Capítulo V

Desperté cerca del mediodía, con una agradable sensación de que las cosas marchaban. Me parecía que estaba trabajando bien, dentro de la obligada improvisación. La noche anterior no me había traído ninguna revelación espectacular, pero ya estaba creado el puente con Flora, e incluso me parecía que había logrado captar su interés. Por cierto, había estado haciendo piruetas intelectuales para aquella gente durante un tiempo interminable, mientras en forma paralela debía esmerarme en espiar las distintas reacciones de Flora. Descubrí que ella tenía sentido del humor, y que su nivel humano e intelectual estaba bastante por encima del promedio del grupo. Y mi inconsciente había colaborado a las mil maravillas con el trabajo: en algún momento me había parecido notar algo de color azul en la cabeza de Flora, mientras yo hablaba con un personaje que estaba frente a mí; me volví para mirarla a ella, pero no vi nada especial. No di importancia al hecho, que podía ser un reflejo o vaya uno a saber qué clase de fenómeno óptico, hasta que, momentos más tarde, se repitió esa casi visión. Entonces atendí especialmente a esa captación periférica, mientras mis ojos seguían fijos en la persona que tenía enfrente, y llegué a percibir con bastante nitidez un gran moño azul. Más tarde, cuando la conversación me lo permitió, le había dicho a Flora: «Tal vez de niña llevaras un gran moño azul en la cabeza», lo cual le provocó un verdadero impacto, lo mismo que al resto del grupo cuando la vieron asentir repetidas veces, con los ojos muy abiertos. Pero yo no tenía ningún interés en impresionar al grupo, y murmuré alguna frase que intentaba quitarle importancia a lo sucedido —que, después de todo, maldito si yo mismo sabía de qué se trataba.

Ahora, estábamos a sábado. Comenzaba uno de esos fines de semana en que todas las cosas interesantes se pierden de vista y no hay más que elegir la forma menos aburrida de distraerse. Los feriados amargan la vida de quien ama su trabajo, y yo estaba comenzando a disfrutar del mío. No es que este tipo de trabajo se interrumpiera obligadamente los fines de semana, pero en esta oportunidad resultaba así. No quería llamar de inmediato a Flora por teléfono, sino darle un poco de tiempo para que fructificaran algunas pequeñas semillas que había intentado sembrar en su alma; es decir que sólo podía ocuparme de otras tareas, aunque hasta ese momento no se me había figurado cuáles. En resumen, que estaba fastidiado por el fin de semana como lo había estado siempre, sin otra razón que mi absoluta incapacidad para divertirme.

Ese humor sabatino me llevó a concluir que debía trazarme alguna clase de plan. Después del desayuno-almuerzo coloqué una hoja blanca en la máquina de escribir y, al cabo de una hora, había logrado llenar tres o cuatro líneas. «Escribir una carta a Esteban para tratar de comunicarme con Fauna. Fijarse si el número de Flora figura en la guía telefónica. Repasar los textos de psicología y parapsicología». Mi imaginación práctica quedó agotada en este último punto.

Escribí, entonces, la carta para Esteban, aunque sin muchas esperanzas. La única dirección de él que tenía anotada en la libreta era la que me había facilitado poco antes de irse a Buenos Aires; ya dos años atrás era poco segura, porque se iba a probar fortuna y sin duda sería la dirección de algún amigo o algún pariente lejano. De todos modos escribí la carta, breve, que en resumen decía que yo quería comunicarme urgentemente con su psicóloga y por cualquier medio; lo demás eran pequeños adornos. Me dije a mí mismo que necesitaba de Fauna una serie de informaciones que no se me había ocurrido pedirle en el momento en que estaba sentada frente a mí, pero luego debí admitir que en realidad quería comunicarme con ella por las razones que puede tener cualquier enamorado para hacerlo. De todas maneras, tenía una excusa importante: ¿por qué Flora había negado tener una hermana? No había habido nada en la charla con Fauna que pudiese hacer presumir esa respuesta.

Llevé la carta al correo, donde me pareció que todos los empleados me miraban con expresión de reproche, lo cual muy probablemente fuera cierto. El mundo está lleno de submundos, y cada submundo tiene sus propios códigos, incompatibles con el Gran Código oficial que todos conocemos. Tengo la impresión de que en el código del submundo del correo, hay una cláusula principal que dice que no deben llevarse cartas los sábados de tarde. Luego aproveché para pasearme por las calles casi desiertas de la ciudad, y tomé un café por el puro gusto de tomarlo, lejos del café de la Plaza. Fui al quiosco a visitar a Luis, quien no lucía tan contento como el primer día, y traté de distraerlo un rato supliendo la falta de clientes. Después, cuando ya caía el sol, volví a mi apartamento y allí me encerré a fastidiarme y fastidiarme durante horas. Por la noche intenté salir, pero el centro estaba lleno de gente que rebosaba los cafés, restaurantes, cines, plazas, calles y cuanto lugar público existiera; anduve dos cuadras por la calle principal y me sentí mareado, confuso y rabioso. Esa gente me contagia su ansiedad y su aburrimiento; no se ven caras hermosas; todo es ruido, prisa y aglomeraciones, y siempre había sido así y siempre me había preguntado y me seguiré preguntando hasta cuándo, Señor.

