II
Con este raro Virgilio tomé una vez más la ruta de Saavedra, el día y año referidos, poco antes de mediada la noche. Como ciertas alusiones al ombú me hicieran entender el sitio que buscaba el astrólogo, iba temiendo yo una segunda travesía de la región cuyas asperezas habíamos afrontado cuarenta y ocho horas antes. Pero Schultze, que todo lo preveía, me hizo dar un largo rodeo en torno de aquella planicie solitaria, de modo tal que nuestra segunda incursión tuvo principio exactamente donde había terminado la otra.
Era una de aquellas noches bonaerenses en que la humedad y reposo del aire crean una atmósfera estática y densa en cuyo seno parece latir el germen de futuras conmociones: altas y pizarrosas nubes, entre las cuales ahincaba su cuerno un roñoso menguante de luna, cubrían el cielo tan inmóvil como la tierra. Bajo la luz indecisa que manaba de las alturas, Schultze y yo cruzábamos los primeros desniveles del erial, ambos en silencio, atentas las miradas y jadeantes las respiraciones. Y a medida que avanzábamos, un sentimiento de inquietud se imponía en mí a la indiferencia del primer instante, debido acaso a cierta vocación de lo sobrenatural que me acompañaba desde la niñez y que se me había exaltado últimamente, o quizás a la magia del terreno en que nos íbamos adentrando y entre cuyos límites el espacio y el tiempo cobraban, al parecer, otras dimensiones.
Lo cierto fue que, cuando un declive del páramo nos llevó hasta el mismo pie del ombú, tenía yo la noción extraña de haber caminado infinitamente por una tierra incógnita; y recuerdo que, sentándome al punto en una raíz del ombú, me detuve a considerar aquellas impresiones íntimas, como asimismo la quietud y el silencio que a esa hora y en tal sitio algo expresaban de maravilloso. Pero Schultze me arrancó de mi ensueño:
—¡No hemos venido a papar moscas! —farfulló entre dientes.
Luego sacó el piolín de marras: con un extremo enlazó el tronco del ombú, y ató en el otro su venerable cortaplumas; hecho lo cual, y estirando el piolín que hacía las veces de radio, trazó un gran círculo en el suelo y en torno del ombú. Después marcó en el círculo tres puntos que sin duda correspondían a los tres vértices de un triángulo equilátero inscripto, y confieso que todavía lo miraba yo sin entender el objeto de aquellas operaciones.
—Una luz —me ordenó entonces el astrólogo—. A ver su encendedor automático.
Lo saqué de mi bolsillo, encendí la mecha; y todo se aclaró delante de mis ojos al ver que Schultze, con aire ritual, se inclinaba sobre cada uno de los vértices y escribía en tierra, con su cortaplumas, los nombres muy temibles de Tetragrammaton, Eloha y Elohim.
—¡Demonios! —exclamé—. ¡Si esto es un círculo mágico!
—¡Chist! —me silenció el astrólogo—. Acerque la luz.
Le obedecí maquinalmente, y vi que ahora escribía los nombres de Santos Vega, Juan sin Ropa y Martín Fierro entre cada uno de los otros.
—Rara conjunción de nombres —murmuré.
—Sí —admitió Schultze—. Pero lo requiere así la persona que vamos a invocar.
—¿Y quién es?
Sin responder a mi pregunta, el astrólogo me hizo entrar en el círculo y apagar el encendedor. En seguida le oí articular el siguiente conjuro:
Lagoz atha cabyolas
Harrahya
Samahac orifamyolas
Karrehya
—¿Es en idioma vascuence? —le pregunté con inocencia—. Mis abuelos eran vascos, y no me gustaría…
—¡Silencio, idiota! —me susurró él—. ¡Que se vayan al diablo sus abuelos!
Y alzando el tono declamó, vuelto hacia la inmensidad de la noche:
—¡Yo te conjuro, doña Logistila, por el Dios vivo Él, Ehome, Etrha, Ejel Aser, Ejech Adonay Iah Tetragrammaton Saday Agios Odier Agía Ischiros Athanatos, amén! ¡Yo te conjuro a que te me aparezcas en figura grata, sin ruido ni mal olor, y a que respondas y obedezcas!
Terminado el conjuro, Schultze y yo escuchamos, bien que sin oír maldita la cosa. Pero, súbitamente, una ráfaga de viento cayó sobre el ombú, que se puso a chiflar por cada una de sus ramas. Duró un instante, y oímos en seguida un furioso torear de perros que se nos acercaban a la carrera.
—¡Ya va, ya va! —gritó alguien en la noche—. ¡Juera, Canelo! ¡Juera, Diente! ¡Juera, Pastor!
