VII
Una puerta cerrada nos detuvo. Y frente a sus dos hojas monumentales descansamos hasta recobrar el aliento. Logrado lo cual me dijo Schultze:
—Ahora déle un vistazo a la puerta que tenemos delante.
Así lo hice, y amén de sus proporciones gigantescas, la solidez broncínea de su construcción y ese aire misterioso que suelen adoptar las puertas cuando están cerradas, admiré un instante la profusión de bajorrelieves que la cubrían de lo alto a lo bajo.
—Aja —dije al fin—. Una puerta con motivos ornamentales.
—¡No son motivos ornamentales! —protestó Schultze visiblemente lastimado—. Esos dibujos ocultan un sentido alegórico que usted está obligado a descifrar si quiere que la puerta se le abra.
Volví a considerar los bajorrelieves. Me pareció que los de la hoja izquierda trataban de representar (y lo conseguían admirablemente) un huerto paradisíaco en el cual mil árboles se inclinaban graciosamente al peso de sus flores y sus frutas, y donde numerosas aves, tigres, venados, monos y serpientes convivían en la más asombrosa de las amistades; arriba y a la derecha, como perteneciente al dominio del cielo, se veía un lagar donde númenes alados pisoteaban grandes racimos de uva cuyo mosto, al chorrear desde lo alto, se repartía en los cien arroyos y acequias que regaban el huerto; a la izquierda, y también en las alturas, otros genios ordeñaban una poderosa vaca celeste, de cuyas ubres descendía un río lácteo que circundaba el paraíso; y el hombre se veía por doquiera, señor y dueño de aquel jardín, acostado a la sombra de los árboles o tendido junto a la corriente de los arroyos, comiendo sin trabajo la fruta que se le rendía o bebiendo sin inquietud el zumo gratuito, inmovilizado en el éxtasis de la contemplación o enardecido en la espiral de una danza. La hoja derecha presentaba muy a lo vivo una humanidad afanosa y triste: aquí labriegos encallecidos araban, sembraban y cosechaban una tierra indócil; allá, traídos y llevados por un mar iracundo, pescadores de rostro amargo recogían sus redes preñadas de mariscos; en vegas y pampas, bajo el sol o la lluvia, duros pastores cuidaban rebaños y tropillas; metidos en la selva, entre animales de garra y vegetales de espina, cazadores furiosos disparaban sus armas contra el jabalí, ponían trampas al ciervo, soltaban sus azores contra el faisán o sus galgos contra la liebre; y lo más extraordinario era que todos aquellos frutos arrancados tan dolorosamente a la tierra, el agua y el aire (mazorcas y espigas, tubérculos y frutas, peces y moluscos, rebaños y piaras, aves y reptiles, batracios e insectos) afluían a una gran boca humana, conducidos en carretas, embarcaciones, arreos, tropas de muías, caravanas de camellos y filas de elefantes.
—¿Qué ha leído usted? —me interrogó Schultze, no bien di por acabado mi examen de la puerta.
—¡Bah! —le contesté—. Hay un sentido alegórico, pero es de una ingenuidad lastimosa.
—¿Cómo? —dijo él, visiblemente desconcertado—. Las dos hojas de la puerta fueron historiadas en contraste y oposición. Cualquier pelafustán entendería que la hoja izquierda nos describe la Edad de Oro, en que la tierra y el cielo rendían espontáneamente sus frutos, los animales eran pacíficos y el hombre vacaba en una perpetua delicia; luego, la hoja derecha simboliza necesariamente la Edad de Hierro en que ahora vivimos, como lo prueban esas figuritas humanas que se rompen todas en el afán de ganarse el pucherete. Y algo más importante aún: la hoja de la izquierda se refiere al hombre perfecto, salido recién de las manos de su Artífice, y al que bastaba sólo una fruta para nutrir el cuerpo destinado a ser el transitorio soporte de un alma que a cada rato se le iba por los caminos del éxtasis; en cambio, la hoja derecha nos pinta la triste humanidad a que pertenecemos, devorando la creación entera para engordar una anatomía en la cual se duda hoy que habite un alma.
—¿Y en conclusión? —me dijo Schultze.
—Advierto que ambas hojas insisten demasiado en lo comestible. Me da muy mala espina.
—¿Porqué?
—Porque no dudo que detrás de esta puerta me mostrará usted algo así como un Infierno de la Gula.
No había dicho yo aún esas últimas palabras, cuando la puerta se nos abrió solemnemente, con lo cual entendí que había dado yo en la clave.
Me adelanté al punto, seguido de Schultze que guardaba un silencio agrio (era evidente que no le había gustado la facilidad con que yo había resuelto el acertijo); y no bien la puerta se hubo cerrado a nuestras espaldas, nos vimos en un hall brumoso y al parecer sin salida.
—¡Váyanse a la miércoles todos los tragones de Buenos Aires! —exclamó el malhumorado astrólogo—. ¡Bien sé que no ofrecen interés alguno!
Pero esos abominables chupasalsas, esos omnívoros de lujo, esos pringosos héroes de cocina reclamaban su lugar en mi Helicoide. ¡Palabra de honor que me revuelven el estómago! Vea usted las paredes de la ciudad, sus estaciones del subterráneo, sus periódicos y revistas, llenos de afiches y anuncios que exaltan el mérito de los cien laxantes, de las mil píldoras, de los diez mil galenos dedicados en nuestra urbe a restaurar un millón de aparatos digestivos en patine.
