Capítulo IX

Los días siguientes no presentaron mayor interés, hasta el jueves, cuando llegó la respuesta de Esteban.

Ni martes ni miércoles trajeron noticias de Flora, y había resistido la tentación de llamarla. Me preguntaba en qué cosas ocuparía su tiempo; y qué podría estar haciendo las veces que yo había llamado sin que nadie contestara al teléfono. ¿Estaría en su casa, deprimida, esperando que alguien la llamara pero sin atreverse luego a contestar? («Hoy no me siento presentable, no tengo ánimos…»). ¿O estaría en alguna truculenta sesión de espiritismo, junto a Monsieur Victor y otros delirantes, escuchando los golpeteos telérgicos en una mesa de tres patas? («Oh, mamá, ¿en verdad eres tú? ¿Cuándo llegará el momento de reunirnos dulcemente en el Más Allá?»). ¿O las sesiones con Monsieur Victor se limitarían a especies de conferencias? («¿Cómo puedo ajustar mi régimen macrobiótico a los designios del Zodíaco, Monsieur Victor?»).

Lo cierto es que no se reunía con frecuencia con ese núcleo más o menos intelectual del café de la Plaza —que yo no dejaba de rondar oportunamente. O, tal vez, yo estaba errado de punta a punta en mis presunciones, y ella en realidad estaría en su casa, sí, pero entregada a una orgía con docenas de hombres y mujeres, revolcándose desnudos entre las momias y los retratos, los gramófonos y las armaduras, sobre mullidos almohadones de plumas cubiertos por fundas de hilo tejidas por la tatarabuela…

El martes anduve a la deriva, ansioso y sin encontrarme en todo el día, y el miércoles me desperté con la idea claramente formulada de que no debería buscar por ahora un sustituto para Luis: debería ir yo mismo, como antes, a cubrir mi horario, y liberarlo de su compromiso de sustituirme durante una semana más. La verdad es que las razones que me habían llevado a emplear a Luis ya habían caducado; el trabajo de entablar relación con Flora se había cumplido con la mayor facilidad, y me estaba acostumbrando a una holganza que no me hacía bien —aunque tampoco me haría bien el quiosco pero, de todos modos, mientras no apareciera nada mejor, era una forma como cualquier otra de pasar el tiempo, y además me rendía un beneficio económico nada despreciable.

Otra de las claras ideas con que me había despertado ese día se refería al período de abstinencia sexual que sin quererlo me había impuesto desde aquella visión de Fauna, y que ya me estaba pesando demasiado. Aunque la presencia intangible de Fauna seguía dominando, me pareció impostergable intentar procurarme algún alivio. No era exactamente una traición.

A primeras horas de la tarde llamé a algunos números de teléfono muy familiares. Se trata de mujeres que tienen en común conmigo el amor por el amor, y que también fracasan sistemáticamente en sus intentos de relaciones estables. A veces las llamo yo, a veces vienen por su propio impulso. No es preciso hacer historias, ni humillarse manejando dinero; no hace falta fingir, ni hacerse ilusiones. Nos comprendemos sin palabras, se desnudan con naturalidad, podemos hacernos bromas en momentos delicados. Somos inteligentes: hemos fracasado en el amor. Después, puede aparecer algún pequeño rencor, o proliferar las críticas, porque si fuéramos un poco menos egoístas podríamos intentar… Con el paso de los años aprendemos a sonreír ante nuestras fantasías, y ante las mismas carnes, que ya no son tan firmes, pero qué importa: tenemos hambre.

—Bueno, a eso de las once… Sí, yo voy a tu casa —esta vez di con M., que me había saludado con el clásico «¿Dónde te habías metido?»— que debe traducirse, desde luego, como «¿Con qué mujer (léase también “arrastrada”, “indeseable”, “apestada”, etc.), con qué mujer anduviste todo este tiempo?».

M. era una linda mujer. Divorciada, o separada, pasaba los treinta. Nunca la pude convencer de que el perfume que usaba me resultaba hostil, masculino, y que en realidad era el único obstáculo que me impedía pedirle que se casara conmigo. Siempre me quedó el temor secreto de que un día se convenciera y cambiara el perfume, pero o bien era sumamente obstinada o, más probablemente, tuviera más miedo que yo del matrimonio.

Esa tarde fui un rato al quiosco y le anuncié a Luis mi intención de sustituirlo desde el día siguiente. La sonrisa que le distendió el semblante me hizo sentir como un filántropo. Charlamos un poco de distintas trivialidades, pero cualquiera que fuese el tema que tocáramos, la misma sonrisa, dirigida a la misma imagen de su liberación, seguía instalada sin variantes, levantándole un poco el fino bigote.

Al anochecer me fui poniendo progresivamente cada vez más nervioso, como un adolescente que debiera enfrentar su primera cita. Evidentemente había descuidado demasiado mi sexualidad o, por lo menos, mis relaciones públicas. Me iba llenando de dudas y temores acerca de M.; si vendría o no, si estaría realmente dispuesta a acostarse conmigo o si en cambio vendría con algún discurso preparado, y cosas por el estilo. Me di una larga ducha con agua caliente para tratar de aflojarme, y después fui a cenar afuera; pero por primera vez en mucho tiempo no pude dejar los platos limpios. Tenía el estómago apretado, y aunque sentía hambre —no sé explicarlo mejor— se me iban las ganas de comer.

