Capítulo VIII
Al día siguiente, lunes, encontré —poco después del desayuno, sobre las cinco de la tarde— una carta en el buzón. No presagiaba nada bueno: mi nombre se había formado en el sobre mediante letras recortadas de algún diario. En el interior, una serie de amenazas que pretendían ser terribles pero que no se concretaban en ninguna imagen. La carta no había pasado por el correo; alguien —y el rostro barbudo de Monsieur Victor no dejó de acudir puntualmente a mi imaginación— la había colocado allí en persona. Por supuesto, aquello no llevaba firma.
Luego, al cruzar una calle, un coche intentó atropellarme. Se desvió en forma notoria de su trayecto previsible, lanzado a gran velocidad contra mi cuerpo. Quedé unos instantes paralizado, y de pronto todas mis fuerzas se juntaron para dar un prodigioso salto hacia atrás —un salto que, si hubiera querido repetirlo, me habría llevado varios meses de entrenamiento y aun así, difícilmente lo habría logrado. Quedé jadeante y sudoroso bajo la fuerte impresión, y luego mis piernas vacilaban en responderme al querer seguir andando.
El coche se había perdido de vista, y en el momento del atentado yo estaba tan distraído que no reparé en absoluto en el conductor; y aunque pude ver al coche alejándose, tampoco podría decir nada de la marca o del color. Los automóviles son ese tipo de objetos que no suelo contemplar con admiración; habitualmente no son otra cosa que una molestia cuando trato de desplazarme por las calles, y nunca tuve mayores motivos para conocer las marcas. Me resulta imposible distinguir un Ford de un Volks wagen —por mencionar algunas de esas marcas de las cuales se habla a menudo—, y del mismo modo no guardo memoria de los colores con que están pintados, incluso coches de amigos en los que suelo viajar a menudo. Pensé que, si quisiera en verdad transformarme en una especie de detective neoyorkino, tendría que aprender unas cuantas cosas.
De modo que Monsieur Victor había resuelto entrar en acción. La amenaza del anónimo no había sido vana. En adelante me cuidaría, por supuesto, al cruzar las calles; pero quién sabe qué sorpresa me esperaría realmente. ¿Una bala? ¿Un piano que cae desde un séptimo piso? ¿Veneno para ratones incluido en el pan rallado de las milanesas?
No soy valiente. Quienes me conocen saben que más bien soy aprensivo y temeroso. Un resfrío, por ejemplo, suele hacerme pensar en los síntomas del cáncer, y del mismo modo hace falta muy poco para que se me desate una especie de delirio paranoico. Sin embargo, en este caso, si bien Monsieur Victor ya llegaba a preocuparme francamente, y salvo los minutos plenos de efusión de adrenalina que siguieron al incidente con el automóvil, mi reacción fue lo bastante desusada como para sorprenderme a mí mismo; las cavilaciones en torno a la forma en que habrían de asesinarme se fueron disolviendo, aquietando, dispersando, y descubrí al poco rato que caminaba con la cabeza erguida, el pecho saliente y las piernas firmes. Se me ocurrió que el secreto de esta reacción estaba en el hecho de que una mujer, Flora, estuviera en ese momento bajo mi responsabiliad; y que otra mujer, Fauna, había confiado en mí.
Cuando llegué al quiosco, Luis me miró de una manera especial. Capté en el aire que algo no marchaba bien, y aunque no era para mí muy difícil calcular de qué se trataba, era él, pensé, quien debía decirlo. Lo interrogué con la mirada.
—Después —dijo— tendría que hablar contigo.
—¿Problemas con el trabajo?
—Sí… es decir, no. No, no. Con el trabajo no. Pero… —titubeó, mirándome con una cara que se esforzaba por expresar seriedad, o más bien gravedad y aplomo, pero que en realidad lo que mostraba, especialmente a través de la mirada, era una especie de súplica—. Lo que pasa es que ayer me llamó un amigo, con quien habíamos conversado hace un tiempo. Me propone un negocio que me parece que tiene mucho porvenir.
Traté de evitar explicaciones e ir directamente a lo que me interesaba.
—¿Me das unos días para encontrar a alguien que te sustituya? —pregunté. Pero no pude evitar su intento de explicación.
—Sí, unos días… cómo no… —él sentía un evidente alivio y yo, por mi parte, no podía forzarlo mucho más. Él sabía que su negocio era utópico, y sabía también que yo lo sabía; pero lo que él probablemente ignoraba eran las verdaderas razones por las cuales se sentía abrumado por el trabajo en el quiosco—. Parece que sale aquel asunto de los exprimidores eléctricos… Ya tiene todo instalado para comenzar la producción… —asentí con la cabeza, y traté nuevamente de llevarlo a mi terreno. Conseguí comprometerlo además para el miércoles de la otra semana, día en que esperaba el regreso de Fauna, y de paso lo fui distrayendo de su tema.
¡Exprimidores eléctricos! Lo maldije mentalmente, pero luego me aflojé en una sonrisa. Pobre Luis. Era, en el fondo, un poeta; pero no había encontrado el lugar preciso donde colocar su poesía, y andaba por la vida entreverando los hilos de la realidad. Es cierto que a mí me pasaba algo bastante similar, pero me daba la impresión de que yo me divertía un poco más que él, que yo poseía alguna fuente secreta de optimismo que de tanto en tanto me rescataba de mis profundidades abismales y me traía por un tiempo a la superficie, y a un, digamos, funcionamiento útil para mi supervivencia. Después volvía a caer, pero Luis parecía haberse instalado definitivamente en su abismo particular, desde donde veía pasar la vida de los demás sin entusiasmarse mayormente por la suya propia. Era muy probable —casi tenía la certeza— que hubiese entregado a su madre la mayor parte, si no todo el dinero que yo le había dado como adelanto. Un acto en apariencia generoso, pero que para mí tendría la secreta finalidad de liberarse de ciertas tentaciones —entre ellas, la de una vida independiente.
Camino a casa, pensaba en mi fuente secreta de optimismo, y llegué a la conclusión de que radicaba en las mujeres. No porque ellas me hubiesen hecho especialmente feliz… o sí. La felicidad no radica, creo yo, en forma exclusiva en los placeres del amor, sino también en lo que tiene de lucha. Una ruptura puede ser tan fascinante como un encuentro y, en definitiva, no tengo otra manera de sentirme vivo que este juego de búsquedas y desencuentros, placeres y dramas, en el que la sensación en la piel es lo de menos. ¿Cuánto de vida me había dado una ínfima partícula del perfume de Fauna, al herir sutilmente una neurona? Esto es, para mí, colocar la poesía en su lugar. Pero admito que pueda equivocarme.
Flora no contestó el teléfono, lo que en el momento me hizo sentir aliviado; cuando terminaba de discar el número, había llegado a la conclusión de que era un error llamarla; que la estaba llamando no por ella, sino por mí; que no la estaba protegiendo como debía, que era preciso darle tiempo para hacer su proceso y, si era posible, esperar que me llamara ella. Pero eran alrededor de las nueve y yo sentía que poco a poco se me iba insinuando la locura nocturna. Al sonar el timbre por tercera vez, colgué, y luego eché una mirada al largo corredor de mi casa.
¿Qué podía hacer hasta la hora en que me venciera el sueño? Después de deliberar contra un sinfín de tentaciones absurdas, hice de tripas corazón y me largué hasta la casa de Luis.
—Me gustaría que me explicaras con más detalle el negocio de los exprimidores —dije—. Hoy estaba un poco apurado, pero ahora… Tal vez me interese invertir algo de dinero…