—Yo que usted no hablaría tan alto sobre la materia —le dije.
—¿Y por qué?
—Se dice por ahí que usted, mediante raras experiencias, ha ensanchado hasta lo infinito el repertorio de lo comestible.
—¿Por ejemplo?
—¿No se comió usted, en «Amigos del Arte», un ramo de arvejillas celestes que adornaba el pupitre de las conferencias? Y en el Teatro Colón, durante el segundo acto de «Lohengrin», ¿no hizo lo propio con la orquídea valiosa que languidecía en el pecho de una señorita germana? ¿No fue sorprendido, acaso, en un almuerzo de la Embajada Española, mientras alteraba con chorros de sifón la estructura tradicional de un bacalao a la vizcaína? ¿Y no lo vieron cien veces, en el bodegón de Gildo, revolucionar con desconcertantes mixturas las leyes ingenuas de la parrillada criolla?
El astrólogo sonrió con modestia:
—Fisiología del gusto —me dijo—. ¡No confundir hinchazón con gordura!
Y añadió, soslayando el tema y recobrando su expresión de náusea:
—Vamos allá. Sólo echaremos un vistazo.
Por entre mugrientas cortinas de sarga me llevó a una plataforma desde la cual el Tercer Infierno, en toda su anchura, se reveló súbitamente a mis ojos, a mis oídos y a mi olfato. En realidad, acabo de invertir el orden en que se dieron mis sensaciones; porque las primeras en ofenderse fueron mis narices, al recibir una tufarada nauseabunda que me hizo pensar si Schultze no habría reunido en aquel antro todos los bodegones de la cortada Carabelas, todas las cantinas de La Boca, todas las churrasquerías de los Mataderos, todas las lecherías de la Paternal y todas las pizzerías del Paseo de Julio. Casi al mismo tiempo se aturdían mis oídos con algo que no era una música ni dejaba de serlo, y cuya naturaleza real se me aclaró más tarde. Y sólo instantes después, ya hechos a la semioscuridad del antro, mis ojos entrevieron algo así como un Banquete monstruoso. La mesa, en forma de una espiral gigante, ocupaba la zona central del infierno; y sentados a su alrededor, millares de al parecer comensales, vestidos al parecer de rigurosa etiqueta, recibían las al parecer atenciones de muchos activos y desmesurados al parecer camareros.
—Las cocinas están a la derecha —me sopló Schultze—. Los vomitorios a la izquierda.
Descendimos por una escalerita de hierro semejante a las que se ven en los cuartos de máquinas; y ya en el plano del Banquete, me arrastró Schultze hasta una zona de terribles calores, junto a grandes hornallas y braseros, en la cual cien figuras gigantes, con bonetes de marmitón, parecían entregarse a una química infernal. A la luz de las llamaradas que sallan con intermitencia de hornos y fogones, reconocí, no sin temblor, el linaje de los cocineros: eran Cíclopes, ¡y bien vi sus caras arrebatadas por el fuego y chorreantes de sudor, y el ojo único que se abría en sus frentes y del que resbalaban lagrimones arrancados por el humo y las cebollas! Gambeteando entre sus piernas, como entre árboles andantes, el astrólogo y yo recorrimos la cocina de los Cíclopes.
Unos hacían girar monstruosos asadores, ensartados en los cuales se doraban enteros los gordos novillos de la invernada, las grasientas vaquillonas con cuero, y las potrancas de jugoso matambre, caras a los ranqueles devoradores de yeguarizos; otros hacían llover un diluvio de salmuera sobre lechones y corderos asados verticalmente, o bien sobre parrillas inmensas en las que se tostaban a millares los chinchulines, las tripas gordas, los riñones, las ubres, los testículos y otros órganos internos y externos de bestias mamíferas, junto a sus hermanos de fuego, los chorizos criollos, las cantábricas morcillas, los codeguines itálicos, las longanizas béticas y los salchichones tudescos; aquí, removiéndolos y adobándolos en fuentones de latón, pinches activos horneaban un universo de pollos, martinetas, pavos, gansos, faisanes, patos, codornices y lechuzas; más allá, otros revolvían en calderas enormes todas las formas lacustres, marítimas y fluviales, desde el gigantesco pejerrey del Paraná, orgullo de su especie, hasta la aristocrática langosta de Chile, pasando por la centolla fueguina, el salmón del piscífero Nahuel, los peces y moluscos de Mar del Plata, los pacúes y surubíes del argentino Delta y los escamosos frutos de Chascomús, sin olvidar los pulpos de la brumosa Galicia, los bacalaos de la resfriada Noruega, los atunes que surcan el Pacífico y los cangrejos del industrioso Japón; en ollas inconmensurables hervían las pastas hechas al itálico modo, los tallarines enmarañados, los capeletis de sabrosa entraña, los preñados ravioles, los espaguetis sutiles y los democráticos macarrones; y luego una difícil alquimia de salsas obtenidas a fuego lento en cazuelas de cobre o de barro, mediante la cocción de liebres maceradas en vino, de perdices hervidas en leche o tratadas al coñac, de berberechos y ostras con whisky, a todo lo cual se juntaba el tomate obsceno, la llantífera cebolla, el orégano proverbial, la fragante albahaca y el glorioso laurel, con el ajo delator y el nunca olvidado perejil, arcades ambo.