Llegaron los canes hasta el círculo (una jauría revuelta y ensordecedora); pero no tardaron en retroceder, con las pelambreras erizadas, meándose a chorros y aullando como si les diesen una feroz rebenqueadura. Detrás vimos aparecer a una vieja enchalonada, muy cachacienta de andar, bien metida en huesos y demasiado relampagueante de ojos, la cual, acercándose al círculo, nos mostró ser una tal doña Tecla que habíamos conocido en el velorio de Robles y que, según las malas lenguas, no tenía rival como trotadora de salamancas, administradora de gualichos, componedora de roturas y rompedora de integridades.
—¡Güeñas, hijitos! —nos saludó con mucha política.
—Vea, doña —le rezongó Schultze—. ¡A ver si me hace callar esa perrada!
Juntando a los canes en torno suyo, doña Tecla se arremangó polleras y enaguas, y soltó el pedo más retumbante que yo he oído en este mundo:
—¡Busca, busca! —le gritó a la jauría—. ¡Busca, Pastor! ¡Busca, Diente!
Los perros olfatearon el aire y se alejaron a todo correr, ladrando en la noche como enloquecidos. Entonces doña Tecla se restregó las manos, como si las calentara en un fogón invisible, y barbotó, dirigiéndose a Schultze:
—«¡Lindo fuego!», decía una vieja, y se le quemaba el rancho.
—Sí —le contestó el astrólogo—. Pero no es mal año cuando las viejas paren.
—¡Tan refranudo y tan desnudo! —gruñó la bruja, sin ocultar su despecho.
Se acarició la descarnada barbilla, levantó un índice de momia y dijo:
—Con el piquito picotea, con el culito tironea.
—¡La aguja! —respondió Schultze sin vacilar ni un instante.
—Está bien. Pero el que diga tres veces borriquín crespín crespa la cola y crespa la crin, ganará tres borriquines crespines crespas las colas y crespas las crines.
—Por mi parte —retrucó el astrólogo—, tengo una capa garlada, gallarda, garlipitajada; y al que la garlase, gallardease, garlipitajase, le pagaría una garlada, gallardura, garlipitajadura.
Muy asombrado escuchaba yo aquel torneo de folklore, y en este punto me pareció que la vieja quería entrar a enojarse. Insinuó algunos pasos de cueca, zapateó fuerte, y plantándose luego delante del astrólogo le chantó la siguiente copla:
De mi pago me he venido,
arrastrando mi reboso,
sólo por venir a verte,
cara de perro baboso.
Pero Schultze, que sin duda tenía todas las cartas del triunfo, zapateó a su vez dentro del círculo, se plantó frente a la vieja y le contestó así:
De mi pago me he venido,
arrastrando mi chalina,
sólo por venir a verte,
cara de yegua madrina.
Y aquí fue digno de verse cómo doña Tecla se retorcía las manos y trasudaba de angustia:
—¿Para curar el rumatismo? —inquirió, aferrándose a los últimos jirones de su ciencia.
—Grasa de peludo macho —recetó el astrólogo.
—¿Para dejarlo a un hombre ciego?
—Agarrar una víbora negra y coserle los ojos con hilo colorado.
—¡Venciste, Mandinga! —clamó entonces doña Tecla, rindiéndose con todas las armas—. Aquí estoy para servirte. ¿Qué se te frunce?
El astrólogo Schultze la miró con aire de suprema dignidad:
—Convenimos —le anunció— para inframbular en los cacositios y suprambular en las calirregiones. Y te mando que me digas dónde se abre la sampuerta.
—¡Che, che! —rezongó la bruja—. No es para todos la potribota.
—Pero yo soy el Neogogo —se presentó Schultze.
—Jesús, Jesús! —exclamó doña Tecla santiguándose.
Sin decir más entró en el círculo y se acercó al ombú. Pero antes de señalarnos la hendidura o pasadizo que se abría en el tronco, alzó los brazos al cielo y exclamó todavía:
—¡Pirocagaron los Paliogogos!
Después recuerdo que Schultze y yo, entrando por aquella hendidura del ombú, nos metimos en un túnel descendente cuyo declive nos impulsó a la más vertiginosa de las carreras. De pronto faltó la tierra debajo de nuestros pies: algo así como una tromba de aire fortísimo nos aspiró literalmente hacia las honduras; y entonces perdí el sentido, no como el que se desmaya, sino como quien se duerme. Y aquí el lector que, como yo, se ha metido jugando en esta suerte de aventura, debe recapacitar un instante sobre si le conviene huir del ombú y regresar a la Buenos Aires visible, que no está lejos, o si, confiando en sus riñones, bajará con nosotros a la Buenos Aires inteligible. Porque no bien trasponga la hendidura y se lance al túnel de los vértigos, ya no podrá volver sobre sus pasos y se hallará en los umbrales de Cacodelphia.