Capítulo XIV
No me moví de la habitación durante las seis horas que pasó durmiendo. Terminé de quitar los alfileres de la fotografía, caída junto a la vitrola, y luego le prendí fuego como había prometido, y la miré arder dentro del enorme cenicero de cristal, mientras casi veía la escena de la adolescente, desconcertada ante los empujes de una sexualidad para la cual no estaba preparada, trazando unos torpes signos mágicos sobre su propia imagen, desdoblada en un Monsieur Victor que tal vez todavía no tenía ese nombre, una presencia masculina que intentaba poner alguna clase de orden en ese mundo que la aterrorizaba.
No me sentía ni triste ni contento. Me había invadido una indiferencia total, sumada a la certeza absoluta sobre lo que habría de suceder con la muchacha. La rubia Fauna, la mujer que yo más había amado en mi vida, nunca había existido —lo mismo que Monsieur Victor, el hombre a quien más había temido. Ambos estaban muertos o, mejor dicho, habían retornado a su dimensión real. Flora se recuperaría poco a poco, probablemente con la ayuda de un psicólogo, libre de los aspectos «mágicos» de su drama. Pero nunca sería Fauna. Y yo…
Yo había caído bajo la sugestión de Flora. Aquel anónimo me había hecho absorber hasta lo último su enfermedad, y casi me había hecho arrojar bajo las ruedas de un automóvil. Aquel barbudo que había llamado a mi puerta sería sin duda un vendedor a domicilio, tal vez algún propagandista de la Biblia, de los que suelen ir por las casas los domingos de mañana, y que seguramente había seguido subiendo por la escalera, después de tocar por segunda vez el timbre, para molestar a mis vecinos. Podría haber sido un mendigo, o alguien que confundía mi apartamento con otro, o cualquier otra cosa. Toda una horda de enemigos invisibles y diabólicos había surgido en mi imaginación por la magia de una sola palabra, un verbo en primera persona del plural astutamente manejado por Flora en su personalidad siniestra. Yo también necesitaba, sin duda, la ayuda de un psicólogo.
Contemplé largamente ese rostro que no me decía nada. Era más joven y más linda que la Flora que yo conocía y mostraba una gran placidez en su descanso. Pero no era Fauna. Qué tentación enorme de reinventarla, de aprovechar la situación para implantar una serie de sugestiones que la moldearan a mi paladar… Sonreí, entre un montón de lágrimas que me rodaban sin vergüenza por la nariz y las mejillas, aceptando con dolor y con rabia mi soledad final, mi realidad. Si la que habría de despertar dentro de un rato fuese la rubia Fauna, o Mabel, yo habría fracasado en lo más profundo. O peor aún: habría cometido uno de los pocos verdaderos pecados posibles.
Borré de mi mente todo ese tipo de pensamientos, para que Flora no pudiera captar como sugestión ninguna intención torcida de mi parte, e hice lo posible por pensar en ella subrayando y repitiendo una y otra vez la idea de salud. Tal vez luego dormité unos minutos, mientras las emociones sedimentaban.
Por fin, despertó. Me vio como si me hubiera estado mirando desde antes, sin sorpresa, y sonrió ampliamente. Se fue incorporando poco a poco; yo no le tendí la mano para ayudarla. Al fin se sentó en un sillón frente al mío, sin dejar de sonreír.
No era exactamente la Flora que yo conocía, pero tampoco exactamente Fauna-Mabel. Ninguna de las dos había existido en la realidad; ahora era ella, la verdadera, la auténtica Flora, que en ese momento comenzaba a intentar la peligrosa aventura de vivir.
1979