Nuestro examen de la cocina estaba en este punto. Y nos sentíamos ya pringados hasta la coronilla, los ojos enrojecidos de humo y las narices cosquilleantes de especias, cuando vimos llegar a un Cíclope disfrazado de «maitre» (librea galoneada, calzón corto, medias y guantes blancos), el cual, en tono de premura, ordenó a los marmitones:
—Trincha! Súbito!
Después, volviéndose a la legión de camareros ciclópeos que lo escoltaban:
—Presto! —les gritó—. Avanti!
—¡Ciro Rossini! —exclamé yo al distinguir aquel pelo teñido, aquel rostro nocturno y aquella voz de comedia lírica.
Sin ocultar su desconcierto, el Cíclope nos buscó un instante con su mirada única. Pero al descubrirnos y reconocernos, echó a correr hacia nosotros, no sin adelantarnos aquella sonrisa festival que siempre habíamos encontrado en la glorieta «Ciro».
—¡Muchachos! —vociferó—. ¡Una fiestita in familia! ¡Bravo! A tavola!
Y nos empujó amigablemente hacia la mesa en espira que, como dije ya, ocupaba el centro del antro. No tardó en abandonarnos para gruñir y acicatear a los camareros que ya regresaban de la cocina con fuentones humeantes:
—Súbito! Trincha! Presto!
El astrólogo Schultze y yo nos pusimos a gambetear ahora entre la chusma de los fuentones, que amenazaba con arrollamos. Al mismo tiempo, la música (o lo que fuese) a que ya me referí no sin reservas, abandonó su ritmo de largo para iniciar un prestisimo cuyo recuerdo me hace reír ahora, pero que me sobrecogió entonces hasta lo indecible. Y no bien hubo desfilado el último camarero, descubrí al frente un quiosco parecido al que durante sus conciertos ocupan las bandas militares, y dentro del cual, vistiendo uniformes de pesadilla, Cíclopes músicos rascaban o soplaban sus instrumentos: a excepción de un contrabajo descomunal y dos trombones gigantes, los instrumentos eran desconocidos para mí, y consistían en largas calabazas, tubas primitivas, canutos y porongos que lanzaban sonidos graves, eructos e hipos, al ejecutar algo así como un pedorreante Concierto Brandemburgués.
—¡Muy propia de su genio la orquestita! —le grité a Schultze, patentizando mi disgusto.
—No es más que un detalle —aclaró él—. Acerquémonos a la mesa y verá lo que realmente importa en este infierno.
Seguí al astrólogo hasta la mesa del Banquete, y entonces pude considerar a mi sabor la doble fila de los comensales que a ella se sentaban: eran varones y hembras esqueléticos, de caras verdes, profundas ojeras, cogotes nudosos y manos de color de bilis, ellos enfundados en marchitos fraques de alquiler, ellas amortajadas en decadentes ropas de noche. Y lo extraordinario era que todos ellos, a pesar de sus aires enfermizos, mordían y tragaban furiosamente los mil y un productos de la cocina infernal que les presentaban los Cíclopes de guante blanco; pero lo hacían con una voracidad mecánica, sin delectación ni asco alguno. No tardé yo en advertir que una relación estrecha existía entre la música y el ritmo del Banquete, pues, a medida que la orquesta iba en crescendo, más insistentes se mostraban los camareros y más rápida era la deglución de los comensales. Y cuando música y Banquete hubieron llegado a un ritmo de pesadilla, vimos reaparecer a Ciro Rossini, exultante bajo su librea y portador de un esqueleto articulado que hizo danzar sobre las cabezas de los banqueteadores.
—¡Traguen hasta reventar! —les gritó Ciro en tono fanático—. ¿Cuántas vidas tenemos? ¡Una! ¿Qué somos, al fin y al cabo? ¡Esto!
Agitó con furia el esqueleto y se alejó al trote, como había llegado. Pero era visible que los comensales no daban más de sí: algunos empezaron a cabecear de sueño y otros a desplomarse sobre la vajilla; y entonces mostraron los Cíclopes su verdadera condición de verdugos, sacudiendo a los dormidos, apretándoles las narices y obligándolos a tragar aún. Cuando los pacientes cayeron al fin debajo de la mesa, otra cuadrilla de Cíclopes los recogió como trapos y se los llevó hacia el fondo, mientras un nuevo equipo de comensales, ordenado en dos filas, ocupaba silenciosamente los lugares vacíos.
—Vamos allá —me dijo Schultze, indicando a los Cíclopes que se alejaban con su cargamento humano.
Pero, en lugar de seguirlos, el astrólogo se dejó caer al suelo y empezó a gatear debajo de la mesa. Lo imité una vez más, ¡bien sabe Dios que a regañadientes!; y apenas estuvimos del otro lado nos dirigimos a cierta zona de negrura que se abría en aquel nuevo sector del espacio infernal. No habíamos avanzado mucho en la tiniebla, cuando innumerables focos eléctricos la horadaron desde arriba, proyectando sus conos de luz en otras tantas mesas de operaciones, junto a las cuales médicos ciclópeos de blanco delantal, barbijo y guantes de caucho removían y preparaban sus alarmantes instrumentos. Poco después llegaron los Cíclopes que traían en brazos a los ahítos del Banquete, los arrojaron sobre las mesas de operaciones y los desvistieron a manotadas; entonces los gigantes de barbijo se lanzaron sobre aquellas anatomías inertes, y con un celo diabólico las sometieron a vomitivos, enemas, sondas y jeringazos implacables. Aquellas desnudeces horribles, el furor de los operadores, la reacción violenta de los operados y el hedor visceral que no tardó en difundirse por el recinto me hicieron doblar el cuerpo en una inmensa náusea.
