Capítulo XIII
El lunes compré un casete nuevo; lo elegí con la grabación de unos temas de Brahms, que el profesor W. podía borrar si no le gustaban, y si le gustaban sería una forma de agradecimiento. Lo envié por correo; no tenía ganas de verlo personalmente, por una especie de pudor ante mi personaje secreto —por más que él debía, supongo, estar acostumbrado a esas cosas. Había querido conservar el casete con mi voz para encarar más adelante una consulta acerca de mí mismo; tenía que saber si ese Garibaldi era una máscara inconsciente momentánea, o si corría el riesgo de configurar una auténtica segunda personalidad. Pero para ello debía esperar circunstancias más propicias que las de esa aventura que estaba viviendo.
No llamé a Flora; me parecía inútil. No obtendría de ella nada positivo, tal vez ni siquiera que respondiera el teléfono porque, sin duda, estaba gestando la próxima aparición de la rubia —situación penosa, de conflicto, que le gastaría mucha energía mental.
Estuve bastante nervioso, lunes y martes, sin poder ocuparme en nada concreto, mariposeando aquí y allá, con una irritación y un ansia constantes, pateando continuamente el piso durante las horas que debía pasar en el quiosco. El martes me acosté inusualmente temprano, y el miércoles ya estaba en pie a las ocho, bañado y perfumado. Por más que la rubia Fauna fuese una ilusión, salida de la mente de Flora, no dejaba de ser, para mí, un ideal de mujer que bien merecía cualquier homenaje. No compré flores por no salir de casa, atento en la espera.
Hasta el mediodía no tuve ninguna noticia, y para esa hora ya estaba somnoliento y deprimido, y el perfume barato ya había perdido su efecto. Sonó el timbre del teléfono.
—Hola. Habla Mabel.
Por fin conocía el nombre de la rubia que había llamado «Fauna». Sentí que mi cuerpo palpitaba como un corazón enorme, sin poder contenerme; la voz era aquella voz.
—Estoy muy contenta con su trabajo —continuó ella—. Encontré a Flora muy mejorada. Esté atento, porque pronto se va a producir una crisis, y usted sin duda sabrá aprovecharla para que se libere. Ahora debo irme a Buenos Aires; lo llamo desde el aeropuerto.
—Escuche, Mabel. Estoy enterado de muchas cosas, pero necesito hablar con usted personalmente…
—Imposible.
—Escuche. Es imperioso que hable con usted de inmediato. Postergue el viaje. Tiene que aclararme algunas cosas que sólo usted sabe. Por favor…
—No puedo. Debo irme ya mismo. ¿Comprende? Ya mismo. Me vigilan. Están a punto de atraparme. Me escapé para llamarlo…
—¡Mabel!
—Es usted malo. Es usted un hombre muy malo —dijo la vocecita infantil de Flora, y luego oí unos ruidos y nada más; pero la comunicación no se había cortado. Insistí en repetir ambos nombres varias veces, pero no obtuve respuesta. Vacilé unos instantes. Luego, inspirado, colgué el tubo y salí corriendo a la calle. Llamé al número de Flora desde el teléfono del bar de la esquina; daba ocupado, lo que confirmaba mi idea de que me había llamado desde su casa. En la misma esquina había un taxi estacionado; subí a él, pero el chofer no aparecía. Me bajé, buscando otro taxi, y pasaron dos o tres ocupados. Me ponía cada vez más nervioso. Por la ventana del café, asomó la cabeza de un hombre muy robusto, gordo, de espeso bigote.
—Ya termino de almorzar —dijo, y bebió un largo sorbo de un vaso con vino tinto—. Suba y espéreme un minuto.
—Es asunto de vida o muerte —dije, y efectivamente no debí esperar más de un minuto. Le di la dirección de Flora y partió como una flecha.
Llegamos en menos de cinco minutos. Pagué con un billete y no esperé el vuelto. Pulsé varias veces el timbre de la puerta de calle, sin que nadie respondiera; entonces di la vuelta y probé la puerta del fondo —que gracias a Dios estaba sin llave; no sé abrir puertas golpeándolas con el hombro, y menos aún haciendo palanca con la cédula de identidad plastificada, y si bien podría haber entrado por alguna ventana, me sentí muy aliviado de no tener que hacerlo. Entré a un lugar que resultó ser la cocina, una cocina señorial, y por allí di vueltas atravesando piezas y patios y corredores de una especie de palacio en ruinas, de museo abandonado, de castillo invadido por la maleza y el tiempo. No me hubiese sorprendido encontrar sarcófagos y armaduras, pero sólo había retratos antiguos y armarios y millares de objetos de porcelana.
