XII

El octavo infierno correspondía naturalmente a la Soberbia, pues no ignoraba Schultze que la pasión del orgullo, por ser causa y resumen de las otras, es la que ocupa el grado primero en la jerarquía del mal. Debo admitir que, mientras nos dirigíamos a ese nuevo reducto de la locura humana, sentía yo una laxitud indecible que la noción del fin cercano apenas lograba dominar: se me caían los párpados, arrastraba los pies, y como entre sueños oía un discurso del astrólogo, encaminado, según entendí vagamente, a censurar aquella moción avara de la que no se libraron ni los escuadrones angélicos.

En ese anochecer de mi conciencia navegaba yo, cuando nos detuvimos frente al acceso de la octava espira. Contra lo que hubiera sido lógico esperar de un infierno tan eminente como el que se nos anunciaba, ninguna puerta solemne, ningún ceñudo tribunal, ninguna entrada pomposa veía yo delante de mis ojos, sino un gran cortinado de terciopelo gris cuyos pliegues bajaban a tierra en perpendiculares rígidas. Aquel vestíbulo infernal estaba lleno de cierta luz como de plata fría o de fría luna: era una claridad sin entusiasmo que al principio aumentó mi somnolencia, pero que gradualmente se adueñó de mis ojos y los fue despertando, barrió las neblinas de mi entendimiento y sacudió en mi voluntad hasta el último vestigio de su modorra.

Lúcido como nunca, vigilante mi cuerpo y tensa mi alma, discurría yo sobre los efectos de aquella luz que se me antojaba era la de la misma inteligibilidad, cuando advertí un movimiento en el cortinado del fondo y entre las telas apartadas vi asomar una cabeza primero, dos brazos cautelosos en seguida, y por último la figura total de un personaje que ostentaba un ropón lleno de números y alegorías, a la manera de un vestido mágico. Grande fue mi desconcierto al reconocer en aquella prenda el quimono de Samuel Tesler, y mayor aún al identificar al mismísimo filósofo de la calle Monte Egmont en el semblante adusto del que lo vestía. Samuel Tesler se dirigió hacia nosotros, erguida la cabeza entre cuyo pelo relucían abejas de oro y despuntaban los dos cuernos del iniciado.

—¡Gracias a Dios que te veo por aquí! —le grité jubilosamente y avanzando hacia él con la mano tendida.

El filósofo no me alargó la suya:

—Señor —me dijo con pomposa dignidad—, bien estaba ese tuteo en el mundo físico de arriba. Pero aquí es necesario guardar las distancias.

—¡Ojo de Baal! —repuse yo, en tono dolorido.

Samuel Tesler esbozó una sonrisa de halago:

—Así está mejor, aunque no sea ése mi verdadero nombre —dijo al fin, recobrando su prosopopeya—. He subido al monte Carmelo y he contemplado la verdad facie a face. Mi dirección actual es: Vía Unitiva 50, departamento 3. La luz de este vestíbulo no me favorece mucho, pues de lo contrario ya hubieran advertido ustedes la mística irradiación que circunda mi cráneo, sobre todo en sus regiones frontal y occipital. No obstante, espero que no habrá escapado a sus narices el olor mirífico que brota de mi persona.

Observó en torno suyo con aire desconfiado. Luego acercó su cabeza enorme a nuestras narices y nos dijo:

—¡Huelan este perfume y cáiganse de espaldas!

Olfateamos la cabeza de Samuel; y reconocí que olía verdaderamente, pero no a loto sagrado ni a rosa mística, sino a cierta loción que se vendía en la calle Triunvirato con el presuntuoso nombre de «Nuit d’amour».

—¿Qué les parece? —nos interrogó el filósofo, volviendo a erguir su testa cornuda.

Y como no advirtiera en nosotros el arrobamiento que sin duda esperaba, sonrió entre despectivo e indulgente:

—Veo —dijo— que la prueba olfatoria no les resulta. ¡Qué mulatos formidables! Ensayaremos la prueba visual. Han de saber que, tras una práctica intensiva de las más penosas austeridades, he logrado reintegrar en mí al Andrógino Primitivo. Habiendo restaurado la equilibrante armonía entre los principios macho y hembra de la manifestación universal, he abolido en mí todas las contradicciones y me hallo en una situación cómodamente paradisíaca. Mi nombre verdadero es Adameva.

Tornó a mirar desconfiadamente a su alrededor. Luego, con una modestia que rayaba en lo sublime, abrió su quimono por delante y nos mostró su cuerpo desnudo. Lo que vi entonces me parece ahora increíble: Samuel Tesler exhibía en sí la doble natura de un hermafrodito: su mitad derecha o masculina se caracterizaba por un semitórax velloso, medio vientre panzón, un muslo grosero y una pierna estevada con su liga de hombre en la que se prendía un calcetín barato a rayas azules y rojas; su mitad izquierda o femenina ostentaba un seno venusino con su pezón de rosa, un flanco ebúrneo, media pelvis de sedoso vellón y un muslo satinado hasta cuyo arranque llegaba una media transparente sujeta por una liga verdemar con rositas rococó. Si el filósofo se había propuesto asombrarnos, lo consiguió sobradamente. Ante nuestra mirada enloquecida volvió a ceñirse su quimono; luego, paladeando su triunfo, nos miró con severidad:

—Ahora que las jerarquías están salvadas —rezongó entre dientes—, quiero saber qué buscan por aquí.

—Entrar en ese infierno —le respondió Schultze, indicándole la cortina del fondo.

Samuel rió a sus anchas:

—¡Entrar! —jaraneó—. ¡Qué mulatos formidables! Uno se pela el culo estudiando metafísica, ¡y ellos quieren entrar!

—Lo exijo —repuso Schultze con energía.

Refunfuñando, Samuel Tesler empezó a bajar la cresta:

—Usted podría entrar —admitió, dirigiéndose al astrólogo—, aunque su preparación metafísica sea rigurosamente nula. Ja! Sólo un mulato como usted hubiera podido utilizar los cuatro elementos en la forma lamentable con que se distribuyen en este Helicoide. Otro que no fuera usted los habría ordenado jerárquicamente y según la naturaleza de las pasiones que se describen aquí: primero la tierra, en seguida el agua, después el aire, a continuación el fuego; y hubiera reservado el éter, principio y causa de los otros, al siniestro personaje que reina en la Gran Hoya. Pero, ¡qué hacerle! Vivimos en un país de mulatos.

Con una mezcla de severidad e ironía, Samuel Tesler se volvió hacia mí:

—En cuanto a usted —refunfuñó—, ningún mérito lo acredita para visitar el octavo círculo.

—¡Effendi! —le dije yo, lastimado.

—Una poesía con risibles amagos filosóficos es lo único que usted podría barajar en su favor. Cierto es que, últimamente, ha coqueteado con las dos Evas y que hasta llegó a perpetrar el asesinato metafísico de cierta Solveig terrestre; pero no hay señales de que todo eso haya trascendido los pobres límites de la literatura.

—De cualquier modo —le dijo Schultze—, usted lo dejará pasar bajo mi garantía.

—Tendrá que someterse a una prueba —cacareó el filósofo, irreductible.

—¿A qué prueba? —le dije yo, harto de aquel tire y afloje.

—¡Descífreme las figuras de la espalda!

Incontinente, Samuel giró sobre sus talones y me mostró el área dorsal de su quimono en la que se veía un personaje mitad hombre y mitad flor, asomado al agua de una vertiente que parecía brotar entre las raíces de un árbol emblemático.

—¿Qué ve? —me preguntó el filósofo.

—¡Bah! —le respondí—. Una corriente y moliente figura de Narciso.

—¿Qué hace Narciso?

—Está practicando su aburrida costumbre de asomarse a las aguas.

—¿Qué aguas?

—Las que brotan de la fons vita o fons juventutis, al pie del Árbol de la Vida, en el centro del Paraíso.

Samuel Tesler no logró disimular su despecho:

—Bien —me dijo—. Aunque se trata de nociones vulgarísimas al alcance de todo el mundo. Pero, dígame una cosa: ¿no sostienen los mitólogos que Narciso se ahogó al querer alcanzar su imagen retratada en la fuente?

—Hay dos Narcisos —le contesté yo—: el que se ahoga y el que se salva. Ese que figura en su espinazo es el que se salva.

—¿Cómo se salva?

—El primer Narciso, el que se ahoga, sólo consigue ver en el agua su propia imagen, su yo cerrado, su forma individual. Y al mirarse a sí mismo, se enamora de sí mismo y no sale de sí mismo: es un Narciso que no trasciende. El segundo, al asomarse a la fons juventutis, ve al Ser principal, causa y motor de todo lo manifestado. Entonces olvida su yo limitante, deja de verse a sí mismo; y al no verse a sí mismo, ya no se enamora de sí mismo, sino del Ser cuya inmutable unidad, hermosura e infinitud ve ahora en el espejo de las aguas. Este Narciso deja su forma para tomar la forma de lo que ama: es un Narciso que trasciende.

Reconozco ahora que, fuese o no causa de una inspiración directa, mi lenguaje había cobrado un tono que pareció irritar a Samuel Tesler. Volviendo a girar sobre sus talones, el filósofo me clavó una mirada de basilisco:

—¡Usted ha hojeado mis apuntes! —me gritó—. Más de una vez lo he sorprendido metiendo las narices en mis papeles.

—¡Ojo de Baal! —protesté yo—. ¡Eso es una calumnia!

El filósofo gruñó un instante su desconfianza:

—¡Hum! —rezongó, como para sí—. ¡Estos mulatos le plagian a uno hasta la manera de caminar!

Vencidas, al parecer, todas las dificultades, Samuel Tesler, sin dejar de gruñir, nos ordenó que lo siguiéramos. Y así lo hicimos, primero a través de la cortina gris que ya he mencionado, luego por entre una maraña de cortinajes que iban haciéndose cada vez más sutiles. Cuando nos desprendimos al fin del último, nos encontramos en una ciudad cuya fría pulcritud me dejó confundido: graves arquitecturas, jardines aritméticos, severas instalaciones deportivas alternaban allí en un orden cuyo maligno rigor advertí de inmediato. Más tarde, cuando tras haber recorrido el Infierno de la Soberbia y estudiado a sus habitantes recapitulé todo lo que había visto, me dije que aquel orden sin piedad era, entre las invenciones schultzianas, acaso la más perversa, ya que sugería una reglamentación de autómatas cuya rigidez no dejaba espacio alguno a la exaltación de la verdad ni al juego de la vida. Entretanto Samuel, que hasta entonces había sido para nosotros un mero introductor infernal, no daba señales de volver a su cortina: por el contrario, bien ceñido el quimono y enhiesta la cornuda frente, nos invitaba con el ademán a seguirlo. Miré a Schultze, como preguntándole si el filósofo tenía vela en aquel entierro; y como Schultze me respondiese con un gesto afirmativo, entendí que Samuel Tesler sería nuestro mentor en la Ciudad del Orgullo.

Iniciamos, pues, la marcha y recorrimos una calle de pavimento lustroso, sin encontrar gente alguna ni oír siquiera el más leve rumor humano. Me preguntaba yo si la ciudad estaría desierta, cuando Samuel, al tomar una curva, nos mostró el primer contingente de soberbios. Reconocí un estadio semejante a los que se usan en las carreras pedestres, con su ovalada pista de cemento, sus barandales alrededor y su tribuna en anfiteatro: un equipo de hombres que vestían el somero pantalón de los atletas y calzaban zapatillas de goma, trotaban en círculo, mecánicamente, sin adelantarse los unos a los otros. Nos acercamos a la pista, y advertí que ni una gota de sudor mojaba la piel de los corredores: abstractos, maquinales y en un silencio de pesadilla, trotaban sin cesar, dando vueltas y más vueltas frente a la tribuna vacía. Samuel Tesler dirigió hacia ellos un índice implacable.

—¡Y se llaman filósofos! —dijo en un borbotón de risa—. ¡Unas bestias negras! Pero, ¡atención!

Buscó en torno suyo, afanosamente, hasta dar con un palo de cierta longitud, cuya existencia conocía sin duda.

—¡Atención! —volvió a decirnos—. Me propongo sentar de culo a dos o tres de esos mulatos. ¡Palabra de honor que les haré fregar la pista con la jeta!

Sin más ni más, el filósofo alargó su palo hacia los corredores: tropezó uno, salió rodando fuera de la pista y no tardó en levantarse.

—Pese a las maniobras oscurantistas —jadeó el corredor—, ¡la verdad queda intacta!

—¿Cuál es la verdad? —le preguntó Samuel.

El atleta levantó un índice profesoral:

In principio fue la materia (hile) —dijo—, prediquen lo que predicaren los inventores de ultramundos, como diría el camarada Federico. Paseo a mi alrededor estos ojos que no pueden mentirme. ¿Y qué descubro? ¡La materia viviente, nada más que la materia!

Samuel Tesler se volvió hacia nosotros:

—¡Un mulato de primera agua! —exclamó, lleno de regocijo.

Y encarándose otra vez con el atleta, le preguntó:

—¿Así que usted cree todavía en esa condenada nebulosa? ¿Y que la nebulosa empezó a girar de puro pedo? ¿Y que de puro pedo brotaron las excelencias de este mundo, los principios vermiformes, las animalias reptilias, la inmensidad corpórea de las ballenas, los volátiles de fuerte ala, los cuadrúpedos de paso resonante, y el hombre al fin, ese microcosmo?

—Es la verdad científica —dijo el corredor.

Sin disimular su aburrimiento, el astrólogo Schultze intervino amablemente:

—Lárguelo, y búsqueme otro —le dijo a Samuel—. No estamos ahora para oír esas antiguallas.

Tras de imprimir un beso de ternura en la frente del atleta, el filósofo lo hizo girar con infinito cuidado, y, dándole una cordial patadita en el trasero, lo devolvió al círculo de los que trotaban. En seguida volvió a tender su palo, hasta lograr que cayese otro de los corredores, el cual, no bien se hubo levantado, le increpó sin violencia:

—¡No hay derecho a sabotear esta olimpíada de la razón suficiente! —le dijo el corredor—. ¿Quién es usted? No lo conozco.