—¡No doy un paso más en este infierno! —le grité a Schultze.
Y girando sobre mis talones eché a correr hacia la zona de luz en que proseguía el Banquete, acompañado por el astrólogo que, al huir, no demostraba menos urgencia. Pero al llegar a la línea de la penumbra, me detuve de pronto ante uno, dos, tres personajes asombrosos que, sentados en sendos water closets aguardaban sin duda su retorno a la mesa: el personaje del centro era un homúnculo de cierta edad, flacón, amarillento y calvo, que al entredormirse oscilaba como un péndulo en su water closet, no sin gargarear una suerte de ronquido pueril; a su izquierda, y con aire absorto, se sentaba una figura sacerdotal que debió ser muy gorda en la tierra de los vivientes, pero que ahora recogía su negra sotana sobre dos muslos enflaquecidos; el tercer personaje, acomodado a la derecha del homúnculo, era un vejete paquetón y lleno de ínfulas que, ni dormido ni absorto, miraba en torno suyo con el gesto de quien padece un agravio inferido a su honor.
Tanto contrastaba la seriedad de aquellos hombres con la posición indecorosa en que se veían, que me volví hacia Schultze, ardiendo por soltarle un comentario. Y lo habría hecho si el astrólogo, que al ver a los héroes del water closet daba, muestras de gran agitación, no me lo hubiera impedido enérgicamente:
—¡Chist! —me susurró—. ¡Un mal encuentro!
En puntas de pie, con el índice todavía en los labios, imagen viva del sigilo, trató Schultze de alejarse. Pero no había dado tres pasos cuando el homúnculo dejó de roncar súbitamente:
—Buenas tardes, joven Schultze —ronroneó, entreabriendo su ojo derecho.
Al oír aquella voz el astrólogo se detuvo, como petrificado.
—Señor don Celso —tartamudeó—, si en esta hora grave me fuera posible…
—Ja! —rió el homúnculo sin alegría—. El pasado que vuelve, como dicen en las novelas. ¡Qué chico es el mundo, joven! Todavía me parece ver sus tres orquídeas en el aparador trinchante.
—¿Y ella? —le preguntó Schultze, anonadado.
—¡Tres orquídeas nupciales! —ronroneaba el homúnculo—. Y el anillito de oro que usted le ponía en el dedito a ella: «¡Te amo, sí, te amo!» ¡Cucú! «¡Oh, eternamente!» Claro, niños bien que se introducen en las casas honorables para turbar el sueño de las vírgenes.
—¡Mis amadísimos hermanos! —exclamó la figura sacerdotal en tono de súplica.
—¡Perdón! —balbuceaba Schultze—. ¡Yo era tan joven!
Pero el homúnculo había recobrado su oscilación y su ronquido; visto lo cual el astrólogo se volvió hacia mí en actitud patética:
—Lo que ha dicho el ogro es una falsedad incalificable —me reveló—. Porque yo la quería limpiamente, se lo juro.
—¿Quién era? —le pregunté.
—La hija del ogro que tiene delante y que se ha vuelto a dormir, como de costumbre. Se llamaba Nora: imagínese usted unas trenzas broncíneas, unos ojos verdesauces, un pecho de Minerva, dos muslos de Atalanta…
—¡Mis hermanos! —volvió a interrumpir la figura sacerdotal, queriendo y no queriendo taparse las escandalizadas orejas.
—…Y una sensibilidad —concluyó Schultze— que sólo tienen las muchachas del barrio de Flores. Porque no ignorará usted que las muchachas de Flores están construidas con la madera de los violines Stradivarius.
Muy alarmado ante su exaltación madrigalesca, le di unos golpecitos en el hombro:
—¡Calma! —le dije—. Y, por amor de Dios, hable como la gente.
Pero el astrólogo, sin escucharme, apuntó con su índice a don Celso dormido.
—Ahí tiene usted al verdugo de mis primeras ilusiones —rezongó—. ¡Ah, monstruo! Me parece verlo aún en la mesa del festín, aquel mediodía inolvidable.
Nuevamente abrió el homúnculo sus ojitos amodorrados:
—¡Buenas tardes, joven Schultze! —barbotó—. ¿Dónde íbamos? ¡Ah, sí! Hablábamos de tres orquídeas nupciales y de una pobre novia sin consuelo. Con todo, no imagine que ha sido usted el único tránsfuga. Y créame que si no me arrojan a tiempo del comedor ilustre, las muchachas se quedan para vestir santos. ¿Recuerda los detalles?
—Era un mediodía festival —dijo Schultze, en tono evocador— Nos acabábamos de sentar a la mesa, y había en todas las caras un resplandor de júbilo, porque yo había deslizado un anillito de oro en su dedito marfileño. «¡Te amo, sí, te amo!»
—¡Cucú! —canturreó don Celso—. «¡Oh, eternamente!» Y sus tres orquídeas en el aparador trinchante. ¡Cucú!