No podía detenerme a contemplar nada; seguí buscando, hasta que, cerca de la puerta principal, encontré el cuerpo tendido junto al tubo del teléfono, que estaba muy cerca de la cabeza. Se la veía tranquila, aunque pálida, y respiraba de una manera que me pareció normal. A la vista no había nada que hiciera pensar en heridas, ni frascos de píldoras o venenos.
—Flora —dije, suavemente—. Eh, Flora.
No me pareció conveniente invocar a Mabel. Seguí pronunciando el nombre de Flora, pero ella no reaccionó. Pasé, en movimientos circulares, la palma de la mano a un centímetro de su rostro, lo cual es un método infalible para despertar a una persona en estado de trance, al menos según los libros; y luego hice sonar mis dedos en fuertes chasquidos, también sin éxito; ella parecía estar completamente alejada de este mundo. Intenté moverla, para buscarle una posición más cómoda, pero me hubiera resultado más fácil levantar el piano de cola que dominaba el salón, junto a una amplia chimenea en desuso. Por último resolví dejarla dormir, que era lo único que podía hacer. Si dentro de un lapso prudencial no despertaba, trataría de ubicar al profesor W.; y si notaba síntomas de convulsiones o algo similar, llamaría de inmediato a la Asistencia Pública; aunque me parecía muy difícil que un médico tuviera algo que hacer con el caso.
Traté de serenarme. Ella ya había previsto la crisis, en su personalidad más lúcida, y no parecía demasiado preocupada por ello. Tal vez necesitaba ese descanso y tal vez, al despertar, habría solucionado algunos de sus problemas. Después de todo, me dije a mí mismo, lo que cuenta en estos casos no es la parte visible, y en realidad nunca puede tenerse ninguna certeza de lo que ocurre en las regiones del inconsciente. Por otra parte, me resultaba claro que yo había tenido hacia ella un trabajo inconsciente muy profundo; me había compenetrado noche y día, durante tres semanas, con mi cliente. «Y por otra parte, es muy cierto que estoy aquí, tal como ella deseaba», pensé, y me tranquilicé del todo. Traté entonces de ser realmente útil, y con idea de permitir que mi propio inconsciente actuara con mayor libertad, me desentendí de Flora, después de comprobar que su cuerpo estaba sobre una alfombra y que no había que temer un enfriamiento, y me dediqué a observar la mulplicidad de objetos de la enorme habitación.
Había un reloj de péndulo, alto, vertical, que marcaba la hora exacta; y varios sofás y sillas estilo rococó, y encajes por todas partes. Sobre el piano de cola, un vaso con una flor marchita. En un rincón, sobre una mesa, varios objetos antiguos, entre ellos una vitrola. En el centro de la pieza colgaba una araña fastuosa, de muchas lámparas y llena de pequeños colgajos de lo que parecía ser fino cristal.
Comencé a moverme guiado por una suerte de inspiración, sintiendo en el cuerpo como el impulso de una fuerza que le imprimía una serie de pequeñas oscilaciones; así, me acercaba a un objeto, lo miraba, lo tocaba, lo levantaba de su sitio, lo dejaba —sin pensar en nada concreto—, y las oscilaciones me iban empujando hacia un lugar preciso. Por fin, llegué junto a la vitrola y con un movimiento certero y seguro, abrí una tapita que había en su costado izquierdo, junto al plato, y saqué de su interior una cartulina rectangular.
Era una fotografía de Flora. Tendría unos doce o trece años, pero ya se adivinaban las formas espléndidas que habría de adquirir más tarde, en su plena madurez, y de las que había hecho gala ante mí con su personalidad de «Mabel», —ex «Fauna». Alguien había trazado, con tinta, unos signos misteriosos sobre la fotografía, y estaba literalmente erizada de alfileres.