Afortunadamente, M. llegó con una puntualidad desconcertante. Charlamos un poco, para llenar la fórmula, enfrentados en el escritorio; si bien la situación evocaba mi entrevista con Fauna, noté que ésta se me iba desplazando de la mente y del ánimo, y que M. iba cobrando rápidamente su propia presencia, y pronto dejé mi asiento, me acerqué a ella, la besé y comencé a desabrocharle cosas.

—Lo que me encanta de ti es ese romanticismo, casi abrumador —dijo, y me pareció notar un matiz irónico en sus palabras.

De madrugada fuimos a la cocina y preparé café con leche para ambos.

—¿Me puedo quedar? —preguntó, sin mirarme.

—Sí, claro —respondí, pero con un segundo de retraso, tiempo que había destinado a inspeccionar mis propios apetitos. Ella sabe que me gusta dormir solo, y por supuesto no dejó de notar ese segundo de retraso y, al parecer, el fracaso se le hizo más visible.

—Cretino —dijo.

Yo asentí.

Más tarde hubo algunas lágrimas.

—Escucha —dije—. No te gustaría que te mintiera, ¿verdad?

—No —respondió; pero vaciló unos instantes, como meditando, me miró con algo parecido a una franqueza desesperada y estalló—. Sí, ¡sí! Me gustaría que alguien se tomara el trabajo de mentirme, alguna vez.

—Lo siento —dije—. Yo no puedo mentir; soy perfecto.

—Un perfecto cretino —dijo, pero ya sonreía entre las lágrimas.

Por la mañana se fue sin despertarme, pero sé que durmió a mi lado buena parte de la noche porque mis sueños tenían la presencia de los suyos, eran completamente diferentes de mis sueños de dormir solo. Me levanté cerca del mediodía, recordé lo del quiosco, y pude llegar con muy poco retraso. Alfredo ya mostraba ligeras señales de alarma, pero nada más: no hizo reproches.

Mi reintegro al trabajo no me hizo mal. Me distraje con los clientes, y en los ratos de ocio aprovechaba para dejarme invadir no exactamente por el recuerdo de la noche anterior con M., sino por algo así como sus consecuencias —algo interior indefinible, ciertamente dulce. Sin embargo, al avanzar la tarde, esa interioridad se fue haciendo más confusa, con matices al principio molestos, y luego francamente una sensación de incomodidad, tan indefinible como aquel bienestar anterior.

Fue recién al anochecer, cuando llegué a casa, que se me ocurrió mirar en el buzón, y allí encontré la respuesta de Esteban. Tardé en abrir el sobre; quería atender primero aquel malestar anímico que el trabajo en el quiosco no me había permitido examinar para intentar neutralizarlo. Dejé la carta sobre mi escritorio y, mientras me quitaba los zapatos y los sustituía por zapatillas, y me ocupaba en tareas de la casa, fue asomando la causa del sentimiento perturbador.

Era estúpido, pero se trataba de una especie de culpa sexual. «Más bien —pude precisar luego— se trata de un chantaje sentimental». Era, por supuesto, M.; sus lágrimas, su fracaso, la súplica de que le mintiera un poco de amor. En verdad, un amor que no necesitaba mentirle, pero que evidentemente a ella no le servía si no implicaba al menos algún proyecto de futuro en común. Después de todo, era una compañera agradable. No me costaría mucho, sólo unas palabras, tenerla a mi lado todas las noches de mi vida. Sin embargo eran palabras que no podía pronunciar —por orgullo, vanidad, temor, perfume, o vaya uno a saber por qué.

Una vez localizado el origen del mal, éste se fue disolviendo y comencé a recobrar el buen humor y el sentido de la realidad. «Es solamente un chantaje» —me dije—. «Dígale uno las palabras que espera, y déjela uno instalarse en su casa, para que la agradable compañera se transforme en una tirana absoluta». Tenía cierta experiencia personal al respecto. Ella se iría adueñando de mi casa y de mis cosas, imponiéndome una manera de vestir y de sonreír, quitándome toda independencia, toda libertad y toda espontaneidad. ¿Por qué, si no, había fracasado con otros hombres? ¿Por qué usaba, si no, ese abominable perfume? No era más que una especie de lesbiana dominante, agresiva, castradora, disfrazada de mujercita desamparada para colarse en mi vida y después robármela. Al diablo con ella y con todas las que eran como ella.

Comí un par de huevos revueltos para saciar momentáneamente un hambre que arrastraba desde antes del mediodía, o quizás desde la magra cena de la noche anterior; y mientras tomaba un vaso de café me dediqué a la carta de Esteban.