—A mi derecha —prosiguió el astrólogo— Nora sonreía y callaba: callaba y sonreía, ¡oh, primavera!, ¡oh, juventud!, ¡adiós, adiós! A mi izquierda sus tres hermanas ardían, chisporroteaban, se consumían como tres antorchas nupciales. Al frente, su dulce madre (vetustas joyas, encajes antiguos) me contemplaba ceñuda, como quien plantea una interrogación a lo futuro: su dulce madre, agobiada de años, joyas, encajes y suficiencia (con perdón de don Celso, aquí presente). Y a su lado el mismo don Celso, aquí presente, con su servilleta en el cogote y su aire de suegro bonachón y cazurro (¡ah, el monstruo!). Y rumores festivos en la casa: olores festivales desde la cocina. ¿Quiénes andaban por el jardín? ¡Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Abelardo y Eloísa! ¡Adiós, juventud! El romance ha muerto. ¡Una lápida! ¡Que pongan una lápida sobre la tumba del romance! Con un epitafio que diga: «Pasajero, aquí yace un amor.»
Entre rabioso y avergonzado, sacudí a Schultze por el hombro:
—¡Pero, cálmese! —le dije— ¡Y hable con naturalidad! ¿No puede ahorrarnos ese feo lenguaje de melodrama?
—No se aflija —me respondió—. El romance ha muerto: ya tiene su lápida y su epitafio. Ahora viene lo bochornoso.
—¡Dígalo, si es hombre! —lo desafió el homúnculo.
—No es fácil —reconoció Schultze—. Nos acabábamos de sentar a la mesa en circunstancias hondamente sentimentales, cuando trajeron el primer servicio. Recuerden bien mi estado de ánimo: Tristán e Isolda, violines húngaros, etc. De pronto, veo cómo este señor, abandonando su aire inofensivo, se arroja brutalmente sobre los fuentones, los vacía y rebaña. Oigo a mi alrededor voces y tosecitas que procuran distraerme de aquel asombroso espectáculo. Todo es inútil: mi atención, como fascinada, se concentra en don Celso que mastica y devora, chupa huesos y lame salsas, todo ello con un afán que no he visto ni en las peores bestias, y haciendo libaciones cuya generosidad y frecuencia habrían hecho ruborizar a un templario.
—¡Almas buenas! —gimió aquí la figura sacerdotal.
El vejete paquetón, que venía guardando un silencio desdeñoso, clavó en don Celso la más incrédula de las miradas.
—¿Él? —preguntó.
—El mismo —afirmo Schultze—. ¡Y pensar que si dejara su water closet, no alzaría tres palmos del suelo! Y cuando ya no quedaban manjares que deglutir ni platos que rebañar, ¡veo cómo este señor cierra los ojos, emite un ronquido entrecortado por gaseosos eructos y se hunde al fin en el letargo de la boa!
Don Celso, que parecía medir y juzgar cada una de aquellas palabras como si no le concernieran, hizo un gesto aprobatorio:
—No está mal —opinó—. Alguna influencia de Hornero en el estilo: una influencia que, sin duda, se hará más visible cuando el narrador intente darme los contornos de un Polifemo a la moderna. Pero siga, joven Schultze: admito que su vis cómica es irresistible.
El astrólogo prosiguió así:
—Aquella primera revelación del monstruo no tardó en evidenciar sus efectos. Parecía que una racha glacial se hubiera metido en el comedor, helando las risas y marchitando las voces: miré a Nora, y la vi arrugarse a mi lado como una hoja seca; ya no chisporroteaban sus hermanas (tres antorchas extintas); la dulce madre había cerrado sus ojos y se disgregaba lentamente bajo un luto de joyas opacas y encajes deslucidos. ¡Y atención ahora, pues en aquel instante el segundo servicio fue colocado sobre la mesa!
Abrió Schultze un bien calculado paréntesis de silencio. Yo aguardaba el final de su historia, como quien ve llegar un castigo. Los enwaterclosados personajes contenían sus respiraciones, y don Celso inclinaba ya su frente, como adelantándose a una ovación.
—No describiré —continuó Schultze— la variedad y naturaleza de los manjares que integraban el nuevo servicio. Sólo diré que, al recibir el vaho de las marmitas, este señor, a quien dejamos hundido, al parecer, en el más hondo Nirvana, detuvo instantáneamente su oscilación pendular y cortó en seco su ronquido: las ventanas de su nariz aletearon con delicia, entreabrió cautelosamente sus dos ojos incrédulos; y, convencido al fin de que ni el olfato ni la vista lo engañaban, sonrió a las fuentes, a los comensales, al salón y al mundo. En seguida comenzó el nuevo ataque del monstruo, violento como el anterior, pero animado ahora de gritos entusiastas y fervientes arengas con que nos invitaba, ¡el muy torpe!, a imitarle. Ignoro si aquello duró un instante o un siglo. Sólo recuerdo que al final el monstruo, copa en mano, se puso trabajosamente de pie, tal como si nos amagase con un brindis. Mas, ¡ay!, de sus grasientos labios no brotó discurso alguno, sino los primeros compases de una romanza operística.
Y de pronto, sin decir agua va, el insensato se derrumbó sobre la mesa, volcando copas y haciendo añicos la vajilla: sus dedos crispados tironeaban el mantel, y de su boca surgían, en chorros intermitentes, ya el gruñido, ya el vómito, ya la risa.