—Estúdieme con atención, ¡vale la pena! —le contestó Samuel Tesler, exhibiendo las figuras de su quimono.

El corredor lo miró un instante, se acercó a olfatearlo, y luego esbozó una mueca de escepticismo:

—¡Es inútil! —rezongó al fin—. Capto en usted una serie de referencias visuales: dos cuernos, un traje de clown, volúmenes, colores y líneas. Lo huelo, y recibo algunos datos olfatorios (entre paréntesis, no muy agradables). Pero no alcanzo «la cosa en sí»: mi razón suficiente no ha de alcanzarla nunca.

Sin aventurar comentario alguno, Samuel Tesler alzó entonces el palo de marras y lo dejó caer sobre la testa del corredor.

—¿Por qué me golpea? —le dijo éste, no muy indignado.

—No lo golpeo —contestó Samuel—. Es un mensaje de mi «cosa en sí» dirigido a su razón suficiente. ¿Lo ha captado?

—Sólo una referencia táctil —repuso el corredor lleno de tristeza—. La «cosa en sí» permanece aislada: yo soy una isla, usted es una isla, él es una isla, nosotros somos…

Y reanudó su trote, conjugando aquel verbo poco alegre. A continuación, y por vez tercera, Samuel alargó su palo infalible. Dos nuevos corredores besaron la pista de cemento: uno, gordo y tranquilo, se incorporó con algunas dificultades; llevaba el otro anteojeras de caballo, y parecía dudar entre levantarse o no. A este último se dirigió Samuel:

—Una buena caída —le dijo en tono afable.

—¿Caída? —replicó el de las anteojeras—. No sé aún si fue o no una caída: por eso dudo entre levantarme o quedarme tendido (en el supuesto caso de que yo esté ahora tendido). ¡Imagínese qué absurdo sería, si yo intentara levantarme de una caída inexistente!

—¡Un agnóstico! —exclamó Schultze maravillado.

—Nada es cognoscible —dijo el de las anteojeras—. Lo prudente, a mi juicio, es no abrir opinión sobre nada y acorazarse en una duda fundamental que, si bien se mira, no deja de tener su confort.

—¿Y por qué corría, entonces? —le preguntó Samuel.

El de las anteojeras, tendido aún junto a la pista, lo miró fríamente:

—Queda por demostrar si yo corría o no —repuso—. El hecho de que tal vez no estoy caído podría embarcarnos en la sospecha de que tal vez estoy de pie. ¡Tentación peligrosa! Y aun en el caso de que lo estuviera, sería imposible afirmar si estoy inmóvil o corriendo.

—La flecha de Zenón ha herido a este mulato en la pensadora —rió Samuel Tesler.

—Déjelo que se vaya —le sugirió Schultze—, si es que consigue hacerle admitir que no se ha ido todavía.

Nuestro enquimonado filósofo levantó al de las anteojeras, le mostró la pista y le dijo:

—Ya puede irse. Buenas noches.

Pero el de las anteojeras, antes de reintegrarse al círculo de los corredores, objetó prudentemente:

—¿Es de noche o de día? ¿O ninguna de las dos cosas? Ésa es la cuestión. Y aunque fuese de noche, no veo razón alguna para que se la califique de buena o de mala, o se le dé cualquier otro predicado igualmente dudoso.

Y se alejó trotando. Entonces el corredor gordo, que se había mantenido a distancia, se nos acercó y nos dijo lleno de indulgencia:

—¡Ya ven ustedes a qué conduce un espíritu sectario! ¡Gran Dios! Al repasar la historia del mundo, ¿qué leemos? Guerras del sectarismo: guerra entre religiones que se creyeron diferentes, guerra entre filosofías que se imaginaron encontradas. ¿Absurdo? Zoroastro, Lao-Tse, Buda, Jesucristo, Mahoma: todos eran iniciados y dieron con una punta de la verdad. Entonces, ¿a qué romperse la crisma entre hermanos? Yo reúno a todos esos pioneers de la verdad y los meto en la coctelera de lo Absoluto; les agrego el bitter de la tolerancia, sacudo bien la mezcla, y la sirvo helada y con frutas a los hermanos que tienen sed. «No profundizar», he ahí nuestro lema: basta con que el olor de la verdad metafísica nos emborrache gratamente, aunque no hasta el punto de hacernos olvidar los negocios. ¡No arrancarse las barbas entre hermanos, por una contradicción ideológica que se ha resuelto ya en mi coctelera! Y sobre todo abrir las fauces del alma y devorar con fruición todo lo que huela vagamente a misterio. No veo mal alguno, por ejemplo, en que se practique algo de magia negra en los salones, con tal que las señoras no se desmayen de pavor en sus lujosos canapés de raso. Tampoco me disgusta que a esos excelentes espíritus desencarnados se los haga trabajar un poco en la remoción de sillas, mesas de tres patas y otros muebles domésticos; por otra parte, la conversación mediúmnica sostenida con un Alejandro Magno, un Calígula, un Borgia o un Napoleón no deja de ser edificante ni de aportar a la historia materiales inéditos. En una palabra: eclecticismo. ¡Y vengan días y caigan panes? Al fin y al cabo Dios es una excelente persona.

Con mucha gravedad Samuel Tesler escuchaba el discurso del atleta gordo. Y no bien hubo terminado, le preguntó:

—Dígame, señor, con todas las reservas del caso, sin que signifique de mi parte una intromisión en su vida privada, y bajo solemne juramento que le hago de no violar las profundas leyes de la discreción: ¿no será usted eso que se ha dado en llamar (con perdón) un teósofo?

—Usted lo ha dicho —le contestó el atleta.

—¡Me lo temía! —gruñó Samuel tristemente.

Y en un súbito arranque de indignación:

—¡Fuera de aquí! —le dijo—. ¡Y llévese su maldita coctelera!

El teósofo se alejó sin réplica ninguna; visto lo cual Samuel Tesler insistió con su caña hasta derribar a otro corredor y sacarlo de la pista. Era un Adonis de rasgos casi femeninos, cuya belleza se menoscababa en pestañeos y tics tan variados como frecuentes. Se puso de pie, dirigió al filósofo una mirada llena de reproche y le dijo:

—Es una crueldad oponer obstáculos a un hombre que sufre el Complejo del Escalón.

—¿Qué complejo es ése? —le preguntó Samuel.

—Consiste —respondió el Adonis— en una fobia que mi subconsciente manifiesta cada vez que da con un obstáculo, sea escalón, valla, puerta o cortina. Al hacer mi psicoanálisis, hallé, tras laboriosos tanteos del subconsciente, que la fobia se había originado en el instante mismo de mi nacimiento, gracias a la estrechez de la salida materna.

—Eso es cavar hondo —comentó Samuel.

—Pero la búsqueda no fue inútil —repuso el Adonis—. Porque, de paso, descubrí en mí la fobia de la Tijera, la del Colchón, la del Perro de Lanas, la del Sobretodo a Cuadros, la del Vigilante y la del Carozo de Aceituna. Sufro, además, los siguientes complejos: el de Edipo, el de la Reina de Saba, el de Nabucodonosor, el de Miguel Ángel y el de Catalina de Medicis. Por otra parte, mi secreción interna funciona de tal modo, que ha determinado en mí algunos problemas sexuales de factura exquisita, sin contar una refrenada inclinación al homicidio y tendencias culpables a la literatura.

—¡Bien por la secreción interna! —dijo Samuel—. ¿Y qué se infiere de todo eso?

—¡Una revolución en la moral! —exclamó el Adonis embelesado— Imagínese que la predestinación de cada uno está escrita en sus glándulas: eso quiere decir que, con la misma inconsciencia e irresponsabilidad, yo puedo cometer un asesinato, pintar la Gioconda o escribir la Crítica de la Razón Pura.

Samuel Tesler alzó los brazos al cielo:

—¡Estamos en las vísperas del Superhombre! —anunció religiosamente—. Los trigos están maduros, y el viejo Zarathustra descuelga ya su hoz.

Pero el Adonis hizo una mueca de contrariedad:

—Mi satisfacción habría sido completa —refunfuñó— si usted no me hubiese tendido ese palo importuno. Justamente, antes de caer, buscaba yo el simbolismo de un sueño que tuve anoche. Me veía extraviado en una selva, y lleno de angustia buscaba la salida entre árboles y enredaderas hostiles. De pronto, se me apareció un canguro australiano, el cual, sentado sobre sus dos patas inferiores, se puso a mirarme largamente y con el aire de la más negra melancolía. Cerré los ojos un instante, y al reabrirlos vi que en el lugar del canguro se alzaba un ropero de tres cuerpos. Me dirigí a él, en busca de una prenda íntima, y al acercarme vi cómo el ropero se disipaba en el aire para dar lugar al canguro australiano. Eché a correr entonces, perseguido de cerca por el canguro; hasta que, al dejar de oír sus grandes zancadas, me detuve, giré sobre mis talones y volví a encontrarme con el ropero.

—Curioso —admitió Samuel—. ¿Ha encontrado en el sueño ése alguna significación oculta?

—No todavía —respondió el Adonis—. Pero ese canguro me tiene preocupado.

Samuel Tesler manifestó aquí una vislumbre de simpatía humana.

—No se alarme —le dijo en tono confidencial—. Yo tuve anoche un sueño peor, y, sin embargo, aquí me tiene.

—¿Qué soñó usted? —le preguntó el Adonis.

—Soñé que mi culo era una rosa, y que usted la olía.

El Adonis quedó pensativo, tal como si aventurase o repasara textos.

—¡Hum! —dijo al fin—. Esa rosa me da mala espina, y ese culo no me huele del todo bien. Yo que usted, me haría psicoanalizar.

Al oír aquellas palabras que, a su juicio, traducían un insulto hecho a su investidura, Samuel Tesler alzó el palo con la visible intención de hacerlo caer sobre la cabeza del Adonis. Pero el Adonis, advertido quizá por alguno de sus numerosos complejos, ganó la pista y se reintegró al círculo de los que trotaban.

El astrólogo y yo abandonamos el terreno: inútilmente nos invitó Samuel a presenciar la caída de otros mulatos que, a su juicio, eran lo mejor del lote; nos mantuvimos inflexibles, sobre todo Schultze, quien, al exteriorizar su aburrimiento, censuró de paso el lenguaje libre con que Samuel Tesler se había dirigido al Adonis, olvidando la majestad del sitio en que se hallaba y el decoro de sus visitantes. Con la cabeza gacha, bien que gruñendo interiormente, Samuel volvió a tomarnos la delantera, y nos condujo hacia el pórtico de un edificio monumental que se levantaba entre jardines. El camino de acceso aparecía flanqueado por numerosas estatuas de sal: eran figurones en traje de etiqueta, panzudos y rígidos, enhiestos y orgullosos en sus pedestales de salitre; y, a nuestro paso, se quitaban ceremoniosamente sus galeras de felpa.

—¿Quiénes son esos personajes tan orondos? —le pregunté a Samuel.

—Los Presidentes Grises —me contestó el filósofo con expresión enigmática.

Llegamos al pórtico del edificio, donde tres porteros negros que vestían uniformes de lujosa botonadura chupaban mates gigantescos y no reparaban siquiera en nosotros. Samuel abrió la puerta, detrás de la cual no vi ni hall ni antesala ni corredor alguno, sino un ambiente de grandes proporciones que me dio la idea exacta de un recinto parlamentario, con sus bancas en hemiciclo, su tribuna presidencial, su palco de la prensa y su barra en las alturas. No bien entramos, advertí que todo el mundo estaba en su lugar: los diputados en sus bancas, el presidente en su tribuna, los cronistas en sus pupitres; y advertí más tarde que, pese a las apariencias, aquel Parlamento estaba funcionando, bien que sin ruido alguno y con una deshumanización de gestos que me hizo pensar en los de una máquina bien aceitada. Lo que solicitó en seguida mi atención fue cierto personaje sentado frente al hemiciclo y sobre un pedestal: era un hombre rústico, de facciones tostadas y expresión atónita, que vestía bombachas de campo y un poncho de vicuña muy raído; en la base del pedestal se veían canastos de rosas y placas de mármol cuyas letras decían: «A Juan Demos, homenaje de sus apasionados admiradores.» Intentaba yo acercarme al hombre del pedestal, cuando Samuel Tesler me detuvo:

—¡Quieto! —me ordenó—. Y abra las orejas. La sesión está en su apogeo.

—¡Si no se oye nada! —le contesté.

No obstante, y poniendo atención en el susurro de la asamblea, conseguí entender algunos fragmentos del debate que transcribo ahora, y cuya versión taquigráfica me dio Samuel al abandonar el recinto:

SR. ÚNGULA.—¿Cuántos diputados hay en el recinto?

SR. PRESIDENTE.—En este momento hay 78 diputados.

SR. OLFADEMOS.—Observo, señor Presidente, que esta manera de computar el quorum es anárquica. Yo pido que se pase lista oralmente y que se haga el cómputo a medida que se vaya indicando el nombre de los diputados.

SR. LUNCH.—Apoyo la indicación del diputado Olfademos.

SR. PLUTÓFILO.—Con los tres diputados que se acaban de retirar había quorum.

SR. OLFADEMOS.—Lo que quiere decir que la Secretaría no cumple con su deber.

SR. ASINUS.—En este momento me parece que hay 79 diputados.

SR. PLUTÓFILO.—Que se invite a los tres diputados que se han retirado a que vuelvan al recinto.

SR. OLFADEMOS.—Como una manifestación en minoría, dejo constancia de que la Secretaría hizo mal el cómputo.

SR. PRESIDENTE.—Se pasará lista otra vez.

