta. En la quietud nocturna los tres aldabonazos tuvieron una resonancia terrible: los cien perros del inquilinato se pusieron a ladrar simultáneamente. Y Adán Buenosayres, lleno de temor y de cólera, emprendió la fuga rumbo a la esquina de Warnes y Monte Egmont. Su carrera fue breve, ya que sólo unos treinta metros lo separaban de la esquina; y una vez allí, esperó al filósofo que lo seguía de cerca, saltando y pedorreando como una muía.

—¡Pedazo de bruto! —lo amonestó—. ¡Estamos en el barrio!

—¡Qué barrio ni qué miércoles! —compadreó Samuel todavía jadeante.

Buscaba con los ojos el llamador de otra puerta, resuelto a insistir en su hazaña de los aldabonazos. Y entendiéndolo así Adán lo tomó de los hombros. Pero Samuel se deshizo violentamente de aquella ligadura:

—Tomaremos una caña en el boliche del gringo —decidió acercándose a la cantina de don Nicola— Tengo una sed bestial.

—Está cerrado —le objetó Adán como sobre ascuas.

—O el gringo nos abre —amenazó Samuel— o le tiro el boliche abajo.

Y sin más ni más descargó un puntapié feroz en la cortina metálica. Entonces Adán, perdiendo los estribos, le tomó una mano y empezó a retorcerle la muñeca.

—¡Soltáme! —le gritó Samuel, debatiéndose como una furia.

Pero Adán seguía retorciéndole la muñeca, y Tesler cedió al fin.

—¡Hermano! —aulló—. ¡Hermano Adán!

—¿Vas a portarte como la gente?

—Sí, pero soltáme la muñeca.

—No me fío —le contestó Adán sin soltarlo.

Aflojó, no obstante, la tenaza con que lo retenía; y ambos, guardián y prisionero, iniciaron así la última etapa de su viaje. Cuarenta pasos más allá Samuel intentó rebelarse aún, bien que ya con extraordinaria dulzura:

—Al fin y al cabo —empezó a decir—, soy una criatura libre.

—Pero momentáneamente sin juicio —concluyó Adán.

Superflumina Babylonis —declamó Tesler suspirando.

Y sin añadir otras razones comenzó a entonar el Aria para la cuerda de sol: tenía una hermosa voz de bajo, y Adán, a pesar suyo, se dejó ganar por la canción de su prisionero, mientras contemplaba el nublado cénit, los paraísos otoñales y los focos eléctricos a cuyo alrededor giraban torbellinos de insectos de tormenta. Llegaron a la casa, y con la llave puesta en el cerrojo Adán se volvió hacia Tesler.

—Hay que subir en silencio —le dijo—. En el mayor silencio.

—Un silencio de tumba —le prometió Samuel con voz grave.

La escalera se hallaba sumida en una oscuridad absoluta, por lo cual debieron subir a tientas, el filósofo delante, Adán a sus espaldas y sosteniéndolo por los riñones. Habían logrado apenas la mitad del ascenso, cuando Samuel, que se juzgaba la misma efigie del sigilo, dejó escapar una risotada satisfecha:

—¿Qué tal? —preguntó con voz de trueno—. ¿Voy bien?

—¡Chist! —lo silenció Adán en la sombra.

El último peldaño los dejó en el vestíbulo, al que daban las habitaciones de uno y otro viajeros. Adán entró en la de Samuel, que lo seguía como un fantasma, y encontrando la llave de la luz encendió una turbia lamparilla. Entonces el filósofo realizó los gestos que siguen: parpadeó un instante bajo la luz, como una lechuza encandilada; luego paseó sus ojos tristes por el cuarto, deteniéndose en los libros, en el pizarrón luctuoso, en la revuelta mesa de sus afanes.

—¡Para qué! —lloriqueó al fin, desbaratando con el pie una columna de grasientos volúmenes.

En seguida, sin prolegómeno alguno, voló a la cama y se hundió en el maremágnum de las cobijas, vestido como estaba, con zapatos y todo. Pero Adán Buenosayres no se lo consintió: arrancándolo de la cama, lo hizo poner de pie y comenzó a descalzarlo y desvestirlo, maniobra difícil a la que Samuel se prestó con mucha dignidad. Lo enfundó por último en el quimono ilustre, y sólo entonces le permitió que se acostara.

—Tengo sed —murmuró el filósofo.

Adán le alcanzó una jarra de agua que Samuel apuró con avidez brutal. Se derrumbó luego sobre los almohadones: y viéndolo ya en actitud de reposo, Adán cerró la ventana, corrió el mugriento cortinado, mató la luz y se dirigió a la salida. Ya en la puerta, y antes de cerrarla tras de sí, Adán escuchó: el filósofo reía blandamente, agitándose al parecer entre sus cobijas. Después lanzó un suspiro inacabable:

Noúmenos!—barbotó, ya entre dos mundos.

Adán cerró la puerta. Philadelphia levantará sus cúpulas y torres bajo un cielo resplandeciente como la cara de un niño. Como la rosa entre las flores, como el jilguero entre las avecillas, como el oro entre los metales, así reinará Philadelphia, la ciudad de los hermanos, entre las urbes de este mundo. Una muchedumbre pacífica y regocijada frecuentará sus calles: el ciego abrirá sus ojos a la luz, el que negó afirmará lo que negaba, el desterrado pisará la tierra de su nacimiento y el maldecido se verá libre al fin. En Philadelphia los guardas de ómnibus tenderán su mano a las mujeres, ayudarán a los viejos y acariciarán las mejillas de los niños. Los hombres no se llevarán por delante, ni dejarán abierta la grille de los ascensores, ni se robarán entre sí las botellas de leche, ni pondrán la radio a toda voz. Dirán los agentes policiales: «¡Buen día, señor! ¿Cómo está, señor?» Y no habrá detectives, ni prestamistas, ni rufianes, ni prostitutas, ni banqueros, ni descuartizadores. Porque Philadelphia será la ciudad de los hermanos, y conocerá los caminos del cielo y de la tierra, como las palomas de buche rosado que anidarán un día en sus torres enarboladas, en sus graciosos minaretes.