—¡Dios de misericordia! —lloró la figura sacerdotal—. ¡Señor, tu imagen y semejanza!
—¡Bravo! ¡Bravo! —aplaudió el homúnculo.
—Me levanté de la mesa —concluyó Schultze—. Huí del comedor y de la casa. ¡No he vuelto jamás!
Don Celso lo miró ahora con indecible tristeza:
—Sí —dijo—. Y en resumen, tres orquídeas mustias en su florero.
Y una pobre niña que murió de amor…
—¿Muerta? —gritó Schultze—. ¿Muerta?
—Muerta de amor durante ocho días justos —aclaró don Celso—. Hasta que mi amigo Tostó, el fabricante de pastas, le abrió su corazón y su libreta de cheques.
El astrólogo respiró con alivio:
—¡Qué bien la reconozco en eso! —dijo—. La vida era una caja de música en sus manos.
—Yo diría una caja de fierro —barbotó el homúnculo adormeciéndose.
Aquel diálogo absurdo con los del water closet parecía concluido. Y el astrólogo Schultze ya daba señales de querer volverse, cuando la figura sacerdotal, en tono elegiaco, nos dirigió las palabras siguientes:
—Mis amados hermanos en Cristo, si la premura de vuestra excursión os deja tiempo aún para escuchar otra historia, no cerréis vuestros oídos a la mía, que deseo referiros ahora, no tras un vanidoso afán de literatura, sino con el deseo de que sus enseñanzas os adviertan, edifiquen y hagan fructificar en la virtud que me faltó arriba. Pecavi tibi, Domine! Mea culpa!
—Escuchémoslo —me dijo Schultze—. No hay como los viajes para instruirse.
—Yo, mis amados hermanos —continuó el sacerdote—, fui, por la gracia de Dios, cura párroco de San Bernardo, en la industriosa y proletaria Villa Crespo.
—Este señor es de Villa Crespo —le dijo Schultze, presentándome.
La figura sacerdotal me consideró brevemente y luego negó con la cabeza:
—No —repuso—, es demasiado joven. Yo me refiero a la época idílica de Villa Crespo, antes de que recibiera el color de Israel.
—El color y el olor —volvió a interrumpirle Schultze blandamente.
Sonrió el cura entre sus lágrimas, y prosiguió así: —Almas buenas que me escucháis, aquel rebaño villacrispino era el que me confió Nuestro Señor para que lo vigilase, asistiera y encaminase a los prados eternos. De todas y cada una de mis ovejas debería darle cuenta yo en su hora, como lo hizo Él mismo con su Padre Celestial:« Tui erant, et mihi eos dedisti, etsermonem tuum servaverum», vale decir: «Tuyos eran, y me los diste a mí, y guardaron tu palabra.» ¡Y ahora veréis, mis hermanos, cómo perdí las ovejas del Señor! Entre los siete pecados capitales que asedian al hombre y le obligan a presentar batalla, tocóme a mí el de la gula, vicio grosero que, como ningún otro, rebaja el nivel del hombre hasta el oscuro plano de la bestia. Si es verdad que cada vicio tiene su demonio, el de la gula se había entronizado en mis entrañas de modo tal que, cuanto más le otorgaba yo, más exigía él, despierto siempre y enderezando mis potencias a la memoria de comer, al entendimiento de comer y a la voluntad de comer en todo tiempo y en cualquier lugar. Había en mi parroquia innumerables enfermos a quienes asistir, viudas a quienes consolar, huérfanos a quienes socorrer y menesterosos a quienes amparar. Sin embargo, lejos de acercarme a esas moradas del dolor, según me lo imponía el mismo Derecho Canónico, sólo frecuentaba yo las casas de los magnates villacrespenses, y sobre todo en aquellas ocasiones festivas (casamientos y bautizos) que tradicionalmente acaban en comilona: se me vio allí realizar proezas gastronómicas de tal calibre, que no pocos burgueses quedaron perplejos, con el asombro en la mirada y el tenedor en el aire. Ciertamente, no son exagerados los ayunos que la Santa Iglesia impone a sus ministros: no obstante, con el ingenio que yo gastaba en sofismas, argucias y maneras de burlarlos, me hubiera sido fácil escribir otra Suma Teológica. Nunca dije misa que no fuera la del alba, y galopando en el Misal hacia un sabroso desayuno. Muchas veces, al atardecer, el penitente que aguardaba mi absolución en la rejilla del confesionario recibió tan sólo el ronquido y eructo de mis laboriosas digestiones. El resto de mi día, que no era escaso, lo dedicaba, no a frecuentar las Sagradas Escrituras, sino a buscar en libros de cocina tan raros como engañosos la receta única, el manjar bizantino que luego aderezaría yo en mis hornallas y cuyo aroma, divulgándose por el vecindario, haría reír a los ahítos y blasfemar a los hambrientos. Así empezó el escándalo en la Villa («Vae mundo a scandalis », ha dicho el Señor). Y no tardé, a pesar de mi ceguera, en advertir cómo se disgregaba mi rebaño, cómo se perdían mis fieles, cómo evitaban mi sendero los que aun ayer se me hacían encontradizos. Día llegó en que, al toparme, las mujeres volaban a tocar madera, los niños corrían a tocar