SR. PLUTÓFILO.—Voy a proponer que se espere quince minutos mas, por cuanto el diputado que presentó la moción de levantar la sesión se ha retirado y no puede votar.

SR. ÚNGULA.—Hago indicación de que se levante la sesión.

SR. PRESIDENTE.—Se va a pasar lista nuevamente, y a ese efecto los diputados que no tienen llave sírvanse ponerse de pie.

SR. ASINUS.—Hago moción de que se pase lista.

SR. PRESIDENTE.—Se va a cumplir el reglamento.

En este punto el diputado Olfademos alzó la voz para dirigirse al hombre del pedestal que, bien arrebujado en su poncho, seguía el debate sin entender palabra:

—¿Qué le parece, don Juan? —le preguntó—. ¿Ha visto cómo acabo de jugarme a fondo por usted?

—¡Lindo! —contestó el hombre del pedestal—. Aunque, si he de serle franco, no entendí gran cosa de lo que decían los doctores. Eso sí, tengo bastante frío: este poncho viejo parece ya una telita de cebolla.

Al oír aquellas palabras, los legisladores abandonaron su atonía y se pusieron de pie.

—¡Vergonzoso! —tronó el diputado Úngula—. ¿Tiene frío don Juan? Entonces hago moción de que se cierre una ventana del recinto.

—¿Cómo una ventana? —gritó el diputado Aristófilo—. ¿Estamos en la Edad Media? ¡Hago moción de que se cierren dos ventanas!

—¡Que se cierren todas las ventanas del recinto! —vociferó el diputado Lunch—. ¡Bueno está que salgamos ahora con economías, cuando la salud de don Juan se halla en peligro!

Votadas las mociones, obtuvo una aplastante mayoría la del diputado Lunch, el cual, volviéndose al hombre de las bombachas, le gritó:

—¿Qué me dice, don Juan? ¿Somos o no somos?

—¡Eso es demagogia pura! —rezongó el diputado Aristófilo—. ¡Dos ventanas eran suficientes!

En seguida se reanudó el debate, sordo y frío:

SR. PRESIDENTE.—Se va a dar cuenta de los asuntos entrados.

SR. ÚNGULA.—Que se giren directamente a las comisiones.

SR. PRESIDENTE.—Si hay asentimiento, así se hará. (Asentimiento.) Ahora tiene la palabra el señor diputado por Santa Fe, para un homenaje.

SR. VULPES.—Corresponde votar la moción del diputado Aristófilo.

SR. ARISTÓFILO.—Había formulado moción para que se trataran sobre tablas los proyectos de declaración que están en la mesa.

SR. PSITTACUS.—Señor Presidente, he solicitado en Secretaría la palabra para una cuestión de privilegio.

SR. PLUTÓFILO.—No ha pedido la palabra el señor diputado, porque estaba ausente del recinto en el momento de abrirse la sesión.

SR. ASINUS.—La palabra hay que pedirla oralmente.

SR. PRESIDENTE.—Hay una moción de orden para tratar sobre tablas los proyectos de declaración.

SR. PSITTACUS.—Una cuestión de privilegio tiene preferencia reglamentaria.

SR. PRESIDENTE.—Se va a votar la moción formulada por el diputado de la Capital.

SR. ASINUS.—¿En qué consiste?

VARIOS DIPUTADOS.—¡Se está votando!

SR. ASINUS.—¿Cómo se va a votar una moción de orden con antelación a una cuestión de privilegio? (Varios diputados hablan simultáneamente, y suena la campana.)

SR. PRESIDENTE.—Se va a votar la moción de orden.

SR. ÁNTRAX.—¿Qué se vota?

SR. PRESIDENTE.—La moción del diputado Aristófilo.

SR. ÁNTRAX.—¿En qué consiste?

SR. VULPES.—¡Si hubiera estado en el recinto se habría enterado!

SR. ÁNTRAX.—No es un motivo para que no se me informe de qué se trata.

SR. VULPES.—¡No se puede obstaculizar la labor de la Cámara!

SR. ÁNTRAX.—¡Es absurdo que tenga que votar una moción que no conozco!

SR. ARISTÓFILO.—La moción consiste en tratar sobre tablas los proyectos de declaración.

SR. ASINUS.—Las cuestiones de privilegio son previas.

SR. PRESIDENTE.—Se va a votar la moción de orden del diputado por la Capital.

SR. EQUIS.—Pediría que se nos informe por Secretaría sobre si esta votación que vamos a producir, tercera votación del mismo asunto, es o no rectificación de la que ya fue aprobada.

SR. CACÓFONO.—No puede ser rectificación de ninguna votación, porque no habiendo proclamación no hubo votación.

SR. ALPHA.—¿Podría informarnos la Secretaría sobre si se ha votado o no se ha votado?

SR. CORNO.—Mejor es que votemos sin más trámites.

SR. CACÓFONO.—Yo pediría información sobre si se ha hecho moción de rectificación de votación.

SR. VULPES.—Se había pedido previamente una información para que la Cámara supiera lo que había votado.

SR. PRESIDENTE.—Hubo votación, pero no llegó a proclamarse el resultado, por el desorden que reina en la Cámara.

SR. CACÓFONO.—Luego, si no hubo proclamación, no hay votación.

SR. PRESIDENTE.—Se va a volver a votar.

Aquí el diputado Cacófono se dirigió a Juan Demos, en son de triunfo:

—¿Ha visto, don Juan, la batalla que mi sector ha ganado para usted?

—Sí, sí —le contestó el hombre del pedestal—. Algo voy entendiendo ahora. Es como jugar a la taba, ¿no es cierto? Sale culo una vez, y otra sale suerte. ¡Lindazo! Pero…

El hombre del pedestal se rascó la nuca, dubitativamente.

—Desembuche, don Juan —lo animó el diputado Cacófono.

—Dicen por ahí —silabeó don Juan— que entretanto, y bajo cuerda, ustedes andan malvendiendo mis cositas a los gringos.

—¡Es una calumnia de la oposición! —exclamó el diputado Lunch.

—No es que lo crea —repuso don Juan—. Pero el caso es que tengo hambre, ¿por qué no decirlo?

Nuevamente, y muy excitados, los legisladores se pusieron de pie.

—¿Hambre? —gimió el diputado Equis—. ¡Y estamos en el país del trigo! Hago moción de que a don Juan se le sirva en el acto un café con leche, pan y manteca.

—¡Indecoroso para don Juan! —observó el diputado Vulpes—. El café con leche debe servírsele con tres medialunas.

—¿Cómo tres medialunas? —ladró el diputado Alpha—. Cinco medialunas, ¡y me quedo corto!

—¡Que se le sirvan todas las medialunas del buffet! —lloró el diputado Asinus.

Una votación tediosa de las mociones dio el triunfo a la del diputado Asinus, el cual, volviéndose a Juan Demos, se contentó con mostrarle sus ojos arrasados en lágrimas. Los legisladores recobraron luego sus actitudes mecánicas, y el debate se reintegró a su tono de indecible monotonía:

SR. SECRETARIO.—Sobre un total de 123 señores diputados…

SR. ÁNTRAX.—¿Cómo, si antes votaron 120?

SR. SECRETARIO.—Han votado 81 diputados por la afirmativa y 42 por la negativa.

SR. CACÓFONO.—Antes de que se haga la proclamación, solicito una compulsión, para saber si la votación…

En este punto me volví a Samuel y le dije:

—¡Basta, señor! Esto es un opio.

—¿Sólo ahora se da cuenta? —me respondió él blandamente.

Y haciéndonos ademán de que lo siguiéramos, atravesó el recinto hacia una puerta que, como la otra, daba inesperadamente a la calle.

Detrás de Samuel abandonamos aquella extraña Legislatura, para volver a un correteo de avenidas que nos condujo hasta cierto edificio de grandes proporciones, como lo eran todos, al parecer, en aquella esmerada Ciudad del Orgullo. Las columnas dóricas del pórtico y el frontón decorado con artísticas figuras en relieve, me hicieron cifrar las mejores esperanzas en el edificio y en la índole de sus habitantes. Pero, no bien traspusimos la columnata griega y el portal de bronce que la seguía, me sentí defraudado y el alma se me cayó a los pies: un solo ambiente constituía la planta baja, un enorme recinto iluminado por ventanas ojivales a través de cuyos historiados vidrios la luz adquiría tonos de catedral. Desgraciadamente, y en contraste bárbaro con la nobleza de la arquitectura y el misticismo de la luz, hombres de guardapolvo ensangrentado y anteojos de carey se afanaban allí en actividades que parecían de morgue, hospital o carnicería: se inclinaban sobre cuerpos tendidos en mesas operatorias, los abrían con relucientes bisturíes, podaban órganos, cosían febrilmente las incisiones y volaban a otro cuerpo, sin escuchar siquiera los aplausos y vítores que les dedicaba una turba en éxtasis, desde cierta gradería o anfiteatro.

Si aquello era o no una Escuela de Medicina, poco me interesaba literariamente: sabido es que, desde tiempo inmemorial, los galenos disfrutan de muy escaso favor en las letras; y no quería yo ser la excepción de canon tan venerable. Ya estaba, pues, viendo la manera de hacerme perdiz, cuando Samuel Tesler y el astrólogo Schultze me señalaron a uno de los operadores, en el que reconocí al flamante, orondo y joven escolapio doctor Lucio Negri. A decir verdad, entretenido como estaba en explorar las vísceras de un ser humano, el doctor Lucio Negri había depuesto la elegancia chillona que le conocíamos en Saavedra. Nos acercamos a él y le vimos hundir sus manos enguantadas de caucho en el cuerpo yacente que acababa de abrir: lleno, al parecer, de una santa curiosidad, extrajo el corazón, los pulmones, el hígado, todas las piezas anatómicas del sujeto que tenía delante; las examinó una por una, las olió afanosamente; y, dando señales de un gran desaliento, concluyó por desecharlas:

—¡Es inútil! —gruñó para sí—. ¡No la encuentro!

—¿Qué busca? —le preguntó Samuel, tocándolo en el hombro.

Lucio Negri se volvió hacia nosotros, y al reconocernos exteriorizó su cólera:

—¡Ustedes tienen la culpa! —nos gritó—. ¡Un «alma inmortal», como decían ustedes en Saavedra! ¡No me hagan reír! He buscado el alma, la busco todavía, no la encuentro, no existe. ¡Búsquenla ustedes! ¡A ver si la descubren!

Y en un acceso de rabia nos fue tirando a la cabeza los órganos humanos que acababa de arrancar.

—¡Busquen ahí! —rugía:—. ¡Si encuentran un alma inmortal, me lo avisan por correo! ¡Charlatanes de feria! ¡Un alma!

Lleno de hipócrita conmiseración, Samuel Tesler se volvió hacia nosotros:

—¡Infeliz! —nos dijo—. Está confundiendo el alma con una úlcera de riñón.

Al oír los gritos de Lucio y advertir nuestra irrupción en la sala, todos los operadores habían interrumpido sus faenas. Un cirujano gordo reclamó entonces la palabra:

—Estimados colegas —dijo—, la intrusión de gente profana en este santuario no será, por ahora, el tema de mi discurso: los tres caballeretes que acaban de irrumpir en este recinto no están, según veo, en condiciones preoperatorias, lo cual me hace desdeñarlos profundamente y considerarlos indignos del bisturí eléctrico. Pero, estimados colegas, día vendrá en que, gracias a nuestro ardor científico, toda la humanidad estará en condiciones preoperatorias, desde la criatura que acaba de nacer hasta el anciano vecino ya del sepulcro. Y lo que acabo de afirmar no es un voto, sino una profecía.

Estalló una salva de aplausos en las tribunas y se dejaron oír algunas voces excitadas:

—¡Eso es hablar!

—¡Todo un maestro!

—¡Chist! ¡Chist! ¡Atención!

El cirujano gordo reanudó su discurso:

—Lo que realmente me propongo ahora es denunciar ante este Colegio la extraña conducta de nuestro joven alumno doctor Lucio Negri, el cual, víctima de influencias que lo hacen retroceder a siglos muertos, ha dado en la reprensible locura de buscar un alma en las anatomías que con tanta largueza este Colegio pone a su disposición.

Risas y gritos resonaron ahora:

—¡Es un retrógrado!

—¡Que lo echen del Colegio!

—¡Anacronismo inexplicable!

Con un ademán de impaciencia el cirujano gordo reclamó silencio.

—¡No, estimados colegas! —dijo—. Lo que me preocupa no es la fantasía de nuestro joven discípulo ni sus buceos anatómicos en busca del alma: lo que temo realmente (y no les oculto la gravedad de mis temores) es que, a fuerza de buscar, el doctor Lucio Negri acabe por descubrirla.

Una ola de asombro agitó a los operadores y a los oyentes del anfiteatro:

—¿Cómo?

—¡Se ha vuelto loco el profesor!

—¿Qué dice?

El cirujano gordo los envolvió en una fría mirada:

—¡Doctores! —expuso tristemente—. Con sacrificios indecibles hemos inventado y difundido una mística del cuerpo. Recordarán ustedes que, durante siglos, la humanidad asistió a un espectáculo bochornoso: el Alma se batía con el Cuerpo y le ubicaba golpes bajos, ante la complacencia de feos teólogos que, hundidos en sus butacas del ringside, presidían el match, silbaban al Cuerpo y aplaudían al Alma como energúmenos. Por fortuna, llegamos nosotros y nos convertimos en managers del Cuerpo: a fuerza de buches, masajes y adulación conseguimos hacerlo reaccionar, y en los últimos rounds el Cuerpo tiró al Alma contra las cuerdas, la llevó a un impecable knock-out; y el Cuerpo es ahora el ídolo de las muchedumbres. Tan exitosa fue nuestra rehabilitación del cuerpo, que la humanidad entera vive hoy pendiente de nuestros bisturíes. ¿Es así o exagero?

—¡Así es, así es! —exclamaron los de la gradería.