Fue recién hacia el fin del domingo, a eso de las once de la noche, cuando sonó mi teléfono por primera vez en todo el fin de semana, quebrándose por primera vez en muchas horas el monótono diálogo conmigo mismo. Agradecí que por fin alguien se acordara de mí, y al mismo tiempo me pregunté por qué yo no me había acordado de nadie, para tratar de salir del pozo.

—Deje en paz a Flora —dijo la voz de Monsieur Victor, cuando apoyé el auricular contra mi oreja derecha—. Lo sabemos todo; no intente acercarse nuevamente a ella o se arrepentirá.

—¿Con quién tengo el placer…? —intenté bromear, aunque una sensación molesta me corría por la espalda. Colgaron de inmediato. La voz era sumamente desagradable; se parecía bastante a la que yo mismo hubiese puesto con la imaginación al Rasputín peludo de mis pesadillas. Quedé un rato en blanco, cerca del teléfono, y por fin decidí tomar al toro por las guampas: disqué el número de Flora. Cuando oí la señal, me arrepentí; había cometido un grueso error, un doble error. Colgué en seguida.

Busqué en la guía telefónica y comprobé que, por fortuna, figuraba el apellido de Flora, seguido de una coma, de su nombre, de su dirección y del número telefónico. Esa comprobación era imprescindible para tener la libertad de llamarla, porque de otra manera no podría explicar cómo conocía yo su número; no podía habérmelo dado una hermana que ella no tenía, o decía no tener, y se suponía que ella no debería estar enterada de la visita que me hizo esa presunta hermana. Pero de todos modos seguía siendo un error el haber discado su número, porque era posible que Monsieur Victor me hubiese llamado desde la misma casa de Flora; y aunque la voz hubiese dicho saberlo «todo», yo no tenía la menor idea de lo que podía saber realmente. Por otra parte, una acción de ese tipo no sólo me ponía en peligro a mí, sino que podría, tal vez, poner en mayores peligros a Flora. O, por lo menos, comprometer seriamente el éxito de mi trabajo.

Me llamó la atención que Monsieur Victor tuviera mi número. Flora no lo conocía, y aunque sí conocía mi nombre y mi apellido, mi número figura en la guía a nombre del irlandés que ocupaba mi apartamento antes que yo. Tampoco imaginaba por qué podía Flora haberle hablado de mí a Monsieur Victor, si realmente no conocía mis intenciones. ¿Tendría ese personaje realmente algunas facultades prodigiosas, que le permitieran conocer algo tan difícil como un número de teléfono? Sacudí la cabeza; noté que el temor ya me estaba haciendo desvariar. Si el Rasputín tuviese realmente facultades de ese tipo, las aprovecharía más bien para ganarse la vida comprando números de lotería, en lugar de andar fastidiando a la gente inocente por teléfono.

Lo único que se me ocurrió, fue que la rubia Fauna fuera la sola fuente posible de información; pero eso tampoco tenía sentido. ¿Qué ganaría Fauna con alertar al enemigo?

A menos que yo estuviera haciendo el papel del tonto, lo cual si bien suele sucederme, nunca sucede de una manera tan complicada ni ganando yo tanto dinero. En este dinero estaba la clave de la seguridad, aunque relativa, de mis movimientos. Pero, pensé, tal vez estuviera cumpliendo inocentemente una función bastante distinta de la que yo creía. Decidí desconfiar de todo lo relativo a este asunto; seguiría con mi plan, pero incluso Flora y su presunta hermana quedarían entre paréntesis y con un signo de interrogación.

Otro punto que me molestaba se refería a la primera persona del plural que había empleado el barbudo: «sabemos» todo. ¿Me encontraría enfrentado a una organización criminal, o simplemente lo habría dicho para impresionarme? Lo cierto es que me había impresionado.

Traté de tranquilizarme. Me fui a acostar, con una pila de libros sobre la mesa de luz. No encontré en ellos nada nuevo, pero refresqué algunos conocimientos que podían venirme bien.

Me preocupaba aquella visión del moño azul en la cabeza de Flora, y de la lectura surgió la sencilla explicación de que yo había caído momentáneamente en una forma de trance hipnótico, captando la realidad inconsciente de Flora —su regresión a la infancia— y percibiéndola en una verdadera alucinación visual. También había habido un pequeño trance cuando capté aquella molécula del perfume de Fauna, trance que había permitido la hiperestesia olfativa.

Esa lectura salteada me dio pie a que enfocara el problema con Flora desde ángulos menos intelectuales. Fui elaborando más o menos espontáneamente una especie de estrategia, dirigida más bien a liberarla no tanto de Monsieur Victor, sino de las causas que la habían llevado a caer en sus garras, las que, obviamente, deberían hallarse en su infancia. Eso podía llevar mucho tiempo, sobre todo si la supuesta cliente no colaboraba hablándome de sí misma; y esta idea hizo que también me planteara un problema moral: ¿debemos ayudar a una persona que no desea ser ayudada? Pero me dije que me estaba adelantando demasiado en mis cavilaciones; primero debería investigar las reacciones de Flora ante cosas más sencillas, como por ejemplo una invitación a cenar.

Dejé los libros apilados sobre la mesa de luz, volví a pensar durante unos minutos en la hermosa Fauna, descubrí que la imagen de Flora la desplazaba por completo —como recuerdo de la imagen, quiero decir, no como sentimiento— y por fin me dormí con la luz encendida; dormí de un tirón, y la luz seguía encendida a las diez de la mañana, cuando desperté.