fierro y los hombres, a guisa de conjuro, se tocaban disimuladamente los testículos, ¡ay, mis hermanos!, como si vieran en mí al propio demonio y no a un sacerdote según el rito de Melchisedec. Lo más grave sucedió cuando, favorecidas y alentadas por mi terrible incuria, todas las huestes del error empezaron a levantar sus tribunas en mi parroquia y a juzgar al Señor por la indignidad de su sirviente. ¡Ay, entonces vi cómo, por segunda vez, el Señor era crucificado en Villa Crespo! Delante de mis ojos fue insultado por segunda vez en la esquina de la curtiembre, azotado y escupido junto al aserradero de Lombardi, coronado de espinas frente al corralón del vasco Ureta, puesto en cruz a las orillas del Maldonado…
Con un sollozo inmenso la figura sacerdotal acabó su discurso: escondió la cara en el hueco de sus manos juntas y lloró sin ruido algunos instantes; extrajo al fin de su sotana un pañuelo verde, con el cual restañó su llanto y se sonó ruidosamente las narices. Y su dolor era tan sincero, que hasta el mismo Schultze pareció vacilar, como si reconsiderara in mente un problema de justicia. Pero el viejito dandy, que hasta entonces apenas había intervenido en el diálogo, comenzó a exteriorizar algunos fermentos de cólera:
—Muy bien —dijo—. Acabamos de oír la historia vulgarísima de dos «gourmands» que, como tales, no me parecen mal ubicados en este infierno donde, ¡palabra de honor!, la cocina es de una torpeza incalculable. E ignoro aún qué pito es el que toca en esta morada un hombre que, como yo, ha hecho de la cocina un arte con ribetes de ciencia o una ciencia con ribetes de arte.
—Perdón —le dijo Schultze—. ¿Tengo, acaso, la dicha de hablar con un «gourmet»?
—Usted lo ha dicho —contestó el vejete—. Y presumo que el inventor de esta risible arquitectura infernal debe de ser un chambón, un media cuchara, incapaz de ver los matices que diferencian un caso de otro. Si me fuera dado volver arriba durante un minuto…
—¿Qué haría usted?
—Pues nada —cacareó el viejito—: darle un golpe de teléfono a Macoca Funes, el senador, para que clausurara este odioso clandestino.
Iba Schultze a responderle como se merecía y a revelarnos quizás una tercera historia, cuando se nos vinieron encima dos Cíclopes enormes que avanzaban a trancos, revolviendo a izquierda y derecha sus ojos frontales, como sí buscaran algo en la penumbra. El de la vanguardia no tardó en descubrir a los tres héroes waterclosescos, y con una facilidad asombrosa los arrancó de sus tronos: colocó a la figura sacerdotal bajo una de sus axilas, al viejo dandy bajo la otra, y sostuvo a don Celso en el aire, con una sola mano.
—¡Hay que volver al yugo! —les dijo—. ¡No se van a pasar toda la noche arrepollando en el inodoro!
Nos vio de pronto a Schultze y a mí, que le observábamos llenos de curiosidad.
—¡Seleuco! —gruñó, dirigiéndose a su camarada—. ¿Qué hacen aquí estos dos tirifilos?
—Mironez, de juro —le respondió ceceando el otro Cíclope—. ¡Dejámeloz a mí, Crizanto!
En otra circunstancia me hubiera reído no poco al oír aquellos nombres de ática sonoridad aplicados a un cíclope arrabalero y a otro en cuya ceceosa lengua me parecía reconocer a cierto mensual de Santo Domingo que vigilaba diez asados de vaquillona el día en que perdimos la elección y entraron a mandar los de levita. Pero el caso era que Schultze, irguiendo una cabeza pletórica de autoridad, acababa de volverse a Seleuco:
—¡Usted se calla! —le dijo—. ¡Yo soy el patrón del barco!
—¿Aja? —rió Seleuco, mirándolo desde sus alturas.
—¡Es un tirifilo! —insistió Crisanto—. ¡Seleuco, ponle un ojo a la vinagreta!
El furor había sustituido a la hilaridad en el duro semblante de Seleuco:
—¡Déjamelo, Crizanto! —gritó ahora—. ¡Yo le voy a dar el primer galope a ezte zotreta!
—¡Usted se calla y cumple! —volvió a ordenarle Schultze.
—¡Zotreta! —vociferaba Seleuco—. ¡Déjamelo a mí, Crizanto! ¡Yo le voy a poner laz caronaz!
En este punto los tres personajes del water closet intervinieron a una:
—¡Un golpe de teléfono a Macoco Funes! —amenazó el vejete, cautivo en una axila de Crisanto.
—¡Almas buenas! —imploraba el cura desde la otra.
Don Celso, que se mecía y dormitaba en un puño del monstruo, despertó a la batahola:
—¡Buenos días, joven Schultze! —ronroneó—. ¿Cómo va la preciosa salud? ¡Ojo al Cristo! Se congestionan los bronquios, falla el corazón, ¡y salute!
Pero el astrólogo no se intimidaba. Encarándose con los dos cíclopes a la vez, les dijo, no sin amargura:
—¡Ralea despreciable! Los he rescatado graciosamente del bricabrac de la Mitología, donde se amontonaban como trastos viejos, y les he dado aquí un destino muy superior al que se merecían. ¿Y ahora se me hacen los gallitos? ¡Así paga el diablo!