—Pues bien —remató el cirujano gordo—, ¿qué ocurriría si, merced a la traición o locura de algunos colegas, el Alma volviese al ring para escupirnos el asado?

Reinó en la sala un silencio como de media hora: los asistentes digerían con dificultad aquella pregunta del cirujano gordo. Pero no bien se hizo en ellos la luz de la comprensión, desencadenóse una tormenta de todos los diablos: el Colegio en masa cayó sobre Lucio Negri, que se debatía ya entre las manos de los operadores; llovieron sobre nosotros las piezas anatómicas utilizadas a guisa de proyectiles; en la sala todo era grito, confusión y pelea.

Nos alejamos de allí, Samuel Tesler a la cabeza, Schultze y yo cubriendo la retirada: lo mejor habría sido, acaso, ganar la puerta de bronce y salir al aire libre; pero Samuel, que sin duda tenía su itinerario, nos condujo hasta otra puerta ubicada en un ángulo del recinto y en cuya hoja se leía lo siguiente: «No abrir». Pese a la orden allí escrita, Samuel abrió la puerta, nos introdujo y volvió a cerrar con sigilo: nos encontrábamos ahora en una habitación de paredes embaldosadas y suelo de linóleo; a la izquierda se veía una ducha bajo cuyo surtidor se bañaba un hombre petizo, calvo y abundoso de pelambreras; a la derecha, un enfermero, sentado a un piano vertical, ejecutaba lánguidamente la «Reverie» de Schumann; cierta nurse bien metida en carnes andaba por allí, ya desdoblando ropas, o atendiendo un autoclave, ya observando al pianista, o volviendo a la ducha sus inquietos ojos de lince; al fondo, se veía la enrejada puerta de un ascensor.

Al vernos entrar, la nurse pareció congestionarse de ira:

—¡Hay un aviso en la entrada! —nos gritó—. ¿Cómo se atreven a estorbar los preparativos del doctor Aguilera?

Samuel rió abundantemente, y cacareó, entre risa y risa:

—¿Conque tenemos aquí a ese ilustre, a ese fantástico, a ese inconmensurable doctor Aguilera?

—¡Silencio! —bisbiseó la nurse—. El doctor Aguilera subirá inmediatamente a la Sala de Operaciones.

En efecto, el hombrecito de la ducha salió resoplando: la nurse lo envolvió en una toalla, lo secó de pies a cabeza, pulverizó agua de colonia en su torso velludo y le tendió al fin unos pantalones de blancura inmaculada.

—¿Qué hacen aquí estos hombres? —dijo el doctor Aguilera, mirándonos de reojo—. ¿Qué hacen aquí, si tienen el hígado en buen estado de conservación?

El astrólogo Schultze lo contempló sin benignidad alguna:

—Doctor Aguilera —le dijo—, ¿ha olvidado usted a cierta señora de Ruiz?

—Un sujeto colosal —recordó el hombrecito, a quien la nurse calzaba dos escalofriantes botas de cirujano—. Pese a su aire tímido, la señora de Ruiz ha dado a la ciencia el bolo fecal más desconcertante que se ha visto en esta centuria.

—Dejemos los bolos fecales —gruñó Schultze—. Doctor Aguilera, ¿no ha envenenado usted la mente de aquella señora?

—¿Y cómo?

—¿No le declaraba usted, inflándose como un pavo, lo que habría o no habría hecho usted, en lugar de Dios, si hubiera tenido que organizar el cuerpo humano? ¡Poniéndole tachas al Creador, usted, un demiurgo de tres por cinco!

Aquí Samuel Tesler volvió a reír, agitando su testa cornuda:

—Doctor Aguilera —dijo—, descríbanos usted su famoso corazón artificial de siete válvulas, o sus pulmones de gutapercha, con ojal reforzado.

Pero el doctor Aguilera no escuchaba, pues en aquel instante, con toda la majestad que su estatura le consentía, dejaba que la nurse lo envolviera en un delantal blanquísimo.

—¿Liturgia? —le preguntó Schultze amargamente—. Ya veo que mis informes eran exactos. ¿No calculó usted los trastornos que producirían en la elemental señora de Ruiz aquellos delirios quirúrgico-religiosos que usted le comunicaba? Pensando en ello, no sabe uno si reír o llorar. Usted se decía e imaginaba el Gran Sacerdote de un rito cruel pero necesario: ¡qué delicioso escalofrío recorría las vértebras de la señora de Ruiz, cuando usted le contaba sus matinales preparativos de Gran Sacerdote, su ducha ritual, su pomposo revestimiento del ropaje sagrado: las botas de cirugía, el delantal virgen aún de chorreaduras sangrientas, los guantes ominosos, el teatral barbijo, todo ello entregado reverentemente por acólitos mudos como piedras! Le faltaba el órgano y el incienso, para que la liturgia fuese cabal.

—A falta de órgano, tengo ese piano —le advirtió el doctor Aguilera, enfundándose los guantes de cirugía—. En cuanto al incienso, usted me ha dado una idea y lo pensaré a su turno. Aunque yo preferiría esas maderas orientales, quemadas en artísticos pebeteros de metal.

El doctor Aguilera ya estaba revestido. A una orden silenciosa de la nurse, el pianista comenzó a ejecutar la marcha de «Teseo»: el doctor Aguilera saludó fríamente, y con paso de Gran Sacerdote, juntos los dedos pulgares e índices, caminó hacia el ascensor que ya le abría la nurse; tal como si comulgara un instante consigo mismo, el doctor Aguilera hizo un alto, después del cual se metió en la caja del ascensor; pero la nurse, como si hubiera omitido algún gesto importante, corrió hasta el florero que yacía sobre el piano, eligió una rosa y volvió al ascensor; el doctor Aguilera, hermético y solemne, aspiró aquella rosa que la nurse le ponía bajo las narices. Lentamente corrióse la puerta de metal: el doctor Aguilera, en el interior de la caja, subía como un astro a las alturas.

Volvimos al salón general, donde, acabada la gresca, los operadores habían reanudado sus actividades. La puerta broncínea nos invitó a salir de aquel matadero; y lo abandonamos, rumbo a no sospechaba yo qué nuevas revelaciones.

El cuarto edificio al que nos llevó Samuel nada sugería desde afuera, tan gris y neutral resultaba su arquitectura. Pero no bien el filósofo cornudo nos hizo empujar los batientes de una entrada igual a la de los cinematógrafos de barrio, nos vimos en una platea desbordante de público que aguardaba en silencio frente al corrido telón del escenario. Schultze, Tesler y yo nos dirigimos a la primera fila y nos instalamos en sendas butacas pullman que al recibir nuestros pesos dejaron oír sus escapes de aire como suspiros. Nos arrellanábamos todavía, cuando un hombrecito de smoking salió al proscenio:

—Señoras y señores —dijo tras una reverencia—, les presentaré seguidamente al famoso ventrílocuo profesor Franky Amundsen, con su no menos famoso autómata el Homo Sapiens. Está de más que yo les encarezca la maestría del uno y la genialidad del otro, ya que hombre y muñeco han sabido conquistar en ambos continentes estruendosas ovaciones, taquillas record y exaltados elogios de la prensa. Señoras y señores, ¡atención!

Me volví rápidamente a Schultze y le pregunté al oído:

—¿No habíamos dejado a nuestro camarada Franky en la espira de los violentos? ¿Cómo puede figurar en dos lugares a la vez?

Pero hizo mutis el empresario, se agitó el público en sus asientos, levantóse la cortina, y una salva de aplausos verdaderamente atronadora saludó a Franky Amundsen que, vestido de frac, muy empolvado el rostro y más adusto que solemne, se adelantaba trayendo bajo su axila izquierda un gran muñeco articulado.

—Señores —dijo—, el autómata que voy a tener el honor de presentarles en nada se parece a los adefesios que algunos colegas, atentando contra la dignidad del arte, suelen ofrecer a la irrisión pública en teatritos de mala muerte. Señores, al construir mi autómata, he pretendido encarnar un misterio, el del Homo Sapiens, aquel humilde simio que, después de haber gateado mucho, un buen día se puso de pie, alzó la frente al cielo y se remontó a las grandes alturas de la inteligencia. He aquí al Homo Sapiens: escúchenlo y admiren. Nadie tema desmayarse de admiración, pues tenemos en el vestíbulo una enfermera diplomada, con su botiquín y todo, al servicio de los honorables espectadores.

Sin agradecer los aplausos que otra vez le dedicaba la multitud, Franky Amundsen tomó asiento en un taburete, sentó al autómata en su rodilla y le tanteó la espalda en busca de resortes ocultos. La platea en éxtasis aguardaba: se hubiera oído volar una mosca.

—¡Homo Sapiens! —ordenó por fin el ventrílocuo, dirigiéndose a su muñeco—. ¡Salude al público!

El autómata irguió la cabeza, exhibió un rostro en el cual se pintaba no sé yo qué indecible malicia, recorrió la sala con ojos parpadeantes y refunfuñó:

—¿Qué hace aquí esa manga de farabutes? ¿Por qué me miran como si fuese un bicho raro?

—¡Salude, Homo! —insistió Franky.

—¡Una barra de farabutes! —rezongó el muñeco—. ¡Déjame que los agarre a pinas!

Y, sin más ni más, intentó saltar a la platea. Pero Franky Amundsen lo detuvo en el aire y lo restituyó a su rodilla; tras de lo cual el autómata, ya tranquilo, volvió a pasear su mirada entre los espectadores, como si buscase algo. De pronto se volvió a Franky, le guiñó un ojo malsano y le cacareó al oído:

—¿Has visto a esa rubia de la primera fila? ¡Mira qué gambas!

—¡Compostura, Homo! —lo reprendió Franky—. Estamos aquí para trabajar.

—¡Déjame que me tire un lance! —le rogó el muñeco, y por segunda vez trató de saltar a la platea.

Entretanto, el público daba señales de una gran excitación; advertido lo cual Franky Amundsen afirmó al autómata en su rodilla y le habló así:

—Vamos a ver, Homo: cuénteles a estas damas y caballeros algunas de las impresiones que recogió usted en la era neozoica.

Obediente a esa orden, el Homo Sapiens acomodó sus rasgos fisonómicos hasta darles una expresión de inocente y crasa bestialidad:

—Yo Jumbo, pobre mono —articuló, dándose un puñetazo en el tórax—. Ese Orangután mucho salvaje: comer bananas todo el día, y hacer todo el día chuqui-chuqui con hembras mucho bonitos, ¡ooooh! Ese Orangután mucho tirano: él no permitir comer bananas a Jumbo, ni permitir a Jumbo hacer chuqui-chuqui, ¡ooooh! Entonces Jumbo comer ostras y regalar nueces peladas a las hembras: así Jumbo comer, así Jumbo hacer chuqui-chuqui, ¡oooh! Ese Orangután mucho bestia: nunca llegar a ser hombre.

Se interrumpió aquí súbitamente, y recobrando su aire natural le gritó a uno de los espectadores:

—¡Che, ñato, dame una fija para las carreras del domingo!

—Señores —explicó Franky lleno de gravedad—, acaba de producirse una interferencia de la civilización en el relato apasionante que de su vida en la era preglaciar nos hacía mi pupilo. Habrán adivinado ustedes que Jumbo y Orangután son los dos actores del sublime drama prehistórico: Jumbo es el mono progresista y Orangután es el macaco retrógrado. ¡Ciertamente, se le llenan a uno los ojos de lágrimas al imaginar los esfuerzos increíbles que debió hacer Jumbo antes de inventar el alfabeto Morse!

Aquí el ventrílocuo manifestó un gran pañuelo violeta y restañó el llanto de sus ojos. Religiosamente, con recato científico, toda la platea lagrimeaba de ternura. Entonces el Homo Sapiens le guiñó un ojo a la rubia de la primera fila:

—¡No llores, ñata! —le gritó—. Te invito al Pigall: copetines, milonga, y etcétera, como decía el franchute aquel. Y ustedes, crudos, ¡a ver si se dejan de moquear! ¡Palabra de honor, cualquiera diría que estamos en un velorio!

Dicho lo cual, el muñeco se volvió a Franky:

—Che —le advirtió—, acabemos esta farsa y vayamos a tomar algunas copas.

—Bien, señores —anunció Franky—. Homo está en plena civilización. Pero gracias a mi arte lo haremos retroceder a la edad de las cavernas. ¡Atención, Homo! Queremos un relato científico.

El autómata se irguió en las rodillas de Franky. Miró en torno suyo, entre feroz y tierno. Después exclamó:

—¡Brrr! Yo, Ach, dibujo reno en caverna. Mujer no barre caverna, mujer deja quemar costilla de mamut, ¡brrr! Mujer llena de pieles, buscando pieles todavía: mujer afeitarse piernas cuchillo de sílex. Ach tiene hambre: costilla de mamut quemada, ¡brrr! Ach toma garrote, Ach pega mujer, Ach furioso. Mujer llora, mujer barre caverna, mujer asa costilla de mamut. Ach come, Ach regala pieles a mujer, Ach dibuja reno en caverna limpia.

Calló el muñeco, y Franky sonrió al público extasiado:

—¡Ah, señores —dijo—, qué portentosa escena y qué admirable lección de psicología son las que acaba de ofrecernos Ach, el hombre primitivo! ¡Muy bien, Homo! Y ahora descríbales la etapa final: ¡deslúmbrelos con la ciencia del Homo Sapiens!, ¡que se les reviente de asombro el alma!

El autómata carraspeó un instante, adoptó un aire de soberana inteligencia, y habló así:

—Muchachos, ahí va el speech. ¿Quieren un consejo? No se hagan mala sangre y dejen correr la bola. Lo que hace falta es empacar mucha moneda. Un buen departamento, una rubia de turno y un automóvil de ocho cilindros para levantar «programas», eso es la vida. ¿He dicho algo? Si quieren oír mi opinión, la cocina francesa no es ya lo que fue, vitamínicamente hablando: cuiden el estómago, y lo demás es literatura. Manténganse fieles al permanganato, hasta que se descubra la sulfamida. ¡Oigan, muchachos…!