Comencé sin proponérmelo algo como un rezo monótono, una letanía donde las palabras no tenían mayor importancia o incluso llegaban a carecer de significado, al menos para mí; y aunque estaba un poco lejos del cuerpo de Flora, sabía que ella podía escucharme perfectamente; y que cuanto más suave fuera mi voz, tanto mejor me escucharía desde las profundidades de su sueño. Esto, que también provenía de mis lecturas, en ese momento tenía para mí una misteriosa confirmación interior. Luego advertí que le estaba explicando que iba a liberarla del encantamiento; que iba a ir sacando uno por uno los alfileres clavados en el retrato, y que luego habría de quemar la foto maculada por los signos y que por ese acto ella se vería libre por completo. Que despertaría sintiéndose muy bien, dejando atrás todo lo malo del pasado. Que luego se haría un tratamiento con un buen psicólogo, para examinar todas esas cosas en profundidad, pero que ya no volverían a tomar el tinte dramático que hasta ahora habían tenido; que nadie, en adelante, podría apoderarse de su voluntad. Mientras hablaba iba quitando, uno a uno, los alfileres.
No fue exactamente un ruido lo que me alertó, sino algo parecido a una corriente eléctrica que me recorrió la columna vertebral de abajo arriba y explotó en una especie de chispazo en la nuca. Me di vuelta y vi a Flora de pie, a pocos pasos de mí, con los ojos casi desorbitados y un enorme cuchillo en la mano.
—¡Maldito! —gritó la voz cavernosa de Monsieur Victor—. ¡Te advertí que la dejaras en paz! ¡Ahora vas a morir! —y sin embargo, Flora no movía los labios.
«Ventriloquía inconsciente», dictaminé en forma automática y, por cierto, bastante fuera de lugar y oportunidad; se me habían erizado los pelos sobre la nuca y sudaba copiosamente, mientras la mujer se acercaba con lentitud pero con certeza. Ahora agarraba el cuchillo con ambas manos, como para un sacrificio ritual. Era un lindo cuchillo, después de todo, con incrustaciones brillantes en la empuñadura.
—Flora —dije suavemente—. Flora —pero no lograba interrumpir ese trance y ya estaba muy cerca—. ¡Mabel! —grité entonces, con desesperación, pero era Monsieur Victor quien seguía avanzando implacable. Yo estaba acorralado, en un rincón de la pieza; no tenía forma de escapar. Debía resolverme a atacar de inmediato, pero no podía dejar de ver a la pobre Flora, me sentía incapaz de hacerle daño. Mis ojos buscaron algún objeto pesado cerca de mi mano, y los había en cantidad, pero mi voluntad se resistía a utilizarlos. Ella era mi cliente. Era una enferma.
Por fortuna, esta idea volvió a situarme en mi aplomo, y pude seguir hablando espontáneamente, siempre con voz suave, dejando que aflorara libremente todo el conocimiento acumulado en mis lecturas, en mis percepciones profundas de Flora, en mi propio trabajo inconsciente de todo este tiempo.
—Flora —decía, por lo que puedo recordar ahora—, estás equivocada. No mataste a tu padre —detuvo el avance, lo que me pareció alentador, pero el cuchillo seguía a pocos centímetros de mi cuerpo, firmemente enarbolado—. Tal vez tu padre merecía que lo mataran, pero tú no lo hiciste; solamente, quizás, lo deseaste. Lo deseaste muchas veces, porque era intolerable la forma en que te castigaba y te humillaba —paralelamente, yo iba haciendo una serie de asociaciones mentales a una velocidad tal que me resultaría imposible registrarlas aquí, ya que en su mayor parte se me perdieron: la vitrola, oscuro origen de «Monsieur Victor» (la voz del amo); ese cuchillo que me amenaza es la virilidad que ella quiso robar al padre; ¿tendría su padre ancestros franceses? Monsieur Victor había surgido en su inconsciente para defenderla de su padre, pero luego había ocupado su lugar, persiguiéndola, acorralándola, manteniéndola en el estado infantil de muñeca de cera; Mabel, la rubia Fauna, era todo lo que Flora no había podido ser—. Él ahora descansa —continuaba mi voz monótona—, y tú también debes descansar. Tienes sueño, tienes mucho sueño, y es tan lindo dormir, como acunada, como arrullada por una música muy suave…
Las manos se iban aflojando lentamente y los brazos comenzaban a descender; dentro de un instante habría de caer, y en el momento preciso di un salto, pasé por su costado y logré tomarla por la cintura cuando caía hacia adelante, sin que el cuchillo llegara a tocar a ninguno de los dos. Luego dejé que fuera resbalando lentamente hasta el suelo, y seguí hablándole, hablándole, hasta que por fin le dije que podía descansar todo lo que necesitara; que yo estaría ahí para cuidarla en su descanso; y que luego iba a despertar.