—¡Mentiz, trompeta! —le gritó Seleuco, yéndosele al humo.
—¡Dale, Seleuco! —lo azuzó Crisanto—. ¡Empavónale un ojo!
Sin más ni más el desalmado Seleuco nos agarró de las solapas, nos alzó en vilo y nos apretó contra su tórax gigante. Inútilmente nos resistimos a manotazos y a patadas: el monstruo, sin advertir acaso nuestra resistencia, había girado sobre sus talones y nos llevaba rumbo a lo desconocido. Entonces comenzamos a pedir socorro:
—¡Ciro! —gritaba Schultze en italiano—. A noi!
—Aiuto, Ciro!—grité yo con todas mis fuerzas.
No tardamos en oír una voz iracunda, la de Ciro Rossini, que rogaba, sugería y amenazaba:
—Santa Madonna! ¡Déjenlos, que son del barrio! ¡Una fiestita in familia!
Desgraciadamente, Seleuco no se daba por enterado: inició un trote muy vivo y nos estrechó aún más en su tórax agitado que subía y bajaba como el mar. El trote de cíclope se asemeja un tanto al de camello, y el jinete que se decide o es constreñido a cabalgar en tan inusitada bestia, no demora en sufrir oscilaciones y cambios de nivel que se le hacen particularmente sensibles en el diafragma. Llenos de susto, casi asfixiados y sujetos al ritmo infernal de aquel trote, Schultze y yo padecíamos aún otras incomodidades: el resuello del monstruo, que nos azotaba como un vendaval y nos metía en las narices un insoportable olor de ajo; y la vecindad de las axilas ciclópeas, que nos arrojaban tufos de sudor envejecido, emanaciones cabrunas y vahos de cueva de león. Mal sabría decir, pues, cuánto duró nuestro viaje a bordo del cíclope: sólo recuerdo que, de pronto, Seleuco nos arrancó de sus tetillas y nos hizo aterrizar junto a lo que me pareció la cabecera del Banquete. Allí, sentada en un sillón de altísimo respaldo, cierta señora presidía el festín:
Aquella mujer era de una obesidad repelente, magnificada por cierto traje de noche, lleno de lentejuelas, que se le reventaba por todas las costuras. Lucía una cara de plenilunio, con dos cachetes redondos en uno de los cuales negreaba cierto lunar muy vegetado; su nariz de perro, húmeda y respingada, erguíase y venteaba incesantemente, puesta entre dos ojitos que, no sin dificultad, se abrían un rumbo a través de la grasa; cóncava y estrecha, su frente remataba en un peinado monumental de sus cabellos, entre los cuales, a manera de ornato, aparecían mejillones y langostinos, pejerreyes y martinetas, chorizos y morcillas, espárragos y bananas. Una doble papada le unía el mentón y el arranque de un cuello inexistente: desde allí la línea no tardaba en remontar el vuelo según la expansión formidable de dos tetas vacunas, para decaer un tanto en la posible región umbilical, elevarse con multiplicado brío en la comba de un vientre casi esférico, y hundirse al fin, bajo la mesa, en desconocidas aunque sospechadas honduras. Macizos e informes, los brazos de aquella señora terminaban en dos manitas regordetas y cortos dedos que lucían un anillo gritón en cada una de sus falanges.
Contemplando estaba yo a la mujer; y al advertir que Schultze quería darme con ella una personificación de la Gula, me pregunté, no sin inquietud, si el astrólogo intentaría en su Infierno la de todos y cada uno de los pecados capitales, aunque lo dudaba (y el tiempo me dio la razón), considerando su genio caprichoso y rebelde a toda simetría. Pero la mujer, tras estudiarnos un instante, se dirigió a Seleuco y le preguntó:
—Agente, ¿qué hacen aquí estos muchachos?
—Intruzoz —contestó el Cíclope—. Ze han reziztido a un representante de la autoridad, y zuz papeles no están en regla.
—¿Qué más?
—Zi ze me permite una zugestión, diría que loz arrestados no zon ajenoz al contraezpionaje de nueztro aztuto enemigo. La bolza negra y el oro de Nueva York…
La mujer dejó escapar una grasienta risotada:
—Agente —lo interrumpió—, creo que lee demasiadas novelas policiales.
En seguida se volvió hacia Schultze, y, sonriéndole con zurda coquetería, le tendió una mano, como para que se la besase.
—¡Nunca, señora! —se le negó el astrólogo—. Yo soy el Demiurgo de este infierno, y dice la sabiduría: «No adorarás la obra de tus manos.» Bien sabe usted que con estos pulgares modelé las tetas, el vientre y la papada que, según veo, le inspiran tan deleznable orgullo.
—¡Una insolencia! —chilló la mujer, clavándole a Schultze dos ojos de basilisco—. ¡Agente!
—¡Ordene! —le contestó el Cíclope.
—¡Agárreme al Demiurgo, y échemelo afuera!
Otra vez nos cargó Seleuco, y nuevamente padecimos la náusea de su trote. Al fin me pareció que se nos franqueaba una salida; y el Cíclope nos arrojó entonces como dos fardos a la soledad externa. Sentados en el suelo, jadeantes y mohínos, el astrólogo y yo miramos hacia la puerta que así nos rechazaba: era circular, e iba cerrándose ahora en movimiento centrípeto, como un esfínter gigantesco.