—¡Basta! —le ordenó Franky, tapándole la boca.

—¡Ojo a la espiroqueta pálida! —concluyó el autómata en un grito estrangulado.

En aquel instante, Samuel Tesler se puso de pie; y, blanco de todas las miradas, habló así:

—Señoras y señores, faltaría yo a mi deber si con un silencio culpable autorizara las bajezas que aquí se han proferido. El sujeto que se hace llamar profesor Amundsen es un truhán de la peor calaña, un titiritero blasfemador que, sin respetar lo divino ni lo humano, trafica desembozadamente con su propia desvergüenza y con el candor ajeno. Tan profesor es él como yo arzobispo: a decir verdad, ese actorzuelo ha cursado apenas el abecé de los estudios elementales; y sus lecturas no han ido más allá del género policíaco, en el cual adquirió sin duda ese abominable gusto por la truculencia que ustedes acaban de verificar.

Al oír tan duras palabras, el auditorio quedó helado. Y Franky Amundsen, dejando su autómata en el suelo, pareció caer en una honda melancolía:

—Bien —suspiró al fin—. ¡He ahí, señores, la recompensa del artífice! ¡Devánense ustedes la sesera para realizar una obra de arte! ¡Pélense ustedes el culo estudiando las más oscuras ciencias! ¡No faltará luego un bonzo que arroje su baba inmunda sobre la delicada rosa del ingenio!

Más triste que indignado, Franky se puso de pie, recogió el autómata y lo instaló bajo su axila:

—Señores —concluyó, indicando a Samuel Tesler—, ese hombre y yo no cabemos en esta sala.

E inició un mutis dignísimo. Pero el auditorio reaccionó al fin: voces iracundas estallaron, se tendieron puños amenazadores en la dirección de Samuel, que gritaba sin hacerse oír. Entonces el astrólogo Schultze y yo nos pusimos de pie, y remolcando al filósofo cornudo que pateaba de cólera, huimos del salón entre una rechifla general.

Devueltos a la calle, me negué a visitar otros edificios: en los dos últimos ambientes infernales habíamos reencontrado una violencia que no me gustaba, y se lo dije así a Samuel, en términos corteses pero firmes. Oído lo cual el filósofo nos guió a un jardín o parque lleno de flores cuya magnitud exagerada me asombró no poco, y dentro del cual nos internamos en busca de la salida. Nos creíamos ya en la meta, cuando un insecto gigante cayó a nuestros pies, agitó en el polvo sus alas vencidas, consiguió enderezarse hasta lograr una postura casi humana y se quedó mirándonos un instante:

Sencilla, inesperadamente, la monstruosa criatura nos dijo su nombre: don Ecuménico. Al oírlo, el astrólogo Schultze no pestañeó siquiera, y Samuel Tesler ni desvió la mirada: sólo yo di señales primero de consternación y luego de maravilla, no por el nombre desusado que la criatura llevaba y al cual sólo hubiera podido censurársele un arcaísmo sin maldad alguna, sino por el hecho asombroso de que nos dirigiese la palabra una bestezuela humilde, apenas un gusano con alas. Por eso fue que, lejos de prestar atención a su nombre, me puse a considerar los detalles físicos de aquel insecto cuyas presunciones humanas caían, a mi entender, en lo risible. Su cabeza, comparable a la de una mariposa corriente, manifestaba un par de ojos facetados y saltones, dos pulpos velludos y una espirotrompa que se recogía y estiraba fiel a cierto ritmo; sin embargo, no tardé yo en advertir que una turbadora expresión de humanidad se abría camino entre aquellos rasgos bestiales, y que una luz inteligente relampagueaba en las facetas de aquellos ojos. A continuación venía el tórax, del cual arrancaban patitas enclenques y anchurosas alas cubiertas de un polvo amarillo, rojo y azul que se desprendía y aventaba de las mismas al más leve temblor; y por último el abdomen de gordos anillos, en los cuales perduraba la estructura del gusano que había sido antes de adquirir su maquinaria de vuelo. Un polen granuloso y de color malsano le emporcaba la cabeza y el tórax, como si el bicharraco se hubiera metido en cien flores prohibidas, entre venenosos estambres, hasta nectarios malditos. Pero lo más desconcertante resultó al fin el hecho de que aquel monstruo tuviera una historia, y el de que se atreviese a referirla sin pudor alguno y hasta con cierta delectación que, a mi juicio, no convenía de ningún modo a un insecto parlante, aunque se llamara don Ecuménico.

—Para entender mi caso —empezó a decir la bestezuela— sería preciso evocar las metamorfosis antiguas que Ovidio, Apuleyo y Luciano describieron en páginas memorables. Contrariamente a lo que ha venido afirmando una erudición sin vuelo, el tema de la «metamorfosis» no sólo pertenece a la mentalidad clásica, sino a todos los hombres que, dotados de metafísicas antenas, intuyen en lo permanente de su ser y en lo efímero de su estructura humana la posibilidad o el riesgo de una transformación. Ahora bien, la metamorfosis puede consistir en un mero trueque de formas realizado por el ser con la misma naturalidad y la misma inocencia de la serpiente que cambia todos los años de pellejo, o en una mutación impuesta extraordinariamente al ser como castigo. La mía, señores, pertenece al último género.

Tras aquel exordio, el bicho alado que se hacía llamar don Ecuménico abrió una pausa. No me atreveré a decir que su tono inicial fuese pedantesco, irritante o engolado de suficiencia, por tratarse de matices expresivos no fáciles de captar en una voz que sale de cierta ridícula espirotrompa; lo que afirmo sin temor de cometer injusticia ninguna es que don Ecuménico, al hablar de «castigo», lo había hecho con una desvergonzada frialdad académica y sin aquel tono de contrición que hubiera sido agradable sorprender en una criatura lanzada por los dioses al octavo círculo de un infierno, aunque tal criatura fuese un mariposón risible y se atribuyera un nombre arcaico hasta la oxidación.

—Nací en el barrio de San José de Flores —prosiguió el insecto—. Era mi padre un silencioso relojero turinés y mi madre una tierna criatura española. Fui el menor de tres hermanos varones, el más débil y el incomprensible único en aquel exacto y tintineante hogar de relojería. Vivíamos en un caserón vetusto, con su taller de relojero a la calle, sus habitaciones inmensas, su patio techado de glicinas y un fondo agreste que mi madre se obstinaba en llamar «jardín» y sólo fue una espesura de árboles, enredaderas y yuyos apretados en la más estrecha de las hermandades. No sin angustia recuerdo aquella infancia vivida en el taller de mi padre (un recinto lleno de tictacs, campanadas monótonas, péndulos en obsesionante vaivén y esferas de relojes que decían la misma hora, que gritaban la misma hora, unánimes y deshumanizados); o bien en las habitaciones del caserón, donde alentaba siempre un bullicio de charlas y de juegos que yo no compartía; o en la maraña del jardín, a cuyo amparo mi soledad se redondeaba como una fruta delectable. Apenas tenía yo nueve años, y, lejos de entregarme, como todos los niños, a la fuerte, a la dulce, a la bien pintada ilusión de las cosas, discurría entre dudas y temores, adivinaba secretas realidades tras el velo para mí engañoso del acontecer; de manera que, a mis ojos, el mundo era una concurrencia de formas y hechos inexplicables, nada seguros y siempre temibles en razón de su gratuidad. Recuerdo que mi desconfianza metafísica llegó hasta poner en duda la regularidad de los fenómenos naturales, y que más de una vez, al despertar, mi corazón redobló de espanto en la sospecha de que, al abrir los ojos, me hallaría en otro mundo, entre objetos distintos y seres abominables. Claro está que mis intuiciones infantiles no alcanzaban expresión alguna; en cambio, me producían tristezas, desolaciones y sobrecogimientos que se condensaban a veces en irresistibles golpes de llanto, sobre todo en la mesa familiar y durante la comida que, sin acertar la causa, me parecía el más absurdo y el más triste de los gestos humanos; entonces, urgido a explicar la razón de mis lágrimas, yo no sabía qué decir y guardaba un emparrado silencio, visto lo cual gruñía mi padre, se burlaban mis hermanos y sonreía mi madre al dirigirme una mirada llena de piadosas adivinaciones; más tarde, queriendo evitar el deshonor de aquellas burlas y aquellos rezongos, inventé para mi llanto una serie de causas tan inverosímiles, que, lejos de convencer a nadie, aumentaron la fama ya cuantiosa de mis «lloraderas». Episodios menos abstractos contribuyeron a mantener esa reputación extraña que se había tejido en torno de mi sensibilidad. Recuerdo que mi padre, aficionado, como buen relojero, a las nuevas invenciones mecánicas, había comprado uno de los primeros fonógrafos que llegaron a Buenos Aires: era un monstruo chillón, con su corneta niquelada y su cilindro de metal en el que se introducía el huecocilindro grabado que deseaba escucharse. Entre las grabaciones adquiridas por mi padre, hubo una gracias a la cual aquel fonógrafo rudimentario se convirtió para mí en máquina de tortura: era una «carcelera» española, una turbia canción de presidio cuyos versos iniciales decían así:

Por matar a una mujer

tocóme la última pena;

me firma el rey la condena,

y comienza el padecer,

amarrado a una cadena.

Ya fuese el triste asunto de la canción, ya la música desgarradora que le habían puesto, ya la doliente voz del cautivo que la entonaba, ya las tres cosas juntas, vertidas y desfiguradas por aquel mecanismo elemental aún, lo cierto fue que, al oírla por vez primera, se me anudó la garganta y no pude contener los sollozos. A la sorpresa familiar sucedieron, como de costumbre, la risa de mis hermanos y la indignación de mi padre; el buen relojero, que amaba la ciencia experimental, insistió dos o tres veces en la «carcelera» del cilindro; y al observar que todas las audiciones me producían el mismo efecto, abandonó la experiencia, en la seguridad de que se hallaba frente a lo ininteligible. Pero, ¡ay!, mis hermanos habían recogido la observación: durante meses, con esa crueldad minuciosa de los niños, espiaron mi alma, eligieron mis instantes felices, y volaron al fonógrafo, para obligarme a oír la «carcelera» que me hacía llorar con una precisión matemática.

»Ignoro si esas manifestaciones pueriles acusaban en mí un «sentimiento trágico de la vida» curiosamente prematuro. Y al formular esta duda viene a mi memoria otro episodio de mi infancia que también fue considerado risible y que, a mi juicio, no lo era. Todos los años, para la Navidad, mi madre nos hacía escribir tarjetas postales de salutación a nuestra tía Úrsula que habitaba en Rauch: eran cartulinas decoradas con una paloma que llevaba cierto mensaje en el pico, y aquella vez mi madre nos incitó a escribir un «pensamiento» de los que se estilaban entonces. Mis hermanos acudieron a los lugares comunes de «¡Vuela, postalcita, vuela!», o de «Al abrir esta postal», con el aditamento de felices augurios que la circunstancia requería; pero yo, tras mordisquear un largo rato la lapicera, escribí el siguiente aforismo, con mi elogiada letra vertical y redonda:

Dígase lo que se diga,

no es tan fiera la Muerte

como la pintan.

»No se ha de creer, empero, que mi alma infantil desoyera sistemáticamente los reclamos del júbilo: yo también acataba las periódicas estaciones del gozo y me rendía con facilidad a sus locuras; pero, a fuerza de observarme, advertí luego que los míos eran júbilos de vísperas, gozos en antelación que se marchitaban antes de lograr su madurez. Entre los chicos del barrio, por ejemplo, yo era el que, al acercarse la fiesta de San Juan, preparaba los monigotes que habrían de ser quemados en la hoguera famosa. Señores, ¡qué preludios de alegría tarareaba mi corazón al rellenar con papeles y virutas los trajes en desuso, al pintarrajear las caras de los muñecos y al esconder en sus risibles cabezotas la gruesa de cohetes que, al reventar, anunciarían el fin de la quemazón! Pero llegaba la noche ilustre: los chicos disponían el rimero de combustibles, plantaba yo en lo alto mis monigotes, estallaba y crecía la hoguera entre un griterío ensordecedor, la ronda infantil giraba en torno del chisporroteante fuego; y yo, con un pie ya puesto en los umbrales de la alegría, me quedaba inmóvil de pronto, sentía que junto al fuego de San Juan el corazón se me arrugaba como una hoja, y concluía por distanciarme cautelosamente, para considerar desde lejos el extraño, el incomprensible regocijo de los otros. Las vísperas del Carnaval también eran favorables a mi expectación del júbilo: tenía yo un traje de payaso que mi madre retiraba del baúl algunos días antes de la fiesta, para que se ventilara y recibiese luego el consabido planchas»; no imaginan ustedes los escalofríos de anticipada felicidad que me producían el retintín de los cascabeles, el olor de la tela y los dibujos caprichosos que adornaban aquel traje destinado a ser la librea de mis locuras. Llegaba por fin el gran domingo de los domingos: entre mis hermanos, que también se cubrían de ropas y abalorios, me enfundaba yo en mi disfraz cascabeleante y recibía en la cara los toques de bermellón, cobalto y negro de humo, todo ello solemnemente, como quien reviste los atributos de una liturgia; volaba luego a la calle, meditando en las mil piruetas, dichos y gestos que debería yo exteriorizar ante los ojos asombrados de la muchedumbre; pero, al enfrentarme con la ola humana que ya reía y gritaba afuera, sentía de pronto un raro envaramiento de corazón, una frialdad interna que congelaba súbitamente mis entusiasmos en agraz; entonces, dejándome caer en el umbral de la casa, permanecía sentado allí, solo e inmóvil, con el puño en el mentón y la mirada errabunda, observando en los otros aquella embriaguez de alma que parecía negárseme, ¡ay!, sistemáticamente.