Por primera vez escribía con seriedad. No sólo afirmaba no estar en manos de una psicóloga, rubia ni morocha, sino que al parecer tampoco había sufrido ningún accidente ni había tenido ninguna crisis («que yo me dé cuenta», decía). El 10 de enero —hacía de esto más de dos meses— había estado en Montevideo por un problema administrativo, y había pasado por mi apartamento un par de veces. Como no me había encontrado, me había dejado un papel insertado en la rendija de la puerta. En ese papel, según decía, había probablemente datos suficientes como para que alguien que lo hubiese leído —como por ejemplo Fauna, pensé yo— pudiera improvisar una historia que yo creyese. Después de todo, casi lo único que había dicho Fauna de Esteban es que era músico. En la carta, Esteban agregaba que no recordaba haberle hablado de mí a ninguna rubia, y juraba que, por celos, jamás lo haría. No se explicaba quién habría instigado aquella visita ni para qué. Me deseaba el mayor de los éxitos.

Yo no había encontrado ningún papel firmado por él, ni por nadie, a mi regreso del balneario. Llegué a la conclusión de que la rubia me buscaba realmente por mi serie de notas en el diario, y que había tal vez averiguado mi dirección en la redacción del mismo; conjeturé que había ido a verme —quizás después de haber intentado comunicarse conmigo por teléfono— cuando yo estaba en el balneario, y que se había llevado ese papel que me dejara Esteban en la puerta. ¿Por qué? Bueno, depende de cómo estuviera redactado exactamente; es posible que, aprovechándose del estilo telegráfico de Esteban y su consecuente ambigüedad, haya pensado en hacerme creer que él me enviaba esa carta por su intermedio, aprovechando su viaje a Montevideo. Sería una referencia más sólida para presentarse con su historia que la simple mención de que había leído mis artículos. Podría perfectamente haber sucedido así.

Pero sumando la información de esta carta con los sucesos anteriores, y especialmente el hecho de que Flora hubiera negado que tenía una hermana, sentí como que había caído en una trampa siniestra; la rubia y Monsieur Victor formaban parte de alguna de las sectas que se habrían sentido afectadas por mis artículos, y buscaban ahora comprometerme —tal vez con la complicidad de Flora, que podía ser o no la hermana de la rubia—, metiéndome en alguna historia que desembocara en el ridículo público o en algo peor.

Sin embargo, esta hipótesis tenía una falla importante. Había pasado demasiado tiempo desde la publicación de mis artículos, seguramente ya olvidados por la mayoría de los lectores. Yo habría comprendido mejor el juego de mi hipótesis si hubiese sido una respuesta inmediata de la secta, incluso durante el tiempo que duró la publicación de la serie, a partir de los primeros artículos. Pero nada de eso había sucedido; nadie se había dado por aludido, nadie parecía siquiera haberlos leído y, en verdad, yo no había puesto mayor empeño en atacar a ninguna secta en particular, ni siquiera a las sectas en general. Simplemente se ponían de manifiesto algunos trucos empleados por algunos curanderos o por espiritistas —los que, por otra parte, también habían sido combatidos por otra gente sin que surgieran problemas. Y había otro factor en contra de mi hipótesis: Flora. Yo soy capaz de dejarme engañar como cualquiera, y tal vez con mayor candidez que cualquiera, pero no podía creer en una simulación por parte de Flora. Si ella era cómplice de algún complot fraguado contra mí —idea que se me hacía evidente, aunque me resultaba imposible comprenderlo—, sólo podría serlo inocentemente, es decir, si era manejada por otra persona que ocultaba su juego. O bien, yo vivía en las antípodas de la psicología y aun de la realidad.

Se me ocurrió entonces que Flora podría estar manejada por Monsieur Victor, quienquiera que fuera él, y que él tal vez empleara la hipnosis para programar a Flora en esta trampa que se me tendía. Pero, entonces, ¿a qué venían las amenazas, a qué venía la orden de alejarme de ella —su instrumento— y por qué se intentaba atropellarme con un coche?

La verdad, no entendía nada de lo que estaba sucediendo. No tenía la menor idea de lo que debería hacer en adelante. Pensé que sólo cabía esperar el regreso de la rubia; pero la razón me decía que no volvería a verla. También podría apretarle las tuercas a Flora; tenía pensado hacerlo de todos modos, pero no sabía si había llegado el momento. Un paso en falso y todo lo que había edificado para ella, con sincera preocupación, se vendría estruendosamente abajo, lo cual sería lamentable si Flora era, como yo pensaba, inocente. Y no me cabía duda de que lo era, a menos que llegara a dudar de mí mismo, de mis propias percepciones, en un grado francamente patológico.

El trabajo en el quiosco me había cansado, y la carta de Esteban, confundido. Renuncié a una cena más suculenta, me conformé con aquellos huevos revueltos y me fui a acostar muy temprano.

En las sábanas estaba aquel perfume agresivo, ahora un poco arranciado y por lo tanto un poco más tolerable, pero me seguía molestando. No tuve ánimos de volver a levantarme y cambiar las sábanas: mientras me decía a mí mismo que debía hacer un esfuerzo para apagar la luz, me quedé dormido.