»Con todo, no fui lo que se ha dado en llamar «un hombre sin infancia»: también yo viví en imaginación aquellos romances infantiles que nos dejan los ojos enfermos de lejanía, sobre todo en la maraña del jardín, en cuya intimidad practiqué un robinsonismo lleno de sabores paradisíacos. Mis aventuras marítimas se cumplieron en la tapa suelta de un antiguo baúl, embarcado en la cual descubrí océanos fabulosos y entoné barcarolas de mi cosecha o amenazantes canciones de filibustería. En cuanto a mis experiencias de lo heroico, se redujeron a una versión antojadiza del combate de San Lorenzo, en la que yo, actuando como sargento Cabral, me dejaba caer desde la techumbre del gallinero hasta un destripado colchón en desuso, no sin exclamar las históricas palabras: «¡Muero contento, hemos batido al enemigo!» Tanta heroicidad acabó cierta vez en que mis hermanos, al retirar el colchón intencionalmente, me hicieron aterrizar contra mi gusto en las duras baldosas del patio.

El insecto volvió a callar en este punto. Y yo, que había cerrado mis ojos por eludir el contraste de aquella dulce historia humana con la figura bestial que la refería, los abrí de nuevo, para dar otra vez con una espirotrompa movible y dos ojos facetados que me miraban yo diría que tiernamente. Acaso don Ecuménico (si es que tal era el nombre de aquel bicho prodigioso) aguardaba una pregunta, una objeción, cualquier sonido nuestro que lo alentara en la relación de su historia. Esperó inútilmente, ya que ninguno de nosotros había dialogado jamás con una bestia. Y al cabo de su esperanza, dijo lo siguiente:

—Si he insistido más de la cuenta en algunos episodios de mi niñez, lo hice con la intención de que vieran ustedes en ellos el anuncio de una personalidad no común, o el amanecer de un alma cuyas intuiciones y anhelos hubiesen llegado tal vez a la metafísica o al arte, si hubieran sido canalizados en su hora oportuna. Desgraciadamente, nadie captó en mi hogar aquellos indicios reveladores; y mi alma, reprimida en sus naturales movimientos, fue desde ya materia dócil al pecado que mucho después la embarcaría en la más curiosa de las metamorfosis. Pero me adelanto a los acontecimientos, y la siniestra Casa de los Libros está lejos aún de mi relato.

«Concluyeron los días de la infancia: mis dos hermanos, dúctiles a la sugestión paterna, condescendieron a dejarse iniciar en los primores de la relojería; negado yo a todo lo manual y sin otro bagaje que mi atildada letra y muchos conocimientos inútiles, fui destinado al escritorio de un aserradero vecino. Aquellos años de adolescencia nada traen a mi memoria, como no sea la noción de un deber monótono, el recuerdo de un aserrín impalpable que se nos metía por las narices y la boca, un gusto de tanino en la lengua y dos o tres caras brutales que se han agrisado en la lejanía del tiempo. A decir verdad, esta historia continúa en un instante preciso de mi juventud: aquel en que conocí a Dolores. He olvidado ya las circunstancias de aquel maravilloso encuentro, pero no dudé yo entonces que, desde toda la eternidad, algún ángel estudioso había manejado los hilos del acontecer para que Dolores y yo nos enfrentáramos en tal sitio y a tal hora con la exactitud matemática de una conjunción astral. Dolores era una criatura de pelo rubio, caliente y oloroso como las espigas que, no cortadas aún, se balancean al sol; tenían sus ojos un color verde sauce reflejado en aguas quietas, y mi madre hubiera dicho de su cara que traía el sol en un cachete y la luna en el otro; si el amor fuese tornero, no vacilaría yo en afirmar que los brazos de aquella muchacha salieron del mismo torno del amor; y no describo más, ya que Dolores fue para mí sólo una cara, dos brazos y un vestido azul cuyo secreto no me atreví a develar ni siquiera en imaginación, ¡tan puros fueron entonces mis ojos y tan casta la naturaleza de mis amores! En cambio, ¡qué inéditos escalofríos, qué sabrosos presentimientos de la delicia y también qué angustias indecibles me trajo la revelación de aquella mujer! Señores, al evocar esa pueril historia, me digo que hay en el hombre una capacidad de amor esencialmente metafísica: es un ala de amor que yerra, se lastima y ensucia en este mundo, porque fue creada sólo para la navegación del cielo. Entre Dolores y yo no hubo al principio más que un intercambio de palabras artificiales y de silencios elocuentes: la segunda revelación se produjo en mí cuando me llegaron sus primeros versos, escritos en papel rosa y firmados con un «Dolores» que partía el alma. Jamás había oído yo palabras tan musicales y tan tristes como las de aquellos renglones: al leerlos y releerlos me parecía escuchar la exaltación de un alma que, perdida en este mundo de aserrín y de humo, acababa de hallar su gemela, profería el grito de su júbilo y adelantaba ya una sombra de amarguísimas premoniciones. No dudando que con Dolores había dado yo en una criatura más divina que humana, decidí levantarme hasta su nivel y responderle con versos de mi cosecha: perdí entonces el sueño, contando sílabas y buscando consonantes imposibles. Tan magna obra llegó a ocupar todo mi día, en el sucio escritorio del aserradero, y bajo la observación de mis tres colegas oficinistas, Cara de Ratón, Cara de Buey, Cara de Zorro, que ya concebían serios temores acerca de mi salud mental. Concluido el borrador de mi poema, lo transcribí a máquina en una vieja «Remington» que teníamos en la oficina y que, reumática ya de tanto escribir facturas y memorándums, pareció tomar bajo mis dedos un airoso trote lírico. Dolores recibió mi canto y respondió con un madrigal que me dejó sin habla: de tal manera se inició entre nosotros un poético diálogo cuya sublimidad, al enajenarme del globo terrestre, me hizo olvidar también los más elementales dictados de la prudencia. Un día, mientras dactilografiaba yo algunas estrofas en la vieja «Remington», me sorprendió el gerente del aserradero: arrancó el papel de la máquina, enrojeció a su lectura; y, sin abrir la boca, me señaló la puerta con un índice recto, ante Cara de Ratón, Cara de Zorro y Cara de Buey que palidecían, mudos testigos de aquella catástrofe. Cierto es que perdí mi colocación; mas en cambio, tras un corto vendaval doméstico, me sentí libre y dueño de consagrar enteramente mis horas al cultivo de aquel amor ideal, a la frecuentación de aquella mujer sublime, y sobre todo a nuestro intercambio de poemas que adquirió en seguida un ritmo vertiginoso. Descubrí entonces que en aquella correspondencia lírica se cifraba todo el encanto de nuestro idilio: mis entrevistas con Dolores fueron haciéndose más espaciadas y más cortas; a decir verdad, enfrentados el uno con el otro, nada tenía yo que decirle y nada me decía ella; observaba yo, por el contrario, que nuestras aproximaciones físicas, lejos de prestarle ayuda, estorbaban el comercio sutil a que se habían entregado nuestras almas; y en ese tenor de cosas llegué a eludir mis encuentros con ella, sólo interesado en sus epístolas musicales que me traía el correo dos veces por semana. La desaparición de Dolores fue tan misteriosa como Dolores misma: cesaron de pronto sus mensajes líricos, la busqué inútilmente, hice averiguaciones en su calle; fiel a su naturaleza enigmática, Dolores habíase desvanecido sin dejar rastros. No diré ahora el cúmulo de lloros, exaltaciones y desvelos que arrojó sobre mí el eclipse de aquella mujer, ni la suerte de adoración a que me di luego al releer y venerar sus poemas admirables escritos en papel rosa. Años después, al frecuentar la siniestra Casa de los Libros, supe que los versos de Dolores pertenecían a Gustavo Adolfo Bécquer; y la perdoné sinceramente desde el fondo de mis recuerdos. Lo que todavía no he perdonado a Dolores es que su misteriosa desaparición (aquella que me había hecho soñar con el rapto de los ángeles) respondiera, según me advirtieron después, a su interesado y súbito matrimonio con un obeso importador de vinos.

Aquí don Ecuménico (bestia, hombre o lo que fuese) dejó de hablar un instante y pareció comulgar en silencio con su memoria. Algo de ironía, mucho de exaltación y bastante de resentimiento acababa yo de observar en la segunda parte de sus evocaciones, todo lo cual me hacía entender que se le estaba calentando la espirotrompa. Luego continuó su relato:

—Acabó mi adolescencia, y entré con bastante ímpetu en la edad viril. Circunstancias fortuitas me llevaron a ser un corredor de seguros, oficio azaroso en el que hice carrera, no sé si ayudado por una rica imaginación o por la facundia que había yo adquirido en mis diálogos epistolares con Dolores. Mis tendencias a la abstracción fueron debilitándose poco a poco; y, simultáneamente, raíces ávidas que parecían brotar del fondo de mi ser alargaron sus trompas absorbentes y se hundieron en el humus de la vida, en la gorda materia de los hombres, en el barro concreto del suceder. Entonces conocí a Raimunda y me enamoré cautelosamente de ella. Nuestro matrimonio fue un dechado de circunspección: si Dolores había sido para mí el ensueño con todos sus atributos, Raimunda se me presentaba como una imagen viva de la realidad, con sus leyes inflexibles pero tranquilizadoras, con su horizonte limitado pero seguro. Raimunda fue como un pedazo de buena tierra que uno ara y fertiliza, de la cual arranca uno flores y frutas, y sobre cuyo seno uno descansa largo a largo y profundamente, como los niños y los agricultores. Y yo me aferré a esa tierra y a su prolongación en los hijos: gradualmente fui renunciando a mi propio ser y a sus intransferibles anhelos, para vivir la existencia de los que me rodeaban, para cuidar el sueño de los otros, para sufrir sus dolores y asomarme a sus alegrías. Entonces hice una observación y descubrí una verdad: observé que, por amor, todos mis derechos se habían transformado en deberes; descubrí que, amando y prolongando aquella tierra, no había hecho yo sino extender mi territorio de dolor y mi área de vulnerabilidad.

»Con todo, un mundo firme se había organizado a mi alrededor: empezaba mi día con los ajetreos de Raimunda y el escándalo alegre de los chicos; mi día se cerraba con un vaivén de orinales infantiles y la lectura maquinal de una sexta edición; entre ambos paréntesis colocaba yo seguros, discutía contratos, galopaba calles, ascendía escaleras, frecuentaba rostros y voces iguales entre sí; de modo tal que, a fuerza de reiteraciones, adquirí una ciega confianza en la estabilidad de aquel pequeño universo. Y de pronto, cuando más firme lo creía, la muerte comenzó a trabajar en torno mío: empezó a trabajar sin anuncio, sin lógica, estúpidamente, como una guadañadora ciega que se hubiese metido en un trigal y cortara sin distinguir cuáles espigas estaban verdes y cuáles maduras. Pero cortó y cortó: la mujer y el niño cayeron por igual. Todavía me pregunto a qué leyes terribles o a que oscura necesidad pudo responder aquella destrucción maravillosa.

Un temblor de sollozo humano se hizo perceptible en la voz que narraba. Miré la cara del insecto y vi que cierta humedad se iba condensando en sus ojos poliédricos hasta redondearse y adquirir una forma de lágrima. Después, todo vestigio sentimental fue borrándose de aquel rostro, y entonces don Ecuménico adoptó un aire abstracto, como si a partir de aquel instante su narración debiera entrar en el árido terreno de la geometría:

—Al vertiginoso derrumbe de mi casa —dijo luego— sucedió en mí cierta edad de estupor que tuvo el carácter de una verdadera muerte. Dije ya que, renunciando a mi ser, había cobrado yo la forma de las criaturas que amaba. Y apenas quedé solo, me vi en una situación desconcertante: si, por un lado, no encontraba en mí aquel yo tan amorosamente convertido, por el otro, mal podía buscarlo, más allá de la muerte, en las criaturas que amé y que no eran ya sino fragmentos de carne mía en plena disolución. Aquel estado no duró mucho, naturalmente: al movimiento de dispersión o enajenación en que se había embarcado mi ser al constituir una familia, sucedió un movimiento de concentración gracias al cual, ¡y en mala hora!, fui recobrando solitariamente mis potencias. Me di a reflexionar entonces en la misteriosa causa, en el motor invisible que tan fácilmente construía y desbarataba las cosas de este mundo: en mi niñez, gracias al celo de mi madre, había yo adquirido la idea de un Dios que rige amorosamente a sus criaturas, y hasta recuerdo que hice una primera comunión bastante fervorosa; luego aquella noción había perdurado en mi alma, pero como la semilla que, no encontrando una tierra favorable, guarda latente su poder germinativo. Y ahora la semilla reventaba en mi ser, abría hojas y alargaba raíces; pero no ya con la soltura inocente de mi primera edad, sino como vigilada y discutida por un jardinero loco. Mi experiencia reciente, al conjugarse con los metafísicos recelos que habían torturado mi niñez y que retoñaban ahora, me hacía ver en la caducidad y mutación de las cosas un pecado oscuro que ya era urgente redimir. Al mismo tiempo, dejé de ver a Dios en la piadosa cara de su benevolencia, para mirarlo en el semblante de su rigor y temerlo como a una energía incógnita o como a un Demiurgo encolerizado a quien era preciso desagraviar y contener a fuerza de mortificaciones. Con tal objeto, inicié una vida penitencial tan minuciosa como absurda: para los otros, yo era siempre don Ecuménico, el corredor de seguros, el de las mismas argumentaciones, chistes e ingeniosidades que se habían hecho en mí una segunda naturaleza y se daban ahora mecánicamente, como un acto reflejo; para mí mismo era yo un alma escarmentada que ya no quería prestarse al ilusorio juego del mundo, que cerraba sus ojos a las imágenes engañadoras y sus oídos a los fantasmales reclamos, que reprimía sistemáticamente en su piel, en su olfato y en su gusto esa tendencia de los sentidos a dejarse llevar por el gran embuste de las cosas.

»De tal modo, y sin saberlo, imité yo a los ascetas antiguos, hasta culminar en un acto que otros hicieron sublime y que resultó en mí una tristísima comedia: la flagelación. Recuerdo, no sin vergüenza, la primera vez que, frente al espejo irónico de mi cuarto, me desnudé fríamente para darme, también en frío, quince o veinte azotes en las nalgas con un viejo cinturón que me había regalado Raimunda y que llevaba una hebilla de acero con mis iniciales: la quietud y el silencio de la medianoche, la frialdad ascética de mi habitación, el indignado asombro de mi cuerpo que gruñía bajo los azotes y la satisfacción de mi alma vencedora produjeron en mí cierta embriaguez que declinó en un sueño tranquilo. Aquella obra de flagelación fue continuada en sucesivas noches; pero no tardé yo en observar que, lejos de conducirme a las grandes revelaciones, aquellos cinturonazos degeneraban en un mecanismo glacial, y que mi embriaguez no trascendía los límites de cierta orgullosa complacencia. Luego, no sin temor, advertí que ya no estaba solo en el cuarto de mis flagelaciones, sino que ojos invisibles me seguían en cada uno de mis gestos, voces malévolas cuchicheaban por ahí, risas abominables estallaban y se reprimían en los rincones: supe al fin cuan temible y absurdo era ese juego que yo practicaba, cuando no se hacía bajo la mirada llorosa de los ángeles. Simultáneamente descubrí que algo de mis penitencias había trascendido a la casa de pensión donde yo vivía entonces y que regenteaba una triste arpía llamada irónicamente doña Consuelo: al parecer mis vecinos de habitación habían captado a través de los tabiques el chis-chas de mis nocturnas azotainas y parte de los monólogos con que yo las iba exaltando sin darme cuenta. Circularon rumores alarmistas, hubo cambios de miradas e inteligencia de ademanes, hasta que se llegó a la dolorosa verdad: «Don Ecuménico está chiflado.» Gracias a un resto de prudencia que todavía me quedaba, renuncié a los cinturonazos; y volví por mis fueros de hombre lúcido. No me costó gran cosa lograrlo: nuevamente me dejé llevar por el río monótono del acontecer. Pero mi lucha con la Divinidad no estaba concluida, sino postergada: la reanudé al entrar en la siniestra Casa de los Libros y conocer al Bibliotecario que Miraba desde Brumosas Lejanías.

Una pausa teatral fue la que abrió aquí ese bicho increíble de don Ecuménico. Había cacareado las últimas palabras en un tono que traducía cierta falsedad lamentable o no sé yo qué gusto de rancias literaturas, y en el cual, sin embargo, la cuerda poética y la humorística resonaban también. Luego prosiguió así:

—No dudo ya que algún demonio me llevó de la mano hasta la Casa de los Libros. Era una venerable mansión porteña, cuyo frente pintado al óleo y cuyas ventanas enrejadas tenían el aire más inocente del mundo. Según me contó después el Bibliotecario que Miraba desde Brumosas Lejanías, el fundador y donante de aquella especie de Instituto había reunido allí volumen tras volumen, llevado por una extraña pasión que tal vez fuese la del genio, o quizá la del avaro que amasa estúpidamente su tesoro, o acaso la del hombre vacío que llena sus horas con maquinales gestos de coleccionista. El busto del Fundador, por otra parte, decoraba el hall de la biblioteca; y puedo asegurar que ni en sus facciones marmóreas, ni en sus ojos huecos, ni en su vestidura que había respetado el escultor hasta el alfiler de corbata, pude yo descubrir si aquel hombre había sido un intelectual o un idiota.

»La primera sala de lectura se había destinado a los niños; y habitualmente acampaba en ella una legión de mocosos azogados que se debatían entre papeles infantiles, bajo la mirada bovina de una celadora cuya testa sin cuello parecía como atornillada en un torso exuberante de ancas y ubres. El segundo salón era un recinto amplio, con estanterías que llegaban al techo, acogedoras mesas de lectura y grabados antiguos en las paredes: allí conocí al Bibliotecario que Miraba desde Brumosas Lejanías; y allí, en un ambiente claro y neutral, hice mis primeras armas de lector, sin sospechar el desastre a que me llevaría en lo futuro aquel ejercicio inocente. Debo aclararles que la sala número dos había sido especializada en obras de literatura: la novela, el teatro, la poesía se alineaban en los estantes; y yo empecé a devorarlo todo, y me hundí en aquellos mundos ficticios hasta las rodillas del alma. Pero, señores, yo había renunciado anteriormente al engañoso desfile de imágenes, pasiones y sentimientos que constituyen una existencia humana, ¿y qué hada la literatura, sino multiplicar aquellas imágenes, estilizar aquellas pasiones, glorificar aquellos sentimientos y prolongar, en ficción, la coloreada mentira de las cosas? ¡Sí, sí! Lo que anhelaba mi ser era vivir en un cubo hermético, entre figuras y sólidos inventados por la geometría, ¡y entregarme a ideas abstractas, en las que no interviniese ni el fantasma de una rosa! Yo tenía una pelea que librar con el Eterno, y sólo podía librarla en el territorio enemigo, vale decir en las anchas, glaciales y silenciosas llanuras de lo Abstracto. Entonces fue cuando, sin quererlo, empecé a mirar la puertecita acolchada.

»Era una puertecita esmeradamente acolchada, una insignificante puertecita que se disimulaba en un rincón del segundo recinto: era una puertecita invisible casi, tal como las que se disfrazaron en las catacumbas, en las pirámides y en las recatadas fortalezas alquímicas. No hubiera sido extraño que la puertecita de marras diese a un sucucho vulgar donde se guardasen escobas, plumeros y trastos de la misma índole. Pero, de ser así, ¿a qué venía el riguroso acolchonamiento de la puertecita? Durante una semana hice cálculos en torno de ese misterio que había concluido por obsesionarme; y finalmente resolví tantear al Bibliotecario que Miraba desde Brumosas Lejanías. Era un hombre sin edad calculable y sin filiación discernible, un hombre rigurosamente neutro del que nada se hubiera podido afirmar o negar: lo envolvía el hondo pero tranquilizador silencio de los vegetales; no exteriorizaba jamás emoción alguna; parecía que sus ojos húmedos y fríos rodasen blandamente sobre las cosas, ¡ay!, blandamente y sin penetrarlas, como se desliza un arroyo sobre guijarros. ¿Era la estolidez o el secreto lo que se recataba en aquel hombre oscuro? Recuerdo que, al oír mis insinuaciones acerca de la puertecita, el Bibliotecario se obstinó en su mutismo; pero, ¿no habían asomado a sus ojos dos chispas de luz inédita? Lo cierto es que no dijo una palabra, giró sobre sus talones y volvió a sus ficheros metálicos. Al siguiente día insistí en mi demanda: el hombre volvió a escucharme con su indiferencia vegetal; pero esta vez algo aflojaba en él, algo parecido al rigor de una consigna que no sabe aún si ceder o no. Al fin, lejano como siempre, me dirigió estas dos palabras: «¿Qué busca?»; y las dijo con cierta voz herrumbrosa y cansada, como si desde la misma eternidad no hubiera tenido él otra misión que la de preguntarles aquello a los hombres: «¿Qué busca?» Entonces, un rapto de confianza loca me llevó a decírselo todo; y el Bibliotecario que Miraba desde Brumosas Lejanías escuchó largamente, con la frialdad de una balanza que recibe pesos y los registra. No me alentó en el relato de la historia, no aprobó ni desaprobó sus términos; una vez concluida, no aventuró comentario alguno, me volvió las espaldas y regresó a sus ficheros de color verde aceituna. Pero al día siguiente aquel hombre fatal, aquel hombre ininteligible, aquel hombre absurdo me franqueaba la puertecita acolchada; y lo hacía con el gesto mecánico de un guardián, sin deponer su mutismo, sin que se le moviera una línea de la cara.

»Detrás de la puertecita se ahuecaba un recinto brumoso iluminado por cierta claraboya de vidrios cuya opacidad no sabía uno si atribuir a la incuria de los limpiadores o a esa roña ineluctable que va dejando el tiempo en las cosas destinadas a morir. Pero no bien se hacía uno a la luz fantasmal de la claraboya, observaba que no era el abandono sino un orden casi exagerado lo que se imponía en el recinto número tres: adosadas a los muros tres librerías repletas levantaban sus imponentes arquitecturas; frente a la claraboya se veía un escritorio de madera tallada, con su atril para la lectura, su antiguo sillón frailero y su lámpara verde; una gran alfombra extendida en el suelo devoraba el rumor de los pasos y sugería no sé yo qué amenazante invitación al sigilo. Ni estampas ni pinturas distraían allí el rumbo de los ojos: por el contrario, muebles, libros, alfombra y aun el damasco celeste que tapizaba los muros habían perdido su color original hasta identificarse allí en un tono único, sin definición, ajado, muerto. Tal era el recinto número tres, el que se ocultaba detrás de la puertecita, el que fue laboratorio de la transformación risible, de la maldad sin gloria, de la oscura metamorfosis que ven ustedes en mí. Pero, ¿qué abominación acechaba en aquel recinto?

»En el recinto número tres el Fundador había coleccionado gruesos volúmenes de páginas amarillentas y duros lomos: aquellos libros contenían todas las iluminaciones del alma, todas las locuras de la intelección, todos los razonamientos prudentes y las audacias blasfematorias a que había llegado el hombre mortal en su buceo de lo Absoluto. Pues bien, señores: yo buscaba lo Absoluto, no sabía claramente si en alas del amor o del rencor; y me lancé a la lectura de aquellos libros, con una voracidad que se agudizaba según iba yo encontrando en ellos o una imagen de mi sentir o una contestación a mis viejas preguntas interiores. Y, ciertamente, fue un bien trazado camino de perdición.

«Antes de referir lo que sucedió en el recinto número tres debo explicar algo referente al corredor de seguros que aún existía en mí y que se llamaba don Ecuménico. Mis incursiones a la Mansión de los Libros comenzaron por ser vespertinas y me llevaban las horas de la tarde hasta el anochecer: por la mañana recorría yo los viveros de mi clientela, volaba después a la oficina, registraba el fruto de mi trabajo y me hacía perdiz hasta la mañana siguiente. Aunque mi nuevo estilo de trabajar no fuera muy ortodoxo, resultaba yo demasiado hábil aún en el oficio como para que se alarmara la Compañía: el volumen de mis negocios era normal, y nadie se preguntó qué hacía don Ecuménico fuera de sus horas útiles. Pero distinto fue cuando se me reveló la puertecita y lo que ocultaba detrás de su esmerado acolchonamiento: leía yo hasta que la noche y el Bibliotecario me expulsaban de mis lecturas; comía luego en la pensión a que ya me referí: comía entre caras fantasmales, rumiando paralelamente los guisotes de doña Consuelo y el último problema que había traído yo de la sala número tres; me acostaba en seguida, y el problema se acostaba conmigo, interfería en mi sueño, me desvelaba, roía mis células grises y me abandonaba por fin en los umbrales del nuevo día. Roto de cuerpo y alma, volvía yo a mi corretaje matinal; pero una fuerza indecible me arrastraba, contra mi voluntad, a la Mansión de los Libros, una fuerza contra la cual me debatí largamente y que me venció. Al principio cedí una vez por semana, luego dos, al fin tres: el asombro y la consternación reinaban en la Compañía de Seguros: comenzaron por amonestarme cariñosamente, siguieron las filípicas agrias, y una exoneración vergonzosa me dejó sin oficio ni beneficio. Afortunadamente, yo tenía mis ahorros, y llevaba una existencia muy sobria: resolví entonces desligarme de toda ocupación, como no fuera la que me conducía mañana y tarde al recinto número tres. Porque mi beatitud se cifraba ya en las excelencias que siguen: advertir, no sin un escalofrío de gozo, que, tras darme paso, la puertecita se cerraba discretamente; sentir cómo el alma entreabría sus pétalos a la luz irreal de la claraboya; respirar el olor de las encuadernaciones, los papeles antiguos y los desinfectantes contra insectos de aparato roedor; colocar un libro en el atril y debatirme luego con la Divinidad, en una lucha de armas desiguales pero embriagadora en su misma desproporción.

»¡Fue un maravilloso camino de locura! Fue un salto mortal del orgullo, en tres volteretas que describiré ahora brevemente:

»Primera voltereta: me doy a la lectura de los ortodoxos y vuelvo a la noción infantil de una Divinidad que nos mira con ojos tiernos. Lloro de amor sobre las viejas páginas adorables. Caigo en una piedad untuosa que me hace reír de mis antiguas flagelaciones y me induce ya en sutiles caminos de tentación: ayer, en la sala de los pequeños, acaricié al pasar la cabecita de un niño que recortaba figuras; hoy he mirado las ubres de la celadora con un semi casi atisbo de complacencia. ¡Ojo, Ecuménico! ¡Atención a la gran mentira!

»Segunda voltereta: estoy devorando ahora la gran serie de los infolios. Extrañas concepciones acerca de la Divinidad. ¿Cómo? ¡Dios no es ya el absolutamente impasible, sino el Ser obligado a exteriorizar sus posibilidades de manifestación! ¡Y yo, Ecuménico, soy una de esas posibilidades! ¡Bravo, Ecuménico! ¡Duro con el viejo de Arriba! Me paseo a grandes trancos por la sala número tres. Luego me planto frente a la claraboya y le suelto un discurso metafísico que hace temblar los cristales. Ese Bibliotecario del infierno entra inesperadamente, arroja un vistazo en torno suyo, y se va. ¡No ha captado nada, o finge que no ha captado nada!

» Tercera voltereta: un hambre devoradora me ha inducido a explorar los volúmenes acribillados de polillas que se guardan en los anaqueles del fondo. Penosamente reconstruyo las líneas taladradas; y mi entendimiento se deslumbra, tambalea, cae de pronto en abismos insondables. ¡Gran Dios, a qué se ha reducido tu anchurosa divinidad! Se te decía el Ser, más allá del cual no existe nada, ¡y ahora resulta que hay un No-ser anterior a ti, un No-ser fabulosamente rico de metafísica, un No-ser del cual tú sólo eres una afirmación! ¡Qué sesera tienen esos malditos orientales! ¡Ecuménico, ríete! Y, sentado en el sillón frailero, río yo a carcajadas, río largamente, hasta llorar y moquear de risa. ¡Qué victoria, Ecuménico! ¡Un triste corredor de seguros! Y otra vez irrumpe ahora el Bibliotecario, examina el recinto y se vuelve. No ha oído nada, o finge que no ha oído nada.

Aquí el bicharraco infernal se detuvo jadeante: un fuego de locura multiplicaba centellas en sus ojos facetados; la espirotrompa se le tendía y arrollaba sin contralor alguno, latía su tórax desordenadamente y un sudor espeso mojaba los gordos anillos de su abdomen. Luego empezó a decir, con voz chillona, pedantesca, insufrible:

—¡Silencio todo el mundo! Aquí comienza el Libro de las Transformaciones de don Ecuménico. ¡Un burra por el Ser y dos por el No-ser! ¡Hip, hip! Si alguno desea beber una copa de ambrosía embotellada y lacrada celosamente por el Eterno…

Volvió a detenerse, como desorientado: era visible que don Ecuménico descarrilaba y que lo había él advertido. Mediante un esfuerzo de voluntad humana restableció el orden en su agitado físico de bestia. Después nos habló así:

—Llegamos ahora, señores, a la parte más difícil de mi relato: describir la metamorfosis de un alma no es cosa del otro jueves; pero hacer lo mismo con la transformación de un cuerpo es tarea monstruosa y por demás ingrata, ya que, debiendo apartarse de las leyes comunes que rigen al famoso bípedo humano, se arriesga el narrador a zozobrar en los arrecifes de la incredulidad ajena.

»Mentiría yo si afirmara conocer el instante justo en que se inició esta metamorfosis, aunque a veces me pregunto si la transformación de mi cuerpo y la de mi alma no se iniciaron y crecieron paralelamente. El primer indicio de que algo fuera de lo normal estaba ocurriendo en mí lo tuve por aquel hombre o demonio que hacía de Bibliotecario y sobre cuya identidad verdadera empezaba yo a concebir mis dudas. Acostumbraba él a irrumpir en el recinto número tres, con algún pretexto que no conseguía disimular su intención de espionaje: entraba sigilosamente, nos mirábamos de reojo, y salía él con su eterno aire de indiferencia. Pero advertí más adelante que mi hombre, al entrar, se quedaba de pie, recorría el ámbito con ojos perplejos, buscaba en torno suyo afanosamente, hasta dar conmigo: ¡y sin embargo me tenía delante de sus narices, allí, en el sillón de siempre, bajo la luz de la claraboya! ¿Qué le pasaba? ¿No estaría volviéndose ciego? Las cosas llegaron a un extremo tal, que cierta mañana, frente al Bibliotecario, tuve que gritarle para que advirtiese mi presencia. Lo interrogué allí mismo sobre el estado de sus ojos, ¡y nunca olvidaré la punta de ironía que asomaba en su voz cuando me aseguró que su vista era excelente! Me quedé preocupado: si la visión de aquel hombre no había sufrido merma, era lógico suponer que la causa de sus aberraciones ópticas no residía en él, sino en mí. Una duda expresa y un temor inefable me asaltaron entonces: guardaba yo un espejito que solía utilizar en la inspección de mi dentadura; y gran parte de aquella mañana estuve fluctuando entre la tentación y el recelo de estudiar mi cara en el espejito. Al fin lo hice, mitad asustado, mitad curioso: en un principio, nada vi de mi semblante; pero forcé la vista, y al cabo distinguí mis ojos, mi nariz, mi boca, mi pelo, aunque desvaídos y como en fantasma. Luego consideré mi traje verde botella, mi sobretodo azul, mis botines castaños; y descubrí que también ellos, abandonando su color de fábrica, se habían convertido al tono único, indefinible, muerto que presentaban las cosas en el recinto número tres. ¡No había duda! Era un caso de mimetismo, comparable al de las alimañas que adoptan el color de los follajes, las piedras o los charcos donde viven.

«Lejos de inquietarme, aquel fenómeno redobló mi seguridad y con ella mi confianza. Había llegado a pasarme todo el día en el recinto número tres, con excepción del cuarto de hora que yo empleaba en salir, tomar un vaso de leche con vainillas y regresar a la Mansión de los Libros. Mi existencia se había organizado ya en dos tiempos isócronos: una metafísica voracidad y el letargo profundo en que declinaba fatalmente. Cierto es que, a favor de mi recién descubierta invisibilidad, me divertí al principio con el Bibliotecario, soltándole al oído fuertes pedos bucales que lo sobresaltaban; mas aquel jueguito me aburrió finalmente, y concluí por entregarme sin reservas a la doble abstracción de la lectura y del sueño. Llegada la noche, volvía yo a la pensión, último lazo que aún me relacionaba con la esfera de los hombres; pero aquel vínculo también se rompió un día y fue así:

«Cierta vez, tras uno de aquellos letargos que sucedían a mis lecturas, desperté normalmente y me vi en el recinto número tres arrellanado en el sillón frailero, a la luz de la lámpara verde. Me puse de pie, y acercándome a la claraboya descubrí, no sin asombro, que afuera reinaban una oscuridad y un silencio como de medianoche. Abrí la puertecita de marras, pasé al segundo recinto y de ahí a la sala de los chicuelos, recorrí la Mansión entera: todo estaba oscuro y vacío, las puertas con llave, los balcones apostillados. No me quedaban dudas: el Bibliotecario, a la hora de cerrar, no me había descubierto en el recinto número tres, me dio por ausente ya y me había encerrado, sin saberlo, en la gran casa desierta. ¡Medianoche! ¡Solo! ¡Toda la Mansión era mía! No pueden imaginarse ustedes la oscura embriaguez que se apoderó de mí al verificarlo, ni la orgía intelectual a que me abandoné luego durante aquella noche señalada entre mil. ¡Qué proporciones de leyenda, qué tintes mitológicos adquiría ese pobre corredor de seguros que se llamaba don Ecuménico!

»En adelante, no volví a la pensión: ignoro si doña Consuelo, alarmada por mi eclipse definitivo, lo denunció a la policía y fui buscado en las morgues o en los hospitales. Y la sala número tres, en lo sucesivo, fue mi única residencia, la de mis días y mis noches, la de mis banquetes y modorras. Aún me ausentaba durante quince minutos diarios, para correrme hasta la lechería; pero más tarde conseguí evitar esas escapatorias, haciendo en los bolsillos de mi sobretodo azul una provisión de chocolate, bizcochos y caramelos que me duraba una quincena. Ya fuese por incuria, ya por sabiduría, el Bibliotecario no asomaba casi en el recinto: por otra parte, había llegado un invierno riguroso, desertaban los lectores, y hundido yo en mi sillón oía el canturreo de la lluvia en los cristales de la claraboya. Mi tiempo de velar duraba menos cada vez, y mis letargos hacíanse cada vez más hondos y durables.

«Aquella noche desperté bruscamente: me sentía lúcido de alma, como nunca lo había estado; pero ahora se me revelaba en el cuerpo no sabía yo qué debilidad tremenda. Ignoraba cuánto había dormido, y no sin una turbación creciente iba observando yo que la ropa me quedaba grande hasta lo risible, que mi traje verde botella se me caía de los hombros, que mis extremidades o ya no estaban o habían encogido asombrosamente en sus fundas de casimir. ¿Se trataba o no de una pesadilla? ¡Cuidado! Me sentía bien despierto de inteligencia, mis ojos no captaban otra realidad que la muy tranquilizadora del recinto número tres, con su mesa de lectura, su lámpara verde, sus familiares librerías y su claraboya en la que tamborileaba el aguacero; y, no obstante, ¡algo me tenía inmóvil y como atado al sillón, una inercia prudente que señoreaba el pedazo físico de mi ser y le advertía el riesgo de abandonar aquella postura! Con todo, no entraba en mi cálculo permanecer allí como una ostra: sucediera lo que sucediese, yo tenía que despabilarme y tornar a mis estudios. ¡Arriba, pues, Ecuménico! ¡A la obra! Y cuando traté de incorporarme, se produjo la segunda revelación de aquella noche. Intenté apoyar las manos en la mesa y los pies en el suelo, como lo hace toda criatura sentada que desea reasumir su posición vertical; pero mis extremidades no acataron la orden: a decir verdad, ni sentía ya que tuviera extremidades y que se tratara de un desacato. Y como simultáneamente irguiera el torso, perdí el equilibrio y me caí del sillón frailero, en un derrumbe silencioso, blanduzco, intrascendente, cuya benignidad atribuí al poder amortiguador de mis ropas. ¡Y cuánta ropa era! Me sentía envuelto y sofocado en ella, como si se me hubiese caído encima una tienda de campaña. Revolviéndome con una flexibilidad que me desconcertó no poco, me abrí paso entre aquel revoltijo de prendas familiares, hasta salir a la luz y verme desnudo sobre la alfombra. Y lo que vi en mí no dejaba de ser curioso: ¡don Ecuménico, el ex corredor de seguros, se había transformado en una hermosa bestezuela de cuerpo vermiforme, en un gusano de rechonchos anillos que miraba y admiraba su nueva estructura!

«Porque no han de creer ustedes que la revelación de tan inusitada metamorfosis me trajera un asomo de pánico. Cierto es que me inquietó al principio la serie de incomodidades que yo suponía inherentes a mi nueva organización. Pero cuando, y no sin elegancia, me arrastré holgadamente por la alfombra; cuando me atreví a escalar los muros, haciendo gala de la misma soltura; cuando recorrí, dorso abajo, el techo del recinto, menospreciando las viejas y temidas leyes de la gravitación; cuando miré las cosas desde ángulos para mí desconocidos y medí el caudal de mis nuevas posibilidades, una exaltación gozosa me dominó aquella noche, hasta el rayar del alba. Entonces, viendo que la luz del día se filtraba por la claraboya, recordé al Bibliotecario: ¿advertiría ese hombre ciego mi escandalosa transformación? Ahí estaban esas ropas amontonadas en el suelo, esas malditas prendas que, al abandonarme, recobraban ahora su color original: ¡el Bibliotecario repararía en ellas, fatalmente, no bien se asomase al recinto número tres! Por fortuna, me asaltaba de nuevo y aquella voracidad infinita que ya les describí; pero no ahora de substancias intelectuales, sino de materias duras que se pudiesen roer y tragar. Me comí, pues, toda mi ropa; y, volviéndome al sillón frailero, espié la llegada del Bibliotecario. Entró al fin, paseó en torno una mirada vacía, y se fue. Deo grattias!

»En adelante me di a la grata empresa de roer y devorar físicamente los volúmenes del recinto, las encuadernaciones lujosas, los ricos dorados, los papeles del Japón, de Flandes y de Italia. Roía y me aletargaba como antes; pero ahora lo hacía con un ritmo bestial, entregado a las leyes rudimentarias del hambre y del sueño. Transcurrió la primavera; y hasta yo mismo consideré, no sin alarma, los estragos que ya se hacían patentes en el recinto número tres. Con todo, el Bibliotecario no daba señales de inquietud alguna; y aunque su indiferencia me tranquilizó al principio, no tardó en inspirarme una rabia sorda. ¡Ese hombre o diablo pretendía ignorarme, o hacía como que me ignoraba! Resolví entonces provocarlo de alguna manera: cierto día me arrastré sigilosamente hasta el recinto número dos, escalé la percha y me comí el sombrero del Bibliotecario, un Stetson gris perla que sin duda le había costado un ojo de la cara. Regresé a mis dominios, y, no sin cierta emoción, aguardé las represalias que mi hombre no dejaría de tomarse. Pero el Bibliotecario no se dio por aludido; y las nuevas comilonas a que me di luego lo apartaron enteramente de mi atención.

»Me atracaba y dormía luego: los anillos de mi abdomen engordaban peligrosamente, y derrumbado en mi sillón frailero sentía yo que mis modorras eran cada vez más largas. Por fin llegó el día en que no pude abandonar el sillón: me aletargaba, conseguía despertar un instante y no tardaba en sucumbir otra vez a los redamos de mi terrible sueñera. Un frío sudor brotaba de mi cuerpo anillado y se endurecía inmediatamente, hasta formar a mi alrededor una costra segura, un capullo cerrado, una inviolable cámara de sueño. Y dormí en mi capullo largamente, hasta despertar un día, lleno de no sé yo qué fuerzas locas ni de qué impulsos desconocidos. Me revolví en la estrechez de mi prisión, desgarré al fin la dura cáscara que me ceñía; y salí revoloteando, ebrio de luz, ansioso de alturas. ¡Qué ridículamente pequeño era el recinto número tres! Batía yo mis alas en un arranque de vuelo, y daba de cabeza en las paredes, en las librerías, en el cielo raso, en la claraboya cerrada, tal como si aquel recinto fuera otro capullo que debería yo romper igualmente. Apareció entonces el Bibliotecario que Miraba desde Brumosas Lejanías: abstracto como siempre, vestido de silencios, con su indiferencia vegetal y su cachaza terrible, aquel hombre, si es que realmente lo era, me abrió de par en par la claraboya. Y salí volando al aire libre, para descender a este Infierno.

Don Ecuménico había terminado su historia. Nos miró a todos en la cara, fija y ansiosamente, como si aguardase una objeción, acaso una pregunta o siquiera una mirada consoladora. Pero Schultze y Tesler se mantenían en su aire lejano, y no encontré yo palabra que decirle. Visto lo cual don Ecuménico agitó sus alas, consiguió alzar el vuelo y se alejó pesadamente, revoloteando entre las